Unas doscientas personas se enfrentaron ayer en el barrio madrileño de Lavaipiés a los agentes de la policía para tratar de evitar la detención de un camello. No es la primera vez que esto ocurre en Lavapiés. Hace unos días un grupo de vecinos y concentrados del 15-M intentaron evitar que la policía detuviera a un inmigrante ilegal que se había colado en el metro.
Estos dos incidentes provocarán mucha emoción a quienes sueñan con exóticos guetos urbanos donde los tambores suenen todo el día y no entre el aburrido Estado de Derecho. El problema es que el barrio no es suyo. Que mucha gente que vive en Lavapiés no quiere ni puede permitirse humanidad y comprensión con quienes venden droga o se cuelan en el metro, como el Estado no puede saltarse la ley en materia de inmigración más allá de los indudables dramas personales.
Una de las grandes faltas de la izquierda de hoy es exigir generosidad con lo que no es sólo suyo, invitar a casas que no son sólo suyas y asumir riesgos que exponen a todos. Uno puede destinar parte de su dinero a las causas que crea justas, pero no imponer a un ente público que las patrocine con dinero de todos. Puede cultivar cuanto quiera amistades convulsas, pero no obligar al vecino a entender sus convulsiones.
La experiencia nos demuestra sin embargo que buena parte de la izquierda hace hoy lo contrario. Aplica en su vida las más mezquinas políticas de riesgo cero y busca el romanticismo en lo público, donde las consecuencias son menos directas.
Pese a toda la propaganda, la inclinación a la izquierda de una persona no significa automáticamente más benevolencia de su parte con los débiles. Y —aunque la bondad no sea exigible a nadie— debería, porque la izquierda la exige a otros con su discurso y la impone a todos con sus políticas.
Habrán advertido que he hablado siempre de la izquierda de hoy, y no es mera muleta de nostálgico. La izquierda de hoy digo, porque hubo un tiempo en que declararse de izquierdas costaba dinero. Ahora es casi la primera condición de normalidad.
Cuando hablo de estas cosas me acuerdo siempre de mi profesor de instituto guineano. Contaba de sus tiempos de estudiante que trabajó y vivió en la finca de un cacique español muy derechista. Nada más llegar le dejó claro que era racista, que no creía en los matrimonios mixtos y que lo mataría si le veía acercarse a su hija. Y antes de irse le dijo que no esperara nada de los tolerantes. Poco después de jubilarse el profesor me contaba que nadie le ayudó más que aquel hombre. Y que tuvo mucha razón sobre los tolerantes.
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