Yoko Ogawa
Ediciones B
Puede resultar sorprendente que en un mismo texto convivan la más refinada crueldad y una sutil ternura… Y sin embargo esa dicotomía se da en todas las novelas de Yoko Ogawa, autora a la que muchos descubrieron en España gracias al inquietante librito ilustrado El embarazo de mi hermana o la mucho más amable novela La fórmula preferida del profesor, ambas recientemente editadas por Funambulista. Pero varios años antes Ediciones B había publicado mi novela preferida de Ogawa, una perturbadora fábula sexual llamada Hotel Iris que pasó en su momento más desapercibida.
La protagonista y voz narradora de la novela es una adolescente de diecisiete años llamada Mari que vive y trabaja en un hotel decadente de la costa japonesa. Sobreviviendo bajo la sombra de un padre muerto y la férula pasivo-agresiva de una madre dominante, Mari no va sobrada ni de autoestima ni de motivos para sentirse feliz… al menos hasta la aparición de un huésped cincuentón, traductor al ruso de textos banales, aficionado a traer prostitutas a la habitación 202 y poseedor de un magnetismo especial que fascina enseguida a la adolescente. Las primeras palabras que Mari oye salir de su boca son «cállate, puta» (pronunciadas sin enfado sino con una especie de autoridad cansada), y aunque no iban dirigidas a ella, resuenan extrañamente en su interior. Y ya que algo le dice que preferiría recibir órdenes de ese hombre de hermosa voz que de su insoportable madre, decide acercarse a él y ver qué ocurre…
La relación de claros tintes sadomasoquistas que se establece a partir de ahí entre el traductor y la adolescente no es reflejada de la forma positiva que puede encontrarse en películas como Secretary o libros como Diosa. No tiene un componente alegre, curativo o regenerador con el que puedan identificarse los aficionados al BDSM. Pero cuidado: tampoco se muestra como una relación destructiva ni estamos ante un panfleto conservador sobre los peligros del sexo extremo. No hay maltrato ni abuso: lo que se muestra en la novela es el amor violento y obsesivo de dos personajes heridos y desconcertados, que gracias a una ducha escocesa emocional de humillaciones y muestras de afecto alcanzan una unión sexual y espiritual increíblemente intensa.
Es significativo subrayar que el libro es profundamente sexual a pesar de que el traductor no llegue a desnudarse en ningún momento de la novela (lo más que llega a ver Mari es su pie descalzo en cierto momento), quedando más o menos implícito que nunca follan (léase «practican el coito») directamente. Sin embargo, las páginas que describen sus lametones, azotes, humillaciones, ataduras, caricias y bofetadas prácticamente vibran en las manos del lector: son totalmente eléctricas a pesar del tono frío y aparentemente distanciado con que Mari narra en todo momento sus experiencias. Salvo una notable excepción que no conviene desvelar, Mari vive su objetización masoquista de forma placentera y liberadora: «al recibir un trato brutal, como si no fuera más que un pedazo de carne, una oleada de puro placer se formaba en lo más profundo de mi ser».
A muchos lectores les cuesta empatizar con el traductor, al fin y al cabo un hombre varias décadas mayor que involucra a una adolescente en una relación oscura y brutal. Resulta difícil ir más allá de la primera impresión de que se está aprovechando de ella. Sin embargo, y tal vez porque lo vemos a través de los ojos enamorados y excitados de Mari, lo cierto es que el traductor es un personaje carismático, rico y profundo, con un evidente núcleo de inseguridad y culpa tras su coraza impasible de Amo autoritario; un ermitaño emocional que se ve enfrentado de nuevo, tras mucho tiempo de paz, a deseos e impulsos que había logrado controlar. Y es que tanto Mari como el traductor son dos bombas de relojería desajustadas esperando a sincronizarse para estallar.
Hotel Iris es una lectura que resulta a la vez desasosegante, potente, excitante e incómoda: Ogawa es una escritora hábil y sutil, que sabe mover con elegancia a sus personajes de la sordidez más extrema a la cotidianeidad naturalista. Lo único que lastra la novela es su precipitado final, que pretende ofrecer un cierre a la historia del traductor de un modo totalmente extemporáneo. Pero no deja de ser una objeción menor a una obra tan morbosamente atrayente y emocionalmente inquietante como un polvo en un cementerio.
Inquietante, perturbadora, incómoda, excitante… No puedo quitarme de la cabeza ciertas escenas de atmósfera sobrecogedora como la de la despensa. Tremenda.
Descatalogada :(
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