España es una nación de desarrapados que tienen que buscarse la vida. Sin un plan preconcebido, sin nada que perder, unos se embarcaban en galeones sin más equipaje que el hambre y conquistaban imperios. Otros rompían la bola desde el tee, iban a parar a un aparcamiento, aprochaban, lanzaban un putt con la convicción del que no tiene más salida que ganar y ganaban. Ese fue Severiano Ballesteros en el Open Británico de 1979: un jugador que no tenía un plan cuando salía al campo, sino una inquebrantable convicción en la victoria, un swing demoledor y toneladas de desparpajo para ir capeando cada hoyo según viniera. Pelear cada bola, cada hoyo, cada partida, sin concederse la estadística de ceder alguna. Hizo del golf un deporte visible, sirvió de ejemplo a otros muchos golfistas que han pasado de caddy a estrella (Miguel Ángel Jiménez, por ejemplo) y convenció a los europeos de que podíamos hablar de tú a tú a los americanos. Pero, por encima de sus logros, de sus títulos, ese golpe desde el aparcamiento dice mucho en un deporte en el que no juegas contra el campo, ni contra la lluvia, ni contra tu contrincante, sino contra tus propias debilidades y flaquezas. Es el ejemplo de la superación, el arrojo y la confianza.
