Hace unos días me vi corriendo y del tirón la serie del verano del instante del milenio, Stranger Things y su carromato vintage de los ochenta. Tal había sido la cantidad de comentarios y emojis que no podía ni debía perdérmela. Yo también quise participar de ese momento tan importante y no quedarme atrás a la hora de ofrecer mi opinión como cualquier persona de importancia que opina en internet.
Lo haría, créanme, pero es que la serie se me olvidó al rato de ver el final.
Pero tienen razón, en los ochenta pasaban cosas muy raras. Por ejemplo, en el 82, cuando el mundial de fútbol de España, y en pleno verano, que se dice pronto, RTVE emitió un ciclo de cine que se llamó «El drama contemporáneo», con varias adaptaciones de obras teatrales del siglo XX. Entre ellas se encontraba El repartidor de hielo, una producción de 1973 dirigida por John Frankenheimer, sobre el texto de Eugene O’Neill, The Iceman Cometh. El salón La última oportunidad, un bar terminal de principios de siglo regentado por el irlandés Harry Hope, nos mostraba en toda su crudeza la historia de un grupo de borrachos y gente destruida, encabezado por Robert Ryan, que esperaba como si fuese el mesías la visita de un extraño personaje, el vendedor Hickey (Lee Marvin), en un show durísimo y difícil de olvidar. Miren, Sidney Lumet también la rodó en 1960, con Jason Robards en el papel de Hickey y otro reparto de campanillas:
Yo también apuesto por el vintage. Sin llegar a este abismo de adicción y tortura emocional del teatro de O’Neill, aunque rozándolo peligrosamente, Horace and Pete, la serie de 2016 escrita, dirigida y protagonizada por Louis C. K., se parece mucho a esta obra y a su puesta en escena para televisión. Se lanzó en el mes de enero sin que los medios supiesen de su existencia. Hacía tiempo que una serie con actores muy conocidos y presupuesto alto no se estrenaba sin haber realizado la campaña previa de entrevistas, fórums con cotilleos del rodaje y ultraplanificación de marketing. El tráiler promocional se ha convertido en un género en sí mismo, y hay algunos tan buenos y otros tan malos que no necesitas ver el producto en su totalidad, pero supongo que en eso reside la grandeza de la televisión y el cine de hoy. Horace and Pete, por el contrario, emitió su primer capítulo sin haber pasado por el túnel de preventa. Para mayor desconcierto, no disponía de plataforma, ni la arropaba canal o estudio alguno. Tras un breve mensaje en redes sociales, solo se podía encontrar en la web de su creador, Louis C. K., cómico que se ha hecho mundialmente popular en los últimos tiempos por la serie Louie. Como en otras ocasiones, Mr. C. K. ponía a la venta su producto sin intermediarios, de creador a espectador.
Para ver el primer episodio tenías que pagar unos, lo sé, escandalosos cinco dólares. Desde entonces, cada semana se emitió un capítulo hasta completar los diez en abril. Ninguno repetía la misma duración y además se acompañaba de subtítulos en inglés. Al final, la serie salió por treinta y un dólares, cantidad un poco elevada para personas como nosotros y nosotras, que nos gastamos ese dinero pues, no sé, en otra clase de artefactos. Louis C. K. defendía esta propuesta como una cantidad suficiente para cubrir los gastos de la realización, en los que había invertido medio millón de dólares. Por cada capítulo. Antes de que se derramara en el torrente de la descarga gratuita de la que todos disfrutamos, el artista se había asegurado no perder la inversión, a pesar de los rumores que aireaban una bancarrota, y además tener el control absoluto sobre su serie, fuera de las exigencias sobre los contenidos y los derechos de explotación de las plataformas o como se llamen ahora las empresas de distribución. No sabemos si la serie acabó con su dinero, pero a Louis C. K. se le ha visto por Europa este verano, haciendo una gira de shows en vivo.
Con estas premisas, Horace and Pete no empezaba con buen pie. Si la presentación y venta habían sido un poco arriesgadas dentro del mundo del todogratistodoahoratodolomismotodoyo, etc., el contenido de la serie raya en lo suicida. Louis C. K. es ahora muy conocido, más allá de sus guiones y los stand-ups, por su otra serie, escrita y dirigida también por él, autoficción donde personaje y realidad se funden para causar risa y pena a los espectadores. Louie, la sitcom del neurótico metepatas, lleva seis años relatando detalles de la vida del actor y sus polémicas opiniones. En un parón del rodaje, el escritor y actor imaginó cómo serían algunos de sus personajes en la vejez y los situó en el escenario más universal posible. Un bar. Un bar irlandés en Brooklyn.
El plano general del estudio donde se rodó Horace and Pete, la destartalada y oscura taberna con la que comienza el primer episodio, recuerda al bar más célebre de la tele, pero hasta aquí el improbable parecido con Cheers. En cuanto los dos personajes principales comienzan a hablar, sabemos que por allí no va a aparecer Ted Danson, ni se van a montar tertulias filosóficas como en The Brick, de Doctor en Alaska, aunque alguno de los parroquianos digan frases que podrían haber expresado igual los clientes de Moe’s o La Almeja Borracha. Horace and Pete no se rodó con público, no tiene aplausos ni risas enlatadas; de hecho, los silencios son tan importantes como los diálogos. Está pensada como una obra de teatro adaptada para televisión, al estilo de las producciones de los años sesenta y setenta en Estados Unidos (The Play of the Week) y Reino Unido (Play For Today), pero con una resolución técnica más sofisticada. En esta serie se repiten las obsesiones del autor, pero desde una óptica completamente fatalista: las relaciones de pareja y familia están abocadas al desastre, y se combinan con los asuntos de la actualidad del día: las elecciones a la presidencia en el momento de la candidatura de Bernie Sanders y las chuflas contra Donald Trump y Hillary Clinton, la gentrificación del barrio y la quiebra consiguiente de los negocios tradicionales, la omnipresencia de internet en las relaciones interpersonales y políticas, los problemas económicos… y vuelta al principio, la dramática lucha por hacerse entender en un mundo desquiciado. Horace and Pete está salpicada de gestos y frases del humor negro que han convertido en una celebridad a su creador, ese humor que te provoca una carcajada en medio de una situación terrible, pero ni así esta serie se puede calificar de simple drama o tragicomedia.
Horace and Pete es un barco a la deriva en el que no hay compasión para ninguno de sus tripulantes, la mitad fantasmas perdidos para el mundo. Quienes dirigen la máquina son una desgraciada familia que lleva el negocio desde hace generaciones y cada vez va a peor. Siempre dos hermanos, un Horace (Louis C. K.) y un Pete (Steve Buscemi) detrás de la barra, en el centenario del bar. Horace se ha visto obligado a volver por sus problemas económicos (perdido el trabajo de contable, repudiado desde hace años por su familia por haber tenido dos hijos al mismo tiempo, de su mujer y de la hermana de esta), y la muerte de su padre, un Horace Sr. abusivo y maltratador. Pete, por su parte, enfermo de esquizofrenia aguda, ha salido de una institución mental y depende de un fuerte y costoso medicamento para no perder la cabeza. Ambos viven en el piso superior del bar, y tienen que luchar contra sus frustraciones y desvaríos. Las de ellos, pero también la de los demás. La hermana de Horace, que quiere vender el bar para terminar con la ruina y costearse el tratamiento contra el cáncer que padece. El padre de Pete, un Pete Sr. que sigue regentando el negocio a su manera dislocada, y trata con desprecio indisimulado a hijo y sobrino. Los parroquianos, por supuesto: los habituales, grupo de alcohólicos o en vías de serlo, y los ocasionales hipsters que entran para admirar irónicamente la cualidad rancia del establecimiento, motivo por lo cual se les incrementa el precio de las bebidas. Bebidas que son cerveza de barril (marca Bud), wiski, ginebra y ron. Bueno, y agua, con la que llevan años bautizando el alcohol que sirven, pero no para enriquecerse sino para impedir que los clientes se mueran antes de tiempo.
Todos estos detalles y otros aún más tristes se revelan en el primer episodio. Aparte de haber asistido a una obra maestra de teatro en la tele o al revés, es la presencia de verdad en la ficción lo que sorprende. Pero una verdad-ficticia tan penosa, tan difícil de soportar, que dudas si volver a comprar más capítulos o prefieres ficción de la otra, de la buena, de la que se olvida a los cinco minutos, como un sesudo comentario en internet. O ya, en una decisión extrema y existencial, apagar el ordenador y bajarte al bar. Yo me los compré todos.
Las tramas son ricas y descorazonadoras, aunque cada episodio tiene ritmo desigual, a veces un tanto falto de equilibrio, tal y como es el propio devenir de la historia. El personaje de Horace asiste, pasivo, asombrado y siempre a punto de llorar, con los mismos tics de Louie, al hundimiento de su negocio y de lo que él cree es una vida echada a perder, pero no atiende al paisaje humano que tiene alrededor. La tragedia de Pete, obligado a volver al psiquiátrico y su largo viaje hacia el final de la noche. Marsha, alcohólica desde la adolescencia, amante de Pete Sr., que protagoniza las fantasías sexuales de Horace; Tricia, la enferma de Tourette, antigua compañera de hospital de Pete, que ofrece alguno de los momentos más descacharrantes; Alice, la hija de Horace, personaje frío e incapaz de entender a su padre y viceversa; Kurt, el anarquista de salón (o de barra de bar) que sueña con el caos del sistema cuando gane Trump, y Leon, el rehabilitado que habla con graves y tronchantes sentencias, forman un cuadro de perdedores fabuloso, clásico, pero que no se había visto en años en la televisión. Estos personajes hablan con naturalidad de sexo, de enfermedad, política, aborto, falta de dinero y evidencian el paso del tiempo. Se plantean sin medias tintas asuntos muy espinosos, como las relaciones sexuales entre blancos y negros, los abusos de poder —violencia incluida— de hombres hacia mujeres o de adultos hacia niños, mientras los protagonistas beben, beben mucho. Si bien el espectáculo de las drogas es muy comercial y se ha explotado hasta la náusea, las mujeres borrachas casi nunca aparecen como personajes en la ficción. También comen, toman el desayuno (es una debilidad mía ver a los actores cuando comen de verdad en una serie o película). Todo ello sin musiquita de fondo o BSO paradigmática. Una canción, compuesta exclusivamente para la serie (encargo de Louis C. K.) por Paul Simon, abre y cierra cada capítulo y los intermedios con esta delicada y triste, magistral balada.
A lo largo de los capítulos suenan dos canciones más en el viejo jukebox, ambas relacionadas con Simon: «New York is my home», composición reciente de la leyenda italo/neoyorkina Dion DiMucci, y el clásico «America», uno de los temas más personales de la época con Garfunkel, sobre escapar del destino, ambas utilizadas en momentos muy oportunos de la serie, con un cameo de Simon en el último capítulo.
Pasado y presente de la mejor televisión
No es solo el texto lo que da esplendor a la serie. Es la planificación técnica, la producción en gran estudio, donde se ha rodado con multicámara y una cuidada edición de Gina Sansom, también editora de Louie. Por encima de todo está el trabajo de los actores y las actrices. Horace and Pete es un menú estrella, algunos de los mejores de la profesión en ese país van desfilando por los capítulos para tu propio placer. Junto a Louis C. K. está Buscemi, quien compone un personaje absolutamente maravilloso, de los más brillantes de su trayectoria, de hombre bueno, de gran porvenir, pero arrasado por la enfermedad, tanto cuando tiene visiones y manía persecutoria como cuando le controla el probitol, o lo deja, y le lleva al desenlace terrible de la serie. El enfrentamiento de Buscemi con su padre en el capítulo 9 puede pasar a la historia de la televisión. Porque Alan Alda, el aclamado actor y director, que da vida al padre terrible, abusón y retrógrado de Pete está, a sus ochenta años, a un nivel que muy pocos pueden rozar, y me recuerda en la caracterización y el gesto al personaje de Frederic March en The Iceman Cometh. Solo por ver a Mr. Alda y escuchar las frases lapidarias que dice con este personaje merecería la pena la serie. Atención a su discurso en contra de hacer sexo oral a una mujer, que Louis C. K. incluyó en el guion a partir de una charla que le había dado Joe Pesci (supongo que también en serio).
Pesa un poco la tradición del stand up de donde vienen Louie y algunos de los actores del reparto (los contrapuntos cómicos dentro de la tragedia de Leon Wright y Kurt Metzger, así como el personaje de Tom Noonan de alma buena y pacificadora), pero hay escenas de altura increíbles: el diálogo entre Horace y Ronda (Karen Pittman), a la mañana siguiente de pasar la noche juntos, cuando ella revela que es transexual. El monólogo de Laurie Metcalf que ocupa casi la totalidad del tercer episodio, un prodigio de interpretación, y la composición luminosa, en parte improvisada, de Amy Sederis en el último capítulo. La presencia de Jessica Lange como la alcohólica Marsha es abrumadora, pero sobre todo el trabajo que realiza Edie Falco como la hermana de Horace y Pete, el más difícil de la serie. Todos los actores participan de un momento único. Hasta el cameo del alcalde de Nueva York en una situación grotesca de la trama está bien.
Podía estar rellenando páginas y páginas sobre el contenido de Horace and Pete, pero no quiero revelar más detalles. Me gustaría que el lector o lectora la viese y sacase sus propias conclusiones. La supuesta edad de oro de la televisión que venden no sé lo que significa. No creo en eso. Horace and Pete es el resultado de un gran talento, respaldado por el de otros muchos y la voluntad de llevar a la televisión una historia antipática, sin adolescentes con patines voladores o chicas estereotipadas con problemas urbanos. Solo familias rotas, alcohólicos, asesinos, enfermos y suicidas, algo que ahora no cabe en ningún sitio y mucho menos retratado de esta manera, como en un antiguo Estudio 1. Pero sí lo hace y además, a través de internet. Eso tampoco es señal de nada, pero ayuda. A mí, por lo menos. Louis C. K. ha trascendido la stand up comedy y la televisión con esta serie. Lenny Bruce y Bill Hicks la habrían disfrutado.
Maravillosa serie. Para ver paladeando cada minuto, cada gesto, cada pausa..
¡Pues me la ha vendido usted pero que muy bien! La apunto en la agenda. Gracias.
Parece, por el entusiasmo que transmite el autor, algo digno de verse, pero estoy debatiéndome entre dudas. Me encantan Buscemi y Alda, pero no aguanto a Louie; Jessica Lange, entre otros, también es un incentivo. Pero estoy cansada de la corriente: el humor negro es delicioso cuando destaca y chirría; pero cuando es tan común (en todos los niveles de excelencia conocidos) que se contagia de serie en serie y de película en película y quienquiera que sea borde, malintencionado y grosero considera que tiene vis cómica, el género empieza a ser un coñazo. También estoy hasta el gorro de nerds, frikis y sociópatas: ni un minuto más de Big Bang, vive dios qué pelmazos. Y True Detective era una preciosidad, con todas las letras, pero cuando el tono melancólico, derrotista y suicida se multiplica en todas las bandas y variantes, también me harta, y me enoja tanto dolor: ¿en qué puñetero paraíso gris tendría que vivir para que los depresivos, los hastiados y las vidas deshechas me resultaran estimulantes interfaz tras interfaz, año tras año? Sólo tengo que mirar alrededor, en la vida real, y este sí que duele fuerte pero encima es inevitablemente cierto. En fin, he pillado un cabreo. No tengo nada divertido para ver: Modern Family al menos es amable, pero no se puede decir que sea entretenida, vamos. Como dirían en el chiste, ¿hay alguien más?
P.D.: ¿alguien podría decirme cómo se llamaba una serie británica que se emitió en España en los ochenta sobre tres tipos en un hospital? Gracias anticipadamente.
Creo que te refieres a «Only when I laugh». No recuerdo cómo se tradujo al español.
Saludos
Creo que es ésa y que se tradujo literalmente. ¡Muchísimas gracias!
Yo creo que lo mejor que puedes hacer es dejarte las series y dedicarte al coleccionismo de sellos, aunque tal vez acabe pareciéndote algo muy negro también, vete tú a saber.
Como deduzco que tus talentos, como no puede ser de otro modo, serán filatélicos, sólo puedo decirte enhorabuena y persevera, además de gracias por tu aportación.
Parece que ahora es imposible hablar de televisión sin nombrar, aunque sea de pasada a la para mí pestilente «Stranger Things». La dejé en el episodio 7 lamentando haber perdido el tiempo.
Pues para un capítulo que te quedaba….
Pingback: Horace and Pete: nunca llega el mañana en este bar
He visto la serie completa hoy mismo. Fabulosa. He disfrutado cada silencio.
Vi la serie gracias a tu reseña y lo unico que puedo decir es , gracias!!! me hiciste interesar por una obra, a esta altura, visto hasta el capitulo 7 , con ciertos bajones logicos, considero una obra maestra , hasta en este momento pienso que si amo/creo en las ficciones del septimo arte, en el actual menu de producciones en gral buenas como el caso que nombraste S.T,deberia pagar ese , a mi juicio un , canon casi inexistente y asistir a las maravillosas interpretaciones que responden a un guion craneado para conmover, o ponele la palabra que mas te guste, que para estas producciones vean la luz con mayor asiduidad y poder disfrutar ideas que usualmente quedan fuera de la agenda de las cadenas. C.K, larga vida.