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Jovellanos, el viajero tan quieto

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Gaspar Melchor de Jovellanos (detalle), por Francisco de Goya, 1798. Imagen: Museo del Prado.

En 1954 el lexicógrafo Joan Coromines estaba exiliado en Chicago cuando publicó en Berna su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana. En él registró que la Real Academia no fijó la voz «viajero» hasta 1817. Durante los siglos anteriores la palabra «viaje» no era más habitual en nuestro idioma que «jornada». Un día de viaje era casi siempre un día de trabajo. Cuando Antonio de Nebrija publicó en 1492 la primera Gramática y en los años siguientes un diccionario latín-español (y viceversa), no incluyó «viaje» en sus escritos. El humanista, que dedicó su vida a construir una lengua digna de un imperio, pensaba en jornadas de estudio y en periplos de conquista. Tuvo que llegar, tardía, la Ilustración a España, para que existiera el primer viajero.

Está siendo desterrado. Pero su modus operandi no varía. Como hacía cuando su vida era cotidianeidad y no excepción, anota lo que ve. Y esas anotaciones diarísticas poseen la voluntad de orden que ha estructurado su existencia. Está siendo desterrado por el Gobierno de su país, pero escribe (o le dicta a Lasaúca, su regente): «Pues vamos a dejar La Rioja, no podemos dejar de hacer una observación general sobre este país». Las observaciones, no podía ser menos, implicarán el concepto de reforma: «Conduciendo las aguas en anchas acequias o canales por la falda más acomodada de estos cerros, se hiciese fácilmente su distribución». Y enseguida enumera las consecuencias, con la misma obsesión por el orden con que años antes había hecho la lista de sus objetivos pedagógicos: primero esto, segundo aquello, tercero lo otro. Como si esa jerarquía de prioridades hipotéticas, escritas en un diario casi sin intimidad, pudiera combatir lo que sin duda estaba sintiendo: el caos absoluto.

«No sé si deliramos; pero esto se nos ocurre y lo que nos ocurre se escribe»: anota Lasaúsa en un plural que incluye a Jovellanos, el desterrado. Ocurrir: suceder. Ocurrirse: pensar: «un diario, escrito a trozos, de priesa, a malas horas y entre las molestias de la posada, cuanto concebimos y sentimos de él». El sentimiento no puede divorciarse de la escritura autobiográfica, móvil. Lo que discurre: el discurso. Los Diarios de Jovellanos son la crónica de una mirada en movimiento que da testimonio de un cambio de siglo. Una mirada de agrimensor y de humanista. Ilustrada y católica: la eterna paradoja española.

Son innumerables sus viajes y excursiones peninsulares, a caballo, en diligencia, a pie. La historia de esos viajes es la de la educación de su mirada: de la naturaleza libresca, bucólica, a la naturaleza real, inculta o culta, pero real. Son innumerables tanto las experiencias de lo sublime como los momentos en que admira la ingeniería que domestica la naturaleza: «¡Qué vista tan magnífica la de la gran presa, que nivelando el río en la parte más ancha de él y haciéndole descender en una gran curva, presenta el espectáculo más majestuoso!». Pero en eso se aproxima a tantos otros hombres de su época, porque la modernidad se caracteriza por el espíritu crítico, no por el maniqueísmo insustentable entre lo ilustrado y lo romántico. Todos los habitantes del siglo XVIII son finalmente sintéticos (y no tienen claro si la tesis fue la Ilustración y la antítesis el Romanticismo, u ocurrió en sus cerebros precisamente lo contrario).

Lo que hace particular la mirada de Jovellanos es su obsesión por las formas: plantas de iglesias, elementos arquitectónicos, croquis, arcos, cenefas, señales geométricas esculpidas en la roca, las colas cetáceas de unos grandes peces que habían sido confundidos con ballenas. Va dibujando mientras escribe, porque nuestra mirada es siempre anfibia. Es famoso su dibujo de una telaraña, pero no por ello deja de ser fascinante. El 26 de septiembre de 1790 reproduce la red arácnida: «En la jornada a Ribadesella por Collía, telas de arañas, hermoseadas por el rocío, así:». Así: el dibujo de las formas poligonales de una telaraña embellecida por el rocío se incrusta en el texto. Es la figuración de su mirada curiosa y personal.

La mayoría de las anotaciones de su diario son científicas o humanísticas, pero en los comentarios al paso de sus idas y venidas, en sus adjetivos, en sus visiones del pasado o en esa telaraña el ser humano, íntimo, muestra cómo es su observación otra de lo real. Diez años después, recibió Jovellanos al siglo XIX con estas palabras: «1º de enero de 1801. Abrimos el siglo XIX. ¿Con bueno o mal agüero? Pero al hombre le toca obrar bien y confiar en la providencia de su grande y piadoso Creador». El martes 20 anota: «Poco sueño; nubes; frío». Así termina su noveno cuaderno de diario. Cincuenta y dos días después iniciaba el camino del destierro. Cuando regresara de él, tras los siete años de confinamiento en Mallorca —donde la prisión le perjudicó la salud y le multiplicó la religión—, apenas tendrá tiempo de defender por última vez sus ideas reformistas, conspirar un poco, hacer las últimas excursiones y morirse.

Después, la nada sin dios.

Y más dos siglos más tarde, Joan Coromines, catalanista y republicano, documentó el viaje de la palabra: «Tomado del cat. (u oc.) viatge íd., del lat. viaticum ‘provisiones para el viaje’, ‘dinero para el viaje’; en cast. es advenedizo según prueba el tratamiento fonético y confirma la fecha tardía (falta todavía en Nebr. y en los glos. de h.1400, y aunque ya es corriente en el Quijote, su concurrente jornada, usual desde Berceo, es mucho más corriente hasta el s.XVI, y no menos que viaje en el XVII); viajero [Acad. ya 1817]».

Godoy le propuso a Jovellanos ser embajador en Rusia, pero rechazó la oferta. El primer viajero moderno español, por tanto, jamás salió de España. El primer escritor importante de la larga tradición moderna del exilio español fue desterrado en la periferia de Madrid, siempre dentro de las fronteras españolas, como el Cid tantos siglos antes (de los sus ojos tan fuertemente llorando). Hoy día nadie lo lee, pero a veces alguien se detiene, en el Museo del Prado, frente al retrato que le hizo Goya. Jovellanos nos mira. Está sentado, cruza las piernas de medias blancas, apoya el pómulo en la mano izquierda. Se ha analizado esa iconografía melancólica: sus referentes en la tradición pictórica francesa y sus ecos en la propia obra de Goya (el sueño de la razón produce melancolía). Pero no se ha dicho que está quieto. Ni se ha recordado que desde la Antigüedad la tristeza se ha combatido viajando.

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