Cine y TV

Amores cinéfagos: Rita y Orson, la felicidad imposible

1947: Orson Welles and Rita Hayworth, his wife at the time, costarred in Columbia Pictures' The Lady from Shanghai. Welles was also the writer and director of the film.
Orson Welles y Rita Hayworth en el rodaje de La dama de Shanghái. Fotografía: Columbia Pictures.

Si aquello fue felicidad, imagínate lo que habrá sido el resto de su vida. (Orson Welles)

Vio aquella foto de Rita Hayworth en la portada de un número atrasado de la revista Life. Una foto mítica. La actriz aparece arrodillada, con rostro manso, sonrisa fresca, mirando fuera del encuadre, vestida con un camisón sedoso que realza un escote espléndido. A principios de los años cuarenta, la foto se convirtió en afiche de barracón, carne deseada en los sueños candentes de jóvenes soldados que pronto vivirían el infierno en tierras europeas o en islas del Pacífico. Pero mientras tanto ahí estaba una porción de cielo de papel cuché. Él también vio «aquella foto fabulosa» e inmediatamente supo lo que haría cuando volviera de Sudamérica, donde en aquel momento se encontraba rodando It’s All True. Se casaría con aquella mujer. O cuando menos se encamaría con ella. Así se lo dijo a todo aquel que quisiera escucharlo. Y una vez más fue tomado por un lunático y un excéntrico veleidoso. Vale que era considerado el nuevo genio de Hollywood, enfant terrible que consiguió romper moldes gramaticales y enfurecer al mismísimo William Randolph Hearst con Ciudadano Kane, el guasón pesado que embaucó a miles de oyentes utilizando la emisión de La guerra de los mundos, el niño prodigio del Mercury Theater; vale, pero de ahí a ligarse a la mujer más deseada de América había un trecho largo.

Por aquel entonces Rita estaba saliendo de un matrimonio asfixiante flirteando con el simpático armatoste Victor Mature. Un mazas buenazo que la hacía reír. Y a diferencia de los hombres pasados (incluido su propio padre) no buscaba explotarla ni aprovecharse de ella. Sin embargo apareció Welles. Rotundo, magnético, fascinante, envolviéndola en la cálida gravedad de su fraseo shakesperiano. Como recordaba años más tarde el cineasta: «soy como Casanova. No porque sea un acróbata sexual, que no lo soy, sino porque soy capaz de esperar bajo la ventana hasta las tantas de la noche. Soy así de romántico, qué quieres. Quien la sigue la consigue. Que contestase al teléfono me costó cinco semanas, pero salimos juntos aquella misma noche».

Y al final el Casanova fofisano se la llevó a su picadero del Paseo Woodrow Wilson. Entrando en detalles, Barbara Leaming cuenta en su biografía de Hayworth Si aquello fue felicidad…:

La amante anterior del cineasta, Dolores del Río, siempre iba peinada y maquillada de forma impecable, incluso en el dormitorio. Rita era otra cosa: más natural y relajada. No se preocupaba por las arrugas del camisón o por si se había despeinado. Dolores saltaba del lecho todas las mañanas para arreglarse concienzudamente, pero Rita no lo necesitaba (…) Durante las noches de amor que siguieron, Welles no tardaría en descubrir que, en la cama con un hombre, Rita parecía tener la seguridad que le faltaba totalmente en otras ocasiones. Aunque él no lo sabía aún, era parte de su trágica herencia. Rita Hayworth solo creía que una persona la amaba si hacía el amor con ella.

Con Welles, según parece, la cama diaria estaba asegurada. A los dos les iba la marcha y los picantes de lencería. Sigue Leaming:

Rita comprendió en seguida qué cosas proporcionaban placer sexual a Orson. Estando con Dolores del Río, el cineasta se había apasionado por las combinaciones transparentes con mucho encaje y los camisones vaporosos con bordados que aquella solía ponerse. Con Rita empezó a pagar facturas abultadísimas en el inimitable establecimiento de ropa interior de Juel Parks, al mismo en donde Dolores se abastecía. Rita sabía que aunque por la tarde hubiera estado con unos tejanos arremangados, una blusa vieja y arrugada y con la cara cubierta de maquillaje, por la noche tenía que ponerse la lencería sexy que le excitaba. Aprendió asimismo que lo que más le excitaba era verla desnudarse.

La Bella y el Cerebro

Creo que fue en mi segundo matrimonio cuando más me esforcé por ser una buena esposa. Quería ser todo lo que Orson esperaba de mí. (Rita Hayworth)

No ayudó a aplacar las inseguridades de la actriz que la pareja que formaba con el cineasta fuera conocida como «La Bella y el Cerebro» en el mundillo de Hollywood. Hayworth respetaba y admiraba la inteligencia y el talento de su nuevo amante pero, al mismo tiempo, sentía que no estaba a su altura intelectual. Aquellas inseguridades dieron paso a una celopatía feroz, injustificada en un principio. Según Welles, «siempre me acusaba de mirar a otras chicas cuando la verdad es que ni siquiera las veía porque no pensaba en ellas en absoluto. Entonces no sabía que estuviese enferma. Aún no nos habíamos casado, todavía estábamos al principio de —palabra asquerosa— relación. Luego me fui dando cuenta, pero al principio no porque me comportaba de un modo superejemplar y ella no tenía ningún motivo en absoluto para sentirse celosa. No fui lo bastante listo para darme cuenta de que se trataba de una faceta neurótica».

En los inicios de la (asquerosa) relación, pues, Welles intentó dar a su mujer todo aquello que nunca había tenido antes: protección, seguridad, dedicación. Hayworth, en su infancia como Margarita Carmen Cansino, fue una niña exprimida sobre las tablas primero y acosada en casa después por su propio padre. No le fue mejor en su primer matrimonio con Eddie Judson, un infame explotador que la utilizaba como mera mercancía incluso para solaz de otros hombres. «Es la historia más triste del mundo», contaría el cineasta, «primero lo del padre. Y luego siguió soportando aquello de una manera u otra. Su primer marido era un macarra. Literalmente un macarra. Ya puedes figurarte lo que era ella. Vivía rodeada de sufrimiento por todas partes».

Orson introdujo a Rita en su particular mundo artístico. Intentó que se interesara por la política y las artes. Y a ella toda esa dedicación le encantaba. Welles montó Mercury Wonder Show, un espectáculo circense con el cual quería integrar a Rita en su universo. Sin embargo, otro de los ogros que rondaban la vida de la actriz se opuso. El temible productor Harry Cohn enarboló el contrato de Hayworth con la Columbia para dar al traste con el proyecto conyugal. Durante un tiempo, la pareja fantaseó con largase de Hollywood y empezar una vida juntos fuera del mundanal destello y el furioso ruido. Europa parecía una buena elección. Llegó, no obstante, otro imprevisto que aplazó planes y trastocó propósitos. La actriz estaba embarazada. Cuando nació Rebecca Welles quedó claro que la paternidad casaba mal con la megalomanía del cineasta, que vivía cada vez más encerrado con un solo juguete: su obra.

Entonces pasó lo peor: las paranoias de la actriz se convirtieron en realidad, pues Welles ya no solo flirteaba con otras mujeres sino que convirtió su camerino en improvisada alcoba extramatrimonial. Concedámosle al director de Sed de mal al menos la lúcida reflexión sobre su comportamiento: «Creo que si la vanidad y el concepto que uno tiene de sí mismo se eliminaran de la sexualidad, la actividad sexual caería en picado. Hablo más por los hombres que por las mujeres. Cuando un hombre va de ligue, lo hace impulsado en amplísima medida por motivos no sexuales». La oronda vanidad de Welles tal vez no vaya desencaminada.

Rita Hayworth y Orson Welles en La dama de Shangái. Imagen: Columbia Pictures.
Rita Hayworth y Orson Welles en La dama de Shangái. Imagen: Columbia Pictures.

Sueños rotos

Ni siquiera sabes cuidar de ti mismo. ¿Cómo podrías cuidar de mí?. (Rita Hayworth en La dama de Shanghái)

La convivencia finalmente se hizo insoportable. Imposible. El egocentrismo del cineasta crecía a un ritmo tan acelerado como el gusto por el alcohol de la actriz. Ambos debieron admitir el fracaso y este se reflejó en sendas carreras profesionales. La falta de pasta empujó a Welles a dirigir El extraño bien atado por las directrices del estudio, mientras que Hayworth alcanzaría la culminación del mito ígneo en Gilda. Como bien señala Leaming: «El extraño y Gilda: ambas, a su manera, eran una confesión de derrota, una señal de que los sueños que habían compartido no iban a hacerse realidad».

Aún así hubo un conato de reconciliación. Ironías de la vida, Welles, acuciado como siempre por problemas económicos, firmó un contrato con el explotador Harry Cohn para filmar un thriller de modesto presupuesto. Para el papel protagonista, el director había pensado en la actriz francesa Barbara Laage, pero Rita hizo todo lo posible para hacerse con el personaje de Elsa Bannister. Y lo consiguió. La dama de Shanghái se convirtió en la película de la pareja. Una metáfora de su relación. Una despedida desesperanzada. En el interlineado del guion discurre, como en toda la filmografía de Welles, el fluir de su propia biografía. Un hombre que es incapaz de salvar a una mujer de sus demonios encarnados en la figura tiránica y sibilina de su marido. La secuencia de la sala de espejos, en la que la actriz se enfrenta a su individualidad fragmentada y rota, habla por sí misma. Así veía el director a una mujer de alma dislocada, incapacitada desde niña para la felicidad. De ahí la tristeza y culpabilidad de Welles cuando ella le reconoció: «¿Sabes?, la única felicidad que he tenido en la vida ha sido contigo».

Todo acabó el 10 de noviembre de 1947, en la Audiencia Territorial de Los Ángeles. El divorcio entre Rita y Orson quedaba formalizado. La revista Life, que había sido decisiva en el inicio de su historia, también lo fue en su ruptura. La vida y su sarcasmo, again. Lo cuenta Leaming en la citada biografía:

Dio la grotesca casualidad de que en la portada del número de la revista Life que apareció aquel mismo día podía verse a Rita Hayworth al lado del siguiente titular: «La Diosa Americana del Amor». Y en las páginas interiores: «Rita Hayworth no es solo una joven, es además una de las encarnaciones de nuestro mito nacional más arraigado, el de la suprema hechicera, la diosa del amor». Para Rita, que en el tema amoroso se consideraba un fracaso, se trataba de una ocasión muy desafortunada; pero la etiqueta permaneció. A partir de entonces todo el mundo la llamaría Diosa del Amor y ella asociaría siempre con amargura el apodo al lamentable momento de su segundo matrimonio.

Famosa la sentencia de Hayworth: «Los hombres se acuestan con Gilda y se despiertan conmigo». La más triste de las historias. La esclavitud del mito. Guardó siempre un buen recuerdo de Orson. Ella, tal vez idealizando aquellos años juntos, lo consideró siempre el hombre de su vida. Por su parte, a él le asoló un sentimiento de culpa lacerante. La dolorosa certeza de que no fue capaz de salvarla de sí misma. Los dos siguieron con sus vidas excesivas, con el abismo abriéndose a un paso de sus pies. Les quedó el cine. El maldito cine. Welles firmó dos obras maestras: Sed de mal y Campanadas a medianoche. Y vivió el destierro del maldito. Ella se embarcó en otros matrimonios, en la búsqueda de una paz inalcanzable antes de las facturas físicas del alcohol y el alzhéimer letal. Todavía habría un último encuentro entre los antiguos amantes. En un hotel de paso. Él fue a saludarla efusivamente. Estaba contento de verla. Ella no le reconoció. Debió de ser duro para el egocéntrico Welles. Y triste.

Sí, la felicidad estaba en otra parte.

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2 Comments

  1. Pingback: Amores cinéfagos: Rita y Orson, la felicidad imposible

  2. La felicidad, creo, que no existe. Pero es hermosa.

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