La portada del Marca decía «Abrígate, que hace frío» y ponía una foto de Miguel Induráin sujetando un maillot amarillo justo antes de la primera etapa de montaña del Tour de 1996. Efectivamente, hacía frío. En Francia, al menos. En Pamplona hacía un calor horroroso y los toros pisaban las cabezas de los corredores. Viajamos en un autobús de madrugada, canciones vienen y van, minis de calimocho y cerveza. Llegamos a las 6 aproximadamente y nos situamos en la Plaza del Castillo, como si nada, sentados frente a unos cafés. A las 12 estábamos llenos de harina, huevo, sidra y no podíamos respirar.
El chupinazo.
Nos fuimos a lavar a las duchas de una piscina municipal. La ropa estaba perdida, pero bueno, aquello era San Fermín, así que tampoco pedían etiqueta precisamente. En la hierba pusimos una radio y escuchamos a José María García retransmitir la etapa. Llegaban a Les Arcs y a cinco kilómetros de meta, Induráin estaba en el grupo con los favoritos: Rominger, Olano, Riis, Ulrich, Leblanc, Berzin… El coche de Banesto le ofreció algo de comida pero él la rechazó. García, en uno de sus ataques de soberbia irónica, empezó con «este tío no necesita comer, es de otro planeta, que no le vengan con historias». Y todo el coro «jajaja, jijiji».
Cinco minutos después, Induráin se quedaba y se quedaba, desnutrido y congelado, arrastrándose en los últimos tres kilómetros de una ascensión inexistente hasta entonces, dejándose tres-cuatro minutos y medio del Tour de Francia. Pamplona era de todo menos una fiesta. Caras largas.
Al día siguiente volvimos a Madrid. Había una cronoescalada e Induráin lo hizo moderadamente bien. No ganó, perdió algo de tiempo con Berzin y Riis, pero al menos no acusó el desfallecimiento. Era el más grande de las últimas dos décadas: no solo contaban los cinco Tours, los dos Giros y el record de la hora, sino también la exhibición del verano anterior en el Mundial de Colombia. Para mí ese fue el mejor momento de Induráin, cuando, escapado junto Gianetti, Olano y Pantani y aun sabiendo que era el mejor de largo, dejó que su compatriota se escapara y se quedó ahí detrás, de pie, mirando a Pantani y a Gianetti con cara de «y vosotros dos, quietos, que si no voy yo y va a ser peor». Olano ganó el oro e Induráin se llevó la plata al sprint. Un año después, en los Juegos Olímpicos de Atlanta, se invirtió el orden: Induráin ganó el oro contrarreloj y Olano quedó segundo.
Pero eso sería en agosto. En julio, Induráin se quedaba en cada ascensión y los comentaristas de Eurosport se lamentaban. Stephen Roche estaba emocionado. El gran campeón se retorcía en la bici a golpe de riñón y sus rivales, todos sus rivales, cuando pasaban a su lado, le daban una palmadita y le ofrecían la rueda para subir juntos. El hundimiento. Yo, por entonces, andaba en Londres, en el Hotel Orchard, uno de los cientos de bed and breakfasts de Sussex Gardens, con una recepcionista griega y camareras rusas. No quedaban habitaciones así que me quedé con el ático y paseaba con la Chica Langosta por los alrededores de Hyde Park como dos Martínez Sorias por la gran ciudad.
Dio mucho de sí el verano de 1996, si se piensa. Hoteles en Barajas y vuelos suicidas con Aerolíneas Argentinas.
En fin, lo dicho: Induráin acabó décimo ese Tour, creo. El famoso sexto Tour consecutivo. Eran los tiempos anteriores a Nadal, Alonso, Contador, Gasol, Xavi… y nunca habíamos visto algo parecido. Ganó los Juegos Olímpicos y corrió la Vuelta a España de septiembre obligado. Tan obligado que a media ronda cogió la bici y se bajó y para que nadie le dijera nada anunció su retirada. Tonterías, las justas. Yo, reivindicativo también, decidí cumplir 19 años.
«Una vez jugó un partido de portero en el Festival de Benicassim y Mendieta le marcó un gol realmente increíble».
Aquel fue Un buen día, supongo.
Jajaja, exacto, el problema no fue el gol de Mendieta sino los otros ocho que me cayeron entre los abucheos de los FIBeros :-)