La relación entre el cine de Hollywood y el erotismo es la historia del empeño de las autoridades norteamericanas por minimizar la carga sexual del cine comercial, del deseo del público por ver a sus estrellas favoritas lo más expuestas posible y del interés de las productoras por encontrar maneras de explotar ese deseo sin verse envueltas en problemas legales. En otros muchos aspectos, Hollywood ha sido el vagón de cabecera de los grandes cambios en el arte cinematográfico, pero a la hora de romper convenciones morales siempre ha ido a remolque del cine internacional e incluso del propio cine estadounidense de serie B. Han transcurrido muchas décadas hasta que el cine “mainstream” hollwoodiense ha empezado a abordar el tema sexual con más libertad. Pero, contrariamente a lo que pudiera pensarse, en Hollywood no siempre reinó la censura y la pacatería.
Los alegres inicios
El primer cuarto del siglo XX fue una época sorprendentemente desinhibida. A nivel marginal, el cine pornográfico existía prácticamente desde que se había inventado el medio, como bien recuerda Vicente Muñoz Puelles. Pero incluso en Hollywood aparecieron los primeros desnudos en películas convencionales destinadas a un público general. Hasta los años treinta, los desnudos no eran algo insólito en Hollywood, ni siquiera en las superproducciones de los grandes estudios. Las principales productoras —como 20th Century Fox o Paramount Pictures— no tenían inconveniente alguno en mostrar carne en pantalla con los motivos más peregrinos. La actriz Audrey Munson fue la primera estrella en aparecer desnuda en un film producido por un gran estudio, Inspiration. Su carrera como sex symbol fue muy breve, pero le dio una gran popularidad en su momento, hasta el punto de que su cuerpo sirvió como modelo para alguna escultura pública. Otra de las primeras estrellas en lucir sus encantos en el celuloide fue la voluptuosa nadadora Annette Kellerman, una de las inventoras de la natación sincronizada, precursora de los shows acuáticos al estilo de Esther Williams. Para Kellerman, la desnudez era algo natural y reivindicaba su autonomía como mujer rompiendo diversas convenciones de la época. Su infatigable empeño a la hora de defender sus derechos femeninos le valió alguna que otra detención e incluso el ser llevada ante un tribunal… por el simple hecho de intentar nadar en una playa pública con un traje de baño que ella consideraba adecuado, negándose a vestir los incómodos bañadores-armadura que por entonces se consideraban decentes. Además de sus cruzadas personales por aligerar el bañador femenino, Kellerman se convirtió en estrella de cine y apareció completamente desnuda en la película La hija de los dioses, toda una declaración de principios. Curiosamente, el feminismo fue responsable de algunos de los primeros desnudos hollywoodienses: la actriz y directora Lois Weber, cuya actitud combativa recordaba a la de Kellerman, estrenó el film Los hipócritas, que era un ataque directo a la religión y la moral imperante, y también contenía desafiantes desnudos femeninos.
Naturalmente, los sectores más conservadores de la sociedad y las propias autoridades intentaban controlar todo este desenfreno, especialmente a partir de 1921, cuando el escándalo sacudió Hollywood. El actor de comedia Fatty Arbuckle se vio envuelto, al parecer sin mucho fundamento, en un escabroso asunto —la muerte de una joven actriz durante una orgía— y fue acusado de violación y homicidio involuntario por introducir, se decía, una botella por la vagina de la chica. El hecho, presuntamente sucedido en una de las típicas orgías hollywoodienses, era más un rumor que un suceso probado (la actriz murió pero las causas pudieron ser otras), sin embargo bastó para remover la sociedad norteamericana y para que los conservadores atacasen el libertinaje en el cine. Con el asunto en los tribunales, la degeneración moral de Hollywood fue debatida las portadas de los periódicos y se agudizó la urgencia de los sectores más puritanos por efectuar una limpieza en el mundillo. Se crearon algunos organismos destinados a ejercer cierta censura, pero a falta de una legislación unificada, intentar eliminar el desnudo de Hollywood era como intentar ponerle puertas al campo. El sistema de censura y control de contenidos estaba —como casi todo en los Estados Unidos de la época— muy atomizado y basado en decisiones de las autoridades locales, lo cual significaba que había una miríada de criterios distintos y ningún mecanismo central con el que intentar imponer un código moral en todo el país.
Durante los años veinte y comienzos de los treinta las estrellas siguieron apareciendo sin apenas ropa en sus películas. Betty Blythe lució sus encantos en la célebre La reina de Saba. La mismísima Claudette Colbert, una de las reinas de la comedia —la mayoría de la gente la recuerda por el clásico Sucedió una noche— aparecía ligera de ropa en otra superproducción, La señal de la cruz, en la que se daba un insinuante baño de leche, mostrando los pechos en una secuencia de apenas disimuladas connotaciones lésbicas. Incluso Maureen O’Sullivan, la compañera de un también ligero de ropa Johnny Weismuller en los célebres films de Tarzán, se las arreglaba para mostrar de vez en cuando algo más de lo que “estaba previsto”, para sorpresa o deleite del público adolescente. Otros éxitos de taquilla, como Trader Horn, aprovechaban los argumentos situados en localizaciones exóticas con el fin de aligerar vestuario, usando como reclamo a la estrella de turno: en este caso la bella Edwina Booth, a la que mostraban ligera de ropa en imágenes promocionales, aunque quienes realmente se desnudaban en el film eran algunas extras que interpretaban a nativas. Pese al escándalo Arbuckle y el establecimiento de los primeros —e infructuosos— organismos de censura nacional, el desnudo siguió siendo habitual en películas de los grandes estudios. Pero nada es eterno, y toda esta alegría terminaría en 1934.
El código Hays
En 1929, un importante editor católico y un sacerdote jesuita crearon un código moral con una serie de prohibiciones y recomendaciones que, en su opinión, deberían implantarse en la industria del cine. Enviaron el código a los estudios intentando convencerles de la necesidad de convertir el cine en algo menos pecaminoso… pero la respuesta que obtuvieron fue, naturalmente, nula. Si había algo que no imperaba en el Hollywood de entonces era la moralidad: en las pantallas se llegaba tan lejos como permitía la sociedad del momento, y entre bastidores la industria del cine era básicamente un mercado de carne donde actrices y actores eran mercancía destinada a satisfacer las apetencias de productores y jerifaltes varios. Hollywood y moralidad eran términos incompatibles. La revista Variety, el vocero más importante de la industria, llegó a vaticinar el final de los recientemente creados organismos de censura, que consideraban anticuados, obsoletos y destinados a una desaparición inminente.
Pero en 1930 hubo alguien a quien sí le gustó el código y que sí supo qué hacer con él: el conservador William Hays, presidente del principal organismo de censura: la Asociación de Productores y Distribuidores Cinematográficos de América, una de esas organizaciones que se había creado diez años antes para intentar, sin mucho éxito, atenuar la inmoralidad del cine comercial. En connivencia con las autoridades católicas que lo habían creado, Hays se apropió el código, firmándolo con su nombre y llamándolo simplemente el “Código de Producción”. Durante los primeros años su aplicación fue imposible, debido a la mencionada disparidad de organismos oficiales y administrativos encargados de regular la industria. En pantalla seguían viéndose ropajes mínimos o transparentes y ocasionales desnudos. Pero en 1934 se creó finalmente un organismo unificado, la PCA (Administración del Código de Producción) que a partir de ese momento debía dar el visto bueno legal a las películas estrenadas por los grandes estudios. Gracias a la PCA, existía finalmente un mecanismo legal con el que censurar el contenido de las películas de los grandes estudios. Era el inicio de la Edad de la Pacatería en Hollywood.
Los códigos están para burlarlos
Naturalmente, la PCA poco podía hacer por evitar la proliferación de cine pornográfico o películas eróticas de bajo presupuesto exhibidas en circuitos “underground”, en ambientes minoritarios y clandestinos que escapaban a su control. Pero precisamente por esa naturaleza marginal, dichos tipos de cine no preocupaban demasiado a los censores. El gran objetivo de la PCA era controlar Hollywood, que sí llegaba a las grandes audiencias y con la implantación del Código Hays se logró ese objetivo.
Para los grandes estudios, el Código Hays representaba un serio problema. El sex appeal de sus estrellas siempre había sido uno de los grandes reclamos publicitarios, en una época donde la pornografía o el erotismo no estaban al alcance de cualquiera. Los nuevos reglamentos sobre la vestimenta que podía o no usarse en pantalla y la obligación de eliminar todo tipo de desnudez amenazaban con neutralizar tan importante recurso publicitario. Pero los estudios tardaron poco en encontrar soluciones alternativas. Una de esas soluciones fue buscar actrices cuyos encantos corporales no pudiesen ser completamente disimulados por la ropa, lo cual impuso una nueva moda: la de las actrices extremadamente voluptuosas, que empezaron a llenar —nunca mejor dicho— las pantallas en los años cuarenta. Un buen ejemplo de esta nueva tendencia era la actriz Jane Russell, cuya curvilínea fisonomía no podía ocultarse fácilmente y que fue objeto de toda clase de experimentos de vestuario destinados a burlar el Código Hays. Su mentor —el magnate y productor Howard Hughes— se las arregló para explotar los encantos de Russell de las formas más diversas imaginables. Bajo órdenes de Hughes, el departamento de vestuario ampliaba escotes y ajustaba prendas a fin de estirar los huecos legales del código censor a los límites. En ocasiones, aprovechando que por entonces no existía el vídeo y resultaba difícil controlar los “descuidos”, incluso llegaba a verse fugazmente un seno de la actriz en pantalla. En el afán de resaltar el físico de su estrella, llegaron a diseñar un nuevo tipo de sujetador —un precedente del Wonderbra— cuya función era elevar al máximo sus pechos para que ningún tipo de vestuario conforme a las normas permitiera disimularlos. La creación de este sujetador no fue ninguna broma: Hughes, que además de productor de cine estaba metido en la industria de la aviación, encargó el diseño del sostén a los ingenieros aeronavales de la TWA. En el mismo gabinete de ingeniería de la TWA se trabajaba con planos de grandes aviones y con planos de sostenes de la Russell.
Esta nueva forma de vender erotismo hizo que el código Hays tuviese un efecto inesperado. Tras Jane Russell llegaron Marilyn Monroe, Jayne Mansfield y demás actrices curvilíneas: ya no había vestuario alguno que pudiese descargar las pantallas de sexualidad. El sugerir con atrevimiento pudo más que el mostrar: las nuevas reinas del celuloide despertaban un tipo de obsesión en el público basada precisamente en que el espectador no podía verlas nunca desnudas, lo cual no hacía más que incrementar el interés. Esa táctica de sugerir sin mostrar fue llevada a extremos limítrofes, mostrando por ejemplo el culo en movimiento de Marilyn… pero envuelto en una ropa que cumplía a la perfección el código Hays. La Monroe se convirtió en el estandarte de una nueva forma de esquivar sin disimulos la censura, como en la famosa escena de La tentación vive arriba en que un vestido más o menos aceptable se convertía repentinamente, gracias a una corriente de aire, en una “accidental” secuencia exhibicionista. O como los vestidos semitransparentes de Con faldas y a lo loco, que tapaban, sí, pero estimulando más la imaginación que incluso un desnudo total.
No solamente la explotación comercial de la belleza femenina tuvo que sortear el código Hays, sino también el erotismo masculino. Aunque mostrar a un actor ligero de ropa siempre resultaba más fácil y el público femenino sí podía ver a algunos de sus ídolos si no desnudos, al menos desprovistos de camiseta, había ciertos asuntos relacionados con la sexualidad masculina que no podían ser mostrados en pantalla. Por ejemplo, la más mínima insinuación de homosexualidad era penalizada por el código: pero eso no hizo que, ni entre la gente de Hollywood ni entre el público dejasen de existir homosexuales interesados en ver también sus fantasías plasmadas en pantalla. Esto hizo que se buscasen maneras de mostrar inadvertidamente la homosexualidad en las películas. El más famoso ejemplo —y uno de los más divertidos también— es Ben Hur: La superproducción de William Wyler contenía claros mensajes subliminales y algunas escenas muy ambiguas en un argumento que resulta más fácil explicar si se asume que Ben Hur ha mantenido una relación gay con su amigo Messala, pero siempre con sutileza e ingeniosos dobles sentidos. Esta inteligente manera de burlar a la censura sirvió incluso para engañar al propio protagonista, Charlton Heston: la mentalidad conservadora del actor era bien conocida por el equipo de rodaje y todos sabían que se negaría a seguir trabajando si se percataba de que su personaje era un gay encubierto. Pero Heston filmó la película sin captar el tomateo subyacente, del que no fue consciente hasta verla tiempo después… aunque hay que admitir que se tomó con humor el que le hubiesen metido semejante gol. Ben Hur es sólo un célebre ejemplo de cómo Hollywood tenía que ingeniárselas para reflejar del modo más sutil posible realidades censuradas por el Código Hays como la homosexualidad, el lesbianismo, el incesto e incluso el divorcio.
La serie B toma la delantera
…y nunca mejor dicho lo de “delantera”, si nos referimos a casos como el del director Russ Meyer, especializado en películas protagonizadas por mujeres de pechos descomunales. El cine de Meyer era sólo una muestra de que, fuera de Hollywood, el cine underground norteamericano nunca había dejado de vender sexo y algunos de sus nombres estaban empezando a alcanzar cierta notoriedad. Durante los años cincuenta, mientras Marilyn Monroe calentaba al espectador medio en las superproducciones, la proliferación de películas nudistas en pequeñas salas de cine había alcanzado insólitas proporciones, gracias a una inesperada decisión judicial por la que cualquier película considerada “de interés documental” tenía licencia para mostrar desnudos. Cómo no, empezaron a multiplicarse los “documentales” sobre tribus primitivas y especialmente sobre el estilo de vida nudista. Siempre desde un interés puramente antropológico —eso por descontado— el público podía ver a gente correteando por las playas en pelotas o a jovencitas pechugonas jugando al voleibol, mientras una voz en off desgranaba interesantísimas diatribas sociológicas. Estas películas, conocidas popularmente como “nudies”, consiguieron abandonar los circuitos marginales al poder ser exhibidas en pequeñas salas de cine sin por ello quebrantar la ley. Las “nudies” de los cincuenta terminaron originando el cine “sexplotaition” de los sesenta: películas que ya no tenían carácter documental y que solían mezclar erotismo, comedia, violencia y cualquier faceta morbosa que pudiese atraer espectadores, con nombres como el citado Russ Meyer o la directora Doris Wishman. El sexplotaition era producido por autores independientes con poco dinero y era proyectado en pequeños cines, formando una industria paralela que escapaba de los tentáculos del Código Hays.
Además de que el erotismo de serie B consiguiera salir del ghetto, el cine mainstream que llegaba de Europa empezaba a desinhibirse también, lo cual planteaba serios dilemas a la censura y los distribuidores norteamericanos. Por ejemplo, la película sueca Soy curiosa alcanzó notoriedad internacional, entre otras cosas porque mostraba secuencias de contenido sexual y desnudos varios, incluyendo unos cuantos de la belleza sueca Lena Nyman. La película fue un “boom”, se exhibió en muchos países y Estados Unidos no pudo cerrar sus fronteras al fenómeno. El público americano, que a final de los sesenta era más curioso y aperturista, pudo ver cómo en Europa no existían tantos tapujos: las Nyman y las Brigitte Bardot de turno les abrieron los ojos. En plena era hippie, el sistema de censura empezaba a parecerles muy fuera de lugar. Todo esto eran signos de la obsolescencia del Código Hays, que fue efectivamente abolido en 1968. Pero para entonces ya era tarde; aunque Hollywood comenzó —prudentemente— a incluir escenas de sexo y temas escabrosos en sus películas, el cine de sexplotaition y la inminente avalancha de cine erótico europeo iban a capitalizar ese mercado. Gracias a la desaparición del Código, incluso el cine X terminó abandonando los circuitos marginales, con el repentino éxito en salas de cine convencionales de películas puramente pornográficas como Garganta profunda o Detrás de la puerta verde. La década de los setenta vio una considerable relajación del erotismo en el cine de Hollywood, pero por entonces no podía igualar los reclamos sexuales de la competencia.
Vendiendo escándalo
La llegada de los años ochenta supuso un retorno del conservadurismo de mano de la administración Reagan, conservadurismo al cual Hollywood no fue ajeno. De todas formas, las grandes productoras habían aprendido que otros vendían más y mejor sexo que ellos, y que era inútil intentar competir con el creciente negocio pornográfico o con el erotismo que llegaba del extranjero. Pero no tardaron en redescubrir una de las viejas claves para vender películas: el sexo vende, pero el escándalo vende aún más. No se trataba ya de atraer a una parte del público simplemente mostrando los encantos de actrices o actores determinados, sino de atraer a todo el público, en bloque, fabricando un aura de escándalo en torno a una película determinada que estuviese a punto de estrenarse. Así, mientras el cine X estaba en plena edad dorada, facturando inmensas cantidades de dinero, o el huracán de erotismo europeo seguía sin desvanecerse, los grandes estudios de Hollywood aparecieron con un nuevo y rentable concepto: la “película-escándalo de la temporada”.
Estas películas-escándalo, por lo general, no eran excesivamente elevadas de tono desde el punto de vista sexual para lo que podía verse en otros tipos de cine, pero convenientes campañas publicitarias (a favor, o todavía mejor, en contra) se encargaban de despertar la curiosidad de todo tipo de espectadores, que iban a las salas de cine no ya para admirar el físico de determinadas estrellas sino para comprobar en qué se basaba tanto revuelo. Uno de los primeros y más notorios ejemplos fue Nueve semanas y media, que convirtió a Kim Basinger en un sex symbol internacional a base de vender muy astutamente un nuevo modelo de erotismo fácilmente comercializable, basado en cuatro hábiles pinceladas publicitarias —las secuencias “escandalosas” aparecían en todos los medios concebibles— e idealmente aderezado con una canción que se convirtió en la banda sonora oficial de los stripteases de la época. Hollywood había inventado el erotismo para “casi” todos los públicos. Un poco más allá en cuanto a atrevimiento —pero no mucho— iba la celebérrima Instinto básico, en la que Sharon Stone se las apañó para que medio mundo estuviese pendiente de su entrepierna… como si en plenos años noventa una entrepierna fuese algo desconocido para el gran público. Una vez más, esos eran los méritos de una campaña publicitaria bien concebida: lo de menos era lo que la actriz enseñaba, sino cuánto se hablaba de antemano de si la actriz lo enseñaba realmente o no. Cualquier varón heterosexual podía ver una mujer desnuda yendo al quiosco y comprando una revista, pero sólo había una forma de comprobar si Sharon Stone realmente había enseñado el coño y esa forma era pagando una entrada para ver Instinto básico. Un mecanismo tan simplón como el de la mera curiosidad convirtió la película en otro fenómeno comercial. Y esa curiosidad incluía a todo tipo de públicos, hombres y mujeres de cualquier tendencia; no se trataba simplemente de ver a Sharon Stone desnuda. Una actriz, que sí, era muy atractiva… pero que antes de Instinto básico poca gente reconocía pese a haber actuado ya en algunas películas de éxito como Desafío total, donde salía tanto o más guapa.
Esta forma de publicitar ciertos films puede parecer muy elemental, pero era realmente muy hábil y funcionaba a la perfección porque apelaba a la curiosidad, no a la mera atracción por el sexo. Sin un aura de escándalo previa que pusiera en antecedentes al público, películas todavía peores como las nefastas Striptease o Showgirls jamás hubiesen salido del estante más polvoriento de los videclubs.
El fin del efecto llamada
En los últimos años el cine de Hollywood se ha vuelto más explícito y abierto que nunca antes a la hora de mostrar sexo. Ha sido el resultado no de una táctica industrial sino de un cambio de paradigma moral en los propios Estados Unidos: aunque el conservadurismo sigue siendo importante entre ciertos poderes y sectores sociales, el edificio de la censura sexual se ha resquebrajado a causa del propio peso de la coyuntura cultural. Internet ha terminado de poner la puntilla a la censura en Hollywood y no únicamente porque haya puesto la pornografía y el erotismo al alcance de cualquier usuario, sino porque por primera vez en la historia el cine internacional está al alcance del espectador norteamericano medio, que ya sabe lo que se cuece en el extranjero.
Hoy en día a nadie le extraña ya ver a estrellas de Hollywood en escenas de sexo, incluso de sexo escabroso, pero por eso mismo es más difícil recurrir al escándalo como reclamo. Además, como de costumbre, desde fuera de Estados Unidos siguen llegando películas que rompen unos límites y crean una controversia de manera que resulta impensable en el cine comercial norteamericano, que trata de ponerse a la altura pero que nunca lo consigue. Aunque ya no existe un Código Hays en los Estados Unidos, sí se ha implantado una clasificación moral por edades que puede tener seria influencia sobre la recaudación total de un film. Es un tipo de censura indirecta, que no impide que el sexo llegue al cine de Hollywood, pero sí lo modera y contiene. Pero curiosamente, y como ha sucedido en otras épocas —por ejemplo en los años cincuenta— los nuevos sex symbols están surgiendo no donde se muestra sexo con claridad sino donde se muestra más bien poco o donde sólo se sugiere. El mundo de la música o las series de televisión están creando los nuevos iconos sexuales. Las Natalie Portman o Scarlett Johansson tienen una nueva competencia en divas de la música como Katy Perry o estrellas televisivas como Christina Hendricks, y exactamente lo mismo ocurre en el sector masculino, del que —espero las lectoras del sector femenino sabrán disculpar la terrible deficiencia— quien escribe estas líneas es menos entendido. Hollywood ya no posee el monopolio de la producción de iconos sexuales de carácter universal, que es donde siempre marcó la diferencia.
Una puntualización: La Jane de las películas de Tarzán era Maureen O’Sullivan, no Maureen O’Hara como apuntas.
Excelente artículo por lo demás.
Excelente artículo.
mira que era puta la marilyn monroe
No tienes ni la más puñetera idea sobre Marilyn Monroe. Te recomiendo que hables de de lo que sabes…si es que sabes de algo.
Vaya una visión machista y que te describe mucho mejor de lo que alcanzas a decir. Eres un auténtico maleducado de mente sucia, tu si que tienes la mente muy sucia.
una putuca dices?
que buen articulo, mis felicitaciones
Vaya, excelente artículo, muy completo.
Buen articulo, muy ilustrativo :}
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Norma Jean Mortenson o Baker , segun gusteis mas del nombre de nacimiento o con el cual al bautizaron, fue, ha sido y sera la musa por excelencia!!
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Una mujer increiblemente sexy
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