Hay pocas cosas por las que uno tenga más respeto que el trabajo, encarnado en la Redacción, ese semillero férvido del que sale siempre a media noche, como un milagro, el periódico del día. Pero desde mis primeros artículos, escritos como debían de escribir los antiguos, golpeando una piedra, anteriores incluso a la sintaxis, se me echa a mí en cara que los escribo borracho. Algunos los leo y puede parecerlo, pero no. Y no se me dice a modo de reproche, que no sé qué es peor, sino con una cierta reverencia, en plan columnista maldito o algo así. Por supuesto, abomino de esa condición estúpida y reclamo la autoría sobria de lo que escribo, pues ya es suficiente que te vean borracho en una esquina del bar como para que te encuentren también en la columna del periódico. Ni bebo cuando trabajo ni antes, al modo de Torrente, que se bebía los copazos hasta la hora que entraba en servicio. Las comidas que pueda tener las arreglo con agua o una cerveza solitaria, de esas que se beben por pena. A mí en general el alcohol me incompatibiliza para cualquier actividad creativa que no sea enviar correos furiosos a desconocidos elegidos al azar en Facebook para leerlos al día siguiente con una toalla mojada en la cabeza, al borde del colapso.
Todo ello es debido a una mala experiencia que tuve hace años, cuando se me juntó un almuerzo con amigos, una cena de empresa y, en medio, la redacción de una crónica judicial, un género que no trabajo. Yo era joven y fluorescente, y en la comida tuve a bien vaciar mano a mano un albariño espléndido con uno de esos camareros que disfrutan más cobrándote el hígado que la cuenta. Llegué a la Redacción callado, fingiendo que estaba sobrio, con esos movimientos exageradamente lentos que hacen los borrachos. Pronto se extendió a mi alrededor un murmullo tremendo. Nada más conseguir sentarme me puse a chupar smints con la camisa muy metida en el pantalón mientras dedicaba los primeros auxilios a no desplomarme sobre el teclado. Y esa mezcla ridícula de serenidad impostada, las miradas espesas que apoyaba en quienes me dirigían la palabra y una condescendencia fuera de lugar que delataba culpabilidad a gritos, me estaban convirtiendo en el dipsómano del año.
Ataqué la crónica con una descripción proustiana de los alrededores de la Audiencia provincial, haciendo referencia al “día soleado” y las vestimentas de los testigos, y poco a poco me fui entonando hasta que cuando me quise dar cuenta estaba metiendo emoticonos. “El fiscal pidió para el acusado doce años de cárcel :(“. Al relatar los hechos que se le imputaban añadí o_O, y acabé cerrando el artículo a lo grande con una de esas preguntas sardónicas de los jueces, tipo “¿me está queriendo decir que no sabía que si apuñalaba a su amigo podría matarlo? LOL”. Fue imprimir la primera prueba y sacarme del periódico en volandas, prometiéndoselas todos muy felices conmigo en la cena, pero en el primer plato hice una trece-catorce de manual diciendo que iba al baño para irme, efectivamente, al baño de casa, porque yo soy una persona que históricamente se ha despertado más veces abrazado a la taza del váter que a una mujer, arrodillado como ante Dios.
Me he reído con el artículo, y me han gustado en especial dos frases: «una cerveza solitaria, de esas que se beben por pena» y «uno de esos camareros que disfrutan más cobrándote el hígado que la cuenta».