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Cuando Frank Rijkaard se convirtió en Johan Cruyff

El problema de la mística futbolera es que puede acabar convirtiéndose en tradición o, para ser más exactos, en rutina: algo que uno espera que suceda como si hubiera un designio universal detrás de cada sobresalto. Algo así les sucedió a los barcelonistas de 1992 a 1994, aquellas tres ligas ganadas en el último partido gracias a los pinchazos rivales y sus cómodas victorias en el Camp Nou… y algo así, suponían, se repetiría en 2007, cuando el Madrid de Capello necesitaba ganar en Zaragoza, aquel Zaragoza de Diego Milito, Ewerthon, Aimar y compañía para mantener el liderato y optar a la liga.

Fue un campeonato muy extraño: el Barcelona venía de dos años de triunfos gracias a un genial Ronaldinho, un eficiente Eto´o y las primeras incursiones de Messi en el estrellato mundial. Sin embargo, las tragedias deportivas se sucedieron una tras otra: para empezar, el Sevilla les ganó 3-0 en la Supercopa de Europa, a continuación el Internacional de Porto Alegre les dejó sin Mundialito de clubes, el Liverpool sin Champions League y para rematar la faena, el Getafe remontó un 5-2 en semifinales de la Copa del Rey con un sonrojante 4-0 en el Coliseo Alfonso Pérez.

Al menos quedaba la liga. No es que el juego del Barcelona llamara al optimismo y las oscilaciones de Rijkaard entre el 4-3-3 y el 3-4-3 tenían pinta más de efecto de prestidigitador que de convencimiento táctico. La ventaja sobre el Madrid era de cinco puntos así que no es que el Madrid estuviera mucho mejor: también eliminado de todas las competiciones, llegó a Barcelona a doce jornadas del final con la única esperanza de salir vivo y esperar un milagro.

Sobre ese derby se ha escrito mucho y a menudo de manera incorrecta: que si la ventaja era de diez puntos, de once… No, eran exactamente cinco, nunca en toda la temporada llegaron a ser más de siete, entre otras cosas porque el Barcelona se mostró incapaz de conseguir una racha de cuatro o cinco victorias que le permitiera dar el golpe sobre la mesa. Tampoco lo dio en ese partido del Camp Nou: el Madrid se adelantó hasta tres veces y Messi se encargó de enjugar cada distancia con su primer triplete.

Teniendo en cuenta lo visto, ambos lados dieron por bueno el resultado: jugando con 10 por expulsión de Oleguer, el Barcelona mantenía su ventaja y podía centrarse en alejar al Sevilla, por entonces el segundo clasificado empatado a puntos. El Madrid había dado la sensación de que no estaba lejos de su rival por primera vez en tres años de travesía por el desierto. La prensa les convenció de que la remontada era posible y los jugadores hicieron un ejercicio de fe encomiable.

Desde aquel mes de marzo y hasta junio vivimos tres meses de remontadas imposibles por parte de los de Capello: Deportivo de la Coruña, Sevilla, Espanyol, Recreativo de Huelva… todos vieron cómo sus victorias se escapaban en los últimos minutos para convertirse en derrotas. Van Nistelrooy, Guti, Higuaín y Roberto Carlos tomaron las riendas de un equipo suicida y lo llevaron a una racha impresionante: nueve victorias en diez partidos, con solo una derrota en el camino, bastante polémica, en el campo del Racing de Santander.

De repente, los merengues volvían a contar y en Barcelona no se lo explicaban. Hay un proceso mental en determinado barcelonismo contemporáneo, es decir, el barcelonismo posterior a Cruyff, que tiende a funcionar de la siguiente manera: cuando su equipo gana es porque es el mejor y punto, cuando pierde por primera vez, lo achaca a un despiste propio, un exceso de confianza y nunca, en ningún caso, al mérito rival. A la segunda derrota, se despide al entrenador, se cambia a media plantilla y a ser posible incluso al presidente.

En cualquier caso, volvamos a Zaragoza y al 10 de junio de 2007. Recordemos: Real Madrid y Barcelona empatan en lo alto de la tabla pero los blancos tienen la ventaja de la victoria en el Bernabéu en la primera vuelta. Es la penúltima jornada y la última no cuenta: se da por hecho que el Madrid ganará al Mallorca en su estadio y que el Barcelona goleará al ya descendido Nàstic en Tarragona. Así pues, la liga se decide ese sábado, sin necesidad de esperar más tiempo.

En la primera parte, el Zaragoza cumple su labor y se adelanta por obra de Diego Milito. Casi a la vez, Tamudo marca para el Espanyol en lo que se supone que es una excentricidad de vecino llamado a tocar las narices. Nada que no pueda solucionar el paso del tiempo. Efectivamente, al filo del descanso, Messi marca con la mano, una acción parecida al primer gol de Maradona ante Inglaterra en el Mundial 86… pero también en el mismo minuto, Van Nistelrooy empata para el Madrid en La Romareda.

La sincronización de ambos partidos durante toda la tarde-noche fue digna del mejor guionista.

El Espanyol no se sentía como una amenaza. El aficionado culé asistía a otro tedioso partido de su equipo convencido de que la victoria estaba fuera de toda duda. Eso que hablábamos al principio de la mística de las últimas jornadas convertida ya en convencimiento. En el minuto 57, Messi marca el 2-1, esta vez de forma legal, y el Barça da por finiquitado el encuentro a la espera de que el Madrid no fastidie con una nueva remontada kamikaze.

Todo lo contrario: segundos después del gol de Messi, Milito anota el 2-1 y en las gradas se empieza a runrunear el “campeones, campeones” mientras a Frank Rijkaard se le pone cara de Johan Cruyff y solo le falta meterse en la boca un chupa-chups mientras Gaspart pega gritos en el antepalco. Queda media hora de fútbol, pero el destino parece marcado: el Barça conseguirá su tercera liga consecutiva, justo premio a la confianza en un proyecto, un estilo, una forma de entender el fútbol…

Los minutos pasan en La Romareda y el Madrid no da especial sensación de peligro. Los jugadores del Barcelona empiezan a pasarse el balón con cierta displicencia, como esperando algún tipo de señal. ¿Seguimos parados o vamos a por otro? Eligen lo primero. El Espanyol avisa un par de veces, pero la confianza del aficionado culé sigue intacta, rozando el menosprecio.

Así llegamos al minuto 89 de los dos partidos y supongo que recuerdan lo que pasó: Higuaín entra en al área del Zaragoza, chuta, rechaza César, y Van Nistelrooy, de nuevo con la caña preparada, empata el partido. Nada demasiado grave. El Madrid necesita aún otro gol para mantener el liderato y solo queda el descuento. Cuando la noticia llega al Camp Nou, el Espanyol está moviendo la pelota sin especial peligro en tres cuartos del campo azulgrana. En ese momento, Rufete ve un hueco imposible y Tamudo se mete entre líneas, ante la inoperancia habitual de Thuram, Oleguer y compañía, recibe, se escora lo justo y bate con tiro cruzado a Víctor Valdés, que tampoco se huele la jugada y sale a destiempo.

Entre un gol y otro pasan 28 segundos. La tónica de la tarde. Los justos para que el Madrid pase de estar a tres puntos del Barcelona y con la liga absolutamente perdida a mantenerse de líder y con medio campeonato en la mano. El descuento no depara nada nuevo: Higuaín coquetea con el 2-3 pero el Barcelona es incapaz de crear peligro y darle una nueva vuelta a la liga. En el Camp Nou se da una circunstancia inhabitual, que nadie había contemplado: el fracaso.

Fue entonces cuando Ramón Calderón bajó al campo a celebrar con los hinchas como si el Mallorca no existiera y los jugadores del Barcelona se tiraron al suelo, devastados. La siguiente semana le meterían cinco al Nàstic pero no serviría de nada porque el Madrid hizo sus deberes ganándole a los baleares en la enésima remontada en una segunda parte, gracias a dos goles del casi inédito Reyes.

Aquella decepción se vio como un simple ataque de mala suerte. Una desgracia que achacarse a uno mismo pero sin mayor trascendencia. Ni un mérito al contrario. No solo no se cambió nada sino que se reforzó la apuesta de las grandes estrellas y el talonario: a Ronaldinho, Eto´o y Deco se les unió Thierry Henry para recuperar el orden de las cosas. El Barcelona acabó la temporada tercero y haciendo el pasillo en el Bernabéu. Entonces ya sí: Rijkaard a la calle, Ronaldinho y Deco, traspasados… y moción de censura contra Laporta.

Poco más o menos, lo que les pasó a Cruyff y Núñez en 1996 y es que efectivamente el fútbol tiene esa facilidad para convertir lo extraordinario en rutina que hace que uno se desespere o rompa en gritos sin necesidad de invadir ningún país ni matar a nadie. Mejor verlo así, como un alivio, que como una desgracia. Nos ayuda a tener fe en que el año siguiente todo será distinto.

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