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La leyenda de Billy el Niño (II): la guerra de Lincoln

Blazer's Mills, escenario de uno de los tiroteos más insólitos del Salvaje Oeste: un solo hombre contra una docena de pistoleros (Foto: DP)
Blazer’s Mills, escenario de uno de los tiroteos más insólitos del Salvaje Oeste: un solo hombre contra una docena de pistoleros (Foto: DP)

Viene de la primera parte.

La muerte de John Tunstall fue un punto de inflexión en el destino del joven Billy Bonney. Trabajando en su rancho había encontrado un hogar. Sus compañeros cowboys eran lo más parecido a una familia que había podido encontrar desde la muerte de su madre. Pero como ya narramos en la primera parte, Tunstall pagó con su vida la osadía de intentar establecer sus negocios en un territorio, el condado de Lincoln, donde imperaba la ley del más fuerte. Los dueños de «La Casa», que hasta entonces había sido el único comercio de la zona, controlaban el territorio en complicidad con el sheriff y la mayor parte de las autoridades locales, y no podían tolerar esa competencia.

La muerte de Tunstall colocó a Billy ante una difícil encrucijada. Podía marcharse para intentar encontrar empleo en otro territorio, empezando otra vez de cero. A fin de cuentas era joven, sociable, con una formación aceptable y un manejo virtuoso de las armas, habilidad muy valorada para los puestos de cowboy y vigilante de ganado. La otra opción era quedarse en el condado para enfrentarse a los caciques locales, vengando el asesinato de Tunstall y tratando de mantener vivos sus negocios. Este segundo camino, el de la revancha, era el que muchos de sus compañeros querían tomar. Y Billy, que por entonces tenía unos dieciocho años, tomó la determinación de permanecer junto a ellos, bien por ansias de venganza, bien por su fuerte sentimiento de pertenencia. De no quedarse en Lincoln hubiese llegado a cumplir los veintidós años, pero nunca hubiésemos escuchado hablar de él, ni hubiese protagonizado películas y novelas. En Lincoln habría de encontrar la muerte física y la inmortalidad histórica y literaria.

Los empleados de Tunstall que decidieron quedarse en Lincoln sabían que esa era la opción más temeraria, que la situación iba a  degenerar en una guerra de bandas, pero no se condujeron de manera irreflexiva. Al contrario, calcularon muy bien los pasos a seguir en su ajuste de cuentas. Entre ellos se contaban algunos hombres experimentados que sopesaron muy bien las consecuencias negativas de una venganza en caliente. Entendieron que si salían a cabalgar por las buenas para abatir a tiros a sus enemigos se convertirían ipso facto en criminales perseguidos por la ley, por lo que pronto tendrían encima a medio New Mexico. Además, recibieron la influencia ponderadora de Alexander McSween, el otro comerciante que intentaba abrirse camino frente al sistema local de poderes y que, escandalizado por la muerte de Tunstall, estaba de acuerdo en que había que castigar a los culpables. Sin embargo, McSween era un hombre civilizado que abominaba la violencia y declaró que únicamente ofrecería su colaboración si se trataba de hacer justicia conforme a lo estipulado por la ley. Ese fue el acuerdo por el que McSween y sus cowboys se convirtieron en un importante apoyo para los antiguos empleados de Tunstall.

Alexander McSween era un comerciante que detestaba la violencia; entendió demasiado tarde que un lugar como Lincoln no era para alguien como él.
Alexander McSween era un comerciante que detestaba la violencia; entendió demasiado tarde que un lugar como Lincoln no era para alguien como él. (Foto: DP)

Así se conformó un grupo compuesto por hombres de Tunstall y de McSween, cuyo objetivo era capturar a los culpables de la muerte del comerciante inglés. Acudieron al juez de paz de Lincoln, uno de los pocos funcionarios locales que no estaban comprados por La Casa, y expusieron su caso. Solicitaban un permiso especial para detener a su lista de acusados. Aquella era una petición delicada, ya que entre los nombres de la lista se contaban algunos ayudantes del sheriff, pero no podía considerarse extraña. De hecho, dado que la escasez de agentes de la ley en los territorios fronterizos era crónica, conceder una licencia temporal a ciudadanos comunes para que actuasen como alguaciles en la resolución de determinados asuntos era una práctica no solamente habitual sino perfectamente ajustada al código de derecho estadounidense. Muchos criminales eran detenidos no por agentes de la ley profesionales, sino por partidas de ciudadanos autorizadas para ello. El juez de paz de Lincoln, después de escuchar la narración de los hechos —hechos que sin duda ya conocía por otras fuentes— eligió a dos de los hombres más sensatos del grupo de peticionarios, Dick Brewer y Atanasio Martínez, y los nombró alguaciles jefe, responsables de conducir las detenciones. De manera espontánea eligieron al primero como cabeza del grupo y después adoptaron una denominación para la ocasión; desde ese momento se harían llamar los Reguladores. Ese sería el nombre con el que pasarían a la historia.

Como es lógico, la licencia temporal concedida por el juez implicaba ciertas condiciones que los recién bautizados Reguladores debían cumplir a rajatabla. Convertidos en una improvisada policía ciudadana, se comprometían a hacer todo lo posible para que las detenciones se produjeran sin derramamiento de sangre. Si los acusados eran atrapados, debían retornar vivos a Lincoln para ser juzgados con garantías (aunque, todo sea dicho, el que hubiese o no verdaderas garantías judiciales en aquel territorio era asunto dudoso). Es posible que el juez de paz no fuese completamente consciente por entonces, pero incluso con toda aquella parafernalia legal, el asunto tenía pinta de llevar dentro de sí el germen de una guerra de bandas. También parece poco probable que alguien como McSween no entendiera que un brote de violencia resultaba inminente, pero sin duda el asesinato de Tunstall lo había convencido de que trataba con enemigos muy peligrosos y que debía poner de su parte para defenderse. Decidió confiar en que los Reguladores actuarían con una mesura acorde a la responsabilidad legal que ahora asumían como alguaciles. Se equivocó.

De justicieros a forajidos

El nombramiento de aquella partida cuasi policial tomó por sorpresa a los propietarios de La Casa, los caciques locales Lawrence Murphy y James Dolan, quienes, por descontado, no recibieron la noticia con particular alegría. Varios de sus empleados estaban en la lista de sospechosos de los Reguladores y eso resultaba muy inquietante, sobre todo porque suponía una amenaza para la preponderancia de sus negocios. ¿Acaso no utilizarían los Reguladores su licencia legal para intentar desembarazarse de La Casa? Tampoco el sheriff Brady se sintió muy feliz sabiendo que algunos de sus propios ayudantes figuraban en aquella lista. Pero, ¿qué podían hacer al respecto? Si aquella panda de cowboys tenía el beneplácito del juez para ir por ahí deteniendo gente, el asunto sobrepasaba la competencia de la Casa y sus ad latere. Aun así, Brady probó suerte y lanzó su dado. Antes de que los Reguladores abandonasen Lincoln para cumplir su misión, detuvo a Atanasio Martínez, metiéndolo en una celda sin motivo alguno. La carencia de un pretexto legal medianamente verosímil era tan palmaria —y recordemos, el juez de paz estaba supervisando el asunto— que finalmente accedió a dejarlo en libertad transcurridas unas pocas horas. Brady se dio cuenta de que iba a necesitar la intervención de instancias superiores. El juez de paz se había convertido en un obstáculo que ni él, ni Murphy, ni Dolan podrían sortear por sí mismos. Iban a necesitar la ayuda de sus contactos políticos en Santa Fe.

Entretanto, los Reguladores montaron en sus caballos y cabalgaron por el territorio buscando a los cinco primero nombres de su lista, los considerados autores materiales del asesinato de Tunstall. No tuvieron que cabalgar mucho. Localizaron a tres de ellos acampados cerca de un río; en cuanto reconocieron a los jinetes que iban en su busca huyeron, lo que dio lugar a una secuencia propia del mejor largometraje del Oeste, pues durante varios kilómetros fueron perseguidos a tiros hasta ser finalmente acorralados en un recodo sin escape. Dick Brewer, líder de los Reguladores, les habló desde la distancia, haciéndoles notar que no tenían escapatoria y consiguiendo que se entregasen sin oponer resistencia bajo la promesa de llevarlos vivos hasta Lincoln. Promesa que no llegaría a cumplirse. Aunque existen varias versiones de lo que sucedió durante el camino de regreso, a grandes rasgos todas coinciden en su desenlace. Se sabe que pese a la intención inicial de los quienes comandaban el grupo, que querían honrar la palabra dada y cumplir el mandato del juez, se produjo un conflicto interno entre los partidarios de respetar la ley y los partidarios de ejecutar una venganza.inmediata. Se impuso la voluntad de los segundos, al parecer con violencia de por medio cuando uno de los Reguladores —William McCloskey, que mantenía amistad con los detenidos y trató de defenderlos— fue tiroteado por uno de sus propios compañeros. Después, los tres detenidos fueron acribillados a balazos. Varios días después los Reguladores volvieron a presentarse ante el juez de paz no con tres prisioneros, sino con tres cadáveres agujereados de forma macabra; se dice que cada prisionero había recibido once balas, una por cada uno de los Reguladores presentes, lo cual era la manera de asegurar que todos ellos se responsabilizarían por igual de los homicidios.

Huelga decid que necesitaban intentar justificar aquellas muertes ante el juez, así que afirmaron haber disparado en defensa propia al resistirse con violencia los detenidos, resistencia de la que presentaron como prueba el cadáver de McCloskey. El relato podía parecer inverosímil, pero fue dado como bueno. A fin de cuentas era exactamente la misma mentira que tanto el sheriff como los pistoleros de La Casa habían argüido para justificar la muerte de Tunstall. Tal vez el juez de paz creyó el relato de los Reguladores. O quizá estaba harto de la corrupción imperante en el condado, por lo que tampoco cabe descartar la posibilidad de que en su ánimo pesara la idea de que un poco de manga ancha era lo que se necesitaba para contrarrestar el poder de la estructura mafiosa de La Casa. En cuanto a los dos siguientes nombres de su lista, los Reguladores no tuvieron que molestarse en capturarlos. Ambos hombres sufrieron un casual giro del karma aquel mismo día: sorprendidos intentando robar ganado en una reserva india, fueron tiroteados por los vigilantes. Uno de los dos ladrones murió y el otro, herido de gravedad, fue encarcelado y puesto bajo cuidado médico con vistas a llevarlo ante un juez si conseguía sobrevivir.

El sheriff Bill Brady, brazo armado de los caciques locales de Lincoln. (foto: DP)
El sheriff Bill Brady, brazo armado de los caciques locales de Lincoln. (foto: DP)

La campaña de vendettas había empezado bien para los Reguladores. Tras cometer tres homicidios (o cuatro, si les atribuimos también el de McCloskey) y habían salido indemnes. Otros dos de sus objetivos habían caído en la reserva india, lo cual ayudaría a completar su lista con mayor rapidez. Pero era cuestión de tiempo que los enemigos de los Reguladores recurriesen a su artillería. Las noticias sobre aquella actividad alguacilesca no tardaron en llegar hasta Santa Fe, y las autoridades estatales, que siempre habían protegido a La Casa, también se dieron cuenta de que el poder de sus socios Dolan y Murphy podría derrumbarse rápidamente si no hacían algo al respecto. El gobernador del estado, Samuel B. Axtell, era bien conocido por sus corruptos manejos y sus oscuras amistades, entre las que se encontraban los caciques de Lincoln, e hizo honor a esa fama con una jugada digna de Maquiavelo. Como buen tahúr político que era, se sacó de la manga un as, anunciando que el nombramiento del juez de paz de Lincoln se había producido de manera irregular (con justificaciones tan peregrinas como podamos imaginar), por lo cual quedaba inhabilitado de inmediato por orden gubernativa. Y ya de paso, cualquier potestad que hubiese concedido a los Reguladores para actuar en nombre de la ley quedaba revocada de manera automática. Esto era una muy mala noticia para Billy el Niño y sus compañeros. De continuar con sus acciones, que ya no contaban con el paraguas de una licencia judicial, se convertirían en criminales perseguidos por la ley. Aquello volvía a situarlos en una difícil disyuntiva. Si bajaban la cabeza y renunciaban a continuar buscando los nombres que había anotados en su lista, nunca podrían vengarse y mucho menos reactivar los negocios del difunto Tunstall. Tendrían que emigrar. Pero si decidían continuar, todo el aparato policial y legal del condado, e incluso del estado, se echaría sobre ellos. Una vez más, optaron por la venganza. Era demasiado tarde para echarse atrás. No iban a detenerse ahora. Si tenían que enfrentarse a la ley, lo harían. Si tenían que pelear, pelearían. Teniendo enfrente incluso al propio gobernador, aquello tenía visos de convertirse en una misión suicida, pero los Reguladores habían tomado, por segunda vez, una decisión irrevocable.

Estalla la guerra de Lincoln

Bien sabían que estaban a punto de convertirse en forajidos, así que se dijeron que ya no tenía mucho sentido andarse con remilgos. Ahora ejecutarían su venganza por las buenas, sin necesidad de ningún simulacro de protocolo legal. De todos modos iban a ser perseguidos en cuanto hiciesen el siguiente movimiento. Así pues, decidieron apuntar alto e ir a por quien de verdad era uno de sus principales objetivos, al que probablemente no hubiesen podido detener con respaldo legal, pero al que sí podían matar: el sheriff Brady.

Bill Brady era fácil de localizar, desde luego. Era el sheriff, así que, salvo emergencia, estaba siempre en la localidad de Lincoln. Lo único que los Reguladores necesitaban era apostarse y esperar a verlo pasar por la calle. Seis de ellos, incluido Billy el Niño, se ocultaron en la antigua tienda de Tunstall, que ahora permanecía cerrada al público. En la parte trasera había una especie de corral que daba al exterior, y allí unos vigilaban la calle ocultándose tras el muro del patio mientras otros hacían tiempo dándole de comer al perro del difunto comerciante británico. Transcurrió el tiempo. Finalmente lo vieron acercándose al almacén acompañado por algunos de sus ayudantes. Por sorpresa, desde detrás del muro y casi al modo de francotiradores, los Reguladores abrieron fuego sobre Brady, que fue abatido con más de una docena de disparos en el cuerpo, muriendo al instante. Uno de sus ayudantes quedaba tendido en el suelo —malherido, tampoco lograría sobrevivir, falleciendo a las pocas horas— mientras los demás corrían a esconderse. Los testigos afirmaron después que la mayor parte de los aciertos fueron obra de Billy el Niño, que demostró tener la misma puntería en mitad de la acción que cuando practicaba disparándole a latas y botellas. Pese a no ejercer todavía una posición de liderazgo, el nombre de Billy empezó a adquirir resonancia en la región, ya que se lo acusaría formalmente del asesinato de Brady, lo cual lo convertía en un buscado fugitivo. Por cierto, también hubo heridos entre los Reguladores cuando dos de ellos corrieron hacia el cadáver del sheriff para recuperar su arma, poniéndose así en la línea de tiro de uno de los ayudantes, quien, asomándose desde su improvisado escondite, los sorprendió con un único disparo de rifle que atravesó el cuerpo de un Regulador, entrando la bala por un lado del abdomen, saliendo por el otro e impactando también en su compañero.

Cumplida la tarea de eliminar a Brady, los Reguladores recogieron a sus dos heridos y se marcharon de Lincoln para evitar una represalia. Ahora que también estaban en alerta las autoridades de Santa Fe, nunca podían estar seguros de cuántos hombres iban a dedicarse a perseguirlos. En todo caso, el asesinato de Brady enseñó a todos los poderes del condado —y del estado— que los Reguladores no estaban dispuestos a parar hasta conseguir tachar todos los nombres que tenían en su lista, ni siquiera cuando eso significaba que ahora serían unos proscritos. La actitud de los Reguladores, en su contexto, tenía cierto sentido. Si pretendían continuar con los negocios del difunto Tunstall tenían que inhabilitar el poder de La Casa y sus secuaces. Y la violencia era la única forma de abrirse camino en un territorio tan salvaje como aquel, donde el futuro de un nuevo negocio dependía de cuánto y cómo de bien se era capaz de disparar, no de lo hábilmente que se manejase una empresa. Esto era frecuente en territorios de la frontera, donde unos trataban de desplazar a otros por la fuerza. Así pues, decididos a hacerse con el control del condado, los Reguladores cabalgaron hacia el sur durante tres días, hasta estacionar en Blazer’s Mills, un aserradero en torno al cual había emergido una pequeña aldea formada por un puñado de viviendas y almacenes construidos con adobe, al estilo mexicano. Es decir, un paisaje no muy distinto al que usted podrá imaginar si trata de situar la acción de un tiroteo propio del cine western. Se detuvieron allí para descansar y coordinar sus acciones venideras, pero una jugarreta del destino propició que aquella dispersa conjunción de casas se convirtiese en escenario de un insólito enfrentamiento que iba a parecer más propio de las novelas baratas de aquellos mismos años que de la propia realidad. Los Reguladores estaban a punto de sufrir un inconcebible revés, derrotados por un único hombre.

Otro de los nombres que figuraba en la lista de los Reguladores era el de Buckshot Rogers, un empleado de La Casa, experimentado ranchero y cazador, que era además un magnífico tirador. Sabiendo el golpe que Rogers estaba a punto de asestar a los Reguladores, resulta paradójico pensar que había sido uno de los menos dispuestos a enfrentarse a ellos. De hecho, días antes, en cuanto supo que los empleados de Tunstall se habían convertido en una especie de policía y entendió que irían a por él, pensó que la mejor decisión que podía adoptar era la de hacer el equipaje. Puso en venta su granja con urgencia, y aunque encontró un comprador, este necesitaba algunos días para tener preparado un cheque bancario, trámite que un territorio como aquel no podía ejecutarse al momento. Así pues, Rogers se vio obligado a esperar por su cheque, suponemos que con muy pocas ganas de cruzarse con alguno de los hombres de Tunstall. Pero el destino no estaba de su lado y quiso que se citase con su comprador… en Blazer’s Mills. Desconociendo que los Reguladores habían elegido precisamente ese lugar para reponerse, el mundo debió de caérsele a los pies cuando llegó con la idea de recoger su dinero y en cambio se encontró a una docena de sus enemigos sentados en torno a una mesa de la cantina local. Ni siquiera habían tenido que ir a buscarle; él se había tomado la amable molestia de aparecer ante ellos. Desalentado, sabiendo que no tenía escapatoria —y que le habían visto— Buckshot Rogers se sentó en los escalones delanteros de una casa, con su rifle en las manos y sabe Dios qué cosas pasando por su mente.

Entretanto, en la cantina, los Reguladores discutieron cómo actuar. Rogers estaba solo. A alguno de ellos debió de parecerle excesivo atacarlo por las buenas sin darle ocasión a rendirse. Al menos eso debió de pensar Frank Coe, uno de los empleados de Alexander McSween, que se ofreció para intentar convencerlo de que se entregase sin resistencia. Los demás decidieron esperar para comprobar si tenía éxito. Coe salió de la cantina, fue hacia Rogers y se sentó junto a él en el escalón, iniciando una tranquila pero siniestra conversación cuyas palabras exactas no conocemos pero que suponemos hubiese encajado bien en una película de Sam Peckimpah. Sí sabemos que Coe trató de razonar señalando lo obvio: Rogers estaba completamente solo ante una docena de pistoleros y la opción más sensata era la de entregarse. Pero Rogers, silencioso y taciturno, se comportaba como si estuviese ya mentalizándose para lo peor. Pensaba que era el objetivo de una venganza y que si se rendía sin luchar lo matarían igualmente. Coe insistió hasta entender que no tenía nada que hacer. Rogers no quería rendirse. La conversación terminó justo cuando el resto de Reguladores, considerando que ya habían esperado lo suficiente, empezaron a salir de la cantina con paso rápido y armas en ristre. Si la presa no se doblegaba, ellos la cazarían.

En cuanto Buckshot Rogers los vio aparecer, alzó su propio rifle y empezó a disparar. Los Reguladores respondieron. Rogers había hecho las maletas, pero no era un cobarde, y cuando se vio obligado a luchar demostró que tenía los nervios de acero. Incluso en apabullante inferioridad numérica y con las balas de varios tiradores silbando a su alrededor, fue capaz de defenderse con frialdad, demostrando que su puntería de avezado cazador era aterradoramente precisa. Uno tras otro, cuatro Reguladores fueron cayendo al suelo heridos, hasta que el resto entendió que lo mejor era protegerse de la endiablada precisión de Rogers detrás de algún objeto o esquina. Debieron de sentirse muy confusos. Habían sido apenas unos instantes —al contrario de lo que muestran las películas, aquellos legendarios intercambios de disparos al descubierto nunca duraban mucho— pero habían bastado para que todos hubiesen tenido que detener su avance por causa de un único hombre. Cuatro de ellos permanecían en tierra heridos. Rogers había frenado a los Reguladores, aunque no pudo evitar ser diana a su vez. Pese a la numantina determinación que demostró durante aquella apoteósica exhibición de resistencia en solitario, estaba en el blanco de demasiados tiradores y con demasiadas balas volando en su dirección como para que la mera lógica no impusiera su sentencia. Fue herido de gravedad y, como pudo, retrocedió hacia la puerta de la casa, entrando en ella. Ni sabiéndose malherido evidenciaba intención alguna de rendirse.

La casa donde Buckshot Rogers resistió hasta el final. (foto: DP)
La casa donde Buckshot Rogers resistió hasta el final. (foto: DP)

Los Reguladores estaban estupefactos. Buckshot Rogers se había defendido como una fiera y aun retrocediendo con balas en su cuerpo había sido capaz de abatir a varios de ellos. Aquel individuo era el más fiero luchador con el que se habían encontrado desde que comenzasen su campaña de represalias. Tan impresionados estaban que el ánimo vengador resultó ahogado por el instinto de supervivencia. Empezaron a ocuparse de rescatar a sus compañeros heridos, sin saber muy bien qué más hacer. Podían rodear la casa, sí, pero, ¿quién en su sano juicio iba a acercarse hasta el escondite de Rogers, que parecía capaz de acertar a una mosca en pleno vuelo? El líder de los Reguladores, Dick Brewer, estaba exasperado. Pero no le parecía buena idea pedir a sus compañeros que se jugasen el pellejo acercándose al edificio y, como capitán ejemplar, decidió hacerlo él mismo. A hurtadillas fue aproximándose a la casa, hasta llegar a una pila de troncos que había cerca de la entrada. Se parapetó tras ella. Rogers no había disparado. Eso demostraba que no estaba vigilando desde dentro, y que quizá no estaba en condiciones de defenderse. Con precaución, Brewer asomó la cabeza y echó un breve vistazo. Vio a Rogers tumbado boca abajo sobre un colchón, sangrando abundantemente. Aquella era la ocasión perfecta para acabar con él. Pero Brewer no quiso exponerse demasiado y cuando disparó varias veces hacia el interior de la casa lo hizo a bocajarro, sin apuntar con demasiada precisión. Debió de creer, grueso error, que la cantidad de tiros bastaría por sí sola para hacer blanco. Cuando asomó la cabeza por tercera vez para comprobar si había dado en la diana, sonó un disparo. Uno de sus ojos fue reventado por una bala. Dick Brewer, líder de los Reguladores, ya era cadáver cuando cayó al suelo. Rogers, tendido en el colchón, aún había tenido fuerzas para defenderse. Había visto volutas de humo revoloteando sobre la pila de troncos y así supo dónde se ocultaba el tirador. Había alzado su rifle, esperando astutamente a que Brewer volviese a asomar la cabeza.

El resto de los Reguladores se sintieron todavía más conmocionados. Un único hombre les había plantado cara con la terrible eficacia de todo un pelotón, y como desgraciado desenlace acababan de perder a su cabecilla. Desmoralizados, decidieron que Rogers era un objetivo inatacable. Subieron a sus monturas y se marcharon para lamerse las heridas en otra parte. El destino de Buckshot Rogers, empero, no tenía mejor color. El hombre que había ido a Blazer’s Mills para recoger un cheque y que a cambio había protagonizado la proeza de hacer retroceder a toda una banda de pistoleros, continuó desangrándose sin que nadie pudiese hacer nada por ayudarlo. Murió al día siguiente.

La esperanza después de la derrota

Los Reguladores ya no sabían si estaban huyendo o si todavía eran ellos quienes perseguían a otros. En la realidad, ambas cosas eran ciertas. Ahora eran fugitivos, pero la guerra no se iba a detener por sí sola, así que estaban obligados a continuar luchando. Cabalgando de nuevo hacia el norte, llegaron a Fort Sumner, una antigua instalación militar que los soldados estadounidenses habían abandonado tiempo atrás y que ahora estaba habitada por familias mexicanas. Allí decidieron que Frank McNab sería su nuevo jefe. Era la opción más natural, porque McNab había estado ejerciendo de primer lugarteniente para el difunto Dick Brewer. Por lo demás, Fort Sumner era el sitio perfecto donde descansar, reponerse de las heridas e incluso divertirse, ya que entre los atractivos del lugar estaba el ambiente festivo de los mexicanos y la presencia de chicas jóvenes. Allí permanecieron durante dos meses. Billy el Niño estaba como en su casa. Gracias a su carácter amigable, su facilidad para relacionarse con los mexicanos y su dominio del español, se integró a la perfección. Pero, al igual que sus compañeros, sabía que no podía quedarse allí para siempre. Con el paso del tiempo, los Reguladores fueron abandonando el fuerte —para visitar a sus familias, para resolver sus asuntos económicos, etc.—, dividiéndose en grupos según el destino que tomase cada cual.

El gobernador Axtell, corrupto, autoritario y participante de una estructura mafiosa estatal. (foto: DP)
El gobernador Axtell, corrupto, autoritario y participante de una estructura mafiosa estatal. (foto: DP)

Las cosas no estaban menos agitadas en el otro bando. Se había nombrado un sustituto del difunto Brady, John Copeland, que como nuevo sheriff tendría la difícil papeleta de intentar pacificar un condado sumido en el más completo caos. Nombró su segundo a George W. Peppin, que también había sido ayudante de Brady y había presenciado su muerte. Pero Copeland cometió el error de mostrarse comprensivo con la causa de los Reguladores. Debió de pensar que tenían su parte de razón o que no eran menos implacables que sus competidores, pero como fuese, su posición salomónica resultaba inaceptable para La Casa. El jefe de la policía local debía trabajar para ellos, o de lo contrario debía renunciar al puesto. Copeland vio cómo conspiraba contra él incluso Peppin, su ayudante, que se sumó a la presión de La Casa para forzarlo a dimitir casi sin haber tenido tiempo de ocupar su silla. Finalmente fue apartado del puesto. Peppin tomó su lugar. Era el tercer sheriff que Lincoln tuvo durante aquel turbulento periodo, pero como veremos no sería el último (ni el penúltimo). Peppin no se molestó en disimular a quién entregaba su lealtad, ya que desde el principio actuó como comandante de campo de la facción de La Casa e incluso nombró como ayudante a uno de los sospechosos del asesinato de Tunstall. George Peppin era como una nueva versión de Brady y su política era exactamente la misma que la de aquel: cazar a los Reguladores a cualquier precio.

Organizó rápidamente un grupo de pistoleros recurriendo tanto a empleados de La Casa como a bandas aliadas, los «Guerreros de Seven Riders» o la banda de Jesse Evans. Este último era quizá el personaje más temido de todo el territorio y la sola mención de su nombre bastaba para hacer palidecer a muchos. Cumplida la treintena, Evans era mestizo y su ascendencia cherokee se dejaba notar de manera evidente en su aspecto físico. Había trabajado de cowboy y también acumulaba un amplio historial delictivo como ladrón y cuatrero. Tenía varios homicidios a sus espaldas e incluso había sido procesado por asesinato, aunque había quedado absuelto de manera poco comprensible, ya que casi nadie dudaba de su culpabilidad. Es muy probable que aquella absolución se debiese, como tantas otras decisiones judiciales extrañas de New Mexico, a la influencia de la corrupta cúpula del estado, con la que Evans tenía contacto.

La cacería no tardó en empezar. Una partida conjunta formada por los hombres de Jesse Evans y los Guerreros de Seven Rivers localizó a tres Reguladores en un rancho. Allí estaban el nuevo líder de los Reguladores, Frank McNab, Frank Coe y un tercero llamado Ab Saunders. No tuvieron demasiadas oportunidades. Aunque trataban de esconderse, fueron acorralados y sobre ellos cayó una lluvia de balas. McNab murió en el acto —los Reguladores volvían a quedarse sin líder— y Saunders fue herido de gravedad. Frank Coe salió ileso, pero fue hecho prisionero y encerrado en una celda, aunque pocos días después escapó, al parecer con la colaboración directa de un ayudante del sheriff (no está claro si con ayuda de sobornos o sencillamente por amistad). Esto supuso otro duro golpe para los Reguladores, aunque no quedó sin represalia, porque al día siguiente cuatro miembros de los Guerreros de Seven Rivers fueron tiroteados hasta la muerte, suponemos que después de haber sido tomados por sorpresa. Aunque nunca se llegó a saber quién lo había hecho, algunos lo atribuyeron a Billy el Niño, cuyo papel en la muerte de Brady era ya un hecho bien conocido.

Las tornas habían cambiado. Los Reguladores habían pasado de perseguidores a perseguidos. Tiroteo tras tiroteo su número había ido decreciendo. Varios de los que todavía quedaban con vida, entre ellos Billy el Niño, acudieron al único aliado que todavía tenían: el comerciante Alexander McSween. Se refugiaron en su casa, pero aquello pronto probó ser una mala idea. Los pistoleros del cacique James Dolan rodearon con rapidez la vivienda, en la que quedaron atrapados McSween, su mujer y los Reguladores supervivientes. La guerra entre bandas había tomado un cariz alarmante, como prueba el que hiciese acto de aparición nada menos que un escuadrón de la caballería con el encargo de procurar que los Reguladores que se ocultaban en casa de Mcsween fuesen detenidos sin derramamientos de sangre innecesarios. Aquello era la señal de que en Santa Fe empezaban a encontrar intolerable la situación de desorden en Lincoln, entre otras cosas porque la prensa de la ciudad estaba dándole una enorme repercusión y el público de la capital del estado, claro, se preguntaba para qué demonios servían unos gobernantes que no eran capaces de detener aquella sangría.

El asedio a la casa de McSween duró cinco días. Cabe imaginar la desesperación de quienes estaban dentro. Los sitiadores únicamente dejaron salir a la esposa del comerciante, la única mujer presente, pero los demás no parecían tener escapatoria. El propio McSween se mostraba completamente hundido; no era un hombre de acción, no sabía cómo asimilar la situación. Su angustia empezó a resultar contagiosa y varios de los Reguladores terminaron también con los nervios a flor de piel al cabo de varios interminables días de encierro en aquella ratonera. Pero fue en aquellas circunstancias tan adversas, ya sin la presencia de algún jefe natural, cuando Billy el Niño empezó a demostrar, pese a su juventud, una enorme fuerza de carácter. Mientras los demás flaqueaban, aquel chaval casi imberbe empezó a trazar un plan de huida que, si bien difícil, captó la atención de sus compañeros. Se agarraron a la idea de Billy como a un clavo ardiendo. Y la idea no era mala, o al menos era la única que en aquella situación ofrecía la posibilidad de que algunos de ellos, por lo menos, sobreviviesen. Billy planeó que durante la noche se dividiesen en dos grupos. Uno, liderado por él, saldría por una ventana y a base de abrir fuego sobre el cerco trataría de correr hasta el almacén de Tunstall, que estaba bastante cerca, para atravesarlo y escapar hacia el exterior del pueblo. El otro grupo —donde estarían McSween y los menos combativos— aprovecharía la confusión reinante en el lado opuesto de la casa para salir en dirección a un río próximo, y desde ahí aprovechar las horas nocturnas para alejarse de Lincoln. El entusiasmo de Billy empezó a contrarrestar el pesimismo reinante. El chaval era inteligente. Quizá su plan funcionase.

Fuese buena idea o no, tampoco tuvieron demasiado tiempo para discutirla. Durante la quinta noche de asedio no les quedó más remedio que ponerla en práctica cuando sus acosadores prendieron fuego a la casa para obligarlos a salir. Y salieron. Precipitadamente, pero siguiendo el plan de Billy. Con una temeridad que sorprendió incluso a sus enemigos, Billy y algunos de sus compañeros salieron por una ventana disparando a bocajarro y haciendo a su vez frente a un aluvión de balas. El pequeño grupo corrió hacia el almacén de Tunstall, pero cuando estaban a punto de llegar se dieron cuenta de que también allí había tiradores esperando. Se dieron vuelta y corrieron hacia el río, donde se encontraron con el otro grupo de fugitivos, que también había abandonado la casa bajo un chaparrón de disparos (el elemento de distracción no funcionó porque no había parte de la casa que no estuviese vigilada). Allí pudieron hacer recuento de las bajas. Habían perdido a cuatro hombres (en el bando opuesto se había producido una única baja) y el propio Alexander McSween había muerto, con lo que se habían quedado sin su único aliado.

Los escasos Reguladores que consiguieron escapar aquella noche ya no podían ser considerados una facción capaz de continuar plantando cara a unos enemigos más numerosos que además contaban con apoyo de la ley y el propio ejército. La guerra de Lincoln había terminado. Los Reguladores habían perdido. Y Billy el Niño era ahora un fugitivo bajo el que pesaba una acusación por el asesinato de un sheriff. Vagando a pie por aquel duro territorio, en mitad del inclemente verano de New Mexico, veía cómo su vida terminaba de desmoronarse, mientras, por el contrario, su nombre empezaba a resonar más allá de los límites del condado. Ya no tendría descanso en los meses que le quedaban de vida. Pudo comprobarlo cuando desde Santa Fe llegó la gran noticia: con tal de pacificar el territorio, se concedía una aministía penal a todos los involucrados en la guerra de bandas que abandonasen de inmediato la violencia. El joven William Bonney debió de sentir un duro golpe cuando supo que la amnistía se aplicaba a todos… excepto a él. Matar a un sheriff era algo ante lo que el estado no estaba dispuesto a hacer la vista gorda. Y veremos que, pese a todo, estuvo a punto de conseguir un perdón. O eso creyó él. Porque, entretanto, la leyenda estaba atrayéndolo hacía sí como un remolino en el agua atrae al náufrago, y Billy el Niño se ahogaría en ella.

(Continua aquí)

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8 Comentarios

  1. Pingback: La leyenda de Billy el Niño (I) - Jot Down Cultural Magazine

  2. Cide Hamete

    Magnífico par de artículos. Esperando el tercero con ansia.
    ¿Qué serie o película recomendarías sobre el tema?
    Gracias

  3. Apasionante lectura, se paladea sobremanera.
    Felicidades. Y a la espera de la continuación.

  4. Muy bueno. Pedido: no espoilear la narración con el epígrafe de las fotos, por favor

  5. Pingback: La leyenda de Billy el Niño (III): la traición - Jot Down Cultural Magazine

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