Si Balzac quería rivalizar en su Comedia humana con el registro civil, toda una chulería de escritor decimonónico, Houellebecq en su última novela —titulada El mapa y el territorio— parece querer competir con el catálogo de unos grandes almacenes, que es una chulería muy de escritor posmoderno. A Don DeLillo le quedaba bien, se mueve éste como un poeta verdadero entre los cachivaches —la magnífica Ruido de fondo (1984)—. Hay un afilado —y afinado— cachondeo en el clásico de DeLillo, además de toda esa respiración de las neveras que se nos presenta como metáfora del miedo a la muerte. Es el ruido eléctrico que no podemos dejar de oír, como tampoco dejamos de escuchar el rumor de la muerte, así, como abstracción que algún día se hará carne en nosotros.
La muerte también está muy presente en la novela de Houellebecq. En realidad todo está presente en la novela de Houellebecq; no se me ocurre nada que no esté presente en la novela de Houellebecq. Están los grandes y los pequeños temas. La muerte, el arte, el amor, el sexo, la paternidad, los coches, la enfermedad, la literatura, la ciudad y algún que otro paisaje bucólico adornado con excremento de vaca. Y a falta de figurantes ahí están las cosas, con más carácter que los personajes de carne y hueso. Cada objeto tiene su psicología, su historia mítica. En Houellebecq la obsesión por las mercancías con clase es, digamos, una nueva forma de vida. Un estar en la vida soñando con “los zapatos Parboot Marche, el combinado ordenador portátil-impresora Canon Libris y la parka Camel Legend”. No pocas veces el discurso parece más el de un publicista agradecido a dios por haberle hecho nacer entre tantas cosas bellas ofertadas en el Carrefour que el de un novelista escudriñando el alma humana, si es que los novelistas se dedican con sus frases a eso. Claro que si no hay alma humana que escudriñar, siempre podemos decantarnos por estudiar el manual de instrucciones de una cámara de vídeo o de un Mercedes.
El gran tema, una vez más, es el dinero. Tenerlo o no tenerlo, y en tenerlo o no tenerlo ya veíamos el drama y la acción de los individuos del diecinueve dentro de una novela. El dinero se comportaba previsiblemente, como amo y señor que da y quita vida; las fortunas pisotean cualquier abolengo y en el saltar clases sociales estaba el juego y la novela. En El mapa y el territorio el dinero es un misterio.
Toda novela presume su misterio y el dinero es un misterio como el que más.
Un dios caprichoso que se presenta sin avisar. El dinero lo ordena todo, pero no se sabe muy bien cómo lo ordena. No lo sabe nadie, aunque algunos menos que otros, por algo la mano invisible es invisible. El dinero se mueve por el mundo como una bandada de estorninos imprevisibles. ¿Arte? El arte es una sucursal, quizá la más absurda, de ese gran fluir extravagante de los dineros. El protagonista de esta novela, también millonario, añora al tío Gilito; quizá sus baños de monedas de oro, su certeza en el simple poseer por poseer, su sabiduría del saber ser rico.
Toda esa sociología del consumo y la publicidad circula por la novela como una introspección de los protagonistas y también como un relleno tedioso. El resultado es bastante pobre, en comparación con la gran novela de Perec Las cosas. La influencia de esta novela en la literatura yo creo que se pasa por alto. Ha sido una influencia perniciosa, más bien, pues las grandes obras amplían el mundo y destrozan la creación literaria de las generaciones posteriores, o al menos de las inmediatamente posteriores. La de Perec es una influencia muy correosa, y de ahí han salido todos esos lectores de manuales de instrucciones de electrodomésticos. Otros, Faulkner, y Proust, también han creado sus monstruos, pero menos, pues el individuo ha sido un terreno más fértil en la literatura que el hombre media o el hombre percentil de la literatura sociológica. De Las cosas hay que decir que está deliciosamente escrita y tiene la elementalidad que le falta a experimentos posteriores de Perec.
Al igual que Perec, Houellebecq también acepta la sociedad de consumo (qué insistencia, qué pasión) y aporta su grano de arena a la construcción de una mitología que la sustente, como todo hijo de vecino, por otra parte, tanto si quiere como si no. Pero la suya es una mitología de la mitología. Su Francia es ese país inventado por las guías Michelin, como ese artista de la novela que fotografía los mapas Michelin y va configurando un paisajismo de territorio cartografiados. Una Francia de segunda mano y un mundo de segunda mano. Su experiencia es una experiencia de consumidor. Claro que Perec nos trae un mundo amarillo como unas flores secas, el polvo de los trastos de un pasado que ennoblece siempre, porque lo viejo tiene la poesía casi invisible que deja el paso del tiempo, un poso de nostalgia que humaniza de alguna manera al objeto. Lo de Houellebecq huele a nuevo todavía, cuando no a cerrado y putrefacción cárnica (la obsesión por lo escatológico es muy de nuestro tiempo).
Posiblemente toda esta vuelta del autor hacia la estantería del supermercado sea una revisión más de la novela de Perec. Es lo mismo, arte o supermercado. La historia de la literatura también podría ser la historia de una reescritura. En este caso, una sociología en diálogos.
Afortunadamente, la novela de Houllebecq no se queda ahí. Ya digo, es una novela que opina de todo y que husmea todos los grandes temas con los que se ganan grandes premios. Sin ir más lejos el Goncourt. Se hace todo y todos los géneros calzados en la novela, disfrazados de novela, perdidos de novela. Con tropezones de Wikipedia, al parecer, o lo que es peor en una novela, con prosa de Wikipedia. No importan tanto que se cortaran y pegaran fragmentos, sino que esta prosa neutra y aséptica de la famosa enciclopedia web no se diferencie apenas del resto. Exceptuando algunos arranques de maledicencia estimable, Houellebecq suele caer en esa prosa que no va a complicar la vida a nadie y, menos que a nadie, a él mismo. Lo que da es un mundo descafeinado, ocasionalmente extraterrestre, de informe interplanetario (“Algunos seres humanos, durante el periodo más activo de su vida, intentaban además asociarse en microagrupaciones, denominadas familias, cuya finalidad era la reproducción de la especie…”). Y así, por ahí se deja llevar nuestro autor en cuanto al estilo.
Pero ese es Houellebecq. Lo que le interesa es la actualidad. Las ideas, o como las ideas. Huxley para todos los públicos. Pretende ser tan de su tiempo que parece escrita sin perder de vista los titulares de los periódicos. Y todo muy bien hecho, muy escrupuloso con su oficio; y gris, pop, tabaco y vino argentino. Entre meter el dedo en la llaga y cedernos el paso amablemente con su prosa/rampa va uno metiéndose en el asunto, sobre todo en la segunda parte de la novela, cuando aparece el personaje Michel Houellebecq, escritor francés de éxito, paradójicamente detestado, según dice, por los medios de comunicación franceses (1).
Una vez más se recurre en una novela a un personaje con el mismo nombre que el autor. Y en tercera persona; la autoparodia viene con la canción. Es un tipo casi simpático, depresivo, adicto a los embutidos. El juego está servido, y más en un autor que se ha creado una imagen tan conflictiva. Hay tres o cuatro provocaciones que dan la campanada y ya se nos mete en la tercera parte una novela policíaca. Un cadáver —un gran cadáver—, moscas y un comisario a punto de jubilarse. La vida era otra cosa. Está bien.
Quizá no haya nada tan inútil como intentar ser feliz (2).
(1) “No pasa una semana sin que una u otra publicación me cague en la cara.” (Página 129, editorial Anagrama, 2011)
(2) “Algunas veces consideraba que disponer del Carrefour para él solo se aproximaba bastante a la felicidad.” (Página 360, ídem)
http://camabarca.blogspot.com/
«Las ideas, o como las ideas»
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