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La novela de la que todos (y casi nadie) hablan

Christina Stead. Foto: National Library of Australia (DP)
Christina Stead. Foto: National Library of Australia (DP)

Como la mayoría, usted no sabe quién es Christina Stead. No se preocupe, nadie le dirá que es su culpa ni le tildará de blasfemo ignorante. Porque los otros quienes han ensanchado el pecho en la primera línea refutando con un «yo sí» también saben que dar con esta escritora no es el resultado de la dedicación bibliófila ni la erudición, sino fruto del azar y el empujón. La de Stead, más que una laguna literaria, es una historia de fantasmas de estructura novelesca a la que le falta un buen inicio.

Christina Stead (1902-1983) murió con unos cuantos libros a las espaldas pero sin conocer, más que de oídas, qué era el éxito o el reconocimiento. El abecé del malditismo pero sin la tragicomedia de John Kennedy Toole. Publicó quince novelas y algunas historias cortas, pero básicamente se ganó el pan con la docencia y ocasionalmente como guionista en el Hollywood de los cuarenta. Los críticos que prestaron atención a la publicación en 1940 de El hombre que amaba a los niños lo destrozaron como un libro mediocre y las ventas sintonizaron con ello. Aun así Sted siguió escribiendo y saltando de continente en continente Estados Unidos, Australia, Reino Unido y fugazmente Españamientras su obra iba granjeándose una discreta fama en la esfera literaria de su Sidney natal.

El libro, ya decíamos, se abrió paso a empujones. El más importante se lo propinó el poeta Randall Jarrell veinte años después, escribiéndole un más que elogioso prólogo de treinta y siete páginas para la edición norteamericana. Bajo el título «Un libro no leído», inauguró la que sería la seña característica de la obra de Stead para la posteridad: ser elogiada pero no leída. El impulso y la rotunda alabanza de Jarrell llega a compararla con Tolstoi— ubicaron a la autora en el círculo literario y académico estadounidense, pero no salió de ahí. La singular crítica Elizabeth Hardwick intentó también que el gran público saliera al encuentro de Stead con el ensayo Las novelas olvidadas de Christina Stead, que le supuso cierto renombre entre los escritores de su generación, y poco más. Durante años, permaneció como una rareza exquisita y fantasmal que los entendidos se intercambiaban boca a boca, mientras que en su país natal se la galardonaba con el premio Patrick White por la promoción de la cultura australiana. Tampoco escapó a la censura, pero eso es otro enredo.

El siguiente capítulo, el siguiente empellón, no se rubricó hasta 2010. Compensando la espera, se hizo quizás en la mejor tribuna y quizás también por el mejor promotor que cualquiera, por muy muerto que esté, habría escogido. El escritor Jonathan Franzen escribió un ensayo sobre El hombre que amaba a los niños en el New York Times Review of Books con motivo del septuagésimo aniversario de su publicación, signando un arranque que es un derroche de perspicacia y un indisimulado ejercicio de psicología inversa:

Existe una serie de razones por las cuales este verano no debe leerse El hombre que amaba a los niños. Es una novela, en primer lugar; ¿y acaso no hemos llegado muy en secreto a una especie de acuerdo, hace uno, dos o tres años, de que las novelas pertenecen a la era de los periódicos y van por el mismo camino que la prensa solo que a mayor velocidad? Como suele decir un viejo amigo mío, profesor de inglés, las novelas constituyen una curiosa cuestión moral, en el sentido de que nos sentimos culpables por no leer más pero también por hacer algo tan frívolo como leerlas; ¿y no nos sentiríamos todos mejor si cargáramos con una culpa menos en este mundo?

Además de uno de los autores del momento, Franzen es de esos tipos que saben que recomendar una obra no se trata de hablar bien de ella, sino de conseguir que se haga verdaderamente apetecible.

Una historia de fantasmas

Foto: National Library of Australia (DP)
Foto: National Library of Australia (DP)

Unos meses después, D. T. Max, el biógrafo de David Foster Wallace, estaba atorado en uno de los escollos habituales para todo aquel que se dedique a juntar letras: encontrar un titular. Con la obra sobre la vida del escritor prácticamente finalizada, llegó a sus manos la correspondencia de este con Richard Elman, donde Wallace dejaba caer una frase de las que piden mármol: «Toda historia de amor es una historia de fantasmas». Encajaba a la perfección, condensaba el aura única de los títulos del Siglo de Oro español que encandilaban a Max. Pero algo no encajaba, algo tan inofensivo como unas comillas. Foster Wallace incluía la sentencia entrecomillada, sugiriendo que se trataba de una cita de otro y no producto de su cosecha personal. El biógrafo tiró del hilo, rastreando la autoría definitiva, y después de inspeccionar correspondencias de algunos probables autores como Virginia Woolf dirimió que había salido del magín de Wallace y, en consecuencia, merecía encabezar su biografía.

Entonces, un mes antes de que el libro saliera a la venta, su documentalista tropezó con el nombre de Christina Stead. El artículo de Franzen en el Times había resucitado un fantasma y, con él, había empezado a conjugar la existencia empírica con la existencia efectiva. Es decir, Stead ya aparecía en Google. Así fue como el biógrafo de DFW supo que «Toda la historia de amor es una historia de fantasmas» fue el título que ideó la escritora australiana para una obra que jamás se publicó, sobre la historia de amor con su marido, el escritor William J. Blake. Además, la había incluido en una carta personal al poeta Stanley Burnshaw, lo que dejaba a D. T. Max en un callejón sin salida donde las fechas no encajaban. ¿Era ella la autora real de la frase? ¿Pudo Foster Wallace haber tenido acceso a esa correspondencia privada de algún modo? ¿Y al boceto de la obra no publicada? Había topado con una de las autoras predilectas de Wallace, pero esa cita, ¿era lícito atribuírsela a él? ¿Estaba expoliando a Stead? El biógrafo se vio acorralado y contó en The New Yorker la novelesca peripecia, que le llevó hasta los archivos personales de la autora en Camberra, quizá como previsión de futuros requerimientos. Aun así, mantuvo el título para la biografía de D. F. W., porque si de algo adolecen las historias de fantasmas es de falta de una explicación verosímil. Max concluyó que la influencia literaria está llena también de historias enigmáticas, de vías difíciles de rastrear por el tenaz silencio de los muertos. «Stead y Wallace soñaron con la misma frase con un mundo y una década de diferencia. Creo que es la respuesta que Wallace, un amante de Borges, habría preferido», remató.

Y entonces, el fantasma resucitó, al menos en la medida en que la carne escrita puede hacerlo. La editorial norteamericana de El hombre que amaba a los niños (Picador) relanzó la obra de Stead que desde 2001 había vendido apenas «unos cientos» de ejemplares y las cifras empezaron a marear. Alcanzó los estantes de Barnes & Noble, escaló posiciones en Amazon y también se tradujo en otros países como España (Editorial Pre-Textos), dando la razón al autor norteamericano cuando afirmó que «estoy convencido de que hay decenas de miles de personas en este país que bendecirían el día que este libro fue publicado si tan solo pudieran estar expuestos a él». No hubo mejor agente que Franzen y Foster Wallace, su profeta. Subestimada o no, Stead descansa ya entre los cien mejores libros de todos los tiempos de la revista Time.

Elogiada y ¿leída?

Rescatada, redescubierta, resituada hasta para conexiones lentas y convertida en gloria nacional australiana, Stead encara ahora el viaje que no tuvo en vida: ser leída, para ganarse el elogio o ser despojada de él. ¿Qué tiene El hombre que amaba a los niños para concitar tanta veneración y tantas ansias de proselitismo en torno a ella? ¿Merece arañar la gloria que no tuvo en su momento y erigirse, como reclama Franzen, en «uno de los grandes logros literarios del siglo XX»? ¿Hasta dónde llegó la infravaloración y hasta dónde la falta de oportunidad editorial? El dictamen es suyo, pero aprovechemos la ocasión.

El prologista de la edición española, Felipe Benítez Reyes, Franzen y las escasas críticas en nuestro idioma coinciden en poner en preaviso al lector con una afirmación cierta: es una novela grave, difícil y por momentos, densa. Pero —a pesar de lo imponente de sus más de setecientas páginas no es, ni mucho menos, decimonónica, al menos en lo que al esquema de desdichas y desenlaces se refiere. El argumento canónico de El hombre que amaba a los niños sostiene que se trata de la historia familiar de los Pollit, un matrimonio (Sam y Henny) y sus siete hijos; un núcleo cimentado con la única pulsión del odio. Odian y, entre tanto, viven. Él es un naturalista verborreico, un vendedor de polvorones en el desierto que adora el sonido de su voz. Ella una criatura neurótica y maquinadora, vacía ya de toda fantasía de esperanza. Ellos son una guerra fría. Y aunque ambos son víctimas y verdugos de su propia situación, Stead consigue una proeza: que sea imposible detestarlos sin entenderlos. En parte, porque todas las páginas están acribilladas de un humor ácido, tragicómico, que no pretende aliviarle el trago al lector sino potenciar el amargor.

Y es que, por encima del pulso narrativo que sostiene la novela —la cotidianidad, lo doméstico, la estampa íntima—, lo que la hace sobresalir es la afinadísima configuración de sus personajes. Stead puede arrogarse el mérito de haber alumbrado a uno de los seres más grotescos y monstruosos de la letra escrita, Sam Pollit, el patriarca. Un misógino (al parecer, trasunto de su propio padre) que, queriendo o no a los niños, los somete a una presión psicológica que despertará resortes incómodos y recuerdos de infancia que muchos pugnamos por mantener allí y no aquí. Dice Franzen que es monstruoso pero no un monstruo, pero podría equivocarse. Sam es peligroso y cruel, también grotesco y chistoso, como una especie de acoplamiento entre Harold Skimpole e Ignatius J. Reilly, solo que con un trasfondo peor. Mucho.

La dentellada de El hombre que no amaba a los niños se haría insoportable sin la existencia del personaje de Louisa, la hija preadolescente y acaso el asomo de redención. Ella es el patito feo que soporta los desmanes leyendo y escribiendo, la muchacha oronda y torpe que, si la novela avanzara unos años más, veríamos escribiendo un libro para exorcizarse, al que casi nadie haría caso pero todos hablarían de él.

Es casi imposible hablar de la obra cumbre de Christina Stead sin espantar, porque es literatura de la que conmueve, pero sobre todo, duele. Y hay algo muy universal en ello, muy exento de sentimentalismo barato. La impresión que deja en el paladar es que la familia Pollit es un organismo que va más allá que la suma de sus partes, cada cual estimará hasta dónde. Aunque a algunos quizá los lleve a contradecir al mismísimo Tolstoi, y quizá las familias infelices no sean tan singulares en su desgracia.

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3 Comments

  1. I' angelo

    A finales de los 70 existía una muy accesible versión en Penguin Modern classics que reimprimía la soberbia introducción de Jarrell. No hubo ese hueco hasta que Frazen diese de nuevo con Stead en EE.UU. En Inglaterra Virago Modern Classics reeditó toda la narrativa de Stead, algunas con extraordinarias introducciones, novelas feroces como Letty Fox , her luck. En Penguin Claras modern classics podían conseguirse fácilmente grandes novelas de autoras poco leídas como FM Mayor o H H Richardson. La lista de las que ofrecía Virago es demasiado extensa . La reevaluacion, rescate , o como se quiera llamar, de Christina Stead no ocurre en el vacio.
    Todo esto ocurre antes de la época del blurp admirativo de un escritor famoso por un libro o un colega, y uno tiende a pensar que ese interés de Frazen por los Pollits tiene más que ver por introducir sus The corrections en una línea de novelas rompedoras sobre familias-Stead siempre será mucho más subvertidora con la institución familiar y la idea del páter familias-. Es de agradecer a un puñado de editoriales del país que vayan publicando aquellos títulos que podían encontrarse en las c colecciones de Modern Classics. Encontrarse con la feroz inteligencia de Stead es un privilegio. Puede que la diferencia de entrada sólo sea generacional, la importancia de Jarrell como poeta y crítico no es la misma que la de Frazen. Al fin y al cabo ? Quien lee ahora su Scenes of an institution , una de las más divertidas novelas de campus de la literatura norteamericana?

  2. Pingback: La novela de la que todos (y casi nadie) hablan (Jot Down) | Libréame

  3. andrea

    Si ellos escriben obras densas, en seguida son obras maestras. Si lo hacen ellas no las lee ni cristo. Así está el patio. Y es CANSINO.

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