He visitado las suficientes casas museo de escritores celebres como para que espere muy poco y evite en lo posible estas casas museo. Ya de pequeño me llevaron los del colegio a la Casa Museo de Rosalía de Castro y toda la vida he recordado con horror aquella cama alta y oxidada y estrecha, la palangana sepia, el escritorio oscuro, de verso difunto y miope. Cada cosa momificada y exaltada por aquella posteridad de santa. Se mostraban esos objetos sagrados de la persona atormentada que suponemos fue en vida, una heroína del sufrimiento que lo cuajó todo en su poesía. La casa, cualquiera de las muchas que hay recordando a santos de la literatura, vulgariza y reduce a beatería absurda el esfuerzo de toda una vida y obra por rechazar todo eso, precisamente. Al fin y al cabo se escribe contra la comedia. Al protagonista suele asignársele el habitual papel de mártir que murió por todos nosotros. Su sacrificio nos salva, pero su casa museo nos condena otra vez.
Casi lo que viene a decirnos este tipo de casas es: sí, vivió como un perro, pasó frío, hacía versos sin quitarse el abrigo y fue pobre, borracho y eyaculador precoz, entre otras cosas, pero valió la pena tanto sufrimiento; ahora tenemos su poesía y algún dinero para idolatrarlo como se merece; esas cuatro fotografías que sacamos del Google dan fe de que existió como hombre y hemos enmarcado algún verso famoso del susodicho por el pasillo y las habitaciones para que los conozcan los más brutos de los visitantes, que hay muchos o lo son todos y estamos por la labor de culturizar este país analfabeto con el ejemplo de nuestro bendito.
La Casa Museo de Pessoa es un ejemplo de lo que digo. Parece una guardería tematizada. Es una capilla contemporánea de la literatura, y de pésimo gusto como toda iglesia contemporánea.
De todas formas, caeré más veces en este tipo de casas museo de autor local, pues tampoco tengo tanto que hacer por ahí y a algunos muertos les debo mucho consuelo y entretenimiento. Quizá la única casa de escritor célebre de la que me quedé con ganas de ver por dentro es la casa de los Baroja en Vera de Bidasoa. Creo que no tiene nada que ver con las más descabelladas casas museo que se pueden encontrar por ahí. Quizá tenga más que ver, salvando las distancias, con el magnífico Sir John Soane’s Museum, en Londres.
No tiene pinta de haber cambiado mucho desde que la familia Baroja vivía en ella. Este año, allá por carnavales, tuve la oportunidad de pasar cerca y paré en Vera de Bidasoa cuando iba camino de Pamplona. Pueblo enterrado entre montañas. La casa parecía deshabitada, un poco como esas casas de pueblo de los antiguos marqueses, que murieron todos o se fueron a Madrid, o ambas cosas. El pueblo festejaba los carnavales.
Al lado del caserón estaba el arroyo, el famoso arroyo que tanto entretenía a Baroja, según cuenta en Las horas solitarias. Hay que ser un tipo muy solitario para entretenerse con un arroyo. Hace muchos años que no volvía a estos libros de ensayos de Baroja de escribir de todo y de nada, a la buena de dios. Don Pío, en Vera, creo que se aburría mucho, pero al mismo tiempo soportaba con gusto el aburrimiento del campo. Tiene una buena biblioteca, recordemos. Los libros más gordos los deja para el pueblo. Pasa horas al lado del fuego; el olor y el ruido de la madera quemándose le embriaga. Es un hombre de vicios sencillos y baratos. Diferencia y defiende el aburrimiento del campo, frente al de las ciudades. El rural es un lugar excelente para aburrirse, y el tedio bucólico un tedio que sienta bien al espíritu, al menos si uno tiene cierta vida interior y no ha sido embrutecido por el trabajo forzoso y manual. Baroja coge de vez en cuando la azada, pero se cansa pronto.
El sitio es muy tranquilo. La casa es la última del pueblo, en el barrio de Alzate, lugar de Itzea, y desde allí apenas oíamos el aquelarre carnavalero. Sólo los pájaros, el arroyuelo y dos niños muy pequeños hablando en vasco en un balcón cercano.
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“Hacia 1912, cansado de vivir siempre en Madrid, yo decía a mi madre que debíamos salir a pasar los veranos en el campo, a orillas del mar. Como alquilar un hotelito me pareciese cosa poco agradable, creí sería mejor comprar un caserón viejo y arreglarlo durante ocho o diez años. Consultamos anuncios en los periódicos de San Sebastián, y al fin dimos con uno en El Pueblo Vasco de esa ciudad, que hablaba de un caserón de Vera, bueno para fábrica o convento, que estaba al lado de un riachuelo, y que lo daban barato. Fui a Vera a verlo; aquello era una verdadera ruina. A pesar de todo lo adquirí, y con el tiempo hemos conseguido mejorarlo bastante.”
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Va y viene. Vera, San Sebastián, Madrid, algún que otro viaje. Baroja era un hombre que se paseaba mucho por el mundo, aunque después el mundo tampoco le pareciera gran cosa. En su caserón lo imagino con abrigo, subiendo y bajando escaleras, a la gallega, de puro tener todo el tiempo del mundo y no saber en qué invertirlo. Una araña en su tela le vale; observa a la mosca atrapada. También asomado a la ventana, observando el pueblo, la iglesia, y esas montañas boscosas que rodean el valle y marcan la frontera entre España y Francia. Debe de impresionar despertarse en esa casa y asomarse a esas ventanas por la mañana. Esas montañas parecen de todo menos lugares acogedores e idílicos. Si no hay lobos y hasta hombres lobo ahí no los hay en ninguna parte. Baroja en algún libro, que he ido picando aquí y allá, habla de contrabandistas escondidos en esos montes y de carabineros al acecho, de tiros. También habla de desertores vascofranceses que son acogidos por el pueblo cuando estalla la guerra.
Nosotros subimos por la carretera de Francia, llena de curvas, rodeada de selva, sin duda propicia para hacerse bruja y fornicar con Satán antes de salir volando en escoba al anochecer, como ocurría un par de siglos atrás. Alguna de aquellas fiestas, supuestas, acabaron en el famoso proceso de Logroño de 1610 contra las llamadas brujas de Zumarragamurdi, que al parecer inspiraron las pinturas negras de Goya. Una pareja de la Guardia Civil, semiescondidos tras una curva, parecían dos macabros asaltacaminos con las facas preparadas. La subida es impresionante y los bosques tétricos y amenazantes. Hacer aguas menores allí es una experiencia. Nunca sabe si está uno orinando sobre un zulo camuflado lleno de granadas o sobre un altar borrado por la hojarasca para celebrar misas negras y orgías desenfrenadas. Llegamos al alto de Ibardin, desde donde se ve la llanura francesa y hay cafeterías, aparcamientos y grupos de jubilados con las solapas de los nórdicos envolviendo sus pescuezos.
Baroja se acuerda mucho del tiempo en Vera. Se pasa parte del día mirando al cielo, pues en el campo el clima es algo que tiene mucho más protagonismo que en la ciudad. Sale a la huerta con abrigo –Baroja es un tipo con fobia al frío– y echa un vistazo a las rosas y a los frutales. Cuando el tiempo lo permite da paseos por los alrededores y se imagina la vida de hombre de acción que hubiera querido llevar, y que no lleva por falta de ánimos o porque ya ha nacido viejo y el mundo ya no está para muchas aventuras tampoco. A Baroja lo que le hubiera gustado ser es Avinareta, ese supuesto antepasado suyo carlista que medio se inventa y mete en mil aventuras que le dieron para ocho tomos o más.
El espectáculo de la naturaleza, en todo caso, lo tiene bastante entretenido. El mundo está lejos, efectivamente; digamos que esas montañas hacen de muro de contención. No puede ser que las mismas reglas que rigen el mundo sirvan para ese lugar; no acaba de ser del todo veraz que existe, incluso, un mundo más allá de esas montañas. Pero esto era impresión mía. Baroja llega a la conclusión de que la naturaleza es absolutamente indiferente al bien y al mal. La naturaleza es amoral. Todo en la naturaleza sucede sin que haya una intención última.
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“La indiferencia de la naturaleza nos llega a veces a escandalizar, a nosotros, que no podemos prescindir de los fines humanos. Cuando se ve un árbol corpulento, con un magnífico follaje, y s ele ve carcomido por mil parásitos que van a acabar con él, dan ganas de mirar a derecha e izquierda y gritar: ¡Eh, señora naturaleza! Tenga usted cuidado. Lo está usted haciendo muy mal.”
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Del campesino, en general, tiene mala opinión. El campesino es un individuo que, por narices, está obligado a darle a cosas que no lo tienen una importancia exagerada. Dentro de ese quietismo del campo, esa paz de espíritu de las tardes, el campesino, “por una necesidad dinámica”, se ve abocado a ver todo “abultado”. Baroja cree que al vivir en el campo a uno “se le acercan los objetos y se le acortan las distancias, al contrario de lo que pasa en las grandes ciudades.” El acientifismo del hombre de campo no puede caerle simpático a Baroja, que no ha sido otra cosa quizá que un positivista con tendencia a la grafomanía y una imaginación bastante desarrollada o que ha ido desarrollando con el oficio de novelista.
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“Desde el punto de vista moral, la gente del campo es, naturalmente, fanática, de espíritu estrecho y sin benevolencia. El campesino ni tiene ni puede tener una moral suave y dulce; por el contrario, es hombre de inquinas profundas, amigo del chisme y de la murmuración. […] Suponer que el campesino puede ser amable, generoso, espiritual, es una cándida ilusión. El campesino es casi siempre egoísta, roñoso, malo y fanático.”
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De todas formas Baroja parece un hombre satisfecho con su casa y con el lugar. En la ciudad ha hecho la novela de esos personajes entrando y saliendo de la novela, como subiendo y bajando de un tranvía, que le recriminó Ortega. Son las novelas de la bohemia, de la miseria, de un Madrid de sabañón y picardía y baldosa húmeda. En el campo se queda a solas consigo mismo.
El pueblo aquel día parecía desierto, como en una novela de Stephen King. Sólo algún que otro niño enmascarado corriendo por el medio de la carretera. Después vimos que concentraban las celebraciones al lado del río. Un camión cargado de brujas jevis con la música a toda tralla pasó a nuestro lado. Las paredes estaban empapeladas con carteles que parecían denunciar las torturas que el estado español cometía con no sé quién. No lo vi claro, aunque supuse que se refería a los pobres presos. La foto; el cuerpo desnudo de un joven encapuchado y atado de pies y manos en una atmósfera borrosa en blanco y negro. Por la estética de la foto parecían denunciarse las torturas de la dictadura militar argentina.
«A mi juicio, cuanto más estudiamos el Arte, menos nos preocupa la Naturaleza. Realmente lo que el Arte nos revela es la falta de plan de la Naturaleza, su extraña tosquedad, su extraordinaria monotonía, su carácter completamente inacabado. »
Oscar Wilde