Hay un instante en la vida de todo escritor en que algo le dice que sí, que la autoridad le alcanza para proclamar a escupitajos quién escribe bien y, sobre todo, quién escribe mal, rematadamente mal. Aun siendo el navajeo una práctica universal, en España alcanza las más altas cotas de la miseria. A nadie habría de extrañar que ostentemos ese cetro, siendo éste un país donde los aficionados a los toros gustan de sepultar a sus más estupendos matadores en papel higiénico (Curro Romero, en uno de sus lances de sabiduría, llegó a decir: «Y el esfuerzo que hacen mis detractores, válgame Dios, que antes habrán ido a comprar los rollos, y los habrán llevado toda la tarde en una bolsa). Llega un momento en la vida, en fin, en que un escritor carraspea, balancea el torso y suelta la flema (ah, la tradición en suspenso sobre la puntera del mocasín). La cultura se convierte entonces en una excrecencia de fondo sur: «¡Javier Marías es un angloaburrido!», «¡Umbral es la farfolla bien escrita pero sin nada dentro!», «¡Es una novela sin estilo […] pero tampoco Pérez-Reverte tiene estilo y no se le critica por ello!». Es verdad que éstas y otras imprecaciones no aparecen acotadas entre signos de exclamación, pero debería ser así. No en vano, suelen ser el fruto de un pensamiento contertulio, exclamativo, preinfartado. Por lo general, la elección del adversario tiene bastante que ver con la estatura que uno se arroga. Por eso a Cervantes, Shakespeare o Quevedo nadie les levanta la mano. Y por eso Cela, Umbral o Marías son algunos de los autores que más hostias se han llevado, aunque quizá no tantas como Paulo Coelho, unidad métrica de la devastación. Todo esto viene a cuento de un artículo en que Fernando Sánchez Dragó, autor bastante dado a meterse en todos los charcos, ofrecía sus disculpas a Javier Marías, al que en otra vida había puesto a caldo. De un plumazo, en apenas un folio y medio, Dragó transmutó su animadversión en un bucle de malentendidos perfectamente reversible. El cuadro después de la batalla tenía algo de sepulcro, no sé si humilde o suntuoso. En el centro mismo de la escena, y como reza su camiseta, Dragó no era Dragó, sino un humanísimo reyezuelo que consagraba sus estertores a ocultar un millón de cadáveres, consciente de que nunca hubo esfuerzos tan baldíos como ir por papel higiénico, entrar con él en la plaza y aguardar, tenso el arco, a que el mundo se resuma en un mal paso.
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No hay intocables. Ayer oí a una niña de 16 decir que «Cervantes está sobrevalorado» sin que por ello se le moviese el flequillo. A mí a los 16 me gustaba Bécquer y pensaba que nadie era capaz de entenderlo tan profundamente como yo. Ahora también le admiro pero porque nunca ocultó lo que todos los poetas ocultan: que su objetivo poético no era otro que el de echar todos los polvos posibles. Y dado que murió tuberculoso se ve que le fue bien. Dragó, a su pesar, se morirá de viejo. Lleva bastantes años escribiendo su biografía. Exclusivamente.