Creemos que nuestro tiempo es la gran era de los inventos y los descubrimientos. Falso. En realidad, una persona que hoy tenga cuarenta años no ha podido sorprenderse con ningún hallazgo sensacional. El primer microchip fue desarrollado en 1959 e internet ya funcionaba a principios de los setenta. Ahora disfrutamos de las comodidades de una tecnología asequible: el teléfono es móvil y el ordenador es personal. Pero nadie se queda boquiabierto cuando envía su primer whatsapp. Hace tiempo que movemos textos a distancia.
Hubo unas décadas, en el siglo XIX, que sí fueron asombrosas. Entre 1840 y 1899 aparecieron el teléfono, la bombilla, el fonógrafo, el cine, el avión, la anestesia, el automóvil, la aspirina y la Coca-Cola. Además del marxismo, el anarquismo, el psicoanálisis, las leyes de Mendel sobre la genética y un montón de novelas maravillosas.
Ninguna de estas cosas causó tanto asombro y alcanzó tanto eco en la prensa como otro de los grandes descubrimientos del XIX: el rincón más oscuro del alma humana. Sigmund Freud desarrolló algunas teorías sobre las pulsiones, los hilos invisibles que mueven nuestro espíritu, pero solo empezó a concretarlas a principios del XX. Antes que él, un desconocido exhibió ante el mundo una serie de demostraciones rotundas, indiscutibles, con las que demostró que los confines de la mente eran mucho más turbios, remotos e inexplorados de lo que cualquiera podía imaginar.
No sabemos nada de ese desconocido que en 1888 cometió los asesinatos más célebres de la historia. La ignorancia es tal, que a veces se le considera un personaje de ficción. Existió, sin embargo. Y podemos deducir algunas cosas de él: fue un hombre joven que vivió en Whitechapel, en el East End londinense; tenía un trabajo regular (solo actuaba en fines de semana o festivos, entre medianoche y el amanecer), un aspecto corriente y una cierta experiencia en despiezar animales, racionales o no, con un cuchillo. Eso es todo. Podemos suponer también que nunca usó el nombre por el que se le conoce: lo de Jack the Ripper, traducido sonoramente en castellano como Jack el Destripador, lo inventó el periodista Frederick Best, del Star, para dar más gancho a sus reportajes. Best escribió varias cartas a la policía firmadas como «Jack the Ripper». Aún hay quien las atribuye al asesino.
Scotland Yard nunca tuvo la menor idea de quién era el responsable de los crímenes. En 1894, a raíz de que el diario The Sun asegurara que el Destripador fue un tal Thomas Cutbush, víctima de graves delirios psicóticos, Melville MacNaghten (un jefe de la policía que no participó directamente en la investigación) publicó el nombre de los tres principales sospechosos: el abogado Montague John Druitt, el inmigrante polaco Aaron Kosminsky y el estafador de origen ruso Michael Ostrog. Bastante inverosímiles los tres. En realidad, Cutbush (sobrino de un oficial de policía) encajaría mejor como asesino que los citados por MacNaghten, tan despistado que atribuía a Druitt la profesión de médico.
A la policía le faltaban medios técnicos. Pero sobre todo le faltaba, como al público en general, la capacidad de comprender el impulso que movía al Destripador. Dado que las víctimas, cuatro o cinco, o tres, o quizá seis (ni en eso hay certeza), eran prostitutas alcoholizadas sin un céntimo, el robo podía descartarse. Las mutilaciones, por otra parte, no se compadecían con un simple atraco violento. Scotland Yard barajó teorías que sonaban razonables para la época: un hombre que se vengaba de las prostitutas porque una le había contagiado la sífilis, o un médico que extirpaba úteros para algún experimento. Eran más razonables, desde luego, que las barajadas un siglo más tarde por diversos «detectives de sillón»: conspiraciones monárquicas o masónicas, operaciones zaristas para desestabilizar al Imperio británico, comadronas enloquecidas y muchísimas otras fantasías.
Los detectives decimonónicos más avezados en psicología creyeron estar ante un caso de sadismo extremo, ante alguien tan enloquecido que podía ser reconocible al instante. Eso, para los conocimientos del momento, tenía sentido. Aunque basta con repasar los informes y las autopsias para comprobar que el Destripador no quería infligir ningún dolor a sus víctimas. Situado detrás de ellas en la posición del cliente (lo habitual, por razones de rapidez y para evitar embarazos, consistía en la sodomización de pie contra una pared), las estrangulaba y luego, desvanecidas o ya muertas, les segaba la carótida de una cuchillada, con lo que el chorro de sangre no le alcanzaba. La muerte era casi instantánea. El desconocido obtenía placer sexual hurgando dentro del cadáver, deformando sus facciones (párpados, nariz, pómulos) y llevándose algún órgano como recuerdo: el útero o un riñón.
Los psicólogos contemporáneos tienden a atribuir al Destripador un serio problema con su madre.
El «otoño» del terror duró poco, del 31 de agosto al 9 de noviembre de 1888. Se limitó a una zona concreta, el East End londinense, repleta de inmigrantes paupérrimos y considerada por entonces el área urbana más miserable del mundo. Afectó solo a mujeres de cierta edad (menos la última víctima, Mary Ann Kelly, de veinticinco años), aficionadas a la ginebra y dedicadas a la prostitución de forma habitual u ocasional. Pero provocó un escalofrío planetario. Primero, porque dio un impulso definitivo a la prensa popular: las historias del Destripador se leían con igual fruición en cualquier rincón de cualquier país. Segundo, y más importante, porque asomó a las sociedades decimonónicas a un abismo incomprensible de ritos macabros y fetiches sanguinolentos, una versión revolucionaria del crimen sexual, repleta de símbolos que solo el autor era capaz de descifrar.
El lobo urbano, la alienación, las psicopatías, las simas ocultas de la sexualidad, son hoy elementos de la cultura popular. Podemos incluso establecer una cierta identificación cómplice con personajes monstruosos como Hannibal Lecter. Hemos aceptado que en nuestro subconsciente anidan bestias que a veces oímos chapotear en nuestro cerebro y preferimos no mirar.
Pero hubo una primera vez. Hubo alguien que obligó a la sociedad a mirar lo que hacía y a intentar comprenderlo. El «artista independiente» que «decidió hacerse cargo personalmente del asunto», en palabras sarcásticas del dramaturgo George Bernard Shaw, fue el precursor solitario de los horrores del siglo XX. Y nunca se sabrá su nombre.
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Bienvenido de vuelta, Enric. Hacía tiempo que no veía un artículo tuyo por aquí. Como siempre, un placer
Genial como siempre. No importa el tema, hace interesante cualquier cosa. Lastima que escriba poco y de vez en cuando. Un lujo
Mi teoría favorita es la que afirma que Jack el destripador era, en realidad, Arthur Conan Doyle.
http://pomboypombo.blogspot.com.es/2015/01/arthur-conan-doyle-fue-jack-el.html
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Faltan como seis páginas, fijo. Alguien, o bien se hará responsable, o bien se hará el loco, seguro.
Yo estaba tan contenta y mira. Dónde está el resto.
La escabrosa celebridad adquirida por el asesino serial Jack el Destripador se construyó a lo largo de un lapso inferior a las diez semanas. De hecho, desde el 31 de agosto de 1888 –óbito de la primera víctima canónica– pasando por la llamada Noche del doble acontecimiento y a lo largo de aquel octubre, donde sus matanzas representaron noticia de portada en los rotativos británicos, se consolidaría su reinado de terror. Esas escasas semanas fueron suficientes para que el mundo contara con un nuevo icono del miedo. Y, tras transcurrir un mes de octubre bajo una tensa calma precursora de tempestad, el pánico escalaría hasta sus cotas más elevadas. El 9 de noviembre de 1888 el desmembrador concretó la más espeluznante de sus malévolas hazañas cuando en el amanecer de ese día destrozó a Marie Jeanette Kelly, en el interior del lóbrego cuartucho que aquella atrayente cortesana rentaba en la pensión de Miller´s Court. Luego saldría para siempre de escena, esfumándose tan abruptamente cuán repentina había devenido su irrupción. Dejaría detrás de sí la sangrienta estela de un puñado de hechos acreditados y las semillas de una persistente leyenda que, de tanto prolongarse al cabo de los años, pareciera no alcanzar nunca su fin.