En el mundo hay mucha gente mala, odiosa. Los conductores de autobús que no te esperan después de ver por el retrovisor cómo te has pegado la carrera del siglo; las dependientas mentirosas —«¡Qué bien te queda, cariño! Siempre estiran un poquito…»—; los que caminan diez metros por delante de su perro para no ver las cagadas que dejan ante el portal de tu casa; las tías buenas de Instagram que no paran de hacerse fotos comiendo tartas de tres pisos; esos demonios que van por la calle con un aparatito infernal multando a todos los angelitos que se han quedado dormidos; las pandillas que gritan en la mesa de al lado y no te dejan oír tus pensamientos ni fijarte bien en la persona que te gusta… La lista es interminable. Pero también hay gente maravillosa, extraordinaria, adorable. Como son más difíciles de encontrar, hace un tiempo me inventé un juego, una especie de mecanismo de compensación: cada vez que conozco a alguien bueno, descuento a uno malo de mi lista. Digamos que bueno anula a malo. Si de repente tengo mucha suerte y tropiezo con alguien muy, muy bueno, borro varios malos de golpe. Ayer conocí a una mujer que me resolvió el mes en ochenta y ocho minutos. Ella solita me sacó un montón de malos del inventario. Se llama Julita Salmerón y nos encontramos en el cine.
Desde aquí quiero agradecer a Gustavo Salmerón que la grabara durante catorce años. Que, de todas las historias que pudo llevar al cine, escogiera la de su familia, excéntrica, como casi todo lo genial; y que de todas las actrices, eligiera a su madre, una mujer auténtica a la que no te cansas de escuchar. La realidad siempre supera la ficción. Y de esta frase hecha, tan manida, se alimenta la ilusión de los periodistas. Si en lugar de un documental, Muchos hijos, un mono y un castillo fuera una película al uso, probablemente nadie se creería al personaje de Julita. Se han pasado, no hay gente así, se revolvería el público desde la butaca. Pero lo mejor de esta mujer es que es de verdad. Tan de verdad.
El título obedece al deseo de juventud de Julita, que, efectivamente puso nombre a seis bebés, tuvo un mono llamado Óscar y un castillo del que fue desahuciada después de llenarlo de todo tipo de cachivaches. Los guarda en cientos de cajas con pegatinas que anuncian un contenido aparentemente anodino —«gorros de papá noel»; «medias»…—, pero que ella convierte en un tesoro. Alguno dirá que lo de esta mujer es un síndrome de Diógenes de manual. A mí me pareció que las cajas eran cofres preciosos y que al abrirlas Julita hacía magia. Porque un tenedor, un vulgar e insignificante tenedor, se transforma en sus manos en una varita mágica con la que cada noche, después de haber discutido durante todo el día por esto y por aquello, pincha a su marido para acordarse de lo mucho que le quiere.
Me encanta la relación que tiene con Antonio, ese ingeniero industrial tan serio que la mira con una mezcla de espanto y fascinación acompañando a su esposa en cada una de sus locuras, plenamente consciente de la aventura extraordinaria que es convivir con esa mujer disparatada. Qué bonito verlos tirarse desde un tobogán a una piscina en la que casi no hay agua en los años setenta y qué bonito verlos, casi una vida después, reírse de sus michelines o de ese sonotone que hace interferencias con las caricias.
Qué habilidad la de Gustavo Salmerón para resumir cuatrocientas horas de grabación en ochenta y ocho minutos hipnóticos en los que se ríe, se llora, y se cuenta la historia de un país: desde la Guerra Civil (Julita nació un año antes del golpe, en 1935), hasta la crisis de 2008. Y vemos cómo Julita pasa de falangista coyuntural a republicana y masona. O cómo, al revés que la mayoría, ella, que antes de enamorarse quiso ser monja, se aleja de Dios cuanto más cerca se ve de la muerte. La secuencia del desahucio del castillo es un cuento de Navidad y un ejemplo de saber perder. Qué emocionante ver a ese ejército familiar retirarse entre risas para plantar la bandera en otro sitio, donde ella diga, donde quiera la reina.
Ha nacido una estrella. Tiene ochenta y dos años. Vayan a verla.
Gracias, Julita. Y mil gracias, querido Gustavo, por compartirla.
Lo breve, si bueno, dos veces bueno. Genial.
De llorar nada .En muchos momentos me sentí identificada con la familia : tengo cinco hijos y hace poco nos cambiamos de casa , también a más pequeña El detalle del tenedor Fue , memorable