Después del terremoto del otro día en la cocina hoy he sabido por el Weather Channel, una institución nada relativista, que el huracán Irene viene lamiendo la costa este del país y que golpeará Nueva York en la noche del sábado. Ante tal crisis, he redactado de urgencia una lista de la compra que ejecutaré mañana o pasado para poder encerrarme en casa durante el fin de semana. Luego he pensado en George Kuchar. El cineasta norteamericano, nacido en el Bronx, presentó en 1986 la primera entrega de sus Weather Diaries —Diarios del tiempo, en su acepción meteorológica—. A simple vista, los Diarios de Kuchar me parecieron basura posmoderna filmada mal a posta, con la peor cámara a mano y todas esas decisiones de autor tan infames, pero pasados unos minutos y acostumbrado ya al horror del VHS digitalizado empecé a vislumbrar lo que Kuchar se traía entre manos: emboscado durante tres semanas en una caravana en mitad de Oklahoma, tierra desapacible, nuestro hombre documentó la violencia meteorológica en el corazón del país y, mediante una serie de trucos intelectuales, dejó monda y lironda la centralidad que el mal tiempo ha tenido en la construcción psicológica de la Unión. Si Estados Unidos fuera un votante español, sería alguien que cuenta entre sus héroes a Paco Montes de Oca.
En Europa, la misma Europa que queda inundada con calabobos y empieza a tener desiertos como para edificar muchos casinos se ridiculiza la obsesión meteorológica de los norteamericanos, sus medidas desproporcionadas ante posibles emergencias —olvidando el desastre que sufrió la decadente Nueva Orleans con el Katrina y las últimas desgracias en forma de tornados— y, en suma, se acusa al amigo americano de ser pusilánime ante las tormentas. Qué injusticia más penosa. Creo que Michael Moore coló algo de eso en Fahrenheit 9/11. Qué traidor. Cualquiera que haya conducido por este país, cualquiera que lo haya sobrevolado o caminado, puede levantar la mano, subir al estrado y tratar de describir la línea de sombra que se extiende más allá de los horizontes del Valle de la Muerte. Como en ningún lugar conocido —y nunca he estado en China, ni en Brasil, ni en Rusia—, el pecho se sobrecoge ante las dimensiones materiales de este país tan vasto. He aquí mi argumento: esta piel de bisonte es un laboratorio de truenos y ventiscas, de nieve y de sol. Y viven con y a pesar de ello.
Todo esto es muy curioso, toda esta historieta de Irene y de Kuchar y de la América catastrófica, pero hay algo más enigmático en el hecho de que la experiencia, el paso de los años y la vida hacen que uno vaya abrazando la meteorología como una ciencia imprescindible para encarar los asuntos del día a día. Los gráficos bellísimos del Weather Channel, con todos esos puntos y esas rayas y esas nubes de colores degradados por intensidad son pura poesía de extracción de datos. El conocimiento de la meteorología es perentorio. Lo es en la vejez, en el momento de la lucidez definitiva. Un hombre preocupado por el tiempo, experto en mareas y vientos, es alguien que, de alguna forma, ha entendido de qué va esto. Es un genio, no me cabe duda, y ahora me pregunto si ha existido algún genio en esta tierra que no haya prestado atención al cielo.