Arquitectura literaria
Existe una razón para que la abadía de El nombre de la rosa esté emplazada en lo alto de una montaña.
El nombre de la rosa vendría a ser el Sherlock Holmes goes medieval de Umberto Eco. Y aquello era algo que la propia novela no se esforzaba ni lo más mínimo en ocultar: estaba protagonizada por Guillermo de Baskerville, un nombre que ya evidenciaba un batido referencial entre ese Guillermo de Ockham que se hizo famoso por inventar una navaja y el título de una de las aventuras de Sherlock Holmes firmada por Arthur Conan Doyle, El perro de los Baskerville. Pero más allá de lo nominal, y entrando de lleno en los modales propios, la obra del italiano también se manifestaba como heredera del detective sin dejar mucho hueco para que la duda entrase a sembrar sus cosas. Guillermo también tenía un Watson caminando a su lado (Adso) y una capacidad para elaborar deducciones certeras de las que hacen que los montadores de posproducción se peleen con una tonelada de flashbacks. El remate de su naturaleza semiclónica y fotocopiada del investigador del 221B de Baker Street lo encontrábamos en la presentación de ambos personajes sobre el papel.
Watson en Estudio en escarlata describía a Sherlock de la siguiente manera: «Superaba los seis pies en altura y era tan excesivamente delgado que parecía ser considerablemente más alto. Sus ojos eran agudos y penetrantes salvo en aquellos momentos de adormecimiento de los que os he hablado y su nariz era delgada, similar a la de un halcón, dando a su expresión un aire de alerta y decisión. Su barbilla era prominente y cuadrada señalando su carácter de hombre intrépido». Mientras Adso en la obra de Eco presentaba al monje franciscano con líneas sospechosas: «Su altura superaba la de un hombre normal y su delgadez le hacía parecer aún más alto. Sus ojos eran agudos y penetrantes, la nariz fina y ligeramente aguileña le otorgaba expresión de vigilante, excepto en ciertos momentos de lentitud de los cuales voy a hablar. Su barbilla denotaba voluntad firme a pesar de una cara cubierta de pecas». Lograba así que el lector empezase a tener la sensación de que aquí alguien se estaba pasando de listo un par de poblaciones al copiar en el examen. Pero el propio manuscrito sabía cubrirse las espaldas con soltura al sentenciar que «los libros siempre hablan de otros libros, y cada historia está contando otra historia que ya ha sido contada».
El nombre de la rosa se envalentonaba con ese metadiscurso y se convertía en una novela posmoderna que para despistar estaba enmarcada en el siglo XIV.
Eco no se limitaría a la obra de Conan Doyle a la hora de tirar anzuelos a trabajos ajenos. El nombre de aquel compañero de aventuras, Adso, era una coña culta basada en los Diálogos de Galileo Galilei. Y el bibliotecario ciego de la abadía se llamaba Jorge de Burgos porque era una alusión directa al Jorge Luis Borges que en la vida real también sería bibliotecario, también perdería totalmente la visión en un momento de su vida y sobre todo resultaría ser el autor de La biblioteca de Babel, una obra de la que El nombre de la rosa tomaba prestado el concepto de bibliotecas secretas y laberínticas. Aunque todo esto eran juguetes que entraban en el campo de las referencias, de los pequeños guiños que servían como ornamentación curiosa. Lo verdaderamente interesante de la novela se encontraba en otros detalles que a Eco le obsesionaban, como el mostrar una representación fiel de la época con diálogos que discutían las ideas políticas, teológicas o sociológicas del momento dentro del contexto de la iglesia, un esfuerzo que pasa silbando alegremente sobre las cabezas de los lectores que no hubiesen tenido la suerte de estar presentes en el siglo XIV.
La adaptación a celuloide de Jean-Jacques Annaud protagonizada por el padre de Indiana Jones prefería quemar la paja que rodeaba al misterio principal y optaba por descartar gran parte de ese material. Pero el escritor no se conformaría con el repaso enciclopédico y decidiría rematar la obstinación histórica de las páginas salpicando la trama con una serie de cameos de personajes reales de la época. Sería por culpa de uno de ellos por lo que los cimientos del monasterio tendrían que trasladarse a terrenos montañosos: Bernardo Gui. Porque existe una razón para que la abadía de El nombre de la rosa esté emplazada en las alturas.
Bernardo Gui era un inquisidor cabroncete que, ojo a esto, iba tan sobrado en lo suyo como para llegar a escribir una Guía del Inquisidor, algo así como el Inquisición para dummies del momento. Eco convertiría a tan ilustre figura en parte del casting de El nombre de la rosa y aquello le supondría un problema a su concepto del orden: en un momento dado de la investigación novelesca los personajes se topaban con algo bastante importante en el interior de una tinaja rellena de sangre de cerdo, y eso en la cabeza del escritor significaba que si quería ser fiel a la realidad probablemente tendría que prescindir del personaje de Gui. Porque los gorrinos no se sacrificaban hasta la llegada de las heladas y en el año 1327, donde estaba ambientada la historia, los meses de frío se correspondían con las fechas en las que estaba históricamente confirmado que Gui se encontraba fuera del país. Como Eco no quería pisotear la realidad le tocaba optar entre la presencia de sangre de cerdo, del personaje del inquisidor, o encontrar una solución alternativa. Y entonces se le ocurrió elevar la construcción de la abadía hasta las montañas, un emplazamiento que era alcanzado antes por el frío y justificaba una degollina de cerdos bastante más adelantada en fechas a las que se daban a ras de suelo, consiguiendo que tanto el contenido de aquella tinaja como el personaje de Gui pudiesen compartir protagonismo en el tiempo.
De todo aquello el lector ni siquiera se daba cuenta y ahí está la gracia: esa obsesión maniática del autor por un detalle que resulta virtualmente invisible acababa siendo poco menos que una genialidad, una prueba de lo mucho que las madres de algunas criaturas son capaces de desvivirse por detalles que consideran esenciales, por perfeccionar su mundo hasta niveles absurdos solamente por tener la necesidad de hacerlo.
Con un pad
Shenmue era un videojuego dirigido por Yu Suzuki que apareció en 1999 en la malograda consola Dreamcast. La obra planteaba una aventura ubicada en Yokosuka, Japón, entre los años 1986 y 1987, y lo admirable de la obsesión creativa de Suzuki era su empeño por trasladar la época y su entorno al mundo virtual. Un objetivo que se esforzaba en lograr en lo estético, introduciendo tanto la reverencia tradicional a la cultura japonesa como la occidentalización del país a finales de los ochenta, pero que sobre todo se reflejaba en la forma de construir una pequeña ciudad que se sintiera como un organismo vivo. En Shenmue el jugador era libre para callejear al margen de la historia principal, entretenerse en faenas opcionales como cuidar de un gato vagabundo recién nacido, coleccionar juguetitos o entablar conversaciones casuales con los habitantes. Y justamente estos últimos, los ciudadanos, conformaban el elemento más excepcional de la aventura, porque a diferencia de otros juegos, donde los secundarios eran tratados como atrezo con patas rondando aceras sin rumbo fijo, en la obra de Suzuki cada uno de ellos estaba programado para simular un comportamiento real: se levantaban por la mañana, desayunaban en cafeterías, iban de compras, sacaban paraguas y chubasqueros si el clima amenazaba tormentas, charlaban con los amigos y visitaban tascas antes de volver al lecho hogareño al anochecer.
Suzuki no tenía tanto interés en que jugases en su mundo como en que vivieses en él, y por eso también incorporó junto al ciclo de día/noche un conjunto de cambios climáticos (días nublados, lluvia, nieve…) que se generaban al azar otorgando variedad y realismo al paso de los días. Esa representación climatológica incluía un detalle que reflejaba la obsesión absurda de sus creadores por el realismo: una opción —escondida y desbloqueable— del menú del juego permitía encarar una partida simulando el mismo clima día a día que tuvo lugar durante aquellos años en el mundo real. Si en un domingo concreto de noviembre había nevado en Yokosuka el juego también regaría copos al alcanzar dicha jornada. Esta característica única era un detalle tan puntilloso como absurdo.
Shenmue también incluía una doble capa lúdica de realismo al permitir jugar a juegos dentro del juego. Si el personaje se acercaba a las máquinas recreativas podía echar partidas a otros títulos completos y más añejos de Suzuki como Hang-on o Space Harrier. No era una novedad: la aventura gráfica Day of the tentacle permitía jugar al Maniac mansion del que era secuela a través de un ordenador del escenario. Y el propio menú inicial de Call of duty: Black ops incluía un terminal en el que era posible acceder a la aventura conversacional Zork.
Aun así la aproximación más chiflada al mundo de pantallas dentro de otras pantallas llegaría con la obsesión por la parrilla televisiva en títulos como Gran Theft Auto: la cuarta y quinta entrega de dicha serie eran juegos que permitían a los personajes de su mundo encender la televisión y sentarse tranquilamente a contemplar la programación. El jugador se encontraba sentado frente al televisor controlando a un personaje virtual que se encontraba sentado frente al televisor, y de algún modo perverso aquel detallismo extremo le hacía a uno sentirse atrapado entre espejos. Heavy rain ofrecía, en caso de que nos diera por encender el televisor del juego y acampar en el sofá, tres asombrosos cortometrajes animados que resultaban ser mejores que el propio videojuego. Y The darkness jugaba a lo grande, sus creadores bucearon en las bibliotecas del dominio público para nutrir a las cajas tontas de la historia de una programación realista: dentro del juego era posible localizar entre los canales desde dibujos animados de Popeye hasta las películas completas de El hombre del brazo de oro o Matar a un ruiseñor, pasando por vídeos musicales o un capítulo de Flash Gordon.
Detallismo de celuloide
Alfred Hitchcock decidió que para rodar La ventana indiscreta era un absurdo el ponerse a buscar localizaciones cuando uno podía construirlas desde cero. Los de Paramount Studios le dieron un cheque en blanco y el británico se animó a levantar el escenario más gigantesco que el estudio había acogido, una construcción titánica que consistía en una treintena de apartamentos diferentes de los cuales ocho habían sido completamente amueblados. La edificación incluía suministros de agua y luz, con lo que en la práctica Hitchcock lo que había hecho era crear un set artificial que era una urbanización funcional. Si querías quedarte a vivir dentro podrías hacerlo con bastante comodidad.
Lo de Hitchcock en este caso concreto era detallista en cuanto al decorado, pero lo más habitual es que las grandes producciones acabasen volviéndose puntillosas en los departamentos de vestuario. Cuando la edición especial de El señor de los anillos aterrizó en los DVD lo hizo de la manita de una tonelada de extras en forma de varios making of sobre la criatura de Peter Jackson. Ojear aquellos diarios de producción acababa conduciendo tarde o temprano a la sección de vestuario en la cual, entre los miles de complementos de la moda orco producidos para el film, localizábamos trabajando a los chain mail technicians, o los encargado de una parte esencial del look guerrero en el mundo de Tolkien: las cotas de malla. Esas prendas de batallar que requería El señor de los anillos habían sido creadas de manera completamente artesanal, lo que significa que los mencionados chain mail technicians eran profesionales mañosos cuya labor en la película pasaba exclusivamente por fabricar las cotas de malla engarzando todos los aros que las componían, a mano y de uno en uno. Una decisión de producción tan laboriosa como para tener a todo un equipo ocupado en dejarse los dedos entre anillos durante un par de años, y un resultado final cuyo lucimiento en pantalla apenas era capaz de apreciar el espectador medio.
Robert De Niro perseguiría a los sastres que le hacían a medida los trajes a Al Capone en su momento hasta localizarlos y convencerlos de que se encargasen de confeccionar sus ropajes para interpretar con mayor veracidad al propio Capone en Los intocables. Coraline, una cinta de animación en stop-motion basada en un cuento de Neil Gaiman, tenía un reparto formado exclusivamente, como suele ocurrir en este tipo de animación, por muñecos. Y a la hora de vestir a ese casting en miniatura el equipo del film optó por la opción menos obvia: confeccionar la ropa a mano, como si fuesen pequeñas miniaturas de hilo y lana. Con tal fin se contrató a Althea Crome, una mujer especializada en coser tallas XXXS. Y la mujer se encargó de tejer todo el vestuario de manera minuciosa, incluso creando algunas piezas interiores que pese a vestir personajes no llegarían a verse en la película por ser eso mismo, interiores.
Eric Schawb trabajaba como segunda unidad en la película La hoguera de las vanidades cuando se encontró completamente obsesionado por un plano de la película. Sobre el papel era algo que parecía sencillo, pero Schawb acabó apostando contra el director del film, Brian De Palma, que era capaz de convertir aquello en una escena única invirtiendo la tozudez necesaria. El hombre se tiraría meses calculando la rotación de la tierra, su alineación con el sol y el recorrido de cierto tipo de avión al aterrizar para acabar descubriendo que dispondría únicamente de treinta segundos al año para rodar el plano tal y como lo vislumbraba en su cabeza. Una vez hechos los cálculos y determinado el día y hora exactos, Schawb desplazó al equipo hasta el lugar preciso y se rodó la escena. La obcecación costaría ochenta mil dólares, Schawb ganaría la apuesta y el plano en cuestión llegaría a ser parte de la película: se trataba del aterrizaje de un Concorde en el JFK Airport con el sol poniente al fondo, una imagen que ocuparía diez segundos del montaje final. Un esfuerzo que convirtió miles de dólares y meses de planificación en un instante casi inapreciable e inútil para todo el mundo, excepto para Schawb y su genial obsesión.
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He leído sólo la parte de El nombre de la rosa. No debe ser tan invisible el detalle porque lo has localizado.
El detalle del cerdo es conocido porque lo menciona el propio Eco en Apostillas a El Nombre de la Rosa, una serie de capítulos breves donde habla de su libro, la inspiración que tuvo, el porqué del título… En ocasiones las Apostillas son muy interesantes: por ejemplo Eco escribía mirando un plano que se había hecho de la propia abadia, con lo cual cuando sus personajes hablan y andan, era capaz de saber en qué sala estaban por lo que habían tardado en hablar.
El más maniático – y a la postre inútil – detalle cinematográfico obsesivo del que tengo noticia se halla en la soporifera Apocalypse Now Redux (un asesinato de remontaje o «como cargarse una obra maestra», convirtiendo un viaje al corazón de las tinieblas en las «aventuras de 4 colegas en barca» y dándole de pasada la razón a los tan denostados tijerazos), en la famosa secuencia de la plantación francesa. Coppola exigió, como se hace en Francia, que las botellas de vino se descorchasen media hora antes de rodar la escena de la cena, para que el vino estuviese ventilado y en su punto (pelota) ! Un detallito que, desprovistos del «odorama» de Polyester, nadie puede apreciar.
El detalle de la matanza de los cerdos y la razón de la situación de la abadía, lo explica Umberto Eco en «Apostillas al Nombre de la Rosa».
No hubiera estado de más por parte del redactor el haber dicho la fuente de su información.
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