Los años ochenta quedan lejos y me recuerdan a la preguerra, pero a una preguerra a la que ninguna guerra vino a poner fin, y que simplemente cambió de curso. En cuanto a quienes la vivieron, hoy en día parecen perdidos sin sus batallas y sus aventuras. (El camino de los difuntos, François Sureau)
El escritor José Luis Sampedro decía que para conocer una época es mejor una buena novela que un estudio sociológico. Lo dijo a propósito de Días contados, la novela de Juan Madrid que fue adaptada al cine por Imanol Uribe. Para Sampedro, se trataba de un libro imprescindible para conocer los ochenta, ya que desmitificaba y ponía en su sitio «una década que no ha sido como nos la han querido hacer ver». Aunque la novela de Madrid se centraba en la cara menos amable de la movida madrileña, la película introducía una variable que no aparecía en el libro: el terrorismo de ETA. Uno piensa en los ochenta y enseguida le viene a la mente la movida. De los atentados no nos acordamos de inmediato. Y eso que, desgraciadamente, aquellos años de plomo fueron especialmente sangrientos. 1980, en concreto, fue el año de un muerto cada sesenta horas.
Como ya apuntaba el crítico literario Ricardo Senabre hace una década, pese al enorme peso que ha tenido el terrorismo de ETA en nuestra historia, llama la atención lo poco que se ha abordado el tema en la ficción. Por suerte, las cosas están cambiando. Recientemente se han publicado dos libros, El comensal, de Gabriela Ybarra (Caballo de Troya), y El camino de los difuntos, de François Sureau (Periférica), que retratan aquellos años oscuros desde perspectivas bien distintas. Aunque desde el punto de vista literario ninguno de los dos me ha convencido, sí creo que es relevante hablar de ellos, no solo porque prueban que se le está perdiendo el miedo a hablar del terrorismo desde todos los ángulos, sino porque además sacan a la palestra una cuestión delicada: cómo mostrar una herida que nos sigue doliendo como un miembro fantasma.
En El comensal, Gabriela Ybarra cuenta el secuestro y muerte de su abuelo, Javier Ybarra, asesinado por ETA de un tiro en la nuca en 1977. El libro de François Sureau cuenta la historia de Javier Ibarrategui, antiguo militante de ETA durante el franquismo que participó en el atentado a Melitón Manzanas, ejecutado por la banda terrorista en 1968. El libro de Ybarra parte de una noticia real («En el puerto de Barazar, a veinticinco metros del lugar señalado en el comunicado de ETA del pasado lunes, apareció ayer el cadáver de don Javier de Ybarra»). El camino de los difuntos, en cambio, gira en torno a una noticia inexistente («El militante vasco Javier Ibarrategui fue asesinado ayer a mediodía, en la plaza San Nicolás de Pamplona, por dos personas que iban en moto»). Javier Ibarrategui, nos dice Sureau, jurista de profesión, no existió: el personajes es un compendio de tres personas reales que conoció en su experiencia en la Comisión de Apelaciones de Refugiados. Curiosamente, pese a mantener una relación diferente con la realidad (por no decir opuesta), ambos libros se nos presentan como «novelas autobiográficas». El libro de Ybarra es un documento correctamente redactado que insiste en ser considerado novela (una especie de ficción sin ficción); por el contrario, el libro del francés estira el concepto de novela hasta el punto de tratar de introducir en la historia, en la realidad, un personaje que, en verdad, no existió.
No vamos a perdernos en disquisiciones sobre los límites de la ficción y los géneros, muy manidas y, sobre todo, discutibles. No obstante, como ya hizo Antonio Jiménez Morato en un artículo publicado en Eterna Cadencia, sí parece oportuno que nos detengamos un momento en cómo ha sido acogido El camino de los difuntos en algunos medios: «Por las características de sus protagonistas, del episodio relatado y del tiempo en el que se desarrolla, adquiere la condición de testimonio histórico» (Manuel Hidalgo en El cultural); o una novela «cuya verosimilitud, sin embargo, no resiste un análisis en profundidad a la luz de la historia reciente», escribía Rogelio Alonso en un artículo de ABC Cultural titulado «François Sureau: ¿Novela autobiográfica o falsedad?». Por alguna razón, la nouvelle de Soureau ha sido considerada en algunos medios como un documento real, un testimonio histórico, y ha sido juzgada en términos de verosimilitud y falsedad (lo que es tan absurdo como poner en duda la Biblia porque las serpientes no hablan). Más allá de los límites entre la ficción y la no-ficción, lo que pone de manifiesto esta controversia es que aún no se han marcado con exactitud las lindes, los límites entre lo que es verdad y lo que no. Y por ahí deberíamos empezar. Como dice González Sainz en la magnífica novela Ojos que no ven (que acaba de ser publicada en Estados Unidos por Hispabooks bajo el título de None so blind), «unas cosas son verdad, verdad de la buena, y otras nada más que puras monsergas y malas fantasmagorías». Y estar en el medio, en tierra de nadie, sin saber qué es verdad y qué no, continúa González Sainz, puede ser peligroso: «Las lindes entre unas y otras es verdad que, en ocasiones, más que enrevesados y correderos, pueden ser hasta escondidizos». En esta línea, el escritor Ramón Saizarbitoria señaló en una entrevista a Europa Press que hemos logrado que «cada uno tenga libertad para contar su relato», algo valioso, sin duda, pero insuficiente. Es un avance importante que todas las partes puedan contribuir a este relato en marcha de los años de plomo, pero «tenemos que consensuar un mínimo», dice Saizarbitoria. Y coincido con él. Este es un relato que deberíamos escribir entre todos, de la forma más consensuada posible.
En este relato, se puede —y se debe— escribir sobre las víctimas, no solo con respeto, agachando la cabeza en señal de condolencia, sino también haciendo justicia a su dolor. Y se puede hablar también de los terroristas, incluso en el mismo libro. Fernando Aramburu lo hizo en el que para mí es uno de los mejores libros que se ha escrito sobre el tema, Los peces de la amargura (Tusquets, 2006). Para Iván Igartua, con este libro de relatos, Aramburu inaugura un nuevo estilo literario: el realismo trágico, en que el escritor «no deja que el artificio, por comedido que sea, pueda alterar la traumática realidad que evoca». Aramburu demostró que se puede dar voz a las víctimas, a todas, en el mismo libro en que aparecen frases tan duras como la que abre «Maritxu», protagonizado por la madre de un terrorista: «Que matéis guardias y chivatos, pase. Pero niños, no». También demostró que se puede utilizar el sentido del humor sin dejar de ser respetuoso. En el relato «Después de las llamas», dos personas coinciden en una habitación de hospital. Pese a defender ideas contrapuestas, finalmente son capaces de pedir perdón, ya que las heridas de uno han sido causadas por las personas con las que simpatiza el otro.
Escribir sobre los terroristas tampoco es nuevo: se lleva escribiendo de ellos desde los tiempos de Franco. Ehun metro (Cien metros), de Ramón Saizarbitoria, gira en torno a los últimos cien metros de un miembro de ETA (sin hacer mención al nombre de la banda terrorista) antes de ser abatido por la policía. Saizarbitoria tuvo problemas para publicarla, ya que abordaba la dura represión franquista en el País Vasco durante la dictadura. Aunque el escritor nunca ha eludido el tema del terrorismo, el tema sobre el que giran sus novelas es la identidad. Como se muestra en Ehun metro, la represión de la lengua y la cultura que los vascos sufrieron durante el franquismo hizo mella en su identidad, de manera que no sabían en qué lengua debían rezar a Dios. Tampoco es nuevo incluir en este relato el terrorismo del GAL: Harkaitz Cano escribió sobre Lasa y Zabala en Twist (Seix Barral). Entonces, ¿qué tiene de especial el protagonista de El camino de los difuntos?, ¿qué aporta a este relato in progress? Javier Ibarrategui, dice la contraportada del libro, «antiguo militante de ETA durante el franquismo, solicita que se le mantenga el asilo político en Francia (a pesar de que ya hay democracia en España), pues cree que si vuelve al País Vasco podría ser asesinado por los GAL». Se da la circunstancia de que Ibarrategui participó en el asesinato de Melitón Manzanas, torturador de numerosos opositores al régimen de Franco. El libro de Sureau plantea varios dilemas morales. Por una parte, el aprieto en que se encuentra el narrador del libro, que tiene que conceder o no el asilo político a un refugiado en cuyo país hay ya democracia (conceder el asilo político supone afirmar, implícitamente, que la democracia en España es una democracia solo en apariencia, de fachada); por otra, de forma también implícita, pone sobre la mesa la cuestión de si uno es menos asesino si la persona asesinada era a su vez un torturador. De forma especular, esta cuestión fue planteada en la vida real en 2001, cuando el gobierno de José María Aznar concedió a Manzanas la Real Orden de Reconocimiento Civil a las Víctimas del Terrorismo provocando numerosas protestas. La pregunta, implícita, en este caso es si uno es menos víctima que los demás cuando antes ha sido verdugo. Esta cuestión sobre si hay diferentes tipos de víctimas, o si las víctimas pueden serlo en diferente grado, es importante, y libros como este publicado en Periférica enriquecen el debate aportando nuevos matices al relato.
No obstante, el libro de Sureau se queda corto (y no solo en páginas). El problema no es si Ibarrategui es un personaje ficticio o no, sino que, dada su brevedad y el lenguaje que emplea, El camino de los difuntos no profundiza demasiado en los matices. Hace un par de años, el escritor francés Jerôme Ferrari, se asomaba en Donde dejé mi alma (Demipage) a una de las heridas más sangrantes de la historia de Francia: la infligida por los franceses —mediante tortura— a los argelinos que quisieron independizarse del yugo francés. La novela de Ferrari (muy recomendable, por cierto) es una especie de duelo moral entre un oficial francés y un terrorista (o independentista, según se mire) argelino. Ferrari muestra en su novela lo fácil que es cambiar de rol, pasar de ser víctima a verdugo, y nos regala dos personajes inmensos, de carne y hueso, pese a ser de papel. El camino de los difuntos, en cambio, carece de esa mágica transustanciación del papel a la carne: se ajusta demasiado a derecho. A mi modo de ver, Sureau examina la cuestión a vista de pájaro, desde demasiado lejos, algo que el propio escritor señala en su libro cuando habla del estilo jurídico: eso no le impedía «usar con maestría el lenguaje, el estilo del derecho, esos instrumentos calculados para poner la mayor distancia posible entre el juez y lo trágico de la existencia, y gracias a los cuales la descripción de una catástrofe ferroviaria en Bengala acaba recordando al choque de dos trenes en miniatura en el desván de una casita de las afueras».
En la cita que abre este artículo, Sureau señala que los años ochenta le recuerdan a la preguerra, a una preguerra a la que ninguna guerra puso fin, sino que simplemente tomó otro rumbo. Afortunadamente, los años de plomo quedaron atrás, pero aún no hemos construido un relato sólido, consensuado, sobre el que podamos asentar nuestros pies para seguir adelante. Es necesario que este relato se escriba de buena fe, como dice Montaigne en la cita que abre ese libro inmenso que es Martutene, de Ramón Saizarbitoria, una novela sobre la identidad y las relaciones de pareja con el conflicto vasco como telón de fondo. Martutene (Erein, 2013) es una novela valiente, ya que aborda el conflicto desde los puntos de vista de personajes de distintas generaciones, y, en cierto modo, también conciliadora. Una postura, conciliadora, de buena fe, que haríamos bien en traducir a la realidad si no queremos que la redacción de esta obra in progress dure por los siglos de los siglos de los siglos.
A la hora de construir este relato, no debemos olvidar que las palabras son armas arrojadizas. Como dice Victor Klemperer en La lengua del Tercer Reich, no se puede hablar impunemente. A fuerza de oírlas repetidas hasta la extenuación, las personas interiorizan frases y expresiones que acaban por convertirse en «la verdad». Las palabras son armas que pueden apuntar en la dirección que más convenga. Y creo que ya ha habido demasiados francotiradores en esta contienda, así que tal vez va siendo hora de que bajemos también las armas de las palabras. Emplear eufemismos es como poner un silenciador a una Parabellum: las palabras, aunque suenen tenues, pueden hacer tantos estragos como cuando se disparan a bocajarro. Se puede decir «causar baja» en vez de «matar», «acciones» en lugar de «atentados», «militante» o «activista» en vez de «terrorista» o «etarra», pero eso no cambia el hecho de que algunas personas han matado a otras. De este tema habría que hablar de forma simple, exacta, sin perífrasis en las que podamos perdernos hasta el infinito. Sin adversativas (hay que condenar los asesinatos —todos— sin peros). Y sin comparaciones extrañas (en los últimos tiempos muchas cosas, demasiadas, tienen «algo que ver con ETA»). Esos retorcidos símiles solo sirven de señuelo y desvían la atención de lo importante… Sin olvidarnos del lenguaje no verbal. En uno de los relatos del libro de Aramburu, la madre de un chico muerto pone en el punto de mira de su odio a otra mujer y no ceja en su empeño de echarla del pueblo. Curiosamente, al verla irse, le dice adiós con la mano. Ese gesto mínimo abre la puerta a la esperanza. Tal vez, parece decir ese tímido adiós, después de tanto dolor y tanto odio sea posible la reconciliación. Un pequeño guiño en la ficción que, desgraciadamente, hemos visto poco, o nada, en la vida real.
Para consensuar unos mínimos, tal vez habría que empezar por constituir un diccionario básico en el que se definan las palabras fundamentales. La palabra «víctima», por ejemplo, es la protagonista —a su pesar— de este relato. Habría que dejar claro de una vez quién entra en esta categoría: ¿caben en ella también los padres y los hijos de los terroristas?, por ejemplo. Antes de seguir escribiendo, tendríamos que establecer con claridad los límites, los márgenes de la página donde vamos a escribir el relato que van a leer nuestros hijos y nietos. En Ojos que no ven, de González Sainz, el protagonista le dice a su hijo: «Para cada cosa hay un límite, y el límite de los límites, ¿me oyes?, ¿me estás oyendo?, ¿haces el puñetero favor de oírme por lo menos una vez?, el límite que si se traspasa ya no tiene en condiciones normales vuelta atrás, por mucha morralla ideológica que se le eche o muchas tragaderas morales que se tenga, es el de la vida del otro, ¿me entiendes?, el de la vida de las personas, que es algo sagrado». Ninguna idea, ninguna, merece nuestro respeto si en su nombre un ser humano acaba bajo tierra. El mínimo del que habla Saizarbitoria es que «no se puede matar a nadie por una idea». Creo que todos deberíamos tener eso claro antes de seguir hablando.
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Me ha resultado llamativo no encontrar por ningún lado el nombre de Iñaki Arteta, cuando su reciente documental «1980» trata precisamente del año más sangriento de ETA, como se recuerda al principio del artículo.
Ojalá solo haya sido un despiste.
Conceder una medalla a un torturador al servicio de una dictadura indica, de modo más que suficiente, quién era Aznar ideológicamente, amén de su vanidad y mediocridad, a cual más mayúscula.
De Melitón Manzanas se sbae que torturó, entre otros a María Mercedes Ancheta, Joxe Mari Quesada, Marcelo Usabiaga, José Miguel Calvo Zapata, José Ignacio Huertas Miguel, Víctor Lecumberri, Roberto Cámara, Jesús María Cordero Garmendia, Jerónimo Gallina, Pedro Barroso Segovia, Javier Lapeira Martínez, Regino González Moro, Jorge González Suárez, Francisco Parra, Gaspar Álvarez Lucio, Manuel Mico Bartomeu, Nicolás Txopitea Paradizabal, Esteban Huerga Guerrero, Victoria Castan del Val, Mario Onaindia Natxiondo, Jone Dorrondoso, Ramón Rubial, Timoteo Plaza, Amanci Conde, Juan Agirre, Auspicio Ruiz, María Villar, Carmen Villar, Luis Martín Santos, José Luis López de Lacalle, Xabier Apaolaza, Ildefonso Pontxo Agirre, José Ramón Recalde, Julen Madariaga, Rafa Albizu, María Jesús Muñoz, Félix Arrieta y Juan José Sainz. Siempre puso un «especial celo» en las mujeres, incluyendo a las esposas, hijas, … de aquellos que no colaboraban/traicionaban a sus compañeros. Alguien que, evidentemente, durante la dictadura, una dictadura eterna, no iba a recibir ningún castigo, ningún reproche, al contrario «merecidos» ascensos.
No creo que nadie pueda comparar la muerte de semejante personaje con la de un servidor de la democracia, policia, militar, político, periodista o trabajador de autopistas.
De hecho creo que los ejecutores pertenecían a organizaciones radicalmente distintas, aunque conservaran el nombre.
De lo que he leído sobre ficción inspirado en el terrorismo de ETA, añadiría el cómic fabuloso de Hernández Cava y Bartolomé Seguí, donde no hay personajes planos ni soluciones sencillas. Un clásico reciente.
Las manos oscuras del olvido.
Si no me equivoco
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Me deja de piedra el ultimo parrafo, pongamos la idea en perspectiva: ¿los padres de Mohamed Atta (el que estampo uno de los aviones en las torres gemelas) son victimas tambien? ¿que tal suena? pregunto.
Pues yo soy de los que piensa que víctima es aquel al que el pegan el tiro. Lo demás (padres, madres, hijos, cuñados, tíos sobrinos y allegados) son deudos que lo pueden pasar mal o peor, pero deudos al fin y al cabo. Y hay alguno que lo ha convertido en una forma de vida…
Al hilo del último párrafo hay un artículo maravilloso del gran Enric González, El momento de las golondrinas…busquen y lean…
También a propósito del último párrafo: ¿pero es legítimo matar al tirano?
Más allá de las interpretaciones de cada uno, me ha parecido un grandísimo artículo.
Enhorabuena.
¿Hay alguna autoridad moral por ahí que establezca quién es víctima o no?
Espero sentado.
Yo entiendo que si te matan porque pasabas por allí tienes bastantes probabilidades de ser víctima. Y si el que pasaba por allí era tu padre, marido o hijo, quizá también se te pueda considerar dentro de ese grupo . Y si eres el que apretaba el gatillo o el detonador, es más que probable que no lo seas (recordemos que hablo de una víctima «que pasaba por allí»). Y en ese caso tu padre o hermano estará triste al verte juzgado, y tal vez condenado, o quizá huido, pero la responsabilidad de su dolor es tuya y sólo tuya. No de aquel «que pasaba por allí» ni de su familia, ni tampoco de la sociedad que comparte su dolor.
Seguramente (como todo en la vida) hay una amplia gama de grises que complica las cosas, pero en más de un caso, creo yo, los roles son como los que describo.
De las mismas acciones, una persona puede ser víctima o no. Todo depende del lugar en que le toque padecerla (pasar o no por un lado). Así establece la autoridad moral personificada en Arcimboldo la condición de víctima; y eso que reconoce que, lo que es sufrir, ambas partes sufren por las decisiones de una persona.
Estando así las cosas, a ver quién es el valiente que se atreve, aunque sea en la ficción, a explorar las causas de la violencia.
ETA terroristas. Víctimas los muertos en sus atentados
Franquistas torturadores. Víctimas los torturados y asesinados por su policía política.
Estado Español ejecutor de terrorismo de estado. Víctimas los torturados y asesinados por su largo brazo.
(Este es el resumen simplista de la otra parte. Simplificar deshumaniza, y cuando se deshumaniza se prima a aquellos que se comportan como verdugos. Intentar entender una situación compleja no tiene porque acarrear el deseo de que aquellos que son culpables de crímenes no paguen por ellos como deben, pero si analizar sus motivaciones y evitar criminalizar injustamente a los integrantes/simpatizantes de esos grupos que aunque moralmente no hicieron todo lo que podían para evitar la violencia, no son responsables directos o indirectos de las muertes causadas, y pueden ser los que allanen el camino para una solución consensuada, democrática, y duradera, al conflicto).
Otra aportación de ficción al tema de las víctimas: 5 minutos de gloria, una película en la que un antiguo terrorista del IRA y el hermano de una de sus víctimas (Liam Neeson y James Nesbitt respectivamente) se reúnen en uno de esos encuentros que intentan reconstruir la convivencia rota.
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