A semejanza de las ratas de laboratorio, que pasan la mayor parte de sus vidas presionando palancas para obtener placer y recompensas, somos buscadores de estímulos. Comemos, bebemos, amamos, hacemos películas y nos sentamos a verlas. Fuente de estímulos visuales, un filme puede aportarnos entretenimiento, emociones difusas y vasocongestiones genitales en una relación que depende tanto de sus imágenes como de nuestra disposición.
El cine nació con clara vocación escoptofílica. Pocos meses después de las primeras exhibiciones cinematográficas, en el catálogo de Charles Pathé ya figuraban varios cortometrajes que prometían una mirada sobre la intimidad ajena, como Le coucher de la mariée, Le revéil de la parisienne y La puce. La actriz Louise Willy, del teatro Olympia, que protagonizaba aquellas pudorosas filmaciones de desnudos parciales, se bañaba en camisón en Le bain de la parisienne (1896).
En una secuela, Le tub (1897), de Méliés, la bañista llevaba una malla sutil que se confundía con su piel. En otra, Mondaine au bain, los espectadores más esforzados podían vislumbrar un seno sumergido. Para obtener la complicidad del espectador, aquellos cortos finiseculares fingían invariablemente que la cámara observaba por el ojo de una cerradura. En un filme algo posterior de la casa Pathé, Ce que l’on voit de mon sixiéme (1901), el espectador se identificaba con un voyeur que, inmóvil como un perro que ha descubierto la pieza de caza, veía desnudarse a una atractiva vecina.
Hacia 1905, tanto por crecientes problemas de censura como para ofrecer una imagen de respetabilidad, Gaumont y Pathé abandonaron la producción de cortometrajes eróticos. Al quedar al margen de los circuitos de exhibición pública, el contenido de esas películas se hizo más incisivo y empezaron a filmarse escenas de sexo no simuladas destinadas al consumo de burdeles y coleccionistas privados. Dicha circunstancia permitió que, en una progresión perfectamente natural, los mirones pasaran a la acción en la pantalla. Así, incapaz de contener sus apetitos lujuriosos, el protagonista de Le voyeur (1907), uno de los primeros cortos franceses con imágenes de sexo explícito, abandonaba su condición pasiva para abordar a la dama espiada y refocilarse con ella. Idéntica situación planteaba Am Abend (1910), corto alemán de diez minutos que ofrecía vividas escenas de felación y masturbación femenina.
El automóvil, un tópico recurrente en el cine de Hollywood como lugar de cortejo e iniciación sexual apareció ya en A Free Ride (1915), el stag film o porno americano más antiguo de cuantos se conocen. La liviandad del argumento es característica: un hombre recoge a dos jóvenes para dar un paseo en coche. En medio de un frondoso bosque se detienen para orinar y la exhibición de sus intimidades precede al fornicio.
La persecución policial y la clandestinidad condicionaban la producción. Durante muchos años, los stag films siguieron empleando una sola bobina y un número reducido de actores, tres como máximo, cuando el cine convencional ya había alargado el metraje y contaba con amplios repartos. La acción se limitaba a una única escena de apasionada intimidad sexual precedida por la seducción de rigor.
Los pioneros del porno sólo utilizaban planos medios y generales. Las primeras imágenes de eyaculaciones, innovación de origen francés que no surgió hasta finales de los años veinte, se mostraban en plano medio. Por esa misma época, sin embargo, empezó a utilizarse el primer plano, conocido en la jerga profesional como medical shot o plano fisiológico. Cabe decir que los stag films norteamericanos empleaban un repertorio de planos más variado, mientras el cinema polisson o porno francés tendía, al menos al principio, a situar la cámara en un plano general fijo.
Pese a la lenta evolución del género, éste debía haber experimentado una notable mejora cuando, en 1929, Paul Eluard le escribió una carta a Gala, que todavía era su esposa, donde contaba su reacción ante una sesión de cinema polisson a la que acababa de asistir en Marsella:
«¡Qué espléndido el cine obsceno! Es exaltante. Un descubrimiento. La vida increíble de los sexos inmensos y magníficos en la pantalla, el esperma que brota. Y la vida de la carne enamorada, todas las contorsiones. Es admirable. Y muy bien hecho, de un erotismo loco. ¡Cómo me gustaría que lo vieras! (…) El cine me ha tenido una hora empalmado como un desesperado. De milagro no me he corrido sólo con el espectáculo. Si llegas a estar tú no habría podido aguantarme. Y es un espectáculo muy puro, sin teatro. Los actores no abren la boca, al menos para hablar. Es un “arte mudo”, un “arte salvaje”, la pasión contra la muerte y la idiotez. Deberían proyectarlo en todas las salas y en las escuelas. Terminaría habiendo matrimonios posibles, los primeros, uniones sagradas, multiformes. ¡Por desgracia, la poesía no ha nacido!»[1]
He ahí un espectador libre de prejuicios que comprende que la finalidad de un filme obsceno es estimular el deseo e inducir una erección o una turgencia y que no duda en atribuir al género una dimensión artística. Tanto Eluard como André Bretón se sentían intensamente fascinados por Peter Ibbetson (Sueño de amor eterno, 1935), de Henry Hathaway, filme en el que el protagonista, preso en una celda, paralítico y alejado de su amada, sostiene con ella una comunicación onírica que ni siquiera la muerte interrumpe.
Que Eluard se entusiasmara ante filmes en apariencia tan distintos es compresible. En ese canto al amour fou que es Peter Ibbetson y en los sexos inmensos y magníficos del cinema polisson, que actuaban como estímulos superlativos, encontraba un mismo sentido poético, la misma exaltación furibunda.
La edad de oro del cine erótico francés fue la década de los treinta, época en que llegaron a realizarse unos 40 filmes porno al año. El auge de esta producción que, aunque clandestina, se beneficiaba de un clima de cierta permisividad, se inició cuando la casa Pathé lanzó al mercado el popular proyector Pathé-Baby de películas en formato reducido (9,5 mm) para uso doméstico.
Fue una revolución similar a la que se produjo al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los equipos de proyección en 16 mm. empezaron a ser asequibles para el gran público. O como la acontecida a principios de los ochenta, cuando la proliferación de los magnetoscopios permitió que la fruición erótica se desplazase del espacio público de las salas de exhibición al ámbito más confortable y seguro de lo privado; que el antiguo cine X cediera el paso al vídeo porno, o cuando aparecieron los canales de televisión erótica de pago, o a la acontecida en la pasada década, cuando la posibilidad de descargar cualquier título de la red y visionarlo en el ordenador se hizo posible.
La historia del género ha sido contada muchas veces[2], y no constituye el tema de este artículo. Si he esbozado sus comienzos ha sido porque me interesaba sugerir que el carácter explícito de sus imágenes ha dependido a menudo de los vaivenes inquisitoriales, de los cambios en el mercado o de los avances técnicos, más que de una voluntad expresa de los realizadores, que en la mayoría de los casos solo han intentado adaptarse.
Lo que a principios de siglo sólo se mostraba en los garitos más siniestros o en los burdeles más lujosos hoy se ve sin trabas en cualquier portátil, y con una calidad de imagen, ya que no siempre de interés, muy superior a la de los filmes primitivos. Es lo que se ha dado en llamar el sexo electrónico o sexo frío, cuya meta más anhelada quizá sea el sexo virtual.
Se presume que en un futuro próximo todos podremos configurar en el ordenador a nuestra pareja predilecta y, provistos de unos cascos tridimensionales, unos guantes sensoriales y unas prótesis genitales, hacer el amor con ella o sentir que realizamos, sin riesgo alguno, nuestras fantasías menos confesables. En teoría, cada uno controlará el nivel de sutileza erótica que precisa y regulará la intensidad de los estímulos que desea recibir. Como en Sueño de amor eterno, ni la distancia ni el tiempo transcurrido ni la muerte serán obstáculos y modificaremos, rejuveneceremos o resucitaremos a voluntad, en una suerte de amour fou a la carta, la imagen cibernética de nuestros seres deseados.
Es obvio que el erotismo puede imperar con una simple alusión y que la imagen más turbadora no tiene por qué ser premeditadamente erótica. El cine abunda en ejemplos sutiles: el anillo que sube y baja por un dedo de Greta Garbo en El demonio y la carne; los largos guantes negros que Rita Hayworth se quita en Gilda; el movimiento circular de la cámara en torno a Kim Novak y James Stewart en Vértigo; la prolongada conversación de Mi noche con Maud, que para Truffaut era la película más erótica que había visto; la postergada caricia de una rodilla adolescente en La rodilla de Claire… Todos ellos son hitos comparables al episodio literario del fiacre que, en Madame Bovary, recorre repetidamente Rouen con las cortinas bajas. Mientras en su interior Emma se entrega por primera vez a Léon, Flaubert sólo nos habla del itinerario y deja que imaginemos lo que ocurre.
Un tren que se adentra en un túnel o un desplazamiento de la cámara desde la cama al fuego de la chimenea sugiere una cópula; un rostro convulso, unas manos entrelazadas o las cuentas de un collar que se rompe bastan para reflejar el momento dorado de un orgasmo. ¿Por qué, pues, mostrar primeros planos de unos sexos en azaroso combate? ¿Y por qué no, si pueden ser tan expresivos como sus rostros o sus manos? ¿Se teme que la irrupción de los genitales en la pantalla provoque algún desequilibrio de índole narrrativa o estética o se prefiere simplemente seguir manteniendo oculto lo que el pudor o la costumbre suelen cubrir con la ropa?
Se reprocha al cine obsceno que no deja nada a la imaginación del observador, que atenta contra nuestra intimidad, que sus protagonistas no son personajes sino títeres sexuales sin identidad propia. Se olvida que siempre hemos esperado de los creadores que imaginaran por nosotros, que tras ver un porno nuestra vida sexual puede continuar permaneciendo oculta, que esos supuestos títeres tienen aptitudes asombrosas y que acaso acaban de protagonizar un encuentro especialmente arrebatado y feliz con una innovación feladora o un esplendoroso giro de cadera.
Un filme erótico no puede apelar sólo a la razón; también, y sobre todo, a la libido. «Para mí» decía Luis G. Berlanga, «no hay más cine erótico válido, más honesto, que el cine ereccional, el llamado porno duro, ese trasiego de sexos robustos y capaces, esas contorsiones sin apenas argumento.»[3]
Me gusta pensar que, del mismo modo que las eventuales diferencias entre el erotismo y la pornografía son irrelevantes y sólo tienen un interés inquisitorial, el cine convencional y el porno no constituyen compartimentos estancos, sino ramas de un mismo tronco que tienden a coincidir y a rozarse, y que se desarrollan juntas.
Una gran película difícilmente puede ser sólo erótica, pero en casi todas las grandes películas hay cierta dosis de erotismo. Y a la inversa, una mirada enfebrecida o la elasticidad casi circense de una cavidad bucal, en un porno por lo demás mediocre, pueden provocar mayores emociones para el erotómano de paladar minimalista que muchos filmes convencionales. Sucede que nos movemos en terrenos ambiguos. Los placeres de Eros se nos antojan exquisitos y a la vez son toscos y elementales. Tienen la facultad de conmocionar nuestra identidad y, al mismo tiempo, de satisfacer los sentidos.
Los filmes pornográficos nos ayudan a luchar contra el agobio y mitigan la soledad. Proporcionan ayuda y consuelo a las minorías eróticas y a cuantos prefieren la placidez de una fantasía masturbatoria a los riesgos e incógnitas de una relación real.
Pero también pueden volverse contra uno, como en el relato Un filme verde[4], de Graham Greene, en el que un hombre de viaje por el sureste asiático lleva a su esposa, ávida de emociones, a una exhibición de viejas películas pornográficas. Inesperadamente, él mismo surge en la pantalla 30 años más joven, haciendo el amor con una prostituta. Su esposa se escandaliza, pero no puede dejar de observar la pantalla, «atrapada en aquel clímax que tenía más de un cuarto de siglo». Cuando él le cuenta que había estado enamorado de la prostituta y que había vivido muchos años con ella, su mujer se burla de su antigua pasión y le insulta. Luego, en el hotel, excitada por las imágenes que acaba de presenciar, le obliga a hacer el amor. El relato concluye con la imagen del hombre acostado en silencio, abrumado por la sensación de que acaba de traicionar a la joven de la película, «la única mujer a la que había querido».
«La única película que tengo ganas de hacer», escribió Godard, «no la haré nunca, porque es imposible. Sería una película sobre el amor, o del amor, o con el amor. Hablar en la boca, tocar el pecho, acariciar un hombro, son cosas tan difíciles de mostrar y de comprender como el horror y la enfermedad. No comprendo por qué, y eso me hace sufrir.»[5] Tampoco la buena pornografía resulta fácil de realizar y exige disciplina y entrega. Filmar el amor siempre es una empresa arriesgada y difícil, mucho menos placentera que hacerlo.
[1] Paul Eluard. Cartas a Gala 1924-1948. Tusquets Editores, 1986.
[2] Casto Escópico. Sólo para adultos. Historia del cine X. La Máscara, 1996.
[3] Citado en: Vicente Muñoz Puelles. Infiernos eróticos. La colección Berlanga. Editorial La Máscara, 1995.
[4] Graham Greene. A través del puente y otros cuentos. Emecé Editores, 1960.
[5] Citado en El erotismo en el cine. Tomo I. Ediciones Amaika, 1983.
Qué lujo contar con tus palabras entre nosotros. Me ha encantado tu forma de «contar».
Muchas gracias, Vicente.
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