Yo les voy a contar esto como nos lo contaron. Lo voy a contar como si no supiera que el doctor Conconi hacía pruebas con el Carrera para sus análisis de detección de EPO, como si no supiera que el propio Indurain pasaba religiosamente por su consulta, como si no supiera que Cecchini, Ferrari y Fuentes estaban prestos para coger el relevo del viejo profesor y no hubiera leído los análisis de la Universidad de Ferrara rescatados por la fiscalía italiana. Se lo voy a contar como se cuentan dos amigos la noche de ayer, sabiendo que no todos los gatos son pardos, pero que si el recuerdo no mejora la realidad quedémonos de momento con el recuerdo, con la épica, con la nostalgia.
Quedémonos con Claudio Chiappucci, a sus veintinueve años, subiendo Iseran en solitario, a chepazos, mientras los tifosi, que probablemente no le esperaban a él sino a Bugno, le animan a gritos y le echan agua por encima del sudor. Aún no está aquel hombre con barba que se pondrá una capa y un tridente para perseguir a los ciclistas pero está ya «el Diablo», así, en español, el apodo con el que conocían a Chiappucci en Sudamérica al principio de su carrera, aquellos años en los que la fama no era sino un sueño.
Chiappucci en los Alpes, rumbo a casa, a Italia, haciendo la carrera trizas. Por detrás, Bugno está inquieto y el Banesto tira sin mucha convicción, como si aquello no fuera más que un juego de niños. Tarde o temprano, el loco caerá. Lleva ya setenta kilómetros escapado y le quedan ciento veinticinco a meta. Atrás ha dejado a sus compañeros de escapada, el último Richard Virenque, porque no hacían sino lastrarle en la fuga. Ha atacado en el primer puerto, el modesto Saisies, en busca de los puntos de la montaña y una vez arriba, ¿para qué parar?
Igual que el año anterior en el Tourmalet, aquel ataque suicida que le acabaría dando el Tour a Indurain, Chiappucci tiene la virtud de no mirar atrás y así va haciendo hueco: un minuto, dos minutos, luego tres… a mitad de ascensión del coloso alpino, la diferencia roza los cuatro minutos y es el maillot amarillo virtual, más aún después del hundimiento del líder, Pascal Lino, quien después de diez días tendrá que dejar las portadas de L´Equipe a algún otro.
Chiappucci se mata en cada pedalada y por detrás, Indurain parece ir de paseo cicloturista. Es el día de dejar de ser un segundón, de demostrar que si no hay palmarés, al menos hay «panaché», hay diabluras. También, de paso, es el día del cambio de guardia, el día en el que Bugno se dará cuenta de que jamás podrá ganar otra carrera de tres semanas, el día en el que Perico, Roche, Fignon… toda la generación del 60 entenderá que es momento de echarse definitivamente a un lado.
El día en el que LeMond, el gran enemigo de Chiappucci, el que se reía de él llamándole «Cappuccino» delante de sus propios compañeros, terminará de hundirse en el pelotón de los sprinters, rozando el fuera de control para satisfacción de Claudio, que esperaba este día como se espera San Martín. Una espera que no viene de lejos, tan solo dos años atrás…
El Tour con el que nadie contaba
¿Y qué pasó dos años atrás? Que apareció Chiappucci. Muy lentamente, eso sí. De gregario de Stephen Roche en el Carrera a ganador de la París-Niza. De ganador de la París-Niza a mejor escalador del Giro, aquel que ganó precisamente Gianni Bugno liderando de la primera a la última etapa… y de mejor escalador con cierto pedigrí a miembro de la escapada de cuatro hombres que en la primera etapa del Tour de 1990 se destacó al poco de empezar la jornada y acabó con casi once minutos de ventaja sobre el pelotón.
La prensa puso sus ojos sobre Steve Bauer, el canadiense que se quedó con el maillot amarillo después de aquella etapa. Bauer había sido cuarto en la general apenas dos años antes y la ventaja se antojaba cuando menos peligrosa en un Tour con poca montaña. No quedaba ahí la cosa: junto a Bauer estaba, en segunda posición, Ronan Pensec, del equipo de LeMond. Pensec había sido top ten dos veces a lo largo de los ochenta y escalaba como los mejores. Sí, en las contrarrelojes perdería tiempo, pero, ¿no sería capaz de aguantar esta versión light de Pirineos y Alpes?
Quienes aparecían en las crónicas como de pasada eran Maasen y Chiappucci. Si Claudio no había hecho nada en veintisiete años, ¿por qué iba a empezar a hacerlo ahora? Tampoco el italiano dio muchas muestras de ambición: cuando llegaron los Alpes y cayó Bauer, supo colocarse a rebufo de Pensec. Cuando Pensec defendió el liderato con bravura en Alpe D´Huez, supo esperar a la contrarreloj de Villard de Lans para pegarle el estacazo… y cuando todos pensaban que se hundiría en Luz Ardidén, aguantó con los mejores hasta pocos kilómetros del final y terminó la etapa líder, cinco segundos por delante de LeMond, ventaja que el americano recuperaría con creces en la contrarreloj final.
¿Dónde perdió entonces aquel Tour Chiappucci? Pocos lo recuerdan porque es más fácil acordarse de la contrarreloj del último día, sobre todo con LeMond de por medio, pero fue en la etapa trece, en pleno 14 de julio francés, etapa rompepiernas por el Macizo central en la que Breukink decidió liarla parda y Chiappucci perdió cinco de los siete minutos que tenía de ventaja sobre los favoritos. Sin esa etapa, sin esos treinta y cinco kilómetros malditos, ni uno más, habría ganado el Tour y se habría reído en la cara del que le llamaba Capuccino. Fue al revés, y dolió. Mucho. Tanto que ni la Milán-San Remo, ni el segundo lugar en el Giro del 91 ni el tercero en el Tour de aquel mismo año sirvieron para quitarse el estigma de «mosca cojonera con poco talento». Necesitaba algo más. Necesitaba Sestrières.
En el nombre del padre
Y hacia Sestrières que va Chiappucci, 18 de julio de 1992, justo cincuenta años después de que Fausto Coppi, «Il campionissimo» recorriera también en solitario ese mismo camino y firmara una de las exhibiciones más grandes de la historia del Tour. Chiappucci no lo dice en alto porque su ídolo es Gino Bartali, pero hay algo de homenaje a Coppi en esta aventura enloquecida que dura ya cuatro horas en medio de un calor insoportable: Fausto Coppi fue destinado durante la II Guerra Mundial, la misma que partió en dos la carrera de Bartali, a Eritrea, a combatir contra los aliados. Entre sus compañeros de batallón estaba Arduino Chiappucci, el padre de Claudio. Ambos se hicieron amigos y compartieron buenos ratos. A ambos la muerte les pilló demasiado jóvenes.
Coppi murió como un héroe en 1960, Arduino murió en el anonimato en 1985, cuando su hijo empezaba en el ciclismo sin que se insinuara ni por asomo el éxito de los años noventa. En el homenaje a Coppi hay, en parte, un homenaje a su padre, pero Chiappucci tampoco lo reconoce. No es carne de psicoanálisis sino de dientes apretados y riñones marcando el ritmo. La ventaja pasa de los cuatro minutos a solo dos cuando en Moncenisio atacan Rondón y Bugno, los dos estiletes del Gatorade, y se llevan de compañeros a Andy Hampsten, Miguel Indurain y Franco Vona. En las cuestas, Claudio mantiene el pulso; en los descensos incluso gana tiempo… pero en los valles, en esos kilómetros planos entre puerto y puerto llenos de viento de cara, el rodillo de los favoritos se impone.
Cuando llega al pie de Sestrières, ya en territorio italiano, encuentra a una masa enloquecida. Lleva ya seis horas escapado, casi cuatro en solitario, ha abierto todos los telediarios del mediodía y su pulso con Indurain es la única noticia del día. Solo que aún queda una hora para llegar, quince kilómetros de infierno. «De todas las etapas que he vivido en el Tour», dirá Stephen Roche años más tarde, «aquella de Sestrieres fue con diferencia la más dura».
Los tifosi animan pero Claudio no puede más. Explota. Por detrás, Indurain, siempre a su ritmo, deja atrás a Bugno, deja atrás a Hampsten, deja atrás incluso a Vona. Chiappucci se convierte en una presa fácil a ojos de cualquiera que esté viendo la tele: el italiano retorciéndose sobre la bici; el navarro, imperial, sin levantarse del sillín… y la diferencia que baja del minuto y se queda en cuarenta y cinco segundos cuando quedan más de dos kilómetros para llegar a la meta.
Es una tragedia, pero en Italia las tragedias tienen todo el sentido del mundo. Ningún país ha disfrutado tanto de una buena tragedia como este, otra cosa es que Chiappucci esté después de siete horas y media para lecciones de estética. Se hace a la idea de que Indurain le va a coger pero calcula: «Si le aguanto un poco, si llegamos los dos juntos a la meta, soy más rápido que él, le gano el sprint seguro». Si no va a haber general, al menos tiene que haber victoria de etapa. Todo esto quedaría en nada, ningún chaval español estaría escribiendo sobre ello veintitrés años después, sin al menos una de las dos cosas.
Y, de repente, la cámara enfoca a Indurain. Y resulta que Indurain ya no es un corredor hierático, pausado, que pedalea admirando el paisaje, sino un ciclista crispado, tenso, agotado… y resulta que Franco Vona pasa a su lado y le deja sin aparente esfuerzo, así hasta que la televisión nos dice que la diferencia ha vuelto a subir del minuto, que Chiappucci llega primero, que no va a tener ni que esprintar, solo llevarse las manos a la cara antes de alzarlas al cielo después de exactamente siete horas, cuarenta y cuatro minutos y cincuenta y un segundos sobre la bicicleta.
La pájara de Indurain le hace perder un minuto en apenas un kilómetro y hace soñar a los aficionados con un duelo en las siguientes etapas. Duelo que, por supuesto, no llegará, porque Miguel es mucho Miguel y ser segundo, delante de Bugno, ya es suficiente premio para Chiappucci. Un Chiappucci que de alguna manera sabe, tiene que saber, que de aquí ya es difícil subir, que todo lo que queda es, por lo tanto, una lenta cuesta abajo.
De la plata en el Mundial a los hematocritos mágicos
Y así es: después de aquel tercer podio consecutivo en el Tour —para colocarlo en perspectiva, el anterior italiano en pisarlo había sido Felice Gimondi, en 1972— llegan tiempos revueltos para el Diablo. En 1993, es tercero en el Giro y sexto en el Tour. En 1994, baja al quinto puesto en la ronda italiana y sobre todo, pierde los galones en el Carrera frente al joven Marco Pantani, tiempos de hematocritos enloquecidos, como demostrarían después los papeles de Ferrara. La medalla de plata en el Mundial de aquel año es el último gran éxito de su carrera, ya con treinta y un años cumplidos. En 1995 aguanta como cuarto en el Giro y se queda a un puesto del top ten en el Tour, mientras que 1996 es un año completamente anodino, el típico año de retirada, de «échate a un lado, que vienen Zaina y compañía».
Y así es, Chiappucci, se echa a un lado y se va al Asics, en principio como líder del equipo, pero en Romandía le pilla la UCI con un hematocrito del 51,8% y la sanción «por motivos de salud» le hace perderse Giro y Tour. Cuando vuelve, justo antes del Mundial, vuelven a pillarle con el hematocrito en unos valores que solo pueden explicarse por el consumo de EPO, indetectable durante todos los años que a Conconi le dio la gana. Apartado por el Asics, acaba sus años como profesional en el Amica Chips, retirándose a los treinta y cinco.
Queda en cualquier caso, como decíamos al principio, el recuerdo. Gianni Bugno fue el primero en ponerle algún pero: «Ha sido una gran victoria, pero difícil de creer», dijo nada más cruzar la línea de Sestrieres y todo el mundo pensó que a la zorra las uvas le parecía que estaban un poco amargas. Después saltó Fignon y después directamente la policía. Da igual. Piense cada uno lo que piense, Chiappucci sigue siendo un hombre feliz que corre clásicas en su honor por todo el mundo, la más reciente en la Costa da Morte gallega, junto al propio Indurain, Óscar Pereiro y Ezequiel Mosquera, el organizador.
Cuando le preguntan por sus títulos, entrevista tras entrevista, siempre responde lo mismo: «La gente no recuerda los títulos, recuerda el carisma». Puede que tenga razón. Puede que Chiappucci no enamorara a nadie con su estilo sobre la bicicleta, que no tuviera esa alineación perfecta de un Bugno, estático mientras el paisaje se movía detrás de él como en una película, pero marcó su tiempo y quedó probablemente como el último romántico, un tipo que se tiraba seis horas escapado no para salir en la tele como Virenque o Voeckler sino para ganarle el puto Tour de Francia a Miguel Indurain.
Fue segundo muchas veces, sí, quizá demasiadas, incluso en la versión italiana de La isla de los famosos, supongo que por no hacerle un feo, pero su nombre sigue resonando en la cabeza de al menos dos generaciones como ejemplo de resistencia y lucha. Un Diablo, con mayúscula, lo que tanto hemos echado de menos en estos tiempos de Sky, Astana y US Postal.
Gran lectura que, por un momento, me ha devuelto a las siestas de verano cuando con diez años empecé a disfrutar del ciclismo.
Hay que meter alguna mamada o guarrada de este tipo en el artículo que no hay comentarios y el de Amarma lleva tropecientos.
Pfff mi ídolo de pequeño. No se muy bien decirte porque, yo creo que por el apodo de diablo y más después de ver al tipo que iba con el tridente. Recuerdo las tardes de verano en casa de mis abuelos viendo el Tour y con ansia por ver si atacaba o ganaba una etapa.
La épica en estado puro. Lástima que los corredores de su especie se extinguieran hace tiempo. Atacaba subiendo, bajando, en llano… Probablemente sabía que no tenía nada que hacer contra Induraín, pero su insistencia y combatividad nos dieron grandes tardes de ciclismo. Gracias por aquellas tardes Claudio. Gracias Diablo.
Aquella etapa de Sestrieres y la del día siguiente, en Alpe D’Huez, fueron durísimas. El propio Indurain reconoció que le dio una buena pájara subiendo a Sestrieres.Suerte que ese bajón le vino relativamente cerca de la meta. La escapada de Chiappucci aquel día fue impresionante, pero en la siguiente etapa Miguel lo marcó en corto y no le dio opciones. Recuerdo que ganó la etapa Andy Hampsten, que llegó escapado al pie de Alpe D’Huez con Franco Vona (segundo ese día y en Sestrieres), Jesús Montoya y otros dos. Aquel Tour del 92 tuvo muy pocas etapas de alta montaña, prácticamente fueron sólo esas dos, pero qué par de etapas.
Gran artículo, felicidades.
Aunque suene mal decirlo, hay veces que pienso que el ciclismo era mucho más bonito y espectacular cuando todos estaban puestos hasta las cejas.
Te lanzo una idea: la contrarreloj de Bergerac del Tour del 94.
Todos siguen puestos hasta las cejas, Juan.
Veo mucho nostálgico, sí, no sin razón (en parte). Esa etapa tenía más o menos los mismos km que la suma de las dos etapas alpinas de La Toussuire y Alpe d’Huez del pasado fin de semana. ¿Vamos hacia una vueltización del Tour?
Lo único bueno es que el Tour (y en cierta medida las otras GV también) ha asumido que no hay que esperar a que llegue la segunda semana para que empiece la batalla. Me parece un acierto lo de fomentar la guerra desde el minuto 1 con etapas trampa de pavé, media montaña, etc, como hemos tenido estos últimos años. Nada más coñazo que aquellos Tour de los 90 con etapa prólogo y una primera semana irrelevante para escapadas y sprints.
Veo también un creciente interés del Tour por aprovechar los recorridos (y creciente e imparable tirón, a Dios Gracias) de las Clásicas de primavera, para esa primera semana: etapa en Valkenburg (2006), etapa en Lieja (2012), etapa en Huy (2015), etapas en Holanda y UK buscando el mal tiempo (2014, 2015), etc.
El próximo artículo se lo dedicas a Amstrong, a Ben Jhonson y para finalizar haces uno sobre la vida de Griffit o Marion Jones.
Más te valdría denunciar el doping y no ensalzar a unos deportistas tramposos que no son ejemplo de nada.
Ya basta de presentar a este indivuduo como ejemplo de ciclista. Hay que decirlo bien alto iba hasta las cejas de EPO.
Qué grande Chiapucci !!!! Ni era el mejor escalador, ni bien contra-relojista, pero fue el único que puso ligeramente nervioso al gran Indurain en los Tours que ganó.
Aun recuerdo una etapa no sé si en Pirineos o Alpes donde provoco con una ataque que Indurain, Giani Bugno y él mismo, recorrieran en trío solitario más de 100 kms con varios puertos de por medio.
Valiente, mucho, Chiapucci. Grande.
Muy bueno el artículo.
A ver cuándo hacéis en JD un artículo sobre el mayor FRAUDE del deporte español: Miguel Induráin, la antítesis de Merckx. Gracias
Que grande EL DIABLO, me da igual si iba puesto o no, en aquella época el que más y el que menos, algo llevaba, pero su carácter valiente y su forma de correr no te lo da ninguna sustancia dopante.
Sabía que quizás no tenía ninguna posibilidad contra el Gigante Navarro, pero prefería morir matando o al menos intentarlo. CHAPEAU!!!
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Señores, ya basta: Miguel Induráin es un MITO, no solo del deporte, sino de la España de los 90. Ya basta de implicarle en casos de doping cuando NI UNA SOLA VEZ ha habido el más mínimo indicio. Esta España nuestra (que idolatra a ciclistas mediocres como Chiapucci) es así.
Chiapucci sólo tuvo un par de tardes de gloria. En varios Tours y dos Giros frente al navarro (a razón de 22-23 etapas cada uno), Induráin literalmente lo machacó subiendo, bajando y contra el crono. Vamos a dejarnos ya de tonterías por una mera anécdota (una etapa en la que el Diablo ganó más por desfallecimiento del navarro que por sus propios méritos).
Saludos cordiales.
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Cuando leo esta clase de historias llego al éxtasis; pero de vuelta a la realidad me dan casi que ganas de llorar de la tristeza con el ciclismo actual que nos toca ver.
Solo no estoy de acuerdo con algo en este artículo: se tiende a satanizar a Luigi Cecchini, cuando varios de sus pupilos dicen que a él no le llamaba la atención aquello del dopaje ni que los estimulaba a practicarlo.
¿El segundo en sestriere no fue Zenon Jaskula?
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