Pocas vidas encontrarán más locas que la de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), hasta el punto de que puede que no crean muchas de sus anécdotas, siempre impregnadas de ese «irrealismo lógico» que baña tanto sus estremecedores episodios de infancia durante la dictadura argentina como sus psicóticos encuentros con famosos por el mundo.
Escritor y periodista a la contra, Fresán viene desde hace casi treinta años construyendo un mundo narrativo propio, colorido y emotivo, erudito y cercano, culto y antiacadémico, en el que la cultura pop campa a sus anchas.
Nos citamos con él en el mítico Belvedere de Barcelona. Le advertimos de que en esta entrevista no queremos hablar solo de sus libros, sino de su vida. Su respuesta nos desmonta: «En mis libros está mi vida». Sirva entonces esta entrevista para comprender las claves de la excelsa obra literaria de ese niño grande que atiende al nombre de Rodrigo Fresán. El entusiasmo está garantizado.
Al final Bob Dylan fue a recoger el premio Nobel. Como confeso dylanófilo que eres, ¿cómo has vivido toda esta historia?
Hace ya muchos años que dejé de pensar en lo que Bob Dylan hará o no. Me parece que es un ejercicio inútil. En este sentido, tengo una actitud completamente infantil hacia él. Ya no me sorprenden los efectos especiales ni las nuevas novelas de algunos escritores, pero he decidido que Dylan me va a seguir sorprendiendo hasta el último día de su vida y posiblemente después, porque creo que va a tener una afterlife muy poderosa. Será entonces cuando nos enteremos de que compuso canciones para el cine porno, o cosas por el estilo. Saldrán, seguro, cajas completas sobre eso [risas].
Cualquier cosa que haga Dylan siempre me va a parecer bien. Él nunca se equivoca. La historia además lo respalda en este sentido. Aquellos discos góspel, que tanta gente criticó, son formidables, fueron grabados en un gran estado de forma y de voz, y ahora son discos adorados por los puristas del género. Y con respecto a la concesión del premio Nobel, creo que Dylan está más allá de todo eso. Dylan va siempre dos pasos por delante, es muy inteligente. Creo que nadie está autorizado para decirle a una persona que ha conseguido a lo largo de sesenta años de carrera artística hacer siempre lo que quiere, y encima hacerlo bien, qué es lo correcto o lo incorrecto.
No solo eres un fanático de Dylan, sino que su obra ha sido importante en tu literatura.
Más allá del personaje, su obra me ha influido mucho a un nivel técnico, narrativo. Yo he aprendido muchísimo del verso serpenteante de Dylan, de ciertas inflexiones de voz, del uso de las elipsis en sus canciones, de ese modo que tiene de contar o no contar las cosas. En La parte soñada, toda la primera parte es un ejercicio dylanesco alrededor de una canción suya. Me gustan mucho esas canciones de Dylan en las que al final hace un quiebro y dice: «Estaba sentado mirando por la ventana», y se mete él en la canción. Es un recurso genial.
Creo que tienes varias anécdotas muy locas con él. ¿Nos cuentas alguna?
Amigos míos como Juan Villoro o Ignacio Echevarría, incluso mi editor, mi querido y nunca del todo bien ponderado Claudio López Lamadrid, dicen que mi gran libro será aquel en el que relate mis encuentros demenciales con seres notables. Los tengo con Dylan, con Susan Sontag, con Borges… lo que pasa es que me resisto a ocuparme de la realidad de esos episodios, que probablemente sean lo más irreal que tengo para contar. En concreto, mis encuentros con Dylan los tengo contados, de forma bastante verosímil, en La parte inventada. Así que, por favor, ¡no me hagas contarlos otra vez! [risas]. Me ocurre con estas cosas, también con ciertos episodios de mi historia/leyenda familiar, que en ocasiones me siento un poco no ya como Seinfeld sino como Louis C. K., como un stand up comedian recurriendo a mis tres o cuatro hits, siempre con una mueca…
A cambio te puedo contar que el día que se hizo pública la noticia del Nobel a Dylan fue el mismo en que terminé de escribir La parte soñada. Y ese día me pasó una cosa muy curiosa/tragicómica: salió la noticia del Nobel y empezaron a llamarme de todos lados para darme la enhorabuena. Incluso de Radio Televisión Española y de la Televisió de Catalunya, que quería mandar una unidad móvil a la puerta de mi casa. Entonces les dije: «Oiga, que yo no soy Dylan. Solo soy un fan de Dylan. Busquen a Sabina, no sé. O a Benjamín Prado». Y me dijeron: «No, no. Queremos que seas tú, porque llevas muchos años diciendo que algún día le darían el Nobel a Dylan y al final tenías razón». Fíjate, con la cantidad de cosas que llevo yo diciendo a lo largo de mi vida… [risas]. Me negué a que me entrevistaran, claro. De hecho, no he vuelto a teclear la palabra Dylan en ningún texto mío. Hablé con Alan Pauls al día siguiente y le dije: «Es una cosa muy rara lo que me ha pasado con esto de Dylan, porque creo que es lo más cerca que jamás voy a estar de sentir lo que es ganar el premio Nobel» [risas]. Nunca, por nada mío, había recibido un ataque mediático de ese calibre.
Hablando de anécdotas con songwriters, con Ray Davies, el líder de los Kinks, tuviste también una muy buena. Esa sí nos la tienes que contar.
Ray Davies es para mí uno de los grandes contadores de historias del siglo xx. Con los Kinks planteó una tercera vía al gran duelo Beatles vs. Rolling Stones, siendo claramente el mejor letrista de todos ellos. Los momentos más brillantes de los Beatles surgen cuando más se parecen a los Kinks: «A Day in the Life», «When I’m Sixty-Four», «Penny Lane»… son todas pequeñas viñetas, son canciones de los Kinks «robadas» por los Beatles. Además, la obra de Ray Davies siempre me ha conectado con algo que a mí me fascinaba desde niño, que era la idea de lo londinense. Como todo niño argentino de los sesenta, crecí en Buenos Aires pensando que estaba en otra parte, y mi otra parte, antes incluso que Nueva York, fue Londres. Tal vez también por Mary Poppins. De hecho, una de las pesadillas que más recuerdo haber tenido de niño era una especie de persecución de deshollinadores muy «timburtonianos» —antes, claro, de Tim Burton— por unos tejados de Londres, y creo que se debió al visionado de Mary Poppins. Si yo hubiera sido coherente con mis pasiones primigenias, mi primer libro tendría que haber sido Jardines de Kensington. El primer disco que me compré de los Kinks fue Arthur, el gran disco de lo british.
La anécdota que tengo con Ray Davies seguro que él no la recuerda. Me encontraba yo en Iowa, en el International Writer’s Workshop, un lugar un poco extraño, como sacado de la película Los chicos del maíz, con granjeros con rifles y demás. Cada vez que entraba en un bar me acordaba de Dustin Hoffman en Perros de paja. El centro en el que yo estaba era un edificio estudiantil llamado The Mayflower, y era como el hotel de El resplandor: un pasillo con puertas, y detrás de cada puerta un escritor extranjero ahí agazapado [risas]. Entonces me enteré de que Ray Davies, a quien nunca había visto tocar en directo, iba a Nueva York. Te estoy hablando del año 1996, durante la gira de Storyteller, en la que leía fragmentos de su autobiografía X-Ray. El disco como tal no había salido todavía. El visado con el que yo estaba en los Estados Unidos era una especie de visado estudiantil profesional bastante extraño, con el que no podía salir de los sembradillos de Iowa salvo que me invitaran formalmente. Estando allí me invitaron una vez de la Universidad de Brown, y allí coincidí con Jonathan Lethem, David Foster Wallace, Jeffrey Eugenides, Ben Marcus, Rick Moody… los conocí a todos. Así que el único modo que yo tenía de ir a Nueva York era consiguiendo que alguna entidad oficial me invitara, que llamase a la oficina de estudios extranjeros de la universidad y solicitara mi presencia. Traté entonces de ubicar a Ray Davies directamente, para que me rescatara él [risas]. Tenía un amigo que vivía en Nueva York y él se enteró del hotel en el que se alojaba. Llamé al hotel, conseguí que me pasaran con su habitación y lo cogió él, con esa voz inconfundiblemente kink. Le dije: «Me llamo Rodrigo Fresán, soy un escritor argentino, soy superfan tuyo, tengo todos tus discos, he leído todos tus libros, sé todo sobre ti, apareces en libros míos, pero nunca te he visto en directo y la única posibilidad que tengo de verte es que tú me invites». Mientras le soltaba todo esto, del otro lado del teléfono yo escuchaba todo el rato: «Ajam», «ajam». Y cuando termino con todo mi speech me dice: «Esto es una broma, ¿no?». Y yo: «No, no. Es verdad todo». Y me dijo: «Te voy a hacer un pequeño examen», y me pidió que le tararease canciones del repertorio de los Kinks pero que no fueran las típicas, sino cosas más oscuras. Entonces yo se las fui como recitando, y al final me dijo: «Mira, te creo, pero es que yo no sé qué hacer con esto. Lo siento. Ha sido un placer hablar contigo», y me colgó. Faltaban como diez días para el concierto, y a los tres días me llama el decano y me dice que ha recibido una solicitud de un tal Raymond Douglas Davies para que yo vaya a Nueva York. Y allí que fui invitado por él. Estuvimos luego tomando el té, y ahí ya me contó que nada más colgar el teléfono se quedó intrigado con mi historia, y quiso averiguar si era verdad o no [risas]. El concierto luego fue genial, claro.
Retrocedamos un poco. ¿De dónde viene este interés por la música pop? Creo que el tuyo es un caso bastante atípico dentro de la literatura en español.
Mis padres fueron en los sesenta una pareja paradigmática de intelectuales, así que en mi casa siempre hubo muchos discos: de los Beatles, Simon & Garfunkel, Rolling Stones, Joe Cocker, Cat Stevens, Pink Floyd… De Dylan nunca hubo, curiosamente. Creo que Dylan en los sesenta no tuvo un gran impacto en Argentina, quizás porque era un artista al que había que escuchar con detenimiento, no sé. La verdad es que ninguno de mis padres hablaba inglés. De todos modos, el momento que yo recuerdo así como definitivo, y me sorprende que lo recuerde porque tenía entonces cuatro años, es el día en el que mi padre entra en casa con el Sgt. Pepper’s de los Beatles. Ya la portada me intrigó muchísimo. Creo que mi manía referencial, mi gusto por la integración de factores diversos, viene de ahí, de preocuparme por saber quiénes eran los que salían en esa portada y por qué.
En paralelo tengo que reconocer la enorme impresión que me causaron, en plan tándem, la canción «A Day in the Life» de los Beatles y la película 2001: Una odisea en el espacio de Kubrick, siendo ambas estructuralmente hablando un tríptico. Gracias a ellas aprendí la idea de que se pueden dar saltos en una narración, que las historias no tienen por qué ser lineales, que puede haber cambios bruscos de ritmo, incluso de emociones y sentimientos. Y con 2001 aprendí también que se podían contar cosas que no se entendían, o que al menos planteaban múltiples posibilidades de entendimiento. Todas las películas que yo había visto hasta entonces las había entendido, pero 2001 me descolocó. En aquella época era muy fan de la ciencia ficción, y el hecho de que esta película se tomara la libertad de empezar en la prehistoria, que es el extremo opuesto absoluto a la ciencia ficción, me pareció una genialidad. Después, con el tiempo, he asimilado otros aprendizajes. Me di cuenta de que en 2001 me entristecía más la muerte de HAL 9000 que la de toda la tripulación. El verdadero elemento sensible de la película era el ordenador y los seres humanos se comportaban como máquinas. Y luego estaba el final de la película, que era como el de «A Day in the Life». El tipo sentado, el sonido ese… Creo que fue Dylan quien describió ese sonido último orquestal de «A Day in the Life» como un sonido muy 2001.
Sgt. Pepper’s fue también importante para mí, más adelante, pues mi primera exposición al idioma inglés fue su contraportada, donde venían las letras de las canciones. Con la ayuda de un diccionario me preocupé por entenderlas. Yo el inglés lo he aprendido de forma muy autodidacta, gracias sobre todo a las canciones. Cuando iba a comprar discos a El Agujerito, una disquería de Buenos Aires que todavía sigue abierta y que es propiedad de un amigo mío, recuerdo la emoción que sentía al abrir con el cúter el celofán del vinilo y ver que el inner sleeve incluía las letras de las canciones. Cuando me encontraba una foto o un póster era una especie de decepción [risas].
Después vinieron Pink Floyd, cuyo Wish You Were Here es uno de mis discos de cabecera, y los songwriters clásicos, entre los que se encuentra Dylan, por supuesto. El primer disco suyo que me compré fue Street Legal, y lo hice por la portada. Me intrigó mucho esa foto en la que aparece Dylan medio asomado, mirando. En retrospectiva puedo decir que siempre he querido ser un escritor con la actitud de esa portada: alguien que medio se asoma para ver lo que pasa, pero sin poner el pie en la calle.
Lo tenías todo para haber sido una rock and roll star: creo que naciste clínicamente muerto. ¿Es cierto?
Sí, pero yo me enteré de eso muchos años después. Me lo contó mi madre a los veintipico, ya que no me lo quiso contar antes por temor a que me marcara. En el fondo creo que sí que me ha marcado, porque todas mis ficciones empiezan por el final. Siempre empiezo con una especie de largo flashback sobre un momento presente. A posteriori, el hecho de haber nacido muerto me ha servido para dar respuesta a una pregunta que me hacen siempre, que es cuándo me di cuenta de que quería ser escritor. Así, en La parte inventada me inventé que el primer momento en el que quise ser escritor fue el día que nací muerto. En ese momento pensé: «Esto lo tengo que contar», y por eso reviví para contarlo [risas].
Después está el hecho de que nací con un pedazo de costilla de más, que supongo que tendrá que ver con mi parte femenina bien asimilada, y mi gran comprensión del sexo opuesto, por decirlo de algún modo. Aquí tienes que poner eso de «risas», ¿eh? [risas].
Háblame de tus primeros años en Buenos Aires, de ese ambiente intelectual en el que te criaste.
Me encontré el otro día a Gonzalo Torné por la calle y estuvimos hablando del segundo volumen de los diarios de Ricardo Piglia. A él le gustaban mucho pero le parecían muy poco realistas. Hay un momento en el diario en el que Piglia va relatando que se encuentra en un día con quince personas, y Gonzalo me decía: «Eso es imposible», y yo le dije: «No, no. Yo soy testigo de que eso era así». De niño recuerdo las salidas del sábado con mis padres, que eran escalas constantes encontrando gente y toda gente famosa, o al menos gente del momento o del ambiente. Es lo que tenía que tus padres fueran unos intelectuales.
Cuando dije en mi casa que quería ser escritor nadie se inquietó demasiado. Siempre tuvimos una biblioteca bastante poderosa, y siempre hubo en ella un trasiego importante de escritores. Me acuerdo de ver en mi casa a García Márquez y de visitar a Cortázar en París. Mi madre, entre los múltiples divorcios y reencuentros que tuvo con mi padre, fue pareja durante varios años de Paco Porrúa, el editor de Cien años de soledad y de Rayuela, así como el fundador de Minotauro, motivo por el cual yo tuve a mi disposición, gratis, todos los libros de esa editorial.
La figura de tu padre me resulta fascinante. ¿Quién fue Juan Fresán?
Mi padre era diseñador gráfico. Hizo muchas portadas para la Editorial Sudamericana. Creo que la primera que hizo fue la de Malcolm de James Purdy. Era la época en la que se editaban ese tipo de libros en Argentina. Hizo también un libro con Borges, su muy experimental Bío-Autobiografía, y otro con Cortázar, una edición de Casa tomada. Hizo también algunos cortometrajes.
Pude ver uno el otro día, Caperucita Roja. ¿Eres tú uno de los niños que sale al final del cortometraje?
Puede ser. Seguramente. También hizo esta película fallida sobre el rey de la Patagonia, Orélie Antoine, de la que luego se ha hecho una especie de documental. Carlos Sorín hizo también La película del rey, donde aparecen actores haciendo de mi padre y de mi madre.
Te leí en una entrevista decir: «Literariamente la dictadura argentina es muy útil cuando tienes que hacer desaparecer personajes».
Me acuerdo de que en mi casa estuvieron escondidos durante un tiempo Rodolfo Walsh y Paco Urondo. Me acuerdo también de que en algún momento le dejaron a mi padre un montón de ejemplares de un periódico, no sé si eran de El Montonero, y mi padre me levantó de madrugada para que le ayudara a hacerlos pedacitos, uno por uno, para arrojarlos luego por el incinerador. También me cuentan que, debido a los sucesivos allanamientos, metían bajo mi cama ampollas de ácido lisérgico, que alguna psiquiatra psicoanalista les habría dejado a mis padres, para así poder decirle a la policía: «Mira, está durmiendo el niño. Pobrecito. No lo vamos a despertar, ¿verdad?».
A mi padre y a madre se los llevaron un día presos. Era la época de la Triple A, todavía estaba Isabel Perón en el Gobierno, así que a las personas que se llevaban se las podía luego ubicar. Mientras estuvieron desaparecidos, a mí me llevaron a casa del dibujante Quino, que es mi padrino. Estando en prisión, mi padre exigió que lo encerraran junto a mi madre, pero mi madre se negó, alegando que estaba divorciada, y que suficiente castigo era ya estar presa como para encima tener que estar con mi padre en la misma celda [risas]. A mi madre ya se la habían llevado alguna vez. El problema que tenía mi madre es que estudiaba Psicoanálisis, carrera que fue inmediatamente prohibida, supongo que porque el subconsciente representaba lo más profundo a lo que podía llegar el espíritu subversivo, no sé [risas]. El caso es que mediante algún tipo de acomodo mis padres consiguieron salir de prisión, pero con la condición de que se tenían que ir del país.
Tras esto, me fui a Venezuela solo con mi padre, porque mi madre se fue a vivir a España, y allí viví uno de los grandes hitos de mi formación literaria: a los catorce años me expulsan del colegio de curas al que iba, pero no se lo digo a mi padre. Me pego entonces dos años fingiendo que voy a clase todos los días, pero en realidad voy a la biblioteca a leer. Mi gran formación clásica como lector viene de esos dos años de clandestinidad, en los que me propuse leerlo todo. Y así fui saltando de Tolstói a Dostoyevski, de Dickens a Wilkie Collins. Y no solo clásicos, porque también recuerdo estar escondido en las escaleras de un centro comercial, esperando a que pasaran las horas, leyendo El resplandor, de Stephen King.
También te secuestraron de pequeño, a la edad de diez años. ¿Cómo fue aquello?
Fue un poco vodevilesco, la verdad. Quizás llamarlo secuestro sea un tanto exagerado. Fue más un paseíllo, una pequeña excursión que hice con unos «tíos» que yo no sabía que tenía [risas]. En verdad buscaban a mi padre y a mi madre, y nos cogieron a mí y a mi hermano en la puerta de una galería en la que mi abuela tenía un negocio de cerámicas. Tengo que reconocer que en ningún momento tuve miedo ni me angustié. En mi vocación de escritor, lo viví como que al fin me estaba ocurriendo algo que podía ser una gran historia. Fue la primera vez que sentí que un hecho personal mío era digno de ser ficcionalizado. Ese es para mí el máximo halago que se le puede hacer a la realidad: convertirla en una ficción. Es como ascender la realidad en el escalafón, es como concederle una medalla. Tristemente, es el camino casi opuesto que está llevando buena parte de la narrativa española del momento.
¿Te refieres a esta moda de la autoficción?
Yo, con todo lo que son modas, siempre digo lo mismo: si está bien hecho me parece bien y si está mal hecho me parece mal. Partiendo de la base de que creo que lo que yo hago no es autoficción, ni siquiera en esta trilogía que estoy escribiendo ahora, considero que cualquier narración que no venga arropada en un grand style no me interesa. Si la autoficción es un retrato, una mera reproducción clínica de la realidad, nada me parece menos interesante. Leí el primer volumen de Knausgård, y creo que no tengo por qué leer los restantes. No me interesa para nada. Mucho menos me interesa el fenómeno que ha surgido alrededor de su persona. Me parece que la autoficción se ha puesto de moda como consecuencia de ciertos blogs y del Gran Hermano, en definitiva, de todo lo que Andy Warhol patentó en su momento. Philip K. Dick también lo predijo. De hecho, ambos tuvieron la suerte de morirse justo cuando el mundo empezaba a parecerse a sus «fantasías» [risas]. Me parece que en la autoficción hay también mucho de desesperación, de decir: «¡Aquí estoy! ¡Mírenme! ¡Soy un personaje!». Me gustaría pensar que Cumbres borrascosas o El gran Gatsby son autoficción. Brontë y Fitzgerald son para mí maestros en el arte de reescribir sus personas en personajes. Eso es para mí la autoficción. Fiesta de Hemingway, Martin Eden de Jack London, David Copperfield de Dickens: esa es la autoficción con la que yo comulgo, en la que yo milito como lector y como escritor. Lo otro es la «auto-no ficción». No nos engañemos.
En términos unamunianos, ¿te duele la Argentina?
No. Tal vez yo le duelo a la Argentina en términos unamunianos literarios. No lo sé. La Argentina no te puede doler porque creo que, en tanto argentino, no conoces cómo es que no te duela, así que no hay diferencia entre el dolor y el no dolor. No hay un antes del dolor. En este sentido me gusta mucho ese texto de Borges que viene a decir algo así como: «Puesto que tenemos que resignarnos a la fatalidad de ser argentinos tenemos al menos el consuelo de que nuestro tema es el universo. Y cualquier cosa que hagamos en ese sentido lo haremos con alegría». Que la alegría brote de una fatalidad es una condición muy argentina, y el ser un escritor argentino no necesariamente con las raíces en el suelo es también muy argentino. Yo no me siento un escritor particularmente argentino, pero tal vez habiendo escrito un libro como Jardines de Kensington o como Mantra, viviendo en el extranjero y teniendo referentes poderosos en la cultura anglo, tal vez sea el más argentino de todos.
¿La infancia (Rilke dixit) es la patria?
Sí, puede que sí, porque todo te ocurre en la infancia, y el fin de la infancia, no importa la edad que tengas, se produce con la práctica del sexo. Ahí se acabó todo. Lo que viene después son como variaciones de una especie de aria constante. Además, con la edad vuelves a la infancia. Cuando tienes un hijo, vuelves a la infancia. Cuando eres anciano, vuelves a ser como un niño: te cagas encima, te llevan en cochecito, dices cosas inconexas, lloras por cualquier cosa, no te gusta la comida que te dan…
¿Te consideras entonces una persona «peterpanesca»?
Cuando yo cumplí cuarenta años, recuerdo haber pensado: «Por fin tengo la edad que tenía desde los doce». Ahí hay una reacción y contrarreacción: por un lado, me cuesta crecer, pero es que cuando era niño ya había crecido. Si escribes, tienes que defender con uñas y dientes una parte infantil tuya. Yo no tengo que hacerlo, afortunadamente. Me sale sola. Por otro lado, lo que mucha gente puede calificar como infantil yo lo llevo a otra categoría: el entusiasmo. Los niños son entusiastas, pero no es una cualidad exclusiva de ellos. También los adultos pueden serlo. ¿Por qué te vas a privar de ser entusiasta cuando algo te gusta mucho?
Decía Billy Joel que «Nueva York es un estado mental». ¿Lo es también Canciones Tristes, ese lugar recurrente en tu literatura?
El origen puntual de Canciones Tristes son las playas a las afueras de Viedma, en la Patagonia, que es donde se establecieron mis abuelos españoles, que montaron allí la primera distribuidora de periódicos de la zona. Allí fue también donde nació mi padre. Pero sí, Canciones Tristes es básicamente un estado mental que comparto con otros artistas. Volviendo al tema de los songwriters, cuando escuché el disco Element of Light de Robyn Hitchcock, pensé que era exactamente como Canciones Tristes. Cuando le conocí se lo dije. Luego, con La velocidad de las cosas me pasó una cosa muy curiosa, porque yo al principio no tenía título para el libro. Yo siempre tengo muy claros los títulos, pero en este caso no lo tenía. Un día se me ocurrió lo de La velocidad de las cosas, y vi que me venía bien para así poder unificar los relatos y tal. Ese día fui a la disquería de la que te hablaba antes, El Agujerito, y compré el disco Moss Elixir, que era el que Robyn Hitchcock había publicado en ese momento, y vi que tenía una canción titulada «The Speed of Things» [risas]. ¡Es que toda mi vida está llena de cosas así!
También tengo que reconocer que Canciones Tristes es una especie no de parodia o burla, pero sí de homenaje, a lo Monty Python, a Macondo y a las grandes ciudades realistas mágicas latinoamericanas, llevado además al exceso absoluto, porque es un lugar que va cambiando continuamente. Puede incluso ser otro planeta. Desde un punto de vista técnico también es muy útil tener un lugar que puede aparecer en cualquier lugar del mundo y al que puedes llevar a tus personajes cuando no sabes dónde meterlos.
¿Estamos tristes (Nick Hornby dixit) porque escuchamos música pop o escuchamos música pop porque estamos tristes?
Yo no arrimaría la música pop al costado de la tristeza. Yo creo que uno escucha música pop, y va cambiando también de tipo de música a lo largo de los años, porque está armando a un nivel inconsciente el soundtrack de su vida. Si hubiera justicia en el mundo y fuera verdad eso de que cuando uno está a punto de morir ve su vida pasar en cuestión de segundos, debería también poder escuchar todas las canciones de su vida, ordenaditas, de forma que contaran tu vida, y que escuchando esas canciones uno pudiera decir: «Mira, esa es la vida de ese tipo». Sería como una especie de ADN, de espiral, de loop musical. La música te acompaña en todos los momentos de tu vida: en la tristeza, en la melancolía, en la alegría y también en el trabajo. Yo trabajo, por ejemplo, escuchando música.
Tom Waits cantaba aquello de «I Don’t Want To Grow Up», pero al final hay que ganarse la vida. ¿Cómo entras en el mundo del periodismo?
Ya te conté parte de mi complicado expediente académico, pero lo más grave fue que, como nos tuvimos que ir de un día para otro de Argentina, estando yo en séptimo grado de primaria, cuando llego a Venezuela veo que solo hay seis grados de primaria, y entonces me pasan directamente a primero de secundaria. Hago primero y parte del segundo año de secundaria, me expulsan, estoy esos dos años en la «clandestinidad», vuelvo al colegio y hago tercero y cuarto. Pero, cuando vuelvo a Argentina a hacer el último año de secundaria, me dicen: «Usted no tiene la primaria hecha». Era también una época en la que los legajos no estaban informatizados, tenían que ir en carpetas de consulado en consulado, y mi expediente se perdió por el camino. Me convierto entonces para el sistema argentino en un semianalfabeto: uno que sabe leer y escribir, pero que no ha terminado la primaria. Esto al principio me causa gran zozobra, porque no sé qué va a ser de mi vida. Pero después me produce una inmensa alegría, al descubrir que no voy a tener que estudiar nunca Filosofía y Letras, o Periodismo o Publicidad [risas]. Así que me pongo a trabajar en una fábrica de impresión de camisetas durante un verano largo, y con el dinero me vengo a Europa y estoy como un año o así dando vueltas por aquí, haciendo trabajos de lo más absurdos. Pinté varios pisos en Madrid a cambio de poder vivir en ellos, y coincidí con toda la época de la movida. Vi a Radio Futura, Gabinete Caligari, Nacha Pop… todo en su momento. Tuve también en España trabajos ligados al rock. Fui contratado como pseudointérprete de Dire Straits primero y luego de Supertramp. Me acuerdo de que el trabajo para Dire Straits lo conseguí porque me parecía mucho a Mark Knopfler y eso a él le pareció divertido [risas].
Luego volví a Argentina para hacer el servicio militar obligatorio, que a mí me habría tocado hacer en la época de las Malvinas, pero la prórroga que pedí fue válida, y por eso me pude venir a España. Cuando terminé el servicio militar, con veinte años, era la nada o el todo. Estuve un año y medio en Argentina, escribiendo cuentos que transcurrían en Londres. Se los mostré a algún editor, como a Daniel Divinsky, que me dijo: «Rodriguito: no hay precedentes de que un argentino escriba cuentos sobre Londres». Mi padre, que tenía una cierta desconfianza ante mi futuro literario, me consiguió una pasantía en una agencia publicitaria. A mí el ambiente publicitario no me gustaba. Era una época además en la que los grandes publicistas argentinos estaban viviendo su crepúsculo. Hay una gran novela pendiente, una gran historia oral, que yo siempre le digo a Martín Caparrós que la tiene que escribir y él me dice que la tengo que escribir yo, sobre la publicidad argentina. Las agencias de publicidad bullían de escritores frustrados, o de proyectos de escritores o de directores de cine. Fogwill, por ejemplo, fue publicista. Era en definitiva un ambiente muy creativo, pero a mí no me gustaba precisamente por eso, porque sentía que me iba a convertir en un «ingenioso» más. La publicidad es el enaltecimiento del ingenio, más que del genio. No es que yo pretendiera ser un genio, pero el ingenio se me daba demasiado fácil. Incluso es algo contra lo que, en el plano literario, tengo que luchar. El caso es que mi padre, para convencerme de que la literatura no era el camino correcto, me buscó un juez imparcial: Miguel Brascó, que era un poeta bon vivant, editor de revistas, muy sibarita, gran ilustrador, etc. Para sorpresa y horror de mi padre, este hombre leyó mis cuentos y no solo le gustaron mucho, sino que me ofreció un trabajo. Entonces empecé a trabajar con él y lo primero que hizo fue pedirme, con cierto sadismo, unos textos extremos periodísticos de prueba: por un lado, tenía que hacer la reseña del primer disco de Julian Lennon y, por otro lado, inventarme una entrevista a John Updike, como si me hubieran enviado a Estados Unidos a entrevistarlo; también me pidió que hiciera una nota científica sobre una nueva variedad de hormigas brasileras que se habían descubierto. Al final estuve siete años trabajando allí con múltiples seudónimos. Llegué a tener hasta nueve. Alguna vez alguien tendrá que rastrear esa parte de mi vida. Luego empecé a trabajar para la revista Diner’s, más tarde en Pautas y Contraseñas, luego en Cuisine & Vins, y al costado de esto empiezo también a colaborar en revistas de rock, escribiendo sobre música desde una perspectiva social, que es algo que no se había hecho nunca en Argentina. Y ahí me hago amigo de Calamaro, Charly García, Fito Páez. Se me abre esa especie de puerta.
En 1991 escribo mi primer libro, Historia argentina, y Tomás Eloy Martínez me llama para ser su segundo de a bordo en una revista de libros que será Página 12, en la que yo ya colaboraba. A Tomás lo conocía yo de pequeño. Hay incluso una leyenda, nunca del todo comprobada, que dice que hay una foto de mi nacimiento y quien me sostiene en sus brazos es Tomás, no mi padre. Esto me lo decía él siempre con una carcajada, pero nunca me la mostró [risas]. El caso es que estando en Página 12 empiezan a salir mis libros aquí en España y me vengo. Y aquí sigo.
De todos modos, tengo que decir que mi gran proyecto periodístico es dejar el periodismo [risas]. Creo que ya lo he hecho todo en el mundo del periodismo. Bueno, no, porque me gustaría entrevistar a Dylan. Eso es lo único. Jonathan Lethem me contó que una vez lo entrevistó para Rolling Stone y que fue una experiencia increíble porque lo vio en directo, a esta distancia, y me dijo que mientras Dylan habla contigo la cara se le va poniendo de todas las épocas [risas]. De repente tiene veinte años, al rato tiene noventa, luego cuarenta… Es una experiencia muy rara. Lo recibió en un departamento de Nueva York que tiene, donde solo había una mesita, dos sillas y estantes y estantes de discos de vinilo. Debe de ser ahí donde va depositando su cuantiosa colección inspiradora, por decirlo con elegancia. Creo que va comprando todo lo que puede para que no se le pueda rastrear luego de dónde saca las ideas [risas].
Te leí una vez decir: «Cada vez me gusta más escribir que el hecho de ser escritor». ¿Por qué entonces escribes siempre sobre escritores?
Es cierto que escribo siempre sobre escritores, pero escribo sobre escritores pensantes, sobre escritores a los que les pasan cosas que luego forman parte de sus libros. Solo en los últimos dos libros he empezado a escribir sobre lo que no me gusta de la vida de los escritores. Todo el tema de los festivales, mesas redondas, columnas de opinión… Hay lugares con los que hay y siempre habrá una relación sentimental muy grande, como la Feria del Libro de Guadalajara, donde no tengo ningún problema en ir e incluso barrer después de que se haya ido el público [risas]. Lo haría encantado. Tengo mucho cariño por la gente de esa feria. Pero a mí la idea esta de que la profesión de escritor sea hacer de escritor… El otro día leí una entrevista a John Updike donde decía: «Todavía me acuerdo de la época en la que uno entregaba un manuscrito y ahí se acababa todo». En el caso de Updike, porque era él, había dos entrevistas. Y vuelta a empezar. Ahora la posvida de cada libro es un poco demencial. Yo entiendo que hay escritores que trabajan mucho durante las ferias, porque pueden escribir en cualquier sitio, en los hoteles, los aviones, pero no es mi caso. Soy un gran convencido de que la mejor versión posible de uno mismo tiene que estar en el libro, tiene que ser el libro. Soy plenamente consciente de que yo estoy mucho peor escrito que mis libros. La exhibición constante, con ribetes patológicos activos de esa deficiencia, no termino de entenderla. Esto que te estoy diciendo es aplicable a todos los escritores, incluso a los que son muy divertidos en vivo y en directo. Porque, ¿cuántas veces puedes ser divertido?
Venga, va. La pregunta del millón: ¿en qué momento dijiste: «Soy escritor»? Y no me digas que cuando naciste muerto.
[Risas] Hay una anécdota que me gusta mucho de Ringo Starr. En una entrevista le preguntan cómo es ser un Beatle, y Ringo Starr contrapregunta: «¿Cómo es no ser un Beatle?». A mí, salvando las enormes y cósmicas distancias, me ocurre igual: no sé cómo es no ser un escritor. Me gustaría tener un interruptor para que pudiera dejar de ser escritor durante un tiempo. Casi todas las profesiones ofrecen esta posibilidad, más o menos. Me explico: si tú eres panadero y vas a comer a un restaurante, cuando te ponen delante la canasta con el pan tienes con ese pan una relación mucho más profesional que la que pueda llegar a tener cualquier otro. Del mismo modo, cuando yo leo algo no lo leo igual que alguien que no escribe. Esto me lo pregunto mucho: «¿Cómo será leer como un lector puro?». Como un lector que no quiere ser escritor. De vez en cuando aparece un libro que te sacude, y te hace olvidar que eres escritor. Así es como noto yo que un libro es magistral.
Siempre te has sentido escritor, pero quizás te sentiste más escritor en 1991 cuando publicaste Historia argentina y se convirtió en un enorme éxito.
Sí, sin duda. En esto de escribir hay un momento muy fetichista que es cuando te entregan tu primer libro. Hasta ese momento tú dices que ser escritor no es lo más importante del mundo. Pero, en cuanto tienes ese libro en tus manos, lo más importante del mundo es ser escritor. También es un momento un poco extraño, porque dices: «Y ahora, ¿qué? ¿Otro más?».
Para colmo, como dices, mi primer libro fue un éxito tremendo. Esto es algo que todavía no me han perdonado en Argentina, en según qué ambientes. Yo creo que el título tuvo mucho que ver con el éxito. En un momento dado se pensó ponerle Histeria argentina, o algo por el estilo. Pero yo fui muy claro con esto porque Historia argentina para mí fue una especie de contraataque o rebelión contra todos aquellos que me dijeron que mis primeros textos no eran viables comercialmente porque transcurrían en el extranjero. Así que me dije: «Ah, ¿sí? ¿Quieren Argentina? ¡Pues les voy a dar Argentina a los argentinos!» [risas].
También fue de los primeros libros de alguien de mi generación que trató con cierta acidez y sarcasmo los años oscurísimos de la dictadura. Se trataba del libro de cuentos de un desconocido, y al día siguiente de salir estaba número uno en la lista de ventas. Tomás Eloy Martínez, que llevaba el suplemento en el que yo trabajaba, manipuló el ranking de ventas de esa semana y bajó mi libro al cuarto puesto, para que no quedara mal. Pero al final tuvo que rendirse a la evidencia [risas].
En España Historia argentina lo publicó Anagrama en 1993, ¿cómo llegas a la editorial?
Jorge Herralde fue a una de las ferias del libro de Buenos Aires, y mi editor de allí, Juan Forn, le dio un ejemplar para que lo leyera de regreso a España. Y Jorge, en un gesto que para mí lo honra y lo convierte en un gran editor, aunque no sé si hace falta que lo recuerde, porque él no deja de recordármelo a mí constantemente y por más que tenga razón en hacerlo yo nunca lo olvidé [risas], lo lee en una noche y me llama al día siguiente diciéndome que lo quiere publicar.
¿Por qué no seguiste en Anagrama?
Porque el siguiente libro, Vidas de santos, no les interesó. Después hice uno que se llamaba Trabajos manuales, que fue como un libro de transición. Luego escribí mi primera novela, Esperanto, y coincidió con el momento en que Tusquets abrió una oficina en Argentina. Quien la llevaba era Mariano Roca, que era muy amigo mío, así que se la entregué a él primero, muy generosamente. Luego me ocurrió que cuando vine aquí a España, La velocidad de las cosas no le interesó a Tusquets, y Claudio López Lamadrid, con gran muñeca editorial, me encargó Mantra, para así no entrar en problemas con Tusquets, y es a partir de entonces que sigo en Random House. Entonces aprovecho para mandar un saludo a Claudio, porque es muy difícil encontrar hoy día un editor de autor, que te acompañe toda la carrera. Si yo no tuviera un editor interesado en lo que hago no sé si me hubiera atrevido a acometer un proyecto como el de La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada. Aprovecho también para enviar desde aquí un gran saludo agradecido no solo a Claudio sino a toda la gente de la editorial [risas].
¿Por qué esa manía de retocar todos tus textos cada vez que se reeditan? ¡A tus lectores los vuelves locos!
Esa manía la voy perdiendo. Creo que la fatiga de materiales empieza a notarse. Con este tema sí que puede que sea yo no ya infantil, pero sí juvenil, porque en verdad pienso: «Si yo he tenido que comprarme no sé cuántas veces el Forever Changes de Love, con múltiples bonus tracks e historias, o el director’s cut de alguna película, no sé por qué no pueden hacerlo otros con mis libros» [risas].
Muchas veces incluyo cosas porque creo que son mejorables, suelo cambiar cosas con las que no estoy plenamente convencido. También mis libros son muy amplios en ese sentido. Puedes agregarles cosas hasta el fin de los tiempos. Salvo Esperanto, que surgió de un sueño y lo escribí en una semana, y es casi intocable. Lo único que hice en su reedición es poner a Dylan en la portada, que era uno de mis sueños: tener un libro con Dylan en la portada. Ese fue el único retoque. Pero el resto de mis libros están con las puertas y las ventanas abiertas. En el fondo, como están todos de algún modo más o menos interconectados, me resulta fácil encontrarles vínculos. Canciones Tristes, por ejemplo, aparece por primera vez en Vida de santos, pero en la reedición de Historia argentina… ¡Pin! Lo colé. Ya está ahí desde el principio de mi literatura [risas].
¿Es posible que lo único que hayas hecho hasta ahora sea reescribir el mismo libro?
Esa es una percepción que solo puede tener alguien desde fuera. Sí te puedo decir, en cambio, que yo, como lector, soy un gran fan de los escritores que aparentemente están siempre escribiendo el mismo libro. Como Banville, Vonnegut, Nabokov, Borges… Me gusta eso. Proust, por ejemplo, solucionó este problema escribiendo el mismo libro en varias partes. Me gustan también los libros que transcurren dentro de cabezas. En mis libros creo que no sale nunca la frase: «Giró sobre sus talones y abrió la puerta». Lo tengo que comprobar algún día, porque me intriga, pero me da que no [risas]. Para eso está la novela realista.
Dijiste hace no mucho: «Escribo como grababan los Beatles». No hay ningún escritor serio que se atreva a decir eso y salga airoso.
Esa frase la dije en verdad pensando más en George Martin que en los Beatles. De todos modos, fue un titular mal interpretado. La gente hoy día solo lee los titulares y se ve como obligada a retuitear algo rápidamente sin leer las entrevistas enteras. Yo no estaba ahí diciendo que escribo con el mismo grado de genio y talento que los Beatles. Yo decía, y lo comentaba en la entrevista, que al hilo de leer las memorias de Geoff Emerick, el ingeniero de sonido de los Beatles, esto de ecualizar y utilizar diferentes canales en la mesa de mezclas tenía mucho que ver con la forma en que yo había escrito La parte inventada, que lo hice escribiendo sus siete partes a la vez. Tenía abiertas siete carpetas, y cada día trabajaba con una diferente. Con esa novela además es que no sabía muy bien adónde iba, hasta que mi hijo, que diseñó la portada, me dio la clave con el muñequito ese que sale, que ya se ha convertido en un pequeño icono literario.
En 1999 te vienes a vivir a Barcelona. ¿Por qué?
Mi venida a España no tiene nada que ver con la mística del posboom latinoamericano ni con el hecho de publicar aquí, porque cuando yo vivía en Buenos Aires ya había publicado en Anagrama y en Tusquets, que eran los dos destinos entonces cuasi imposibles y más deseables para cualquier joven escritor argentino. A Barcelona vengo por cuestiones personales, porque me caso con una chica mexicana y ni ella quiere vivir en Argentina ni yo en México, así que buscamos un territorio neutral. Y Barcelona es una ciudad muy agradable para los escritores. Tiene buenas librerías, lo cual es imprescindible, y luego tiene mar y montaña, así que te exime de tener que ir al mar y a la montaña, que es algo en lo que un escritor está pensando siempre: «Estoy en la ciudad, debería salir un poco». En Barcelona ese problema lo tienes resuelto. Puedes quedarte en tu escritorio sin ningún tipo de culpa. Miras por la ventana, caminas una calle, caminas otra, y ya tuviste tu exposición a la geografía cambiante.
En Barcelona además tenía amigos, como Claudio López Lamadrid, Jorge Herralde, Toni López, Enrique Vila-Matas, a quien ya conocía de sus viajes a Buenos Aires. Y luego tenía muchas ganas de conocer a Ignacio Echevarría y a Robert Bolaño, a quien leía.
Creo que estás hasta las narices de hablar de Bolaño.
Sí. Un poco más arriba. Hasta las cejas [risas]. Podría hablar de Bolaño mucho rato y con mucho afecto, pero es que no tengo nada más que decir, la verdad.
Antonio Orejudo va por ahí diciendo que Roberto Bolaño y David Foster Wallace están sobrevalorados. Tú, que conociste a ambos en persona y que conoces su obra en profundidad, ¿cómo lo ves?
No, para mí no están sobrevalorados. Yo creo que Antonio, a quien respeto porque me parece uno de los grandes escritores españoles, se está refiriendo no tanto a que sean escritores sobrevalorados como a que han tenido lectores «sobrevalorantes». Me parece que hay ahí una diferencia importante. Uno no elige a sus lectores. Yo escribí en su momento un artículo en Letras Libres que generó bastante polémica, porque todos pensaron que iba en contra de Sebald y en verdad iba en contra de los lectores de Sebald, que eran los lectores que antes habían sido de Kundera, y que después fueron de Paul Auster, antes seguro que de Umberto Eco, y que probablemente luego se convirtieron en los lectores de Bolaño y Wallace. Son lectores que van como alimentándose del lomo de los grandes leviatanes, y ahora van a por este y luego a por el otro, y me parece que, si bien ayudan mucho a la carrera del escritor de turno y al buen pasar de su literatura, sí que generan este efecto de antipatía. Yo creo que lo que le molesta a Antonio no es tanto la obra de Bolaño y Wallace como la percepción que se tiene de ella. Yo conocí a los dos. Bueno, a David Foster Wallace lo conocí solo durante tres horas, pero Roberto me consta que no iba por el mundo sobrevalorándose. Te diría que todo lo contrario.
A Bolaño, creo, no le gustaba Wallace.
Sí, pero lo que le gustaba o no le gustaba a Roberto había que tomarlo siempre con pinzas. Si Roberto iba a una reunión y veía a veinticinco fanáticos de David Foster Wallace, era capaz de decir que no le gustaba simplemente para molestar.
Si Bolaño y Wallace no están sobrevalorados, ¿quién lo está?
¡Uf! Tengo cada vez una percepción menor de lo sobrevalorado, porque cada vez me tomo menos el trabajo de cerciorar quién lo está. Yo ya he entrado en una edad «interesante», porque no me queda otra manera de definirla [risas], en la que estoy bastante dedicado a la relectura. De Nabokov, por ejemplo, he hecho hace poco una relectura muy fuerte y profunda, y he descubierto todo lo que me había influenciado sin ser yo consciente de ello, al punto de tener ahora que sumarlo a mi mausoleo particular por justicia. Los chistes malos, los juegos de palabras… Probablemente estoy influenciado por todas las taras de Nabokov, no por sus virtudes, pero no dejan de ser interesantes. Por otro lado, también descubres que la vida es corta, finita, y existe la posibilidad pesadillesca de que el libro más importante de tu vida pase por tu lado de largo y no lo sepas. Tal vez sea un libro de un autor cisjordano no traducido, o sí; y tal vez ese libro podría cambiar mi percepción de la literatura, o podría reafirmarme o lanzarme en otra dirección.
Me pasa igual con la música rock. El otro día estuve en un programa de radio en Argentina y conté un momento que para mí ha sido epifánico: el día que fui a la Fnac de plaza Catalunya a hojear las revistas de rock y no conocí a ninguno de los grupos de la sección de reviews. En ese momento sufrí una angustia terrible, pero a los dos minutos un alivio inconmensurable. Me di cuenta que ese tren ya lo había perdido, que ya no tenía que ir corriendo detrás o colgado del vagón, o estrangulando al maquinista. Por eso ahora me limito a leer a los autores que me interesan. En lo que hace a los ingleses y norteamericanos sí que estoy más conectado con la novedad, porque los reseño. Tengo todavía con ellos una obligación profesional. Pero con la música ya no: ayer mismo me compre el último disco de Ray Davies y el nuevo de Robyn Hitchcock. Y tan contento que me fui a casita.
¿Por qué te cuesta tanto hablar mal de un libro?
Una mala reseña exige un esfuerzo muchísimo más grande que una buena reseña, porque hay que justificar muy claramente tu opinión, necesitas dedicarle más espacio. Teniendo en cuenta lo que pagan por una reseña, la verdad, no sé si merece la pena. Yo opté desde muy temprano por la opción evangélica. Solo predico la buena nueva, y cada tanto doy un par de hostias. Luego dicen por ahí: «A Fresán es que le gusta todo». No es verdad. Es que Fresán solo escribe de lo que le gusta. Lo que no me gusta no lo leo, puedo evitarlo. En otro orden de cosas, yo no me considero crítico, porque un crítico puro no debería escribir ficción. Ignacio Echevarría es un crítico puro, por ejemplo, pero yo no.
Pero tú tienes un poder de prescripción importante.
¿Sí? ¿Te parece? ¿Soy como un mutante de la academia del profesor Xavier? ¡Review Man! [risas]. No sé. Luego me entero por ahí de que hay gente que se dedica a destrozar todo lo que yo recomiendo, que lo desdeña automáticamente. Así que no sé.
Con Tao Lin no te pudiste aguantar.
De Tao Lin lo que me molestó es que titulara su novela Richard Yates. Porque Richard Yates fue un enorme escritor que lo pasó muy mal, y eso de que aparezca un jovencito por ahí diciendo: «Ah, pues le voy a poner a mi novela Richard Yates» me pareció demasiado. Se debería instaurar algo así como una crítica de títulos. Todo el odio y la furia de aquella reseña iban destinados al título de la novela. Después, la siguiente que publicó me gustó más. Así que, aviso: si en el futuro alguien le quiere poner de título a su novela Rodrigo Fresán, los fantasmas existen, ¿eh? Es lo único que digo [risas].
En relación con esto de las reseñas negativas, te cuento una anécdota: un crítico, no diré su nombre, me hizo una vez una reseña negativa, en la que decía: «No se entiende». Me quedé muy indignado con eso, la verdad. Se lo comenté a John Banville, y me dijo: «Qué envidia te tengo, Rodrigo». Y yo le dije: «¿Por qué?». «Porque la mejor crítica que te pueden hacer es que aparezca un crítico y se atreva a poner por escrito que no ha entendido un libro. Eso es lo que le pasó a Melville, a Proust, a Joyce». Y remató: «Rodrigo, disfrútalo» [risas].
¿Hay vida más allá del posmodernismo? Quiero decir, ¿después del posmodernismo qué viene?
No lo sé. Desde el punto de vista literario hay una teoría que me gusta mucho, de Ricardo Piglia, y que como teoría es discutible, pero como todas las de Ricardo son buenísimas siempre, tienen la virtud de lo verosímil y certero. Según él, el arte se vuelve vanguardista solo cuando aparece un arte popular a continuación. El decía que la pintura se vuelve vanguardista cuando aparece la fotografía. La fotografía se vuelve vanguardista cuando aparece el cine. El cine se vuelve vanguardista cuando aparece la televisión. La televisión se vuelve vanguardista cuando aparecen las redes sociales. Lo curioso es que en ese esquema la literatura va por libre, va como flotando. La literatura contiene en simultáneo su clasicismo, su propia vanguardia, su experimentación, su realismo absoluto y su autoficción. Constantemente. Solo así se puede explicar la existencia de libros como el Quijote o el Tristram Shandy o Moby Dick. Son libros que en el momento en que salieron no hicieron escuela, pero la hicieron después. Bajo esta premisa, a mí no me interesa mucho la idea de clavarle arpones etiquetantes a la ballena blanca de la literatura. Paradoja completa de esto es la llamada gran novela americana, de la que siempre se habla y se busca y nunca aparece del todo.
Al hilo de esto, te leí una vez decir: «Moby Dick es como el disco blanco de los Beatles».
Claro. Ambas obras son cápsulas de tiempo futuro. En el caso del disco de los Beatles, cuando va apareciendo el punk, luego el grunge, uno se da cuenta de que estaba todo ya allí. Y con Moby Dick lo mismo. Por otra parte, cuando a mí me critican la profusión de epígrafes en mis libros, siempre digo: vayan a Moby Dick y van a ver lo que es un libro con muchos epígrafes.
Tú que has vivido en Estados Unidos, ¿hasta qué punto es cierta esa obsesión de los norteamericanos por la gran novela americana? Me da la sensación de que es un concepto que no preocupa a las demás literaturas.
Yo no he conocido a ningún escritor argentino de mi generación que haya dicho: «Voy a escribir la gran novela argentina». Tal vez esta idea de hacer la gran novela latinoamericana la tengan en Colombia o en México, no sé, pero en Argentina no existe. En Estados Unidos yo creo que sí. Incluso editorialmente, hasta el punto de que se permiten el convencimiento de que la gran novela americana pueda ser el primer libro de un chico de dieciocho años. En este sentido, vuelvo a lo que decía Borges sobre ser escritor argentino. Argentina es un país en el que el género rey es el cuento, donde todas sus grandes novelas son muy raras formalmente, donde esa libertad absoluta viene empujada por el hecho de que es la única literatura en español y me atrevería a decir que del mundo en la que todos sus escritores totémicos o canónicos han frecuentado el género fantástico. Este posicionamiento de entrada tiene solo ventajas. Luego ya te encontrarás con el mercado, pero la gran proliferación de escritores argentinos de un nivel destacable tiene mucho que ver con eso de que no haya demasiadas ideas preconcebidas.
Durante muchos años fuiste algo así como el prologuista oficial del reino.
¿Se percibía así? [risas]. Yo es que tengo el «sí» muy fácil, pero también es cierto que todas las propuestas que me hacían eran atractivas. Si me piden prologar a todo Cheever, lo primero que pienso es en todo lo que Cheever me ha dado a mí. Y, como dije antes, los fantasmas existen. ¿Cómo no le voy a dar yo a él un puñado de prólogos? Tal vez gracias a esos prólogos alguien se acerque a su obra. Si existe un cielo para los escritores, si hay una puerta en la que te paran y te examinan, todos los defectos de mi obra siempre podrán ser balanceados con lo que hice por Cheever [risas].
Los prólogos son también una forma más de manifestar mi entusiasmo, y encima te pagan por ello. Algunos los he hecho gratis, ¿eh? De todos los trabajos «sucios» que uno puede llegar a hacer para pagar las facturas, creo que el de hacer prólogos es con el que te duermes con la conciencia más limpia. También quiero decir que, si algún día se publicaran todos juntos, yo creo que ahí se va a ver un recorrido muy claro. No creo que haya notas discordantes.
«So many books… so little time!», rezaba una camiseta tuya con la que posabas, muy melenudo, en la solapa de uno de tus primeros libros. ¿Sigues teniendo la misma sensación?
Esa camiseta era de Coliseum Books, una librería de Nueva York. Como escritor quizás haya dejado de sufrir esa presión, pues ya he publicado diez libros. La parte recordada va a ser el once. Tengo nueve libretas con muchas historias para posibles futuras novelas. Son como si tuviera dinero en el banco. Lo mismo no salen nunca, porque surgen nuevas novelas por el camino. Ahora, como lector, depende del día. Si me levanto optimista pienso en que ya he leído lo que tenía que leer y si me levanto pesimista pienso que jamás voy a leer todo lo que quisiera. La realidad es que nunca voy a tener tiempo de leer todo lo que me gustaría. Hay una pequeña pesadilla que ya tenemos gente de mi generación: que un día de estos se venza una cláusula misteriosa del testamento de Salinger y aparezcan de repente veinticinco novelas suyas [risas]. Pero que se anuncien y que se diga que se van a publicar en el 2060, y nosotros ahí en el asilo, aguantando… ¡Sería tremendo! Sería la gran hijaputada.
Para evitar este estrés, yo creo que todos los libros deberían ser como los de los Tralfamadorianos que, como los describió Kurt Vonnegut en Matadero cinco, contienen historias que suceden todas a la vez, en el mismo plano de consciencia, sin principio ni final. Leyendo uno lo lees todo.
Ahora que sacas a Vonnegut a colación, ¿no has sentido nunca la tentación de crearte un alter ego como el suyo, tipo Kilgore Trout?
¿No lo tengo ya? ¿No soy yo? [risas]. Kilgore Trout de hecho acaba muy bien, ¿no? Al final termina convertido en una especie de celebridad, en una playa… ¿Sabes que también conocí a Vonnegut? Vonnegut había sido profesor en Iowa antes de escribir Matadero cinco, y allí tenía todavía unos amigos a los que visitaba siempre que venía de Chicago. Yo me iba a escribir todos los días a un café que había enfrente de la casa de estos amigos, pensando que en algún momento podía aparecer Vonnegut. Y un día con veinticinco grados bajo cero, veo acercarse a una figura imponente envuelta en un abrigo de oso, y digo: «Joder, es Vonnegut». Yo estaba siempre con mi ejemplar de Historia argentina en la mano, porque se lo quería dar. Así que salgo ahí y le digo: «Señor Vonnegut, señor Vonnegut. Soy un escritor argentino, blablablá, usted ha sido muy importante para mí, quería regalarle este libro que está en español, no va a poder leerlo, pero usted es un personaje que aparece allí y quería agradecerle todo lo que hizo por mí». Y Vonnegut me mira y me dice: «¿Qué es esto? Un escritor argentino en Iowa, que viene a buscarme… ¡Esto es lo más impresionante que me ha ocurrido jamás!». Y le digo: «No, no, señor Vonnegut. A usted le han ocurrido cosas más impresionantes». Y me dice: «¿Como qué?», y le digo: «Haber sobrevivido al bombardeo de Dresde, por ejemplo» [risas]. Y me dice: «No, no, no. Esto es más impresionante». Nos quedamos ahí hablando un rato, y entonces al final me dijo: «Bueno, aquí terminamos, ¿no? Esto no se va a prolongar en el tiempo, no voy a tener que preocuparme por esto, ¿verdad?» [risas]. Le dije: «No, no, nunca más lo voy a molestar». Todos estos con los que me encuentro están luego como muy preocupados de que esos momentos se queden preservados y aislados en el pasado. Lo que por otro lado es una actitud muy saludable.
Con lo de Kilgore Trout me refería antes a si no te hubiera gustado escribir otro tipo de literatura, más popular.
Ya, pero ¿quién te ha dicho que no lo he hecho? Tengo de hecho una serie de libros que cuentan la vida de los visigodos durante el franquismo… [risas]. Ojo, yo soy un gran lector de best sellers, me gusta mucho el género, y me preocupa mucho su decadencia. Creo que cada vez son peores. Cuando me preguntan por el futuro de la literatura, siempre digo que está perfecto, porque siempre va a haber gente que lea el Ulises y En busca del tiempo perdido. Probablemente cada vez haya más, porque habrá más gente en el mundo. Pero me parece dramática la línea que va desde Entrevista con el vampiro a Crepúsculo. Me parece que ahí se ha perdido algo muy importante. Por no hablar de que no hace mucho Kurt Vonnegut era un best seller, como lo fueron en su día Dickens, Maugham o Chesterton. Luego hay libros que tienen una pata en ambos mundos: para mí El resplandor es una de las grandes novelas americanas de todos los tiempos. La puedes ver como una novela sobre la desintegración de la familia, con fantasmas, claro. Anthony Burgess tiene un libro que se llama Poderes terrenales, que fue su intento de hacer un best seller. Es una especie de novela de Ken Follet pero escrita por Burgess. Tuvo buenas críticas y se vendió bien, pero no como una novela de Ken Follet. Tienes que tener un rarísimo talento para escribir un buen best seller, y yo soy muy consciente de que no lo tengo.
¿Crees que las nuevas tecnologías tienen algo que ver en este proceso de depauperización de la literatura popular? ¿Por qué si no ese odio que les profesas?
No, bueno, en mis libros está todo esto muy exagerado, sobre todo en La parte inventada. En La parte soñada doy una explicación a ese odio por los teléfonos móviles, que yo personalmente tampoco es que lo tenga. De todos modos, sí que me da pena entrar en el metro y ver a todo el mundo jugando al Candy Crush, o escribiendo un mensaje que dice: «Estoy en el metro». Eso en París no ocurre. Allí todavía se ve gente leyendo en el metro, o en los cafés. He llegado incluso a ver a gente leyendo mi libro, lo cual me hace pensar si no serán empleados del Ministerio de Cultura, a los que les dicen: «Tú te vas a leer ahora a tal sitio, tú al otro» [risas].
Te han descrito como un Borges pop, pero ¿no era Borges ya pop?
Sí, claro. Se supone que era un elogio, ¿eh? [risas]. La clave ahí de ese tipo de aseveraciones está en ver la edad de quien las escribe. Si las escribe alguien de dieciocho años es un elogio, si las escribe alguien de sesenta lo mismo no lo era. Y es curioso, porque alguien de sesenta o de setenta años ya vivió el pop. Ya apenas queda gente before pop. Piensa que mi primer libro salió en sincronía con el Menos que cero de Bret Easton Ellis, con las primeras obras de Jay McInerney y de David Foster Wallace. En Argentina todos los escritores son pop. Con esto hago siempre el mismo chiste: prefiero ser un pop writer que un poop writer [risas]. Quiero decir, si se trata de verme a mí: ok, soy un escritor pop; pero después de decir eso pon algo más, ¿no? Es muy fácil abrir un libro mío y decir: «¡Pop!». Pero luego también puede que haya un poco de «¡Bang!», un poco de «¡Crash!», incluso algo de «¡Kaboom!» [risas].
Le escuché a Vicente Luis Mora decir una vez: «Leer a Fresán es como hacerlo sentado a su lado. Tú pasas las páginas y él te va contando lo que ha puesto en cada párrafo».
Está muy bien. Me pone contento saber que yo generé alguna vez ese tipo de sensaciones a alguien. Mis escritores favoritos la generaron conmigo. Me parece que es lo mejor de ambos mundos, esa proximidad distante. Una proximidad en lo mental y una distancia en lo físico. Así debería ser siempre en la literatura.
¿Qué quiere ser Rodrigo Fresán cuando sea mayor?
Si te soy sincero, no querría arriesgarme a decirte nada, porque la verdad es que todo el rato me están pasando cosas muy extrañas y no querría que eso se estropeara. Me pasó una cosa muy loca: Soraya Sáenz de Santamaría le entregó a Oriol Junqueras, por el día de Sant Jordi, un ejemplar de La parte inventada, claramente en plan de coña, por el título. Y eso de repente salió en todos los medios. Es un nuevo episodio de la serie «Cosas que solo le pasan a Rodriguito». Podría ser una buena sitcom de la HBO, ¿no? Así que me da miedo que, tal vez, al hacerme mayor me dejen de pasar este tipo de cosas que luego también suceden en los libros de Rodrigo Fresán, porque resulta que esto que me ha pasado me ha pillado justo en el momento en el que había decidido que mi personaje escritor de La parte recordada, la novela en la que estoy ahora trabajando, fuera expulsado de Cataluña, pero no tenía todavía claro el motivo. Ahora ya lo sé. Soraya Sáenz de Santamaría me ha facilitado el argumento [risas].
Bromas aparte, te puedo decir que me siento un tipo muy afortunado: estoy muy enamorado de mi mujer, me llevo muy bien con mi hijo, y, para colmo, aquí, en el bar en el que estamos, el Belvedere, que es donde venía a tomar el té con Bolaño, he conseguido que Ginés, uno de los barmen legendarios de Barcelona, invente un cóctel en mi honor. Se llama Mantra, y está buenísimo. ¿Cuántas cosas más le puedes pedir a la vida?
Buen antidoto esta divertida entrevista de Fresán a los desmanes de Kiko Amat y Laura Freixas que han demostrado ambos estas ultimas semanas que se puede ser escritor sin tener ni puñetera idea de la literatura…
…..es más, tal vez supone cierta ventaja, da esa sensación cada vez más.
Una paradoja que la misma gente que denosta «Lolita» no dicen ni mú sobre Lewis Carroll, un pedófilo confesado,y seguramente leen «Alice In Wonderland» a sus hijos y nietas y sobrinos encantados…
En cuanto a Amat, parece mentira que le paguen…
Fantástica entrevista, me ha alegrado la tarde.Fresán sería un gran candiato para ingresar en nuestro grupo operacional. Hablaré con Santos y cia.
¡Fresán, tenga cuidado con el funicular de Vallvidrera que me han dicho que hay un cable que anda un poco suelto y..!
Eo otro día, me acerqué peligrosmante de estar de acuerdo con Mario Vargas Llosa por primera vez en la vida.
Menos menos mal que Mario, con la mala pata que tiene, con su indefictible capacidad de pasarse tres pueblos como cualquier político vulgar, me alejó de aquella posibilidad, al afirmar que el gran peligro de la literatura se trata de ciertas mujeres ultra feministas…
El gran peligro de la literatura ha sido y siempre será el Estado, como con todas las libertades, y si el Estado es ultra religioso, como en la España de Rajoy / PRISA más aún. Lo digo en vísperas de la Semana Santa, tan grata para los turistas y este gobierno, tan insoportable para los demás…
En todo caso, el colectivo de feministas es «small potatoes» en comparación con el Estado, que en Turquía tienen encarcelado no se sabe cuantos periodistas / poetas / novelistas, y eso que son nuestros «aliados» en el OTAN, se supone en contra de los fanáticos de…de donde? Más fanáticos que los Turcos en todo caso…
Pero Vargas Llosa tiene toda la razón en cuanto a LOLITA. No hay nada, en absoluta, en el libro que «justifica la violación de una niña» según las palabras de Laura Freixas. Si Nabokov estuviese vivo, tal vez la lleva a tribunales por semejante barbaridad…
Que lo diga un periodista o un sociólogo sería normal…Que lo diga una escritora demuestra hasta los nivelese viles y abyectos que hemos caidos, en el estado de inmundancia intelectual que vivimos en España hoy en día.
Laura Freixas no cita nada de la obra de Nabokov, ni una sola frase para sostener tan delirante afirmación sobre un escritor muerto, en su articulo sonrojante de El Pais…
En cuanto a Kiko Amat, pues ha inventado, a mano de El Periódico Internacional de Madrid, un género nuevo: la anti-critica.
Si el buen crítico como Echevarría justamente, te aporta una lectura más interesante y rica que la tuya, unos datos o un poco de información – insight, de las pocas palabras que requieren se citados tal cual en inglés- Amat se le ha fichado por bruto, ignorante y chulo.
Hace alarde y gala de su total ignorancia, indiferencia y – ni siquiera habrá leido la biografía de Joyce en Wikipedia – y zafiedad a base de bien y a sueldo del Grupo Prisa se supone…
Malos tiempos para las letras…
Yo creo, como Wil Self, que se acabó. Pues se acabó la sensibilidad.
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