El último refugio Opinión

Jordi Bernal: Franco, ese cinéfilo

Hasta ahora conocíamos la relación con el cine del dictador Francisco Franco en una doble vertiente creativa. Por una parte, teníamos el recio guión de la no menos recia y racial Raza (dirigida en 1941 por el primera hora y notable cineasta José Luis Sáenz de Heredia) y, por otra, descubrimos al conspicuo crítico de cine que sentenció, a raíz de las protestas ministeriales por la supuesta (y completamente falsa) adscripción comunista del director de El verdugo: “Berlanga no es comunista, es un mal español”. Y ahí le dio de lleno.

Sabíamos, asimismo, de su cinefilia impenitente. Especialmente de su gusto por el drama de arrebato uterino y por las audacias solipsistas de far west. A Franco le iba la cosa hollywoodiense. Un cine que los cinéfilos de antaño han vinculado a la necesidad yoncarra de escapar de la mugre (moral) del régimen. Tanto es así que el escritor José Antonio Montano aventuraba magistral en su blog que, al igual que sus enemigos, también Franco “se refugiaba de la sordidez del franquismo” en su particular Roxy del Pardo.

Ahora, gracias a la labor de investigación del catedrático de Historia del Cine Josep Maria Caparrós Llena, que ha avanzado El País, conocemos además buena parte de las películas que se programaron desde 1946 hasta 1975 en el hogar de los Franco. Verdaderamente, la voracidad cinéfila del jefe de Estado es considerable y sólo encuentra parangón en su compulsión matarife.

Pero más allá de los títulos apuntados en prensa, inquieta la especulación de las distintas emociones y juicios que despertarían en el mandatario el pase de las bobinas (bobas unas cuantas de ellas) y de aquellas películas que pudo ver y que tal vez nunca vio. Aborreció Viridiana del extranjero Buñuel, sin embargo: ¿cuál fue su reacción después del visionado de El Padrino? ¿Se sentiría como Don Vito pasando el testigo familiar a Michael —atado y bien atado— en medio de las disputas intestinas del régimen? ¿Se justificaría, entre allegados, con la célebre declaración de principios del padrino: “No importa lo que haga un hombre para mantener a su familia”?

Por enajenado que viviera durante cuarenta años y pese a la labor encubridora de censores pertinaces es imposible que el cine —incluso en su acepción fantasiosa— no le proporcionara un atisbo de la transformación de la realidad verdadera. Los cambios de usos y costumbres. Incluso la factoría Disney optó en los sesenta y setenta por el trazo desaliñado y los perroflautas verborreicos. Sospechas de hundimiento. Será difícil demostrarlo pero fácil imaginarse un pase clandestino e inquieto en el Pardo de aquella película rojilla de la que tanto se susurraba y que supuso, previo peregrinaje a Perpiñán, un soplo de libertad virtual en el corazón de las braguetas y braguitas españolas. Ahí está Franco emboscado en primera fila. Impertérrito y esfinge. Hasta que el estupor le obliga a girar la cabeza con ojos de búho adicto a las anfetaminas y la voz con leve ceceo desconcertado y atiplamiento constreñido suplica una explicación que concuerde con su lógica ascética de sotana: “Oye, Carmen, ¿y eza mantequilla?

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