Nunca, ni siquiera mediante el examen más estricto, podemos llegar del todo a las fuentes secretas de la acción. Inmmanuel Kant
O la razón de que todos queramos ser guapos, delgados y maravillosos
Los houyhnhnms son una raza de seres semejantes a los caballos que resultan sorprendentemente bellos a los ojos de Lemuel Gulliver, el protagonista de la obra de Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver. No en vano, el nombre de houyhnhnms viene a significar «perfección de la naturaleza». A su vez, el contraste lo marcan los Yahoos, una raza de seres humanoides que son gobernados por los houyhnhnms, y que son la quintaesencia de la emoción, la estupidez y la suciedad. Al regresar a su mundo, Gulliver, sumido en la depresión, no puede dejar de identificar a los seres humanos con los Yahoos, a la vez que empieza a hablar de otra forma con los caballos de su establo.
Lo que había cambiado en la mente de Gulliver es que ahora ya disponía un modelo de perfección en el que observarse y compararse. Gulliver se desespera porque la humanidad, y él mismo, no estaba a la altura de los hoyhnhnms. Si ellos habían logrado la perfección, entonces los humanos también podían aspirar a alcanzarla. Porque los factores que diferenciaban la perfección de la imperfección ya se habían puesto de manifiesto, eran localizables y, en consecuencia, corregibles.
El sardónico Swift solo pretendía que reevaluáramos lo que consideramos perfecto, y que temiéramos haberlo encontrado. Los hoyhnhnms, en ese sentido, son como las mujeres delgadas, o las que se adhieren al canon de belleza vigente del 90-60-90. La publicidad y, en general, los medios de comunicación no mienten cuando nos dicen que a través de la delgadez alcanzaremos la perfección, que dicha fórmula es la Fórmula. Tienen razón. La gente delgada, en general, sobre todo si es esbelta y muestra una cara arquetípicamente bonita, tiene más éxito social en todos los aspectos de la vida. Mejores oportunidades laborales, más amigos, una disculpa mayor de sus deslices morales. La delgadez te proporciona algo muy parecido a la perfección. La publicidad no miente, al menos no del todo. Y precisamente por eso la publicidad parece haberse convertido en el enemigo a batir en nuestra eterna cruzada por minimizar los efectos del físico y otros rasgos superficiales. Pero si la publicidad no miente, ¿describe la realidad? ¿O primero ha forjado una realidad ficcional como la de Gulliver para que todos nosotros, pobres mortales, dispongamos de un espejo que refleje nuestros defectos, mayormente en forma de tejido adiposo extra?
Un error fundamental que cometen las aserciones sociológicas, y que las distancia de las aserciones matemáticas, químicas o físicas, es que estas abordan asuntos endiabladamente más complejos que no pueden descomponerse en piezas fundamentales, como quien desmonta un coche para deducir su funcionamiento. Cuando nos adentramos en un fenómeno social no estamos en un ordenado jardín francés, sino en una impenetrable y alambicada jungla tropical que nos empuja a realizar conexiones espurias entre fenómenos.
Como el tema objeto de glosa en el presente texto: que las mujeres adecuan su estética y su personalidad en función de los dictados de los medios de comunicación, las modas diseñadas en despachos de ejecutivos y el machismo recalcitrante que rezuman los filmes de Hollywood. O, en realidad, quién o qué nos persuade para hacer lo que no queremos hacer.
El rompecabezas (casi) infinito
Se dice que el concepto «celulitis» se propagó por primera vez el 15 de abril de 1968 en un número de la revista Vogue. Hasta entonces, Vogue se centraba más en la ropa que en el cuerpo, pero de resultas de la anarquía de estilos, su dictado ya no parecía ser hegemónico. Vogue, pues, parece que usó esta maniobra para originar un problema, casi un dilema existencial, en las mujeres de todo el mundo a pesar de que la celulitis es un estado natural del cuerpo femenino (no una enfermedad) que afecta al 85%-98% de las mismas después de la pubertad. Por si fuera poco, no hay estudios científicos que garanticen la posibilidad de suprimir definitivamente la celulitis, de modo que Vogue se aseguraba que el problema semejaba al del burro que persigue una zanahoria que cuelga eternamente a unos centímetros de su belfo.
Esta historia es tan cinematográfica que, intuitivamente, se nos antoja una explicación plausible al problema de la mujer en relación con su peso. Se localiza al enemigo, se radiografía su acción y se establece un vínculo causal entre la acción y el efecto provocado. Es tan fácil que debe ser cierto. Porque tendemos a dar por verdaderas las explicaciones que no dejan cabos sueltos, son sencillas de articular y, además, encajan en nuestra intuición. Sin embargo, los cambios sociológicos no son producto de causas únicas y elementales, y tales causas distan mucho de ser intuitivas. La cadena causal de un hecho y el efecto provocado por este no va de A a B, sino que se quiebra en zigzag. Algo incluso mucho más enredado que una manguera que lleva guardada demasiado tiempo en un cobertizo.
La obsesión por la dieta no la originó Vogue, como tampoco el pistoletazo de Gavrilo Princip al archiduque Francisco Fernando de Austria originó la Primera Guerra Mundial. Tales hechos, en cualquier caso, serían detonantes circunstanciales. Pero toda la cadena causal subsiguiente, a modo de red inextricable, tuvo lugar de ese modo porque los nodos o puntos de conexión de la red estaban situados de determinada manera. Cualquier alteración espacial de un nodo habría frustrado la cadena de acontecimientos, o habría desencadenado otra línea de acontecimientos totalmente distinta. Por eso la mayoría de ucronías son tan seductoramente simples.
Si nuestro propósito es condenar a Vogue, tal vez la creación de la palabra «celulitis» sea suficiente. Pero si aspiramos a ahondar en los verdaderos motivos que empujan a la gente a preocuparse de su celulitis, entonces hemos de procurar que el árbol no nos eclipse la imagen del bosque; o rociar un aerosol que revele la red oculta de seguridad por rayos láser, como en una película de espionaje.
En lo tocante al ejemplo concreto de Vogue, se suele obviar que a principios del siglo XX también pasó de moda el corsé, que se había usado de forma generalizada desde hacía quinientos años. Las curvas, tanto artificiales como naturales, empezaron su declive, y se impuso la línea esbelta y delgada. Este podría ser otro nodo de la red causal. Tal y como señala también Ulrich Renz en su libro La ciencia de la belleza, con la llegada de los Juegos Olímpicos de 1896:
A las mujeres se les recomendó la práctica de la gimnasia, la bicicleta, el patinaje sobre tierra y sobre hielo. La natación, una actividad que antaño solo se realizaba por prescripción médica, se convirtió en la delicia de ambos sexos. Quien no podía permitirse un artilugio recién inventado, la báscula para el cuarto de baño, recurría a las básculas públicas que se instalaron por doquier.
Tras décadas de delgadez en las que se entronizó el prototipo de la garçonne, hubo un breve renacer de las formas exuberantes justo después de la Segunda Guerra Mundial, cuyos iconos más representativos fueron Marilyn Monroe, Anita Ekberg o Brigitte Bardot. Según algunos analistas, ello se debió a la relativa escasez de hombres durante la guerra, y la oleada de matrimonios celebrados después, que sacó a muchas mujeres de sus puestos de trabajo. Más tarde, regresaron de nuevo las sílfides como Audrey Hepburn. En los años sesenta, llegó Vogue, la delgadez extrema representada por la lolita Twiggy, que se considera la primera modelo internacional de la historia, cuyas medidas icónicas fueron 91-58-81. Más tarde hubo una época de masculinización de la mujer, aparejada a la igualdad de sexos vindicada por las culturas hippie, beat y feminista. A mediados de los ochenta, irrumpió de nuevo la moda lúbrica, popularizándose la lencería, que en la década anterior se había considerado un instrumento de opresión. Pero, en general, durante las últimas décadas del siglo XX, la mujer fue adelgazando progresivamente de resultas, se teoriza, de su adscripción al mundo profesional. También disminuyó el tamaño de los pechos con relación a la cintura. Según esta interpretación (una de tantas), el adelgazamiento podría estar aparejado a la igualdad de sexos, tal y como apunta el periodista económico del New York Times Eduardo Porter en su libro Todo tiene un precio:
Un estudio de decenas de sociedades primitivas reveló que las mujeres rollizas son menos deseables en sociedades que valoran el trabajo de la mujer, lo que sugiere que la grasa corporal asociada a un depósito de energía y a una gran capacidad reproductiva mayores también dificultan el éxito en el trabajo.
Solo hemos realizado un superficial recorrido por la historia de la moda a lo largo del siglo XX, y sin embargo todo parece responder a caprichos, ciclos y la permanente necesidad de reinventarse, todo ello jalonado de explicaciones sociológicas contradictorias. ¿Dónde está el nodo dominante? ¿Cómo encontrarlo si, además, empezamos a retrotraernos a siglos pretéritos? Es innegable que hoy en día encontramos más sofisticaciones en la moda y en el cuerpo, al menos en la historia moderna, y L´Oréal tiene un valor en bolsa tres veces superior al de General Motors. Pero también es cierto que hoy en día disponemos de más tiempo libre que nunca antes en la historia. (Y General Motors probablemente aspira a vender más que L´Oréal, ¿acaso no invierte lo suficiente en publicidad?).
Las razones que conducen a una mujer a tomar la decisión de someterse a un régimen espartano que la aproxime estéticamente a una modelo de pasarela son tantas y están tan imbricadas que recuerdan a la arquitectura conectiva de internet. El nodo de Vogue, o la constelación de nodos vinculados con la «publicidad», solo es uno más, no constituye el primer motor de nada (de hecho, probablemente es un reflejo de otros nodos). Responsabilizar a la publicidad o a los medios de comunicación en general de fomentar determinado canon de belleza es como acusar al Sol de la existencia de los nenúfares y las placas fotovoltaicas.
La red causal de los fenómenos sociológicos es concéntrica, invertebrada, pantagruélica, recuerda a la geometría fractal, se autorreplica sin principio ni fin, como la hipernovela que mencionaba Calvino. Una narración de los hechos al modo de John Barth o Thomas Pynchon, que se ramifica y muta con la celeridad de un virus, nutre distintos estratos narrativos al estilo de un palimpsesto e inspira caudalosas notas a pie de página y comentarios de texto.
Aún ignoramos el número de nodos de la red que configura el acto volitivo de mantener un cuerpo delgado y esbelto, así como la influencia relativa de cada uno de ellos (y en muchos casos, cuando explicamos uno, nacen dos más, como en una hidra). Pero sí se han localizado algunos que empiezan a conocerse con bastante precisión. A continuación, vamos a enumerar algunos de ellos, y al intentar aislarlos descubriremos que, a su vez, están conectados a nodos pertenecientes a otras redes.
El nodo The Breakfast Club
Cuando se analiza el poder de los medios de comunicación, tiende a olvidarse uno de los eslabones más poderosos de la cadena causal entre la prescripción de una tendencia y la adopción expresa de la misma por parte de un individuo: lo que opinarán los demás de su decisión. La opinión de los demás, sobre todo si los demás son semejantes, resulta nuclear a la hora de construir nuestra reputación. Si nos reafirmamos continuamente en que somos independientes y que no nos importan en absoluto las opiniones ajenas es precisamente porque nos importan sobremanera. Las opiniones ajenas conforman en gran parte cómo nos vemos a nosotros mismos, y por otro lado ofrecen información a los demás sobre quienes somos. La opinión ajena es incluso más importante que la propia si esta procede del nicho social en el que tratamos de prosperar. Un nicho social no es un club o una secta, sino la organización grupal espontánea que surge en todo conjunto de individuos que comparte una cultura.
En ese sentido, un colegio es mucho más que un lugar donde aprender los afluentes del Nilo: sobre todo constituye una máquina de clasificación social. Insertos en un microcosmos que es fiel reflejo del mundo, como lo acontecido en la isla en la que prosperaron los niños de El señor de las moscas, el clásico de la literatura inglesa de William Golding, los adolescentes aprenden en qué nicho social encajan mejor, y allí tratan de formarse una reputación que determinará el resto de su vida.
Las cosas son un poco más complicadas que los roles estereotipados de la película El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985), con una princesa, un atleta, un empollón, un futuro delincuente y una rarita. En el mundo real, las clasificaciones sociales son más porosas, menos definidas, y sobre todo más sensibles a los mutágenos: un geek puede ser nerd, o hipster, pero también un poco empollón; de igual forma, puede penetrar en el nicho heavy, gótico o emo, aunque sea tangencialmente. Habrá hispters que lo son en algunos aspectos, y hipsters como recién salidos de las calles de Williamsburg. Nerds con toques geeks, o más gafapastas que geeks, o nerds derivados de lo queer, o pijos disfrazados de hippies, pijos de pura cepa, mods rozando el postureo pijo. Y así ad infinitum.
Sin embargo, el filme de John Hughes resulta interesante en otro punto: al aislar a cada uno de estos alumnos representativos de un nicho social para obligarlos a compartir aula de castigo un sábado por la mañana, todos ellos se verán de pronto iluminados por una epifanía: la ingeniería social a la que están sometidos, que les ha obligado a forjar un carácter artificioso. En definitiva, que todos desempeñan un cliché en el que resaltan, pero que dicho cliché impone también servidumbres y cierta desposesión del Yo. Aislados durante un día del universo social, todos los personajes pueden contemplarse desde fuera y advertir que en realidad son marionetas de ellos mismos, víctimas del personaje que han debido construirse para ser aceptados por los miembros de su grey. Todos advierten también que una vez reinsertados en las clases normales, seguirán desempeñando su papel, olvidándose para siempre de aquella fugaz alianza interclasista en forma de sesión psicoanalítica.
Esta tendencia a clasificarnos (y autoclasificarnos) en nichos sociales es completamente natural, y no solo se produce en el ámbito de un instituto, sino en todo grupo de personas lo suficientemente numeroso en el que valga la pena competir por obtener admiración, reputación y, en consecuencia, amigos que proporcionen respaldo y una buena pareja sexual. Cada nicho social tiene sus propias normas de conducta, su código indumentario, lo que se considera digno de alabanza o de oprobio. El chismorreo, el rumore, rumore de Rafaella Carrá, por su parte, hace las veces de difusor de información acerca de la reputación de cada uno de nosotros así como de productor de las normas sociales intragrupos e intergrupos.
Para establecer cómo se originaban estas dinámicas, en 1954 (irónicamente el mismo año de publicación de El señor de las moscas) un científico social llamado Muzafer Sherif reunió a un grupo de veintidós chicos de once años de Oklahoma y los instaló en un camping de Robbers Cave State Park. Dividió a los chicos en dos grupos, que fueron bautizados como Serpientes de Cascabel y Águilas. Bastó una semana de separación entre ambos grupos para que, a la hora de participar en juegos competitivos, los Serpientes de Cascabel y los Águilas quedaran enemistados en un grado muy profundo, originándose toda clase de peleas y represalias entre miembros de ambos bandos. Finalmente, ambos grupos se organizaron en paradigmas culturales distintos por el mero hecho de desmarcarse de los otros: unos optaron por la agresividad, los otros por la paz; unos maldecían, otros prohibieron las maldiciones. Lo más interesante de este experimento que había creado una sociedad artificial (y por tanto simplificada) es que los grupos se habían formado aleatoriamente. No había diferencias reales entre los Serpientes de Cascabel y los Águilas. Pero sus integrantes no tardaron en encontrar dichas diferencias, o en crearlas si era necesario; empleando la comunicación, el chismorreo, para afianzarlas.
En el mundo real, uno acaba siendo Serpiente o Águila por motivos más complejos, en los que intervienen las propias destrezas y capacidades (por ejemplo, un adolescente obeso nunca se planteará ser admitido en el nicho social de los atletas). Pero la elección de un nicho social (que se produce a nivel inconsciente, porque también tendemos a acercarnos a las personas que se parecen a nosotros), también tiene un componente azaroso: por ejemplo, quizás en una ocasión resaltamos intelectualmente en un examen, y muchos nos empujaron entonces a etiquetarnos como intelectuales o empollones, fuimos repudiados por otros grupos, también fuimos acogidos por grupos en los que se valoraba la faceta nerd, geek o empollona, y así sucesivamente, como una bola del millón rebotando en mil obstáculos hasta que es engullida por una tronera. A su vez, en función de nuestra adhesión a uno u otro nicho social, la belleza, la delgadez o la juventud, por ejemplo, serán rasgos que proporcionarán mayor puntuación social: una animadora recibe mayor presión para mantenerse delgada que una aficionada al anime.
Las intrincadas dinámicas que nos empujan a uno u otro nicho aún son invisibles para los científicos sociales, y además se tornan inaprensibles porque se construyen ad hoc, en función del boca a boca, y se espolean continuamente por el miedo a la exclusión social, que es la mayor fuente de ansiedad de un adolescente. Porque como señala el profesor de Biología y Matemáticas de la Universidad de Harvard Martin A. Nowak en su libro Supercooperadores: «La sociedad es un enorme tapiz de clubes, multidimensional y siempre en expansión […] La pertenencia a la misma organización se convierte en un buen motivo para que la amistad surja entre dos personas o para que se establezca un vínculo entre sus respectivas redes sociales».
Como escribió el novelista Tom Wolfe, nuestra personalidad adulta (ideas políticas incluidas) se construye en función de los aliados y opuestos sociales con los que tuvimos que lidiar de adolescentes. Añadamos a la coctelera nuestras predisposiciones genéticas (tanto para escoger nicho social como para desarrollarnos más tarde en él), y derribaremos cualquier idea romántica e individualista sobre la forja de la personalidad. Desde una perspectiva totalmente contraintuitiva, un nueva hornada de psicólogos, como Judith Rich Harris (El mito de la educación) o Steven Pinker (La tabla rasa), argumentan que el papel de los progenitores en toda esta configuración social es meramente testimonial: siempre que los padres se comporten como tal (sin producir algún tipo de menoscabo psicológico en sus hijos), los adolescentes adoptarán sus roles sociales a expensas de lo que propugnen los padres. Si los hijos se parecen a los padres, según esta tesis, no es porque la información se transmita por vía cultural, sino por vía genética. El resto forma parte de la interacción con los semejantes del adolescente. Los progenitores, en ese sentido, se han comparado con la vitamina C: su ausencia es nociva, pero su presencia apenas sirve para mantener nuestra salud y quizás prevenir un resfriado: el exceso de vitamina C, o el exceso de aspiraciones paternofiliales, sencillamente se excreta.
Para ejemplificarlo, los sociólogos Richar Urdí, Peter Bearman, Barbara Entwisle y Kathleen Harris llevaron a cabo una monstruosa investigación de 90.118 alumnos de 145 institutos de Estados Unidos, la llamada Add Health Study, que aún sigue en marcha a día de hoy. Después de cruzar todos los datos procedentes de múltiples baterías de preguntas, descubrieron que la fecha de iniciación en la actividad sexual de los adolescentes no dependía de la educación de los padres, sino del número de amigos, la edad, el género y los resultados académicos de los amigos del adolescente. Los datos ofrecían otra correlación llamativa: en los institutos donde se promovía la virginidad, si tales grupos sociales eran cerrados (no se relacionaban con alumnos o semejantes del exterior), entonces el inicio de la primera relación sexual no se retrasaba, como cabría suponer. Sin embargo, en los institutos abiertos sí que se retrasaba. La razón podría estribar en que mantener la virginidad en un contexto donde todo el mundo lo intenta por igual no resulta atractivo para un adolescente, cuya naturaleza reside en rebelarse contra la norma para experimentar cierta identidad que le favorezca socialmente, aumentando así su estatus. En un lugar abierto donde los alumnos se relacionan con otras personas que no mantienen la promesa de virginidad, la promesa puede tener efectos psicológicos beneficiosos de identidad singular por hallarse en una posición minoritaria.
O dicho de otro modo: si en una escuela de alumnos internos, por ejemplo, todos visten de uniforme, no llevar uniforme constituye una hazaña; en un instituto donde hay relación con otros institutos con sus propios uniformes o códigos indumentarios, llevar el uniforme reafirma la identidad de grupo al que se pertenece frente a los demás. Es decir, Águilas y Serpientes de Cascabel.
Para evitar que se formen nichos sociales y, en consecuencia, la ansiedad social aparejada, las instituciones escolares han puesto en práctica toda clase de estrategias infructuosas. Una de las más polémicas ha sido la obligación de vestir con uniforme. En su ingenuidad, los adultos creemos que uniformando la vestimenta de los alumnos también evitaremos que estos busquen diferencias entre ellos y generen nichos sociales excluyentes. Pero no resulta sencillo escamotear una pulsión biológica tan fuertemente arraigada en nuestro ADN, de modo que los alumnos se afanarán en buscar otros motivos para diferenciarse, por muy espurios que sean. Por ejemplo, cuando imponemos un uniforme escolar, según cuenta el filósofo de la Universidad de Toronto Jospeh Heath en su libro Rebelarse vende, los alumnos se rebelan, como lo hace irónicamente Angus Young, el veterano guitarrista de AC/DC, cada vez que toca en un concierto. El uniforme, al tornar homogénea la vestimenta de los adolescentes, imposibilita que se generen clases sociales. Los alumnos, entonces, buscarán otros signos distintivos para formar grupos. Pero, incluso con uniforme, la vestimenta ejerce determinada función, y por tanto el uniforme solo acota parcialmente la carrera armamentística de la vestimenta:
Quien quiera saber mil y una maneras de «personalizar» un uniforme de colegio solo tiene que preguntar a las chicas que lo llevan. Los puños de la blusa pueden remangarse o remeterse hacia dentro, doblarse hacia fuera o abotonarse por las buenas; las corbatas pueden llevarse sueltas o ceñidas, rectas o torcidas; los botones pueden desabrocharse en sitios estratégicos y las faldas pueden acortarse o alargarse de muchas maneras (como la clásica de enrollársela en la cintura al salir de casa por la mañana y recolocarla al volver por la tarde). Además, cuentan con los complementos, una zona gris en la estricta normativa relativa al uniforme, pero un subcontinente entero en el mundo de la ropa femenina. Existen un millón de opciones solo en cuanto a joyas, relojes y bolsos. Por si esto fuera poco, las chicas pueden llevar el pelo como quieran, cosa que plantea el consiguiente abanico de posibilidades.
El nodo contagio social
Esta sincronización social con los demás parece que nos convierte en individuos gregarios, carentes de personalidad, meros copiadores de normas externas, obsesionados con la imagen que ofrecemos a los demás. Esto es cierto, pero a la vez constituye nuestro mayor don. Uno de los rasgos más importantes que nos distingue de los animales es nuestra capacidad de copiar a los demás con relativa facilidad. Copiando a nuestros padres, por ejemplo, adquirimos destrezas para nuestra supervivencia, y también nos refugiamos en la sabiduría colectiva para afrontar la incertidumbre. Desde los pocos meses de vida, somos capaces de sonreír si alguien nos sonríe. Al transcurrir los años, incluso, somos incapaces de dejar de repetir canciones que se nos meten en la cabeza, o la forma de hablar de alguien con el que hemos interactuado el tiempo suficiente. Cuando mantenemos una conversación, enseguida nos sincronizamos involuntariamente con los demás.
Nuestra capacidad de imitación también es, en consecuencia, la fuente de nuestra empatía, nuestra capacidad de ponernos en la piel ajena. Incluso a la hora de proponernos un reto intelectual, tenemos en cuenta lo que opinan los demás al respecto, porque ser un lobo solitario queda bien en una canción, pero resulta profundamente gravoso en el mundo real: nuestro cerebro no se desarrolla convenientemente si no socializa, sincroniza y empatiza con los demás. La soledad es la muerte. Y la mejor forma de evitar la soledad consiste en experimentar que somos también parte de las otras personas, incluso hasta el límite de responder a una pregunta tal y como los demás esperan que lo hagamos, aunque nosotros creamos por un instante que no es así. Algo que pone en evidencia Solomon Asch en un célebre experimento consistente en mostrar tres líneas de distinta longitud a un grupo de voluntarios. En realidad, la mayoría de las personas trabajaban para Asch y debían afirmar que las líneas tenían la misma longitud. Frente a esta presión grupal, los voluntarios auténticos manifestaron que así era en un 70% de los casos, aunque era evidente que las líneas eran diferentes.
No importa si nos equivocamos si la manada nos acepta, amén de que consideramos intuitivamente que al actuar como lo hace el resto reducimos el riesgo de equivocarnos. Como manifestó el economista John Maynard Keynes, es más fácil equivocarse con la multitud que enfrentarse a la multitud y decir la verdad.
Nicholas A. Christakis, sociólogo de la Universidad de Harvard, y James H. Fowler, profesor de ciencias políticas de la Universidad de California, San Diego, inciden en este contagio social para explicar la epidemia de obesidad que asola Estados Unidos en su libro Conectados. En él han calculado que si nuestro mejor amigo engorda, nuestro riesgo de engordar se multiplica por tres. Y si los gordos no están tan cerca de nosotros, a través de las redes sociales pueden llegar a influirnos igualmente, aunque nunca los hayamos visto ni sepamos de ellos:
Si empezamos a correr regularmente para ponernos en forma, es muy posible que alguno de nuestros amigos haga lo mismo, aunque también es posible que, sencillamente, lo invitemos a venir con nosotros y acceda a acompañarnos. De igual modo, si empezamos a comer alimentos que engordan, nuestro amigo puede imitarnos; pero también puede suceder que lo invitemos a comer en restaurantes donde sirven comida alta en calorías. […] Pero la imitación no es la única forma de propagación de la obesidad. […] Por ejemplo, podríamos observar a las personas que nos rodean, ver que están engordando y esto podría cambiar nuestra idea de cuál es el tamaño corporal aceptable. El hecho de que muchas personas empiecen a engordar puede modificar nuestro punto de vista sobre lo que significa estar gordo. Lo que se contagia de persona a persona es lo que los sociólogos llaman una norma, que es una expectativa compartida de lo que resulta apropiado.
Desde esta perspectiva, resulta imposible concebir que la publicidad posea la capacidad de incidir en lo que resulta aceptable o no en todos los nichos sociales, ni siquiera en uno de ellos. Los nichos sociales se construyen a sí mismos, y de forma emergente. Nadie, individualmente, decide qué rasgos poseerá determinada cultura. No existe un dictador cultural, ni sería posible que existiera a no ser que se dividiera en diversos miembros relevantes de un nicho social determinado. Porque las regularidades culturales emanan de las relaciones entre individuos, así como de sus procesos de mimética, sincronía, empatía y, también, competición por reputación. Nadie decide poner de moda el yoyó. El yoyó se puso de moda porque un número indeterminado (e imposible de identificar) de individuos con influencia social adquirió el hábito de usar el yoyó frente a los demás, y los demás quisieron adquirir parte de esa molancia imitándoles. El chismorreo hizo el resto.
Para ilustrar este conjunto de fuerzas sociales en el tema de la delgadez de las mujeres, el psicólogo Thomas Cash, de la Universidad de Old Dominion, comprobó que las mujeres que debían autoevaluar su belleza se puntuaban más bajo tras contemplar fotografías de mujeres muy atractivas. Sin embargo, y aquí se advirtió lo más relevante, eso no ocurrió cuando las fotos venían acompañadas con nombres de marcas. Es decir, se identificaba a esas bellezas como modelos, no como iguales, las mujeres no se sentían tan intimidadas.
Es cierto que muchos individuos socialmente influyentes adoptan patrones culturales de los medios de comunicación o la publicidad, pero este proceso se produce aleatoriamente, no sistemáticamente, por ello algunas campañas publicitarias triunfan y otras no lo hacen. Por si fuera poco, muchas campañas no imponen un patrón cultural, sino que tratan de copiarlo de los individuos más influyentes para maximizarlo y proyectarlo sobre las masas. Es decir, que la publicidad, en tales casos, no prescribiría, ni siquiera describiría, el producto que trata de vender: sencillamente reflejaría la realidad de los consumidores potenciales. Ahí reside el motivo de que en el mundo del marketing exista la figura del coolhunter, un buscador de tendencias que no inventa, no impone nada, sencillamente explora qué se lleva en determinado nicho social para adaptarlo al producto comercial que trata de vender.
El universo de interacciones sociales que configuran quienes tienen el poder de influir en los demás no es tan vaporoso e inextricable como las relaciones cuánticas entre las partículas subatómicas, pero aun así distan mucho de ser visibles para los científicos sociales. Algunos han dedicado libros enteros a tratar de radiografiarlas, como es el caso de Malcolm Gladwell en La clave del éxito, donde simplifica las tipologías de individuos de cualquier nicho social en tres clases, cada una con sus propias funciones, como si se tratara de un juego de rol. En primer lugar, los maven (término que procede del yiddish que significa «el que acumula conocimientos»). Los maven son a quienes consultamos antes de comprar algo. No solo son personas que disfrutan estando a la última o conociendo los detalles de cualquier innovación, sino que también disfrutan contándoselo a todo el mundo, adoctrinando, ayudando, supervisando. En segundo lugar están los conectores: individuos que conocen a mucha gente, mantienen interacciones efímeras con muchas personas diferentes, evitando cultivar amistades largas y duraderas. Los conectores no solo son importantes por el número de personas que conocen, sino también por la clase de personas que conocen. Finalmente, en tercer lugar, existen los vendedores natos. Individuos que resultan convincentes y persuasivos de manera natural. Son algo así como hipnotizadores sociales.
Maven, conectores y vendedores natos pueden propagar cualquier idea o tendencia rápidamente por la red social, contagiándola como si fuera una gripe, hasta que adquiere resonancia social. Pero ni siquiera controlando estas tres clases de individuos, si es que eso fuera posible, podemos propagar una idea. Para que la propagación tenga lugar, la idea o tendencia que se propaga debe poseer algunos requisitos. Por ejemplo, debe tener gancho, ser llamativa por alguna razón, o fácilmente asimilable por la mayoría, entre otros muchos factores que, aún hoy, los sociólogos, psicólogos y expertos en marketing tratan de averiguar a tientas.
Ya en su visionario ensayo de 1978 Micromotivos y Macrocomportamiento, el premio Nobel de Economía Thomas C. Schelling resumía de esta manera la telaraña invisible que interrelaciona todas nuestras decisiones y opiniones:
La gente influye en otra gente y se adapta a otros individuos. Lo que las personas hacen afecta a lo que hacen otras personas […] Cuando usted se corta el cabello, cambiará, muy sutilmente, la impresión que otras personas tienen de lo largo del cabello de la gente.
Algunas de las campañas publicitarias más punteras, sabedoras del escaso impacto que tiene la publicidad convencional, han optado por tratar de manipular artificialmente la dinámica social anteriormente descrita. Por ejemplo, la marca Nike decidió obsequiar con un nuevo modelo de zapatillas deportivas a determinados afroamericanos que jugaban en las canchas de barrio en el Bronx, en Nueva York. También les pagaban una pequeña cantidad de dinero a cambio de que llevaran las zapatillas deportivas durante determinado tiempo. Finalmente, a través de mavens, conectores, vendedores natos y otros elementos de la red social que probablemente aún no hemos descubierto, las zapatillas se volvían cool entre la comunidad negra. El siguiente salto se daba desde la comunidad negra hacia la comunidad blanca más alternativa, que acostumbra a adoptar tendencias de la comunidad negra más callejera. A continuación, los blancos alternativos acababan por contaminar a los blancos normales, incluso a tiburones de Wall Street que buscan emociones fuertes en su tiempo libre, como conducir una Harley o dejarse ver en un club de raperos.
Estas estrategias también las han llevado a cabo otras marcas, al igual que antiguamente, en las obras teatrales, existía un grupo de gente remunerada para aplaudir e inducir el aplauso en el resto del público. Apple, por ejemplo, envió a un grupo de actores para hacer cola en las tiendas antes de la salida de un nuevo iPhone. Las editoriales pagan mucho dinero para aparecer en determinadas listas de los más vendidos, aunque no sea cierto. O tal y como denunciaba Naomi Klein en su libro No Logo:
Eso ya había comenzado a suceder hacia el otoño de 1998, cuando el fabricante coreano de coches Daewoo contrató dos mil estudiantes universitarios de doscientas instituciones para que hablaran a sus amigos sobre esos automóviles. De manera semejante, Anheuser-Busch paga destacamentos de universitarios estadounidenses de ambos sexos para promover la cerveza Budweiser en fiestas y bares.
(Continúa aquí)
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Algo de eso hay en el hecho de que cuando repito «The Sopranos» y veo que un gordo que parece un chorizo mal atao como Tony, parece tener un éxito tremendo e inexplicable con las mujeres, bajo la guardia comiendo más de todo -que es lo que él hace durante toda la serie- ganando algún kilo. A pesar de eso, las mujeres siguen pegadas a mis lorzas como si la vida les fuera en ello. Y es que cuando uno lo vale…
Un gran artículo. Estoy impaciente por leer la continuación.
Artículo más bien caótico pero muy interesante.
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Nunca habia leído un articulo que ponga una cita tan autorizada (Kant, nada menos) y luego intente demostrar lo contrario.
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