La cerveza encabeza, junto con el vino, los infieles y los perros, la lista de cosas que todo buen musulmán debe rehuir. Así que tras la revolución islámica iraní de 1979 el cervecero alemán Ekkehard Zitzman vio como los mulás cerraron su fábrica en el país persa y pasó a instalar su negocio en la ciudad portuaria de Adén, al sur de Yemen.
Pero allá no le fue mucho mejor. Si fabricar cerveza en cualquier época y lugar ya es de por sí un acto de filantropía, continuar haciéndolo frente a la intolerancia de los fanáticos pasa a ser algo propio de héroes. Zitzman lo era, ya que a pesar de que cada mes de Ramadán sus camiones eran apedreados, su fábrica atacada con bombas incendiarias y él amenazado de muerte, su respuesta fue dormir cada noche en una habitación distinta de su casa para protegerse y llamar al ejército. Afortunadamente los oficiales al mando eran de formación soviética, “lo que significa que les gusta empinar el codo. Siempre traen el armamento más pesado para protegernos” explicaba Zitzmann.
Así que unos cuantos disparos de mortero bastaban para dispersar a la muchedumbre y salir del paso. Los trabajadores de la fábrica por su parte, sufrían el rechazo de su entorno cotidianamente por su actividad impía, sus familias debían lavar la ropa por separado y sus posibilidades de contraer matrimonio se vieron notablemente reducidas. “Un hombre finalmente tuvo que ir a Argelia a buscar una esposa”, afirmó.
No menos complicado resultaba lidiar con las autoridades del país, que cada año por Ramadán dictaban el cierre de la fábrica por pagana. La estrategia de Zitzman consistía en llenar los tanques de producción de cerveza justo antes de cada mes santo y acudir al gobernador y los oficiales —ya de por sí algo reacios a las órdenes llegadas del norte del país— y señalarles el desperdicio que supondría deshacerse de tantos hectolitros del néctar divino que ya estaba preparados… finalmente consentían. Pero gasificar esa cerveza requería a su vez elaborar otra nueva, por lo que la fábrica debía ponerse de nuevo en funcionamiento terminado el Ramadán. Y así vuelta a empezar.
Finalmente ese distanciamiento político y religioso entre el norte y el sur acabó desatando una guerra civil en Yemen a mediados de los 90. Con el ejército centrado en esa contienda la fábrica quedó desprotegida y en 1994 los integristas no encontraron obstáculos para prender fuego a ese símbolo de civilización. Igual que otros de distinto dogma pero similar intolerancia acabaron con la biblioteca de Alejandría dos mil años antes. Ese golpe no pudo ser encajado y supuso el final de la producción de este preciado líquido en toda la península arábiga.
¿Cuál es la moraleja de esta historia?
En primer lugar que nunca abras una cervecera en Adén a menos que dispongas de algunos morteros. En segundo y más genéricamente, que la historia en el mundo en general y muy especialmente en los países árabes no sigue un recorrido hegeliano con más o menos altibajos pero inevitablemente ascendente hacia mayores cotas de progreso y libertad. Vamos, que siempre se puede ir a peor. Esa es una de las ideas claves que sustentan el magnífico ensayo en el que se narra la odisea de Zitzmann y de otros muchos en circunstancias más o menos similares: Hezbolá le desea feliz cumpleaños de Neil MacFarquhar. Este corresponsal del New York Times pasó más de veinte años recorriendo los países árabes, una experiencia que recoge en este libro a caballo entre la autobiografía y el análisis político. Marruecos, Libia, Bahréin, Arabia Saudí, Yemen, Egipto, Jordania, Líbano… a cada uno dedica un capítulo, mostrándonos sus peculiaridades, su complejidad, con lo que dejan de ser en conjunto un amasijo informe, atrasado y amenazante, tal como a menudo se los representa en Occidente: “los moros”. Entre el fundamentalismo islámico y los represivos y corruptos regímenes dictatoriales, nos dice, hay también espacio para una sociedad civil que con cierta visibilidad en países relativamente modernizados como Marruecos o Jordania y de forma casi subterránea en otros como la muy estricta Arabia Saudí intentan introducir, a menudo con gran valentía, algunas reformas.
En este punto hay que mencionar que MacFarquhar publicó el libro en 2009 y dijo de Egipto “a veces me da la sensación de que está al caer un suceso catastrófico que provocará tumultos generalizados y derrocará al gobierno”. Las revoluciones árabes de este año imprevisibles, lo que se dice imprevisibles, no han sido. Existía y existe descontento entre la población árabe, ya dijo Fernando Savater que al fin y al cabo todo esto demuestra que “los seres humanos nos parecemos mucho más de lo que nuestros folclores políticos dan a entender”. La diferencia es que en esas sociedades la distancia entre la esfera pública y la esfera privada es mucho mayor, debido a su condición de estados policiales que copiaron los métodos de los antiguos estados comunistas. Pocas cosas en ellos escapan a la vigilancia de los agentes de la temida Mujabarat. Esto explicaría en parte el fenómeno del fundamentalismo islámico, ya que en un fragmento especialmente interesante y revelador dice MacFarquhar “dado que cualquier forma de expresión política es ilegal, los yihadis han encontrado una fórmula religiosa para perseguir fines políticos” ¿Significa esto que en un régimen de libertades el islamismo político dejaría de representar una amenaza? Tal vez…
Cagar en el desierto
Una de las características del islam es su descentralización, la variedad de interpretaciones a las que está sujeta esta religión por sus devotos. Los ulemas —doctores en islam— emiten fetuas que pueden consistir ocasionalmente en pedir la cabeza de Salman Rushdie. Pero por lo general son consejos sobre costumbres cotidianas que responden a las preguntas de sus seguidores, a menudo en torno al sexo. Así el Ayatolá Jamenei dicta que el coitus interruptus, los preservativos y la vasectomía son anticonceptivos aceptables para un buen musulmán, mientras que Sheij Jaled el Guindi aconseja rezar y hacer mucho deporte para prevenir la masturbación. La discrepancia entre una fetua y otra da lugar a la “caza de fetuas”, en la que el creyente pide consejo y si el que le dan no le viene bien entonces visita a otro ulema hasta dar con el que le aconseje lo que inicialmente tenía previsto hacer, ahora ya con el beneplácito de la autoridad religiosa. La cosa se complica al entrar en juego las diversas ramas dentro del islam como suníes, chiíes y uahabíes. Ya que una fetua de unos no es vinculante para otros.
La uahabí es la más estricta y la que impera en el país islámico más puro e intransigente del mundo: Arabia Saudí. De raíces beduinas, se consideran a sí mismo los guardianes de la fe musulmana y su inclusión de interpretación más estricta del islam en todos y cada uno de los ámbitos de la vida hacen de Arabia Saudí un país al margen de la modernidad y casi incapaz de organizarse como sociedad, dado que la educación tanto primaria como universitaria está tan centrada en la religión que las profesiones especializadas como ingenieros o médicos deben ser ocupadas por inmigrantes. Hasta el setenta por ciento de las horas lectivas en las escuelas saudíes giran en torno a la religión, con enseñanzas tan valiosas como limpiarse de manera islámicamente correcta y acorde a la tradición con una piedra tras cagar en el desierto. El hecho de que en realidad esos niños utilicen retretes químicos y papel de wc en sus escasas incursiones en el desierto no parece que influya en las materias que deben aprender.
Quizá por eso los saudíes más cultos bromean sobre que para lo único que sirve un licenciado universitario saudí es para servir en la poderosa policía religiosa, conocida como Comité para la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio. Tan celosa en la aplicación de los dogmas de su fe que en 2002 catorce niñas murieron en el incendio de un colegio de La Meca, al impedirles la policía salir a la calle por haberse dejado en clase -en su prisa por huir de las llamas- los abayas con los que preceptivamente debían cubrir sus cuerpos.
Todas las noches, una fiesta
Pero en regímenes algo más laicos la situación no es excesivamente mejor. Un caso singular es el de Libia, un país que tiene por Constitución un libro escrito por su dictador —Muamar el Gadafi, aunque es muy cuco y prefiere que lo llamen «Guía de la Era de las Masas«— en el que opina de todo lo que se le puso por delante: desde consejos sobre hacer deporte, análisis sobre la alta natalidad de los negros (es porque son vagos y fornican en lugar de trabajar, explicaba ufano) hasta elucubraciones económicas pseudomarxistas.
Y es que como modestamente indica el Libro Verde de Gadafi —no confundir con el Libro Gordo de Petete— en su prólogo: “no sólo soluciona el problema de la producción material, sino que traza el camino hacia la solución global de los problemas de la sociedad humana, para que el hombre logre, definitivamente, su libertad material y realice su propia felicidad”. Nada menos. Pero no me cabe duda de que así será: todo lo que el Libro Verde señala es cierto, puesto que el Libro Verde dice que todo lo que el Libro Verde dice es cierto. Sólo un fanático descerebrado no lo entendería.
El caso es que desde hace unos meses encabeza el top de libros quemados tal como hemos podido ver en numerosas fotografías. Parece que muchos libios prefieren informarse por otras vías, pese a las dificultades connaturales de todo régimen represivo, como el intento de Gadafi de bloquear la señal de Al Yazira, un canal que ha ejercido una notable influencia en estos acontecimientos.
La otra gran fuerza modernizadora durante los últimos años ha sido sin duda internet. Aunque su implantación difiere mucho de unos países a otros y no está libre de censura, en Bahréin por ejemplo este foro crítico con el régimen ha llegado a recibir diariamente una cantidad de visitas equivalente a la cuarta parte de la población del país. El hecho de que algunos blogueros acaben cayéndose por las escaleras es otro indicativo de que la mujabarat de diversos países lleve ya unos años prestándole creciente atención a este medio. Otro ejemplo es el humorista gráfico jordano Emad Hayach, que cuelga en su web todas las viñetas políticas que le censuran en el papel. Respecto a Egipto y pese a la pobreza generalizada del país, ya en 2008 se convocaban huelgas generales en El Cairo a través de Facebook con notable éxito.
Uno de los mantras favoritos del anterior presidente de la Casablanca era el un tanto autocomplaciente “nos odian por nuestra libertad”. Pues bien, sostiene MacFarquhar —y siendo periodista norteamericano en Oriente Próximo cabe suponer que sabe de lo que habla— que el principal motivo de hostilidad hacia Estados Unidos está en la herida abierta que para el mundo árabe representa el conflicto palestino-israelí y el incondicional apoyo a estos últimos por parte de Washington.
La invasión de Irak, dice, tampoco ha ayudado precisamente a mejorar su imagen. Además, su interminable sangría de posguerra lejos de provocar un efecto dominó de democratización de la región, ha servido a esos regímenes para ser más represivos con los reformistas señalando aquello de “Yo o el Caos”. Aunque también señala que la caída de Sadam Hussein mostró a muchos árabes que los tiranos que tantas décadas llevaban asentados en sus países no eran invulnerables. La realidad, como siempre, es poliédrica.
Las revoluciones triunfantes de Túnez y Egipto, así como las que están en marcha en Libia y Siria invitan a la esperanza. Por otra parte, en el momento en que escribo esto se informa de que el ejército sirio acaba de provocar una masacre de un centenar de muertes en la ciudad de Hama, ¿Avanzarán por fin los países árabes en una línea por fin ascendente hacia mayores cotas de progreso y libertad? Quién sabe.
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