La sabiduría biológica de no olvidar las experiencias traumáticas nos protege. Con el tiempo transformamos la historia, el conocimiento de los hechos más terribles, en algo asumible e incluso entretenido; desde las partidas de airsoft en las que nos disparamos unos a los otros emulando batallas épicas a las pantomimas del BDSM donde hacemos del sadismo una aceptable parafilia. Es difícil entender el horror y el sufrimiento cuando se vive bajo el paraguas de una sociedad como la occidental.
Sobre el exterminio nazi, un fiscal británico que participó en los procesos de Nuremberg afirmó lo siguiente: «Si se escribiese todo lo que ocurrió, nadie lo leería. Si se leyese, nadie lo creería». Si esto es un hombre de Primo Levi y La casa de las muñecas de Ka-Tzetnik 135633 son solo dos ejemplos de narrativa biográfica que nos han llevado el asombro y el dolor a casa. La literatura nos ayuda a comprender.
Por suerte para Jesús Carrasco, La tierra que pisamos no es una novela autobiográfica. Es ficción de la que atrapa, de la que invade suavemente, de la que te hace consciente de su poder transformador cuando ya te ha cambiado. Con una prosa preciosista a medio camino entre el romanticismo de Walt Whitman y la meticulosa monstruosidad de Las Benévolas de Jonathan Littell la novela de Carrasco pone de manifiesto esa combinación de locura y responsabilidad que anidaba en la maquinaria de guerra nazi.
La tierra que pisamos, al igual que en la novela de Littell, habla de la crueldad sistémica y no percibida por quien la ejerce. Entre ambas hay una distancia de foco enorme y en eso la de Carrasco es innovadora. Si en Las benévolas acompañábamos a su protagonista durante su periplo nazi por Europa, en La tierra que pisamos el epicentro de la trama se sitúa en el huerto de un pequeño pueblo extremeño donde viven un retiro dorado las elites de un imperio que se ha anexionado España.
Es fascinante cómo el ritmo absorbente de la novela no se detiene con palabras en desuso o propias del medio rural; ninguna de ellas sirve para engalanar o embellecer de forma artificial el texto. El efecto que producen es engarzar al lector con la calidez sosegada del campo y su tierra mientras la trama discurre bajo el rumor de lo inhumano.
Nuestra memoria existe, en parte, para protegernos del futuro. La tierra que pisamos nos protege y redime del olvido de ese horror que, por fortuna, no hemos vivido. A cambio nos cala una culpa delicada y extrema que se agarra a nuestra amígdala por su belleza y a nuestro córtex por su significancia.
¡Qué maravilla! La sombra de Planeta es alargada.
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