Cuando falleció el cocinero Santi Santamaría tuvo tanto o más protagonismo en los obituarios que le dedicaron los medios su reciente polémica con Ferran Adrià que el hecho, no precisamente anecdótico, de que dirigiera el primer restaurante español en recibir las tres estrellas de la Guía Michelin. ¿Qué clase de polémica puede llegar a ensombrecer el que quizá sea el mayor logro al que un cocinero puede aspirar en este mundo? Que no se avergüence quien no sepa de qué va el asunto; aquí estamos nosotros para mantener debidamente informado al lector. Y uso el singular puesto que mucho nos tememos que solo haya uno.
Santi Santamaría publicó en el año 2008 un libro titulado La cocina al desnudo en el que reivindicaba la cocina tradicional frente a la llamada “cocina molecular”. Encarnada por figuras como Ferran Adrià al que acusaba nada menos que de usar química en su cocina. Nada menos. ¿Pero era una acusación realmente digna de tener en cuenta?
Cuidado: esto “tiene química”
Es un lugar común el referirse a algún producto alimentario de mala calidad o de dudosa salubridad como algo que “tiene química”. Poniéndonos en sentido estricto —y perdón por la obviedad—, todo alimento es química y toda cocina es molecular. Los seres vivos somos química y nos alimentamos de ella de una forma u otra en función del puesto que ocupemos en la cadena trófica. Los humanos en concreto, pese a lo mucho que nos gusta tostarnos al sol, carecemos del don de la fotosíntesis, lo que nos obliga a comernos a otros bichos vivientes. Aunque para cuando nos los metemos en la boca y salvo sorpresas ya hace un tiempo que han dejado de estarlo, dado que tenemos el privilegio de ser la única especie que cocinamos los alimentos antes de ingerirlos. Según el fisiólogo Francisco Mora, la práctica culinaria es una predigestión de la comida que para nuestros antepasados supuso “un acortamiento de los intestinos paralelo al agrandamiento del cerebro”. Cocinar nos hizo humanos* y cocinar es, simplemente, un conjunto de reacciones químicas que provocamos en los alimentos.
Pero si la cocina nos ayudó a evolucionar, nosotros también hemos hecho evolucionar la cocina. Muchas de las técnicas e ingredientes que ahora nos parecen normales fueron innovadoras en su momento. Desde la caramelización, que aplicada a algo que no sea el azúcar puede resultar tóxica, hasta la introducción del chocolate en la dieta Europea, cuyas bondades fueron cuestionadas durante un par de siglos. Permítanme una pequeña paradoja: desde el laurel al perejil muchas especias —precisamente por serlo— liberan una cantidad anormalmente alta de sustancias químicas. Son tóxicas. Lo que no mata engorda, como dijo Nietzsche con otras palabras.
La mayoría de las hierbas aromáticas que incluimos hoy en día en nuestros menús deben su presencia a la experiencia de su uso medicinal, lo que es un claro antecedente histórico a lo que hace la cocina molecular: mirar hacia la ciencia para conseguir un producto mejorado. No es algo extraordinario si consideramos que es otro antecedente de la última moda de la industria alimentaria, la farmacología alimenticia. Los bífidus, los ácidos grasos omega 3 y variantes que tantos anuncios nos instan con urgencia a consumir bajo pena de padecer escorbuto y raquitismo en menos de dos días, son una expresión moderna de la tradicional adición de romero a nuestros guisos, mejorando nuestra función hepática y digestiva. Por no mencionar el sabor.
El gobierno italiano toma cartas en el asunto
La citada polémica pudo haber quedado en una diferencia de opinión entre dos grandes cocineros. Incluso en un choque entre dos filosofías culinarias. Pero al calor del debate entró el gobierno italiano tomando partido por los defensores de la cocina más tradicional y en un llamativo golpe de efecto (para variar), decretó la prohibición con fines gastronómicos del nitrógeno líquido.
¿Pero por qué el nitrógeno líquido? ¿Supone algún peligro? Desde luego, para aquellos no familiarizados con la nueva cocina y que sólo lo conozcan de oídas, es comprensible que pueda causar recelo; si fue capaz de hacer pedazos al malo de Terminator 2 qué no hará a nuestros frágiles cuerpos. Sin embargo, debería tranquilizarnos saber que el 78% de lo que respiramos cada día es (di)nitrógeno en estado gaseoso. En su estado líquido ejerce la misma función que el agua en estado sólido: enfriar. La diferencia fundamental es que al estar alrededor de 190 ºC por debajo de la temperatura del hielo, la rapidez de su acción es mucho mayor. Jugar con diferencias extremas de temperatura al preparar un plato no es nada excepcional; lo extraordinario ha sido disponer de tecnologías que lo permitieran.
Vemos entonces que el peligro del nitrógeno líquido no radicaría en su toxicidad, sino en su temperatura. Pero al tener un punto de ebullición tan bajo, a temperatura ambiente todo el nitrógeno líquido se habrá evaporado antes de llegar a la mesa; únicamente queda el alimento frío en nuestro plato. Sin embargo, las autoridades italianas, agarrándose a un clavo no refrigerado precisamente, declararon esta técnica prohibida por peligro de explosión. Es cierto que si el nitrógeno líquido se deja calentar en un recipiente cerrado, el gaseoso irá aumentando la presión hasta que pueda hacerlo estallar. Pero tengamos en cuenta que lo mismo ocurre con el agua en las ollas a presión y no parece razonable prohibirlas.
Index ciborum prohibitorum
El nitrógeno líquido no fue el único condimento caído en desgracia en la patria del catenaccio, siendo regulados además diversos aditivos de síntesis. De los veinte aminoácidos naturales que forman parte de las proteínas que ingerimos habitualmente, hay uno muy habitual llamado ácido glutámico. En forma de sal tiene por nombre glutamato sódico. He ahí la siguiente víctima en este afán regulador. Aunque puede obtenerse artificialmente, algunos alimentos ya llevan glutamato sódico por sí mismos: tomates, setas e incluso nuestras madres al amamantarnos nos lo proporcionaron. Una particularidad de este condimento está en ser uno de los gustos básicos. Lo que normalmente definimos como sabor cuando comemos son olores en realidad, porque sabores —gustos— que detecten nuestra lengua sólo hay cinco: dulce, salado, amargo, agrio y… nuestro amigo el glutamato, también conocido más coloquialmente como umami. Así que difícilmente puede resultar extraño a nuestro organismo si tenemos receptores específicos para él.
Otro ingrediente prohibido fue la metilcelulosa. La celulosa es un polímero formado por azúcares que consumimos a diario cada vez que ingerimos algún alimento de origen vegetal. Como no somos rumiantes, no podemos extraer energía de ella a pesar de su contenido en azúcares. Simplemente la ingerimos y pasa limpiamente (perdonen el eufemismo) por nuestro sistema digestivo. Es lo que vulgarmente conocemos como fibra. No tiene sabor, no la digerimos y no produce alergias alimentarias, a diferencia de otros polímeros vegetales como es el gluten.
La metilcelulosa es una variante de ella que, aunque se puede obtener de manera natural, suele ser un producto de síntesis. Que no es tóxica es algo que se sabe bien; se trata de un ingrediente muy común en las cápsulas farmacéuticas que tomamos. Y créanme cuando les digo que ninguna otra industria tiene que hacer más pruebas de toxicidad que la farmacéutica. Por lo demás, ocurre con ella lo mismo que con la celulosa: no se digiere, no se absorbe y no provoca alergias. Pasa sin pena ni gloria a través de nosotros. Y en dosis muy elevadas de forma más rápida si cabe, dadas sus propiedades laxantes.
Un falso dilema
Aunque la lista podría continuar, estos ejemplos permiten hacernos una idea de cómo un debate establecido en términos equivocados (química vs cocina tradicional) y alimentado de temores supersticiosos a todo aquello que “tenga química” puede acabar desencadenando regulaciones sin sentido por parte de unas autoridades políticas más atentas al impacto mediático que a la salud. Es lógico que convivan dos tendencias en todos los ámbitos de la vida: el conservadurismo y la innovación. Hacer cocina tradicional es fantástico, pero reclamar la pureza de la cocina rodeado de ollas a presión, microondas y neveras… resulta un tanto contradictorio, por decirlo amablemente. Las técnicas evolucionan pero también los ingredientes, sin perder por ello calidad y seguridad. Desde el primer homínido que comió un animal consumido por un incendio hemos evolucionado mucho y nos convertimos en la única especie con la capacidad de cocinar.
Aprovechémosla pues.
*Eduardo Punset lo explica detalladamente en Excusas para no pensar.
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Antes que Punset ya lo explicó Faustino Cordón en «Cocinar hizo al Hombre» (1979 ¡Oh!), librito pequeño, ligero, agradable y estimulante.
El enfoque clave de este problema no son las tonterías italianas de «esto es peligroso» o «esto es sano» porque esas características no son tan difusas como la más importante: el sentido común aplicado a estos temas. Apliquemos el sentido común a «hacerse un huevo frito con nitrógeno líquido» y comparémoslo con el mismo sentido común que aplicamos a la cuestión de «limpiar tu casa llamando al SELUR». Por no meternos en temas ambientales sobre el impacto que tiene cocinar utilizando estas tecnologías y la relación loqueconsumoyutilizo-loquecontamino.
Que sí, que estará rico pero una cosa es innovar comiendo o comer innovando y otra es que te sobre el tiempo y el dinero y que te hayas convertido en un esnob gilipollas. Que viva el arte moderno.
Si no me equivoco el primer restaurante español en conseguir la 3ª estrella Michelín fue el Zalacaín, cuyo cocinero era Benjamín Urdiaín, y esto fue en el 87. En cambio, el restaurante de Santi Santamaría consiguió la 3ª estrella en el 94.