Brama brama, se llama, y no es un musical de Bollywood sino un pez. Los profanos en latín pero duchos en pescar le decimos japuta, que es su nombre llano porque entre el latín y el ser grosero no existe el término medio. También palometa, zapatero o papardo. Su gracia principal, la de la japuta o pez papardo, consiste en acercarse a la costa muy excepcionalmente y siempre en verano. A desovar, me figuro, o algo así. Cosas de peces, ya saben. Dudo mucho que vengan al Sónar.
Habiendo citado a japutas y zapateros se pensarán, entre el proemio y el contexto, que les voy a hablar del Gobierno, pero no: hoy la cosa va de papardos. Los papardos de un pueblo, concretamente. Este pueblo es casi —casi— el mío y baste saber para adivinar de cuál se trata que tiene nombre de signo tipográfico, una universidad famosa y un capricho de Gaudí. Su nombre, de hecho, es revelador de su condición y de no llamarse así, estoy seguro, el pueblo se llamaría Paréntesis o Cursiva, pues se alza frente al Atlántico especial y un poco raro, como entrecomillado, metafórico de la realidad como la Vetusta de Clarín o la Nerja idealizada de Antonio Mercero aunque poderoso en sus metáforas más que ambas y por una razón bien sencilla: las suyas acontecen en realidad.
El otro día, por hablar de una, les diré que el que les habla estuvo tomando café a dos mesas de un ex ministro aficionado a cazar mayor, a tres de una marquesa con posición trescientos poco en la lista Forbes y a cuatro de un actor famoso en España porque soñó él solito ocho temporadas de Los Serrano. Este encuentro veraniego, por momentum, podría ser metafórico de haber sido inventado o no extrañar, caso de ser real, si me codease habitualmente con la flor y nata porque fuera yo una hermana Koplovitz, por ejemplo, pero les diré que siendo como soy un jodido muerto de hambre, pues nada más lejos de La Coruña. El momentum, que en realidad se inscribe en un surtido repertorios de momentos parecidos —veraniegamente hablando— tendrá que concluirse a la vez excepcional, sí, pero habitual en cierto modo. Raro de cojones, como el bosón de Higgs o la cara de Kirsten Dunst, pero no por ello perfectamente normal.
Papardos, los llaman, y son los turistas de alto copete y mejor abolengo que pueblan en verano la ilustre villa de la que les hablo. Fueron en su día duques, condes y marqueses recalados aquí al olor de la rica miel porque Alfonso XIII veraneaba en Santander y porque aquí, en ████████, es donde el rey vigente iba a fijar su residencia oficial de verano. Optó finalmente por Miravent, como sabrán, y lo hizo por razones políticas, según se cuenta, aunque mi teoría es que no quería vivir en un palacio tan parecido al de Batman. La ilustre villa sigue teniendo la mayor densidad nacional de aristócratas por metro cuadrado, eso es cierto, pero en siglo y medio que ha pasado desde que aquí se estableciera el primer alumbrado eléctrico del país el efecto boca a boca, hoy llamado viral marketing, ha dado para mucho y la cadena trófica del ser profundamente guay ha crecido en integrantes. En esta pequeña Wisteria Lane del sentir posburgués actores de todo pelo, eminentes escritores con columna en La Razón y engoyados cineastas de la progresía se cruzan y entrecruzan, literal y endogámicamente, saludándose por las calles de este pueblo tan pequeño y visitándose como en esa canción de Víctor Jara que luego fue opening de Weeds con borbones de apellido, albas y güells de linaje o emparentaje y personajes que dirigen divisiones de Repsol. Y todos, a su vez, se cruzan y entrecruzan con los nativos del pueblo porque aquí, como ya he dicho, las habituales leyes de la lógica se suspenden como en el horizonte de sucesos de un agujero negro y está permitido, a diferencia de en otras regiones del espaciotiempo, que ricos y pobres compartan y hasta churrepeteen, si gustan, las mismas cucharitas de café de las mismas cafeterías. No es una utopía, créanme; es que el pueblo es muy pequeño.
Papardos, los llaman, y no lo hacen con cariño. Dicen que secuestran el pueblo, que dejan menos dinero que el turista clase media y que no pocos de ellos obran para con el nativo soberbios, altaneros y profundamente gilipollas como compete a su clase, debe ser, que normalmente es la de los menos ricos entre los muy ricos. Y atentan, además, contra las más elementales normas estéticas del siglo XXI, principalmente dejando salir a la calle a sus chachas filipinas engalanadas de uniforme, cofia y niño rubio de la mano, recuperando una estampa que en sus pueblos no sé, pero en el mío había —había— dejado de verse hace algo así como ochenta años. Papardos, como explicaba al principio, porque el pez homónimo sólo viene a la costa en verano y también por su carácter, deduzco, que de su alternativa denominación de japuta no presumo precisamente dulce y entrañable como el de un koala pintado de rosa.
Llegado ahora el final de agosto se van, una vez más, a su Madrid natural y el pueblo vuelve a tener dos mil almas como dos mil Panchos de Verano Azul. El turista clase media, pontifican los telediarios, es ahora menos y tiene menor poder adquisitivo pero aquí no lo hemos notado, de verdad que no, hasta que ha llegado septiembre y con él, los turistas de domingo. Este año hay muchos menos, en efecto, y no se gastan ni un euro, los cabrones. Julio y agosto, por el contrario, han sido como siempre coto privado del papardo, y papardos ha habido, como siempre, para parar un tren. Son los ricos que lo son desde la Edad Media, o casi, y la historia demuestra que son inmunes a recesiones, cracks y generales irse todo a la mierda. El linaje, debe ser, o el apellido. Cosas de la sangre. Metafórico, lo que les digo. Poderosamente metafórico.
Hmmm, por aquí por el sur es bastante común lo de decirle «japuta» al pececillo de marras, sin tener afición a pescar ni nada.
Otra cosa: la cara de Kirsten Dunst no es tan rara. O no rara en el sentido de escasa, al menos. Porque sepa usted que la hermana de Homo libris, a la sazón cinco días menor que la que le habla, es un clon terrenal de la actriz de marras. No se imagina usted hasta qué punto: muchos amigos y conocidos la llaman Mary Jane, no sin razón.
Por lo demás, la fusión entre clases es habitual en los pueblos costeros. Quizá no llega a los extremos de Comillas Españolas, pero sí: el ser humano, cualquiera que sea la cuna de procedencia, en el mar no se diferencia tanto de sus congéneres y acaba orinando en el mismo sitio. Bueno, yo no, pero esa es una cuestión personal que me impide desaguar con tanta gente y colchonetas alrededor.
Aguante usted como pueda este último tirón veraniego, que ya no queda nada.
Suya afectísima,
Azote.
Me ha encantado el artículo, decir que yo he estado dos veces, las dos durante el periodo crítico papárdico (o japutesco) que mencionas (hijoputesco añadiría yo) y me encantaría volver en otra época, porque aquello parece Benidorm a ratos.
También me gustaría aclarar rotundamente que ese que aparece en las fotos haciéndole judiadas a la estatua de Gaudí NO SOY YO, sino uno que se me parece.
Curiosamente, es una descripción muy parecida que me hicieron de la capital de provincia.
Por aquello del dueño del «Banco que quiere ser tu banco» (obviously, por otro lado) y sus adláteres.
Gran artículo, a fé mía.
Muy buena descripción de la especie.
Saludos
Pero que bien escrito está esto. Y hasta los que comentan escriben bien. Que clase, y que señorío.
De papardos y parroquianos (un pequeño comentario a tu artículo).
Pues sí, hubo tiempos gloriosos en el pueblo entre lomas. Hubo peludos guerreros heroicos que lucharon hasta el fin contra el invasor (y sus escuelas, paz social, acueductos, alcantarillas y progreso -gracias Mr. Cleese-). Después, hubo próceres en forma de «primeros supervisores» eclesiásticos, con mandatos allende los mares y muy poca influencia real en el pueblo. Luego, hubo empuje, brío y hasta tronío con los dineros que trajeron los cetáceos y su práctica extinción. Finalmente hubo decadencia y abulia (que alguno quiso confudir con ataraxia, sin éxito).
Entonces aparece un indiano con prodigiosas conexiones comerciales, industriales, financieras y hasta monárquicas. Y el pueblo entre lomas queda en suspenso, atento a la más mínima tos que pudiera agitar el pecho del susodicho (y sus dineros, prebendas y sinecuras anejos). El ex-traficante de esclavos (y Grande de España ¿por consiguiente?) tuvo a bien dar nueva forma a su pueblo natal y traer a él gran copia de brillo, relumbre y resplandor modernista y eléctrico. Como es ley de vida, el hombre acabó pasando a otro plano existencial (reuniéndose así, supongo, con los negros que explotó en su juventud y que, digo yo, andarían correteando por ese mismo edén también -aunque nunca se sabe, claro, lo mismo tienen un edén especial para ellos, lejos del de los blancos: habrá que preguntar al decimosexto de los Benditos-).
El relumbre atrajo a los adláteres de la monarquía madrileña y del peculio catalán. El pueblo entre lomas era su pequeño belén particular, donde sentirse únicos, privilegiados, exclusivos y especiales. El verano traía un cardúmen de papardos desde el Barrio de Salamanca, desde Pedralbes, incluso desde Donosti, hasta Comillas. Los comillanos pronto se acostumbraron al diluvio de glamour y pesetas y se creó rápidamente una economía del estío que luego no era posible mantener durante el resto del año. Empezaron a aparecer falsos ricos y personajillos y gentes que necesitaban el pasado glorioso para sustituir al presente insulso. Empezo a aparecer una sensación generalizada de que trabajar era tarea propia de seres inferiores.
Y así le fue al pueblo entre lomas durante los decenios siguientes. Sus hijos más inquietos tenían que hacer honor a este adjetivo y, voto a bríos, que muchos tal hicieron. Otros quedaron allí e intentaron llevar su visión más allá del relumbre estival, del que ellos eran testigos pero no partícipes. Unos pocos lo consiguieron.
En cuanto a los papardos: son un poco yin y yang, fuente y albañal, inspiración y perdición. En fin, que su importancia no está en ellos mismos puesto que, en estos tiempos descreídos e irrespetuosos, ya no pueden fardar de iPhone o de club de equitación porque hasta los de Vallecas pueden tener de eso ya. Su importancia está en el ojo del que los mira y en la reacción que provocan en estos observadores. Y, es verdad, en el pueblo entre lomas esta reacción no fue afortunada. Nunca lo fue. Pero no creo que sea justo colocarlos a ellos solos del lado del albañal y de la perdición: también podrían haber sido parte de la fuente y de la inspiración (o, por lo menos, del humor y la ironía), si los observadores hubiesen sido más proclives a la riqueza de espíritu.
Ahora todo eso ha pasado. Ahora hay que mirar adelante y dejar que esta generación de ahora, de la que tú, Rubén, formas una parte tan estupenda, empiece a sustituir el sustrato flojo y sin consistencia que hay debajo por algo más real y realista. Es hora de que la parroquia se ponga las pilas y deje de mirar a los papardos. Por eso me alegro de que haya gente como tú en esta generación, gente de la que prefiere vivir con una duda que con un mal axioma (gracias, señor Krahe), gente que utiliza la ironía con claridad mental (no con desesperación) como puede apreciarse en tu artículo, porque me devolvéis la esperanza en un posible futuro para esa España profunda y miserable que me tocó ver de pequeño (de la España cosmopolita y urbana ya veremos qué esperar, pero ésa nunca despertó en mí ninguna conmiseración). Sé que hay gente en el pueblo entre lomas que hace lo posible por ser ellos mismos y, sinceramente, me alegro.
Y quiero ver más artículos como este tuyo. Gracias por escribirlo, en serio.
No acabo de estar de acuerdo con el mestizaje de clases, que de hecho, no se da ni si quiera en el chuperreteo de las cucharillas, porque el papardo de la villa sabe manejarse entre palacios, palacetes y heladerías como si los demás fueran invisibles. Los «demás» son todos los que a falta de un apellido rimbombante; ni Güel, ni Luca de Tena, Ladrón de Guépary, Borbón ni tres Sicilias, trabajan para él, sea la chacha filipina que pasea sus niños rubios por la estatua del Marqués( imagen colonial para nostálgicos), el heladero, o los demás turistas sin denominación de origen familiar. Su ninguneo a la clase media está revestido de la más asquerosa educación protocolaria, pero cuanto veneno hay en los manuales de buenas maneras…
me podría considerar uno de esos papardos y no soy ni marqués ni rey de españa ni nada de lo que vais comentando así como la mayoria de amigos mios que veranean conmigo. Siemore he respetado a la gente de este pueblo y es mas me llevo muy bien con muchos de ellos ya que llevo veraneando 20 años aquí. Me parece que estaís muy equivocados en muchos aspectos pero bueno.
Tolano eres y tolano seras, y como tal a tus vecinos odiseas jeje.
grandisimo escrito Rubén, me ha encantado