Nos lo dice Julio Anguita en la entrevista que nos concedió: «vosotros, clase media que queréis imitar a los de arriba, en el fondo sois clase oprimida como los de abajo».
Nada como una crisis para poner las cosas en su lugar. La generación hija de la transición («hijo, hija, tenéis que estudiar una carrera porque vuestros padres no pudimos») y sus esperanzas de progreso social han sido un bonito espejismo. Los títulos universitarios, las propiedades hipotecarias y las experiencias laborales eran —se suponía— los garantes de la consolidación social de una nueva clase media, más preparada, más versátil, más libre que la clase trabajadora de sus padres. Una generación de profesionales cualificados, de individuos despiertos, ávidos lectores, pensadores críticos: un nuevo tejido social para un país que remontaba el peso de muchas décadas de desastres y pobreza. España iba a ser otra: las inseguridades económicas, el trabajar en cualquier cosa para sobrevivir mientras los títulos criaban polvo en algún cajón, todo eso pertenecía al pasado. La clase media es la clase media: tiene formación, tiene experiencia cualificada, tiene inquietudes y aspiraciones… así que nada puede irle mal.
Pero los títulos académicos no son garantía de nada, muchos de ellos sufren hiperinflación y la única forma de amortizarlos es el «comprar» complementos dinero en mano: masters, etc. Es decir: necesitas tener dinero de antemano para lograr una titulación que te permita ganar dinero más tarde. Las propiedades tampoco son una garantía, muy especialmente cuando han tenido que ser adquiridas mediante hipoteca. Ni siquiera una experiencia laboral cualificada es garantía en un país tan propenso a perder su «sector servicios» en cuanto llegan las vacas flacas. Es más, durante las crisis son las experiencias menos cualificadas —y lo que solíamos llamar oficios— las que tienen más opciones de ser valoradas, o al menos de permitir una mejor supervivencia.
Aparte de las tragedias personales que siempre produce toda crisis económica, se está produciendo una tragedia nacional; no muy visible, no muy ruidosa, pero cuyos efectos serán penosamente duraderos: está desapareciendo la clase media. Y si la clase media no sobrevive, el país caerá rodando varios escalones hacia la España de los 60. Es la clase media la que plantea reivindicaciones más elevadas una vez la clase obrera ya ha satisfecho las suyas. De la clase media y sus inquietudes depende que un país moderno avance: los sectores dominantes nunca tienen interés en el cambio, las clases obreras se suelen contentar con los cambios mínimos y son las clases medias quienes deben plantear avances más exigentes. Nosotros debemos exigir más de lo que exigieron nuestros padres: sólo así avanza la historia.
Pero la clase media española hiberna: está agonizando lentamente, anestesiada por lo que ingenuamente considera son sus «privilegios»: su coche, su piso, su PlayStation y sus fotos de vacaciones ante el Taj Mahal. Nadie en la clase media parece querer pensar que quizá sus hijos no vayan a conocer jamás el Taj Mahal. Que quizá sus hijos no lleguen a disfrutar de tantos «privilegios» como los que ellos han disfrutado, y que quizá sus hijos vivirán en una España patéticamente parecida a la renqueante España de sus abuelos. Cuesta entender por qué la clase media española se resigna a una muerte dulce, como la de Marat en su bañera, adormecido por la tibieza del agua.
Mientras, los Estados nos aleccionan sobre la necesidad de recortes sociales al tiempo que canalizan obscenas cantidades de dinero hacia el rescate de los bancos, los mismos bancos que causaron la crisis con su incontrolada codicia y sus artefactos financieros. Lo que se dice una estafa en toda regla, con nuestro dinero y ante nuestros ojos. Nosotros le seguimos debiendo dinero al banco pero el banco ya no le debe dinero a nadie. Y guardamos silencio, tan ocupados como estamos en intentar capear el temporal y que con la ventolera se nos vuelen las menos pertenencias posibles. Somos los mismos que a veces nos preguntábamos si merecía la pena gastar tanto dinero en llegar a la Luna. Eso era un capricho de la Guerra Fría, un juguete caro. Pues bien, sería preferible un juguete caro a permitir que los bancos no aprendan la lección del desaguisado que ellos mismos han ayudado a provocar. El viaje a la Luna, al menos, significaba progreso: nuevas tecnologías, nuevos materiales, un impulso a la ciencia y un logro inspirador para futuros científicos y para futuros ciudadanos («Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la Humanidad»). Hoy en día el dinero se va en salvar las cuentas de resultados de un puñado de corporaciones y los gobernantes ni se han molestado en disimularlo, tan acostumbrados como están a nuestras tragaderas. ¿A quién le resulta inspirador esto, qué progreso científico y espiritual podemos conseguir?
Un país sin clase media es un país condenado a padecer los males del tercer mundo, en el que sólo existen los ricos, los pobres, y entre ambos el infranqueable páramo de la ruptura social. España ha atravesado toda suerte de peripecias para que germine una vacilante clase media: se ha necesitado un siglo XIX de inestabilidad telúrica y un siglo XX de miserias, guerras civiles, dictaduras eternas y superficialidad política. Hoy, en pleno siglo XXI, corremos el serio peligro de abandonar el carro de los países europeos que pueden avanzar —los países que tienen una clase media fuertemente establecida— y languidecer en el furgón de cola de los países que decaen.
Pero este es el signo de nuestros tiempos: los gobiernos vacían sus ya exiguas arcas para rescatar de sus propias miserias a pantagruélicas corporaciones, mientras la clase media perece en el naufragio.
Mientras, ni siquiera tenemos ocasión de ser contemporáneos de nuevos viajes a la Luna: puede parecer una frivolidad, pero cuando seamos viejos y pobres, y no tengamos nada interesante que contar sobre nuestra época, nuestros nietos nos preguntarán: «Abuelo, ¿por qué en 2012 no fue nadie a la Luna?». Y lo único que podremos responder será: «había cosas más importantes que hacer con ese dinero, hijos míos. Había que darle ese dinero a los bancos».
Es curioso el texto. Quizás vivíamos en un espejismo:
«De la clase media y sus inquietudes depende que un país moderno avance: los sectores dominantes nunca tienen interés en el cambio, las clases obreras se suelen contentar con los cambios mínimos y son las clases medias quienes deben plantear avances más exigentes»
Y luego vemos esto:
«anestesiada por lo que ingenuamente considera son sus “privilegios”: su coche, su piso, su PlayStation y sus fotos de vacaciones ante el Taj Mahal»
A lo mejor es que nunca fue clase media ya que sin lugar a duda una Playstation o un viaje una vez al año no son más que cambios mínimos comparados con la horizontalidad democrática, la economía sustentable o sostenible y un largo etcétera de revindicaciones no materiales.
Brutalmente certero. Enhorabuena EJ.