Hay una escena en Aladdin, la película de Walt Disney Pictures, que de niño me tenía fascinado. Jafar está a punto de hipnotizar al sultán en el palacio para que le entregue a su hija Jasmine en matrimonio cuando, de repente, se escucha a lo lejos una fanfarria. El sultán sale corriendo al balcón entusiasmado y observa cómo un príncipe y su enorme séquito entran triunfalmente en Agrabah. El genio los acompaña y todos cantan a coro las alabanzas del príncipe Ali Ababwa mientras exhiben sus posesiones y riquezas: «Tiene monos albinos de Persia, lo que quieras le puedes pedir, tiene pajes, sirvientes, doncellas (…). Con sus elefantes, llamas sin par, con sus grandes leones que saben tocar y sus cien faquires, sus cocineros, sus loros que afinan en mi, él es el gran Ali». La cara de asombro y admiración del sultán y de las buenas gentes de Agrabah —así como la mía, con la mandíbula en el suelo— lo decían todo.
Me imagino que en el rostro de los vecinos de Iquitos, Perú, se pudo advertir una expresión muy similar cuando un día, a finales de los años veinte, vieron aparecer en el río Amazonas a un buen número de indios wampis que, provenientes de la selva, se acercaban a la ciudad en varias canoas repletas de pescado en salazón, tortugas, carne curada, monos y bueyes. Pero supongo que la cara de asombro de los iquiteños sería todavía mayor cuando se dieron cuenta de que la persona que los lideraba no era un indígena ni pertenecía al pueblo jíbaro, sino que se trataba de un hombre blanco, de rasgos occidentales, con gafas, alto y muy delgado, que respondía al nombre de Alfonso Graña. Había nacido cuarenta años antes en Avión, provincia de Ourense, y en algún momento indeterminado durante los años previos se había convertido en el rey de la Amazonia. En la versión gallega de Tarzán. En el Ali Ababwa de la jungla tropical.
Fue Cesáreo Mosquera, propietario de la librería Amigos del País, quien lo reconoció. Mosquera había nacido en una parroquia cercana a la de Graña en Ourense y, como tantos otros miles de gallegos, había emigrado a Latinoamérica a finales del siglo XIX huyendo de la miseria. Tal y como relata Maximino Fernández Sendín en Alfonso I de la Amazonia, rey de los jíbaros, los dos paisanos habían coincidido en Iquitos después de que Graña se trasladase allí desde Brasil en 1910 para trabajar, entre otras cosas, en la industria del caucho. Habían compartido innumerables horas de charla y camaradería en la librería, centro de reunión de muchos españoles que residían en la ciudad. Ambos se conocían muy bien. La última vez que Mosquera había visto a Graña había sido a mediados de los años veinte, cuando, en pleno desplome mundial de los precios del caucho y habiéndose quedado sin empleo, el de Avión decidió adentrarse en la selva junto con otro amigo gallego y remontar el Amazonas en la procura de un mejor porvenir, tal vez como buscadores de oro. Verlo aparecer varios años después sobre una canoa y reinando sobre los wampis, los shuar y los awajún tuvo que ser para Mosquera como contemplar una aparición.
Cuenta Víctor de la Serna en Mosquera y Graña, capitanes de la selva: «Se supo por unos indios jíbaros, de la tribu de los huambisas (wampis), que allá por la gigantesca grieta que el Amazonas abre en el Ande, hacia el Pongo de Manseriche, vivía y mandaba un hombre blanco. Graña era el rey de la Amazonia. Y entonces un día, hacia Iquitos, avanzó por el río una jangada con indios jíbaros, muchas mercancías (…) y Graña. Lo reconocieron sus amigos y, sobre todo, con doble alegría, Mosquera». Gracias a los testimonios recogidos por Fernández Sendín sabemos que Graña llegó a convertirse en rey de los pueblos indígenas de la selva amazónica por una sencilla cuestión de apostura. Poco después de internarse en la jungla y dejar atrás Iquitos, Graña y su compañero fueron capturados por los jíbaros. Sobre la suerte de su compañero no existe demasiada información, pero se sospecha que fue ejecutado en el acto. Sin embargo, el destino quiso ser un poco más benévolo con Graña: la hija del jefe de la tribu lo vio y se encaprichó de él. Como cuenta el escritor Álvaro Otero en un artículo publicado en El País Semanal en el año 2006, a la familia de Graña en Amiudal, la parroquia de Avión en la que nació, se la conocía como «los chulos» por su galanura y atractivo físico. Graña fue obligado a casarse con la hija del jefe y, cuando este falleció, se convirtió en el primer apu (líder) blanco de los shuar.
Desde algún lugar en el medio de la selva, entre los ríos Nieva y Santiago, afluentes del Marañón —uno de los enormes caudales peruanos que desembocan en el Amazonas—, gobernaba Graña una extensión de terreno enorme e insondable. Logró imponer la paz y aunar las fuerzas de los wampis, los shuar y los awajún. En el instante en que decidió cruzar los peligrosos rápidos y remolinos del pongo de Manseriche con sus balsas para llegar a Iquitos, inició una próspera relación mercantil con la ciudad peruana que se prolongaría durante años. Cada seis meses aparecía de nuevo en las orillas del río con sus grandes canoas, de más de diez metros de largo, llenas de productos de la jungla con los que comerciar. Aprovechaba así para visitar a su amigo Mosquera, para pasear en su descapotable, para llevar al médico a aquellos de sus súbditos que lo necesitasen. Allí negoció, como rey que era, qué zonas de la selva les permitía explorar a los trabajadores de la Standard Oil Company y a cambio de qué, garantizándoles que los indígenas no los atacarían si él no lo ordenaba. Hasta aquellas orillas trasladó también el cadáver embalsamado del piloto Alfredo Rodríguez Ballón, cuyo avión se estrelló en 1933 en los dominios de Graña. Un hecho por el que se ganó el respeto de toda la sociedad peruana así como el reconocimiento oficial por parte de gobierno de su autoridad sobre los pueblos indígenas de la selva. Hoy en día, el aeropuerto internacional de Arequipa lleva el nombre de aquel piloto.
Graña falleció al año siguiente. Cesáreo Mosquera y él habían estado varios años manteniendo una fluida correspondencia con el capitán gallego Francisco Iglesias Brage, quien tenía intención de organizar desde España una expedición militar a la selva amazónica. En diciembre de 1934, sin embargo, un español residente en Iquitos, de nombre Luis Mairata, envió una carta a Iglesias Brage informando de la muerte de Graña. La misiva, descubierta por Fernández Sendín muchos años después, decía: «Le supongo enterado de que el pobre Graña murió el mes pasado, cuando se dirigía a su fundo del Marañón. El pobre padecía cáncer de estómago y no tuvo remedio». Nadie sabe cómo despidieron los jíbaros a su caudillo ni qué hicieron con su cadáver, que probablemente se encuentre enterrado en algún recóndito lugar de la jungla.
La federación de comunidades nativas del río Santiago está liderada hoy en día por un hombre llamado Kefren Graña. Su padre, de unos noventa años de edad, se llama precisamente Alfonso Graña. El pontevedrés Antonio Abreu Franco, que ha viajado en varias ocasiones a la zona delimitada por los ríos Santiago, Nieva y Marañón en busca de pistas y referencias sobre el ourensano que reinó en la Amazonia, explicaba a La Voz de Galicia hace unos años: «Todas las tribus lo conocen como el hijo del intrépido español». Cuando Abreu conoció a Alfonso en la selva en el año 2007, sin embargo, este negó cualquier posible relación de parentesco con el gallego que había vivido con los jíbaros. Tuvieron que pasar tres años para que el propio Abreu, gracias a un examen de ADN que se ofreció a hacerse una sobrina de Alfonso, pudiese demostrar la relación genética entre este y su padre, «el intrépido español». En el artículo de Rodri García en La Voz, el aventurero pontevedrés explica cómo en un segundo encuentro con Alfonso en 2011, este le dijo: «Te mentí porque no sabía quién eras ni qué querías. Además, en el río donde estaba aquella tarde me dijeron: arriba te esperan dos españoles. Y yo no quiero a los españoles». El octogenario que le hablaba era, en efecto, el niño que vemos sujetar en brazos a Alfonso Graña en una de las fotografías del libro de Fernández Sendín.
Hoy Avión es un municipio conocido, entre otras cosas, por ser el lugar de nacimiento de Venancio Vázquez y María Raña, un matrimonio que, como sus paisanos Cesáreo Mosquera y Alfonso Graña, emigraron a Latinoamérica buscando la prosperidad. Su hijo, el empresario Olegario Vázquez Raña, es actualmente uno de los hombres más ricos del mundo. Cada verano regresa a Avión para pasar sus vacaciones en compañía de algunos de sus amigos, como Carlos Slim o Amancio Ortega, que se instalan en su casa y con los que se puede uno encontrar algunas mañanas de agosto echando un dominó en el bar del pueblo. Muchos otros vecinos de Avión son emigrantes retornados o descendientes de estos que decidieron construir su vivienda en el municipio y montar algún negocio con el dinero que ganaron en la emigración. En Amiudal, la parroquia de Avión en la que nació Graña y que está situada a unos cuarenta kilómetros de donde yo vivo, cuentan que solo los más ancianos recuerdan ya a la familia de Alfonso.
Dando un paseo por el pueblo puede uno acercarse hasta su casa natal, una vivienda tradicional gallega de la que ya solamente quedan las ruinas. En una de las paredes que se mantienen en pie, hay una placa con una leyenda: «Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros. 1878 – 1934». Cada vez que paso por allí no puedo evitar pensar en Alfonso llegando a Iquitos por primera vez desde lo más profundo de la selva con sus canoas repletas de animales y productos exóticos. Y de inmediato, me pongo a tararear: «Gran Ali, príncipe Ali, Ali Ababwa…».
Es una historia fascinante (aunq lamentablemente poco conocida), increíble pensar q un emigrante gallego reinase sobre una extensión más grande que España y Francia juntos.
Viendo el pie de foto en la prinera imagen, creo que puede dar a equícovos. Alfonso Graña es el tercer hombre empezando por la derecha
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