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John Gotti (y IV): La caída

Una imagen elocuente: el Ravenite Social Club, cuartel general "secreto" de los Gambino, en alquiler tras la caída de John Gotti (Foto: Corbis)
Una imagen elocuente: el Ravenite Social Club, cuartel general «secreto» de los Gambino, en alquiler tras la caída de John Gotti (Foto: Corbis)

(Viene de la tercera parte)

La Cosa Nostra. Esto no es un puñado de amigos tuyos. (…) Un tipo puede tratarte bien y por eso quizá creas que es un buen tipo. Pero para mí, eso no lo convierte en buen tipo. Para mí, eso lo convierte en un hijo de puta. No lo convierte en buen tipo. Lo que sí lo convierte en buen tipo es que sea uno de los nuestros, que demuestre formar parte de los nuestros.

El número 247 de la calle Mulberry en Manhattan no es un lugar que destaque por su glamour. Aunque próximo a la antigua catedral neoyorquina de St. Patrick, los turistas y curiosos que se acercan a echar un vistazo al local situado allí no lo harán por la belleza del entorno. Actualmente, el 247 lo ocupa una zapatería —eso sí, bonita por dentro, con su pared de ladrillo visto y sus uniformes pilas de cajas de color ocre— flanqueada por una tienda de comestibles, una lavandería y el Rubirosa Ristorante, pequeña pizzería de prestigio. Como detalle curioso, justo enfrente hay un bar de temática española llamado Barça, como el equipo de fútbol, uno de tantos que explotan la moda gastronómica de las tapas españolas, allí convertidas en artefacto más bien chic para un público eurófilo y supuestamente sofisticado, o por lo menos deseoso de sentirse tal. En definitiva, un rincón cualquiera de una calle cualquiera. Quienes lo visitan a propósito van buscando un recuerdo más que una visión material, ya que si contemplan el vídeo aquí enlazado y se fijan en el pequeño cartel blanco que dice solamente «Shoe», estarán mirando directamente al lugar donde John Gotti tuvo su cuartel general, el Ravenite Social Club, lugar de encuentro de la familia mafiosa Gambino.

El 11 de diciembre de 1990 una redada del FBI registraba la planta baja y el apartamento situado directamente encima, refugio y lugar de reuniones de Gotti. El propio Dapper Don fue detenido y esposado. Deslumbrando a los agentes con su habitual derroche de carisma y seguridad en sí mismo, el mafioso dijo en tono jocoso: «Os apuesto tres a uno a que salgo de esta». Después de haber triunfado en tres juicios consecutivos pocos tenían ganas de apostar contra él… y sin embargo esta vez se equivocaba; aquella detención era el principio del fin de su reinado en las calles.

El síndrome de Sigfrido

A finales de los ochenta las autoridades estadounidenses tenían con John Gotti un problema similar al que habían sufrido décadas atrás con Al Capone. Por las calles campaba a sus anchas el mafioso más célebre del país y aunque hasta el último paleto con acceso a una televisión sabía que Gotti era un criminal, no parecía existir la manera de que las autoridades pudieran meterlo en prisión. Su constante presencia en los medios, libre e impune, era una burla al sistema, un recordatorio de la incapacidad de la primera y más poderosa nación sobre la Tierra para domesticar a sus propios criminales. Incluso cuando eran, como John Gotti, gánsteres emergidos directamente de los estratos más bajos de las calles y sin un elevado grado de sofisticación.

¿Dónde estaba el punto débil de John Gotti? Sabemos que la carrera de Al Capone terminó gracias a un estudio esmerado de sus cuentas. Tras los sonados fracasos de los famosos «Intocables» de Elliott Ness para encontrar pruebas de sus crímenes, fue un análisis fiscal el que permitió llevarlo a juicio y sentenciarlo a prisión por evasión de impuestos. Pero desde entonces los principales gánsteres habían aprendido la lección. Si contaban con hábiles asesores, algo que el dinero siempre proporciona, usaban las grietas del sistema para proteger su flanco financiero, teóricamente el más débil y vulnerable. Podían beneficiarse de las mismas lagunas que utilizaban los empresarios que habían obtenido sus fortunas de manera más legal, pero que igualmente recurrían al blanqueo de dinero o la evasión de impuestos como una forma de camuflar parte de sus fortunas. El antiguo jefe de los Gambino, Carlo Gambino, había muerto por causas naturales en su casa mientras veía un partido de béisbol, a los setenta y cuatro años de edad, sin responder por sus crímenes o por el más que dudoso origen de su enorme fortuna personal. Recordemos que para intentar acabar con aquella situación de impunidad se decretó la ley RICO, cuyo objetivo era acusar a jefes mafiosos de crímenes cometidos por sus subordinados usando el escalafón mafioso como carga acusatoria, aunque los jefes no hubiesen tenido una implicación física directa en esos crímenes. La ley RICO era una ley ad hoc no muy distinta de algunas leyes antiterroristas, pero lo cierto es que causó mucho daño a las organizaciones mafiosas tan estructuradas como la Cosa Nostra estadounidense.

La mejor defensa que tenía un jefe mafioso ante la ley RICO era la de costumbre: acentuar el sistema piramidal de su organización poniendo la mayor distancia posible entre él y los crímenes de calle que cometían sus subordinados. De manera opuesta a la época de Capone, para la policía y los fiscales resultaba más fácil montar casos judiciales en torno a crímenes convencionales que persiguiendo los siempre complicados asuntos financieros. La recurrente frase de muchos jefes de la Cosa Nostra americana, «no existe la Mafia», iba paralela a la obsesión por proyectar una imagen pública de sofisticados hombres de negocios a quienes se presuponía la creación de un entramado financiero inescrutable. Los jefes mafiosos negaban tener relación con las mismas organizaciones callejeras que dirigían. Y por ejemplo, aquella actitud distante de Paul Castellano hacia sus subordinados que tanto había irritado a John Gotti en su día, era en realidad una de las mejores maneras de intentar protegerse ante la ley RICO. Si los investigadores no encontraban pruebas físicas —fotografías, etc.— de la relación entre un jefe mafioso y los miembros de su organización, una acusación RICO podía venirse abajo ante el tribunal. Pero Gotti no entendió o no quiso entender la necesidad de poner tierra entre él y sus subordinados. Creyéndose invulnerable, su ególatra necesidad de ejercer la jefatura siempre y en todo momento se convirtió en su talón de Aquiles, en el punto débil de la espalda de Sigfrido donde una hoja de árbol quedó pegada haciéndolo vulnerable.

Cuando empezó a ser acosado legalmente pudo haber nombrado a un testaferro. Esta no era una práctica desconocida en la Mafia: elegir a un subordinado —preferiblemente de bastante edad y pocas ambiciones de poder— que recibiese el título de jefe de la Familia solamente de cara a las autoridades, mientras Gotti hubiese ejercido como acting boss, esto es, como jefe en todo excepto en el título. No es que con ello hubiese despistado a los investigadores, pero como mínimo podría haber enmarañado las cosas a nivel judicial al interponer un jefe-pantalla entre él mismo y las actuaciones de su organización. Pero no hizo nada parecido. Más bien al contrario, incluso retomó algunas costumbres que los bosses de la Mafia estadounidense habían desterrado por peligrosas ya desde tiempos de la inmigración siciliana. Por ejemplo el hacerse visitar por subordinados que le informaban cara a cara y le presentaban sus respetos a la manera siciliana, algo que quizá podía funcionar en la isla mediterránea, donde los mafiosos tenían comprados a policías y jueces, pero que difícilmente podía tener buenos resultados en Nueva York, donde aquellas visitas servían para que la policía tuviese mucho más fácil la tarea de elaborar un organigrama de poderes y relaciones de la familia Gambino. No obstante, indiferente ante los riesgos, Gotti reclamaba la presencia de su underboss y consigliere cinco días a la semana. Los capitanes de rango medio debían acudir a él una vez por semana. Incluso recibía personalmente a asociados que en otras familias mafiosas rara vez hubiesen hablado personalmente con el jefe. Todas aquellas visitas constantes a un mismo cuartel general equivalían a gritar a los cuatro vientos «yo soy el jefe de todos estos tipos», pero eso era lo que reclamaba su ego. A Gotti no le satisfacía el trono si no podía crear en derredor suyo una nutrida corte a juego con su autoridad. Y eso era exactamente lo que hacía en el Ravenite Social Club. Creyéndose completamente seguro, utilizaba el apartamento de la primera planta como salón del trono donde hablaba profusamente —demasiado profusamente— de sus «negocios».

En situaciones sociales, y exceptuando cuando la prensa estaba presente, Gotti hacía bien poco por camuflar su estatus criminal. En una ocasión Frank Sinatra —bien conocido por desvivirse en pos del contento de sus amigos mafiosos— le envió entradas para un concierto en el Carnegie Hall, con la promesa añadida de encontrarse entre bastidores y cenar juntos después de la actuación. Sin duda, el ego de Gotti debió de sentirse complacido al recibir la invitación de Sinatra, algo que ponía al Dapper Don en los zapatos de algunos grandes mafiosos del pasado a quienes el cantante también había agasajado. Pero Sinatra canceló el concierto por enfermedad, anulando también la cena prevista. Un mal resfriado… con la mala suerte de que algún contacto de los Gambino vio al cantante aquella misma noche en el conocido restaurante The Savoy Grill, cenando y divirtiéndose junto a varios amigos sin ninguna muestra aparente de encontrarse enfermo. Una llamada de teléfono informó de inmediato a John Gotti, quien se sintió insultado y decidió enviar un mensaje a Sinatra. El cantante todavía estaba sentado a su mesa del Savoy Grill cuando apareció en el restaurante Joe Watts, un asociado de Gotti al que llamaban «el alemán». Watts se acercó a la mesa y le dijo a Sinatra, delante de sus amigos, que Gotti estaba tan cabreado que quería enviar a un pistolero para hacerle al cantante «un nuevo agujero del culo». Aunque por mediación de un esbirro, Gotti estaba amenazando a Sinatra en un lugar público. «La próxima vez que John te mande a recoger y le salgas con alguna excusa», continuó diciendo Watts, «la mía será la última cara que verás en este mundo». Esta anécdota, recogida por su hijo en el libro Shadow of my Father, habla mucho del carácter callejero y vengativo de Gotti, que podía olvidar las más elementales precauciones cuando se sentía insultado.

Pero los desplantes de un cantante egocéntrico no eran el único ni el peor inconveniente de la enorme fama del jefe de los Gambino. Algunos de sus subordinados le advertían de la excesiva atención que la organización estaba atrayendo tanto de los periodistas como del FBI. Gotti, envalentonado por la aparentemente invulnerabilidad resumida en el célebre título de «Don de Teflón» con que lo había bautizado la prensa, restaba importancia a estas preocupaciones. Hizo bien poco por modificar sus costumbres o molestarse siquiera en cambiar su excesivamente frecuentado lugar de reunión. Actuaba como si nada pudiese afectarle. Sus victorias judiciales se le habían subido a la cabeza.

Foto: Corbis.
Foto: Corbis.

Gotti y Gravano, crónica de un distanciamiento anunciado

Si la actitud despreocupada de Gotti causaba inquietud en la familia Gambino, ninguno de sus miembros se sentía lo bastante fuerte como para enfrentarse abiertamente a él. John Gotti tenía la «Familia» atada muy en corto. Su constante control personal sobre sus subordinados podía resultar perjudicial de cara a la vigilancia policial, pero desde luego le hacía mantener las riendas bien tensas. Además contaba con la estrecha colaboración de sus hermanos Peter, Richard y Gene Gotti, implicados en la organización y, como el propio John, muy experimentados en las calles. También nombró caporegime a su hijo John Gotti Jr. (a veces apodado simplemente «Junior»), convirtiéndolo en el capitán más joven de la Mafia estadounidense. Los Gotti tenían la cúpula de la organización bien cercada.

Sin embargo, la relación de Gotti con su segundo, el underboss Sammy «el Toro» Gravano, empezó a deteriorarse rápidamente cuando Gotti sospechó que Gravano le había estado utilizando para eliminar a sus propios rivales dentro de la Familia. El propio Gotti, que siempre había sido de gatillo suelto, había aprobado varias ejecuciones de miembros importantes de los Gambino a lo largo del tiempo. No es que se hubiesen realizado a sus espaldas. Pero de repente se sintió manipulado, cuando se dio cuenta de que todas aquellas ejecuciones habían terminado beneficiando siempre al mismo tipo: Sammy Gravano.

Estaba por ejemplo el caso de Robert DiBernardo, conocido por ser uno de los magnates de la lucrativa industria pornográfica estadounidense. DiBernardo no era un mafioso del tipo callejero, sino que estaba más bien orientado a los negocios y alejado de la violencia. Formaba parte de la Familia por su importante contribución económica (incluso el anticuado Paul Castellano, que siempre detestó la pornografía, aceptaba de buen grado su porcentaje de beneficios) y no parecía tener más ambiciones que mantener su actual negocio. Pero según la versión de Gravano, el difunto underboss Angelo Ruggiero le había debido mucho dinero a DiBernardo y, agobiado por las deudas, fabricó una historia de posible rebelión para convencer a Gotti de que DiBernardo debía morir. Gotti se tragó la historia y dio su aprobación para el golpe. DiBernardo fue convocado a una falsa reunión de negocios y mientras esperaba la taza de café que acababa de pedir, le metieron una bala en la parte posterior de la cabeza. Su cuerpo nunca apareció. En principio Ruggiero parecía el gran beneficiado por aquella muerte, ya que según Gravano se libraba de cuantiosas deudas. Pero Gotti no dejó de notar que precisamente Gravano se quedó con varios intereses del asesinado, incluyendo el siempre rentable control de un sindicato. Aquello sería un indicio para hacerle pensar a Gotti que Gravano podía haber influido de alguna manera en la fabricación de la historia sobre la supuesta traición.

Algo parecido sucedió con Liborio Milito, cuyo asesinato tampoco tenía causas claras ni siquiera bajo la retorcida lógica mafiosa. Según Gravano, Gotti había querido asesinar a Milito al poco de llegar al poder debido a que tenía fama de ser muy leal al difunto Paul Castellano. Y habría sido el propio Gravano, amigo de la infancia de Milito, quien habría convencido a Gotti para dejarlo con vida. Milito, pese a su fama, no dio signo alguno de deslealtad a John Gotti después de aquello. Sin embargo sí criticó a Gravano a sus espaldas por no haberle concedido un ascenso. Sus críticas sin duda llegaron a oídos de Gravano, porque casualmente, o no tan casualmente, aquel fue el momento en que finalmente se aprobó su ejecución. La escena les resultará familiar. Tras convocar a Milito a una reunión de negocios, se le ofreció un café, y mientras esperaba su taza recibió un disparo en la cabeza (se ve que entre los Gambino el café estaba gafado). No se dieron más explicaciones dentro de la organización. La esposa del asesinado, extrañada por su prolongada ausencia, acudió a casa de Sammy Gravano —como decimos amigo íntimo de su marido— para preguntar si sabía algo de él. Para su sorpresa, reconoció el automóvil de su marido, que ahora estaba en posesión de Gravano. Según ella, Sammy «el Toro» le dio cinco mil dólares en mano y le dijo que su relación de amistad terminaba ahí. La mujer entendió al instante que acababa de quedarse viuda.

En octubre de 1990 —esto es, muy poco antes de la redada policial en el Ravenite— Gotti terminó de atar cabos. Otro mafioso del clan, Louis DiBono, había tenido disputas con Sammy Gravano a causa de un lucrativo negocio de construcción en el World Trade Center, donde instalaba paneles contra incendios a cambio de suculentas ganancias. Todo ello para disgusto de Gravano, que exigía una parte. Cuando la disputa se tornó demasiado agria, Gravano pidió la intermediación de Gotti y este tomó partido por su underboss, aprobando el asesinato de DiBono. Efectivamente, Louis DiBono fue tiroteado en el concurrido parking del World Trade Center, ante varios testigos oculares. Lo mataron antes de que pudiera siquiera encender el motor de su Cadillac.

La ejecución de Louis DiBono disparó sus propias suspicacias. Entendió de repente que el invariable beneficiado de todas aquellas muertes había sido Sammy Gravano. Es cierto que Gotti aprobó estos tres asesinatos, entre otras cosas porque matar a un miembro de la Familia sin consentimiento del boss era un acto muy grave que Gravano hubiese pagado con la vida. Pero aun así, Gotti intuyó que Gravano le había conducido astutamente a creer en la necesidad de aquellas muertes con historias manipuladas para quitarse de encima a sus rivales. Llegó incluso a acusar a Gravano de querer crear una «Familia dentro de la Familia». En otras circunstancias, esta disputa pudo haberse resuelto a base de tiros, pero nunca sabremos hasta dónde habrían llegado sus roces porque antes de que su enfrentamiento pudiese concretarse en una dirección u otra, el FBI hizo acto de aparición.

Los frutos de una esforzada investigación

Tras las continuadas victorias judiciales de Gotti, los agentes del FBI sentían desánimo y frustración. Habían visto fracasar estrepitosamente a la policía neoyorquina y a los agentes de la fiscalía, ridiculizados ante la prensa mundial por Gotti y sus abogados. Habían visto cómo resultaban inútiles sus propias aportaciones en los juicios anteriores. Pero no por ello dejaron de trabajar. Y para sorpresa de los agentes federales, John Gotti empezó a ponérselo muy fácil.

La ubicación del Ravenite Social Club no estaba mal elegida, desde el punto de vista mafioso. Era un entorno aparentemente desfavorable para la vigilancia policial. La calle Mulberry es una calle estrecha por donde resulta difícil pasar varias veces, ya sea a pie o en coche, sin que alguien sentado a la puerta de un local termine reparando en ello. Desde la puerta del Ravenite, los Gambino podían detectar fácilmente a cualquier transeúnte que mostrase más curiosidad de la debida o que deambulase demasiado en la proximidad. Por ello, Gotti empezó a considerarse más allá del radar. Pero infravaloraba gravemente la capacidad de los agentes del FBI para pasar desapercibidos.

Los agentes federales ni siquiera necesitaron deambular por la calle a la vista de todos. Alquilaron un apartamento en aquella misma calle, desde donde pudieron vigilar, fotografiar y filmar a Gotti sin ser detectados. Fueron extremadamente hábiles al no dejarse detectar. Pero toda aquella vigilancia hubiese resultado poco productiva si John Gotti hubiese tomado las precauciones básicas que se le presuponían a un jefe mafioso. Por ejemplo, hablar de sus asuntos únicamente con un reducido círculo de lugartenientes, o cambiar con frecuencia de lugar de reunión para dificultar la vigilancia policial. Sin embargo, Gotti se paseaba invariablemente por las aceras de la calle Mulberry conversando tanto con miembros de su banda como con diversos contactos clave cuyo conocimiento directo resultaba muy útil para los investigadores.

Sabemos también que Gotti reclamaba la presencia casi constante de sus comandantes y capitanes en el apartamento de la primera planta, por lo que los agentes del FBI sabían de la necesidad de instalar micrófonos allí, y pese a las precauciones de los mafiosos, lo hicieron. En aquel apartamento tan frecuentado Gotti hablaba de muchos asuntos. Él, que tan bien sabía mantener su imagen ante la prensa hablando solamente lo justo en público, era sin embargo presa de una singular locuacidad cuando creía que no había cámaras ni micrófonos. Hablaba demasiado y revelaba mucho material en aquellas conversaciones con las que se recreaba en su jefatura. Gracias a aquella locuacidad el FBI no tardó en establecer conexiones entre Gotti y diversos crímenes cometidos por miembros de su organización, incluyendo el reconocimiento abierto de que pertenecía a la Cosa Nostra.

Aunque los subordinados de Gotti no llegaron a localizar los micrófonos o el piso franco del FBI, sí se olían la presencia policial y comenzaron a alertar a su jefe sobre la creciente presión de los investigadores, que según los crecientes rumores estaban montando un poderoso caso judicial en contra de la Familia. Ante la insistencia de los suyos, Gotti decidió finalmente tomar medidas. Por ejemplo, en previsión de una posible detención envió a Sammy Gravano de viaje. Aparcando temporalmente —y por necesidad— sus rencillas, la idea era que si Gotti entraba en prisión preventiva, Gravano pudiese ejercer como su mano derecha en las calles. Así, Gotti usaría a Gravano para continuar dirigiendo la organización desde una hipotética celda. Quizá suene extraño sabiendo los serios roces que habían tenido Gotti y Gravano en tiempos muy recientes, pero recordemos que Gotti debía sentirse lo suficientemente respaldado en la Familia como para no temer un «golpe de Estado», con sus hermanos y su propio hijo vigilando a Gravano de cerca, amén de un buen número de fieles capitanes.

Sea como fuere, a Gotti le duró poco ese estado de alarma. Todavía enfurecido por la ambición de Gravano. Olvidando sus precauciones le llamó a capítulo, haciéndole regresar a Nueva York apenas unas semanas después de haberle ordenado esconderse. Así, John Gotti le puso en bandeja de plata la ocasión al FBI, que volvía a tener a su alcance, y juntos, al boss y al underboss de la organización. Durante una reunión en el Ravenite, el FBI sorprendió a Gotti, a Gravano y al consigliere Frankie Locascio, llevándoselos esposados. La Familia quedaba descabezada (aunque los hermanos y el hijo de Gotti no tardarían en tomar las riendas). Gotti se había equivocado gravemente permitiendo que los detuvieran a él y a Gravano a la vez. Aquello tendría, como veremos, consecuencias nefastas en su futuro.

Esta vez la ristra de cargos contra los detenidos no solamente resultaba extensa, sino que estaba muy bien respaldada por una intensa investigación. Pese a la sonrisa desdeñosa de Gotti, el FBI creía que existían pruebas suficientes como para condenarlos a muchos años de prisión. Incluso la prensa —siempre fascinada con la aparente invulnerabilidad de John Gotti— comenzó a especular con una posible cadena perpetua. Gotti estaba camino de enfrentarse a la más dura de las pruebas judiciales de su carrera. No la superaría.

Regreso a los tribunales

El 12 de febrero de 1992 John Gotti volvía a sentarse en el banquillo junto a su consigliere Frankie Locascio, para afrontar una batería de cargos que incluían la implicación en diversos asesinatos. El Don de Teflón continuaba teniendo su aureola intacta y de hecho seguía habiendo nutridos grupos de partidarios frente a los tribunales, pero ni siquiera su carisma podía ocultar el hecho de que este caso estaba mucho más sólidamente construido y de que sus opciones de salirse con la suya eran más bien pocas.

Contrariamente a sus anteriores juicios, esta vez las autoridades se tomaron mucho más en serio la preparación del proceso. Para empezar, el jurado era anónimo y como medida extraordinaria, estaba recluido por completo y vigilado de continuo por los U. S. Marshals, cuerpo policial del Departamento de Justicia que se encarga de la seguridad en procesos judiciales. Ante la abierta sospecha de que Gotti había manipulado a los jurados de causas anteriores mediante sobornos o amenazas, los Marshals hicieron un trabajo excelente manteniendo a los miembros del jurado lejos del alcance de los Gambino. Otra victoria previa de las autoridades fue conseguir inhabilitar al peliculero pero muy eficaz abogado de John Gotti, Bruce Cutler, aquel al que llamaban con razón «la máquina de triturar testigos». La fiscalía jugó muy hábilmente sus bazas, señalando que Cutler había actuado no solamente como defensor de John Gotti sino también como asesor legal de la organización Gambino, por lo que era susceptible de ser llamado como testigo para declarar sobre todo lo que supiera acerca del funcionamiento interno de la organización criminal. Siendo un posible testigo que formaba parte de la evidencia del caso, Cutler no podía participar en la causa como abogado. El juez dio por bueno el razonamiento y con aquella astuta jugada de los fiscales, John Gotti se quedaba sin su exitoso abogado defensor. Tuvo que recurrir al abogado Albert Krieger, antiguo defensor de otro célebre mafioso, Joe Bonnano. Pero como se demostraría, Krieger no manejaba las jugarretas callejeras de Cutler con la misma habilidad.

Sin embargo, la gran victoria previa de la acusación y el auténtico golpe de gracia que hizo que incluso la prensa previese una posible condena a perpetuidad de John Gotti, llegó desde dentro de su propia organización. Unos meses antes del juicio, sabiendo que se enfrentaba a una dura condena, su lugarteniente Sammy «el Toro» Gravano decidió llegar a un acuerdo con el FBI para presentarse en aquel juicio no como acusado sino como testigo de la acusación. Firmó una declaración previa en la que señalaba a Gotti como autor intelectual de graves crímenes. Ya vimos en otros juicios anteriores cómo el miedo que Gotti provocaba en los testigos de la acusación conseguía convertir sus intervenciones en un puro circo. Pero lo de Sammy Gravano era distinto. Ya no se trataba de un antiguo compañero de celda o de un matón de bajo nivel, sino del mismísimo underboss de la Familia, que tenía mucho que perder dejándose juzgar junto a Gotti y Locascio, y que optó por colaborar de verdad con las autoridades. En realidad, a Gravano no le quedaban muchas más salidas. En aquellas circunstancias, buscar la protección de las autoridades le pareció lo más sensato. Si Gravano hubiese quedado libre, aquel revés no hubiese tenido lugar. Nunca se hubiese prestado a declarar contra Gotti de no estar afrontando la posibilidad de una severa condena carcelaria.

John Gotti, con todo, no perdió en ningún momento su actitud autosuficiente. Era bien consciente de lo que le venía encima con el testimonio de Gravano y poco podía hacer para evitarlo, pero no estaba dispuesto a que lo viesen demasiado afectado por el asunto. Y sin embargo, el juicio se puso en su contra desde los mismos inicios. El jurado tuvo acceso a las grabaciones que con tanto tesón había ido reuniendo el FBI, donde se escuchaba a Gotti aprobando varios asesinatos y admitiendo su antigua enemistad con Paul Castellano. Varios testigos corroboraron la información del FBI. Pero esto era solamente el preludio de la aparición estelar de Gravano, quien señaló públicamente a Gotti como jefe de la organización criminal Gambino. Además narró con pelos y señales la preparación y ejecución del asesinato de Paul Castellano, el crimen que había servido para que Gotti se hiciera con la jefatura de la Familia y que tantos noticiarios había ocupado en su día. El relato de Gravano era tan consistente que los esfuerzos de la defensa por desmontarlo resultaron inútiles. Si bien Sammy «el Toro» ha dado versiones dudosas e interesadas sobre muchos asuntos a lo largo de los años, su intervención en el juicio de Gotti coincidía con todo lo que los investigadores podían saber por otras fuentes. Lo cual, claro está, agravó considerablemente la situación del Don de Teflón.

Un mes después del testimonio de Gravano, un jurado al que los Gambino no habían podido acceder pasó catorce horas deliberando —lo cual se consideró bastante rápido dada la complejidad del juicio— para llegar a un veredicto unánime: John Gotti era declarado culpable de todos los cargos. Fue enviado de vuelta a la cárcel en espera de una sentencia definitiva, la cual llegaría en junio. Como se esperaba, dado que entre aquellos cargos estaban los de inducción al asesinato, fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Pese a las protestas violentas de sus seguidores al conocer la sentencia (incluyendo ataques a los automóviles de los U. S. Marshals) había poco más que hacer. Gotti iba a pasar el resto de su vida en la cárcel. Las autoridades habían ganado finalmente.

El preso más famoso del mundo

La vida de Gotti en prisión no fue confortable ni lujosa. Lejos quedaban los tiempos en que Charlie «Lucky» Luciano se hacía traer menús de su restaurante favorito para comerlos con cubiertos de plata en una cómoda celda suntuosamente amueblada. Los años treinta eran cosa del pasado y Gotti no podía esperar sobornar a sus carceleros con tanta exposición mediática. Además, las propias autoridades se negaban a dejar de exprimir el fruto de su victoria final, y se ocuparon muy mucho de que Gotti no recibiese privilegios. Durante veintitrés horas al día, Gotti languidecía en una celda solitaria, donde tenía una pequeña televisión en blanco y negro. Según las memorias de su hijo Junior, era tratado «peor que un preso de Guantánamo». Dejando a un lado la subjetividad de John Gotti Jr. y sus probables exageraciones describiendo las humillaciones a las que su padre fue sometido por sus guardianes, sí parece cierto que las autoridades estaban decididas a que la atención a Gotti fuese lo más reducida posible, incluyendo el aspecto sanitario, en el que hubo más bien poco empeño por cuidar la salud de su famoso preso.

Eso sí, el estatus de John Gotti en la vida social de la prisión era el de un hombre temido y respetado. Tenía solamente una hora para pasear por las instalaciones, pero cuando salía de su celda los demás presos le hacían pasillo, y a nadie con dos dedos de frente se le ocurría meterse con el todavía jefe de los Gambino. Aunque John Gotti ocupaba aquella jefatura de manera casi honorífica, dada la dificultad de dirigir una organización estando veintitrés horas en confinamiento solitario. Su hermano Gene y su hijo Junior se hicieron cargo de los Gambino ejerciendo como los acting bosses en la calle, pero John Gotti mantuvo siempre su posición nominal al frente, como bandera y buque insignia de la organización.

Aunque ni siquiera eso lo libró de incidentes carcelarios. En 1996, mientras caminaba por un pasillo con el habitual distanciamiento respetuoso de los demás reclusos, un distraído preso se abstuvo de hacerle el pasillo habitual. El afroamericano Walter Johnson —atracador de bancos con un considerable historial violento— chocó accidentalmente con Gotti y el mafioso, como era de esperar, respondió con insultante furia: «¡Fuera de mi camino, puto negrata! ¿Es que no sabes quién soy?». En un primer instante y probablemente influido por el tenso ambiente que reinó de repente, Johnson se retiró y dejó pasar a Gotti. Pero su orgullo callejero le hizo darle vueltas y más vueltas al insulto recibido, rumiándolo en su celda, preso de la rabia. Johnson tenía una personalidad muy impulsiva y olvidó con quién estaba tratando. Unos días después, violando todas las leyes conocidas de la prudencia, Walter Johnson decidió vengarse. La siguiente vez que vio a Gotti, le lanzó un puñetazo por sorpresa. El mafioso cayó al suelo y Johnson se lanzó sobre él lanzando más y más golpes. Completamente boquiabiertos, los demás presos se abstuvieron de participar, como si no supiesen muy bien qué hacer en aquella increíble situación. Cuando los guardias finalmente contuvieron a Johnson y se lo llevaron a una celda de castigo por atacar a otro preso, la boca de Gotti sangraba abundantemente —una fotografía suya mostrando heridas en la frente circuló al poco por toda la prensa— y todos los presos dieron por hecho que Walter Johnson era hombre muerto.

Las autoridades también entendieron de inmediato que aquello era una condena de muerte para Johnson. Temiendo que Gotti ordenase con éxito el asesinato de Johnson para marcarse un importante tanto mediático, trasladaron al temerario atracador de bancos de cárcel en cárcel, manteniéndolo siempre bajo protección especial durante el resto de su condena. Así le salvaron la vida. Se supo después que, como en una secuencia de la serie televisiva Oz, John Gotti había ofrecido decenas de miles de dólares a los presos neonazis de la Hermandad Aria para que ejecutasen al hombre que había osado pegarle una paliza. Pero el asesinato nunca llegó a producirse. El sistema penal estadounidense, tan indiferente para otras cosas, se ocupó muy mucho de evitar que Gotti obtuviese venganza.

No obstante, el fallido intento de eliminar al alocado Johnson daría paso a otras preocupaciones. Dos años después, en 1998, se le diagnosticó a Gotti un cáncer de laringe. Trasladado a un hospital penal fue operado para retirar el tumor, que terminaría reapareciendo al cabo de otros dos años. Su hijo John Gotti Jr. acusó a las autoridades de no haber supervisado correctamente la salud dental de su padre, lo cual provocó una infección masiva en su maxilar y, según él, la aparición del cáncer. También les acusó de haber efectuado cirugías «chapuceras». Resulta difícil decir cuáles de estas acusaciones tienen fundamento. Sea como fuere, John Gotti murió el 10 de junio de 2002. De acuerdo con el certificado médico, murió «ahogado por su propia sangre y vómitos» durante un coma artificial que se le provocó después de sufrir una hemorragia interna a causa del cáncer. Según su propio hijo, «si miras su certificado médico verás que terminó pagando por sus pecados».

En cierto modo, la penitencia continuó cuando su hija Victoria Gotti aceptó protagonizar junto a sus tres hijos (los nietos del antiguo jefe de los Gambino) un reality show bastante alejado de la aureola pública de peligro que a John Gotti le había gustado siempre proyectar. De haber estado vivo, resulta poco probable que le hubiese gustado. Aunque el programa fue cancelado después de solamente unos meses, convirtió a Victoria y sus hijos en material de revistas del corazón. Sin duda, un más que prosaico desenlace para la saga criminal más mediática de las últimas décadas, la saga de un hombre que causó dolor y muerte, pero que desde luego siempre supo cómo tratar a la prensa.

Sé siempre amable con los banqueros. Sé siempre amable con los gestores de fondos de pensiones. Sé siempre amable con los medios de comunicación. En ese orden. (John Gotti dixit).

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9 Comentarios

  1. Felicidades por la serie de artículos de Gotti, súper interesantes y amenos. En su momento yo también me sentí atraído por el carisma de este tipo, pecados de juventud. Ahora lo veo todo como si fueran Los Soprano, violencia cruda y cutrerio. Dan miedo estos personajes

  2. Felicidades por los artículos.
    Estaría interesante otro en profundidad sobre Gravano, artífice de la que yo considero la mayor bajada de pantalones del FBI en lo relacionado al programa de protección de testigos, 19 asesinatos a cambio de 5 añitos al calorcito de Arizona.. todo sea por pillar a Gotti.

  3. Muchas gracias por estos tres excelentes artículos. Como suele suceder, la realidad imita a la ficción

  4. Excelente serie!
    Gracias por toda la saga

  5. Pingback: John Gotti (y IV): La caída

  6. Roi RIbera

    Felicidades! Gran serie de artículos, esperando con ganas otra nueva.

  7. Cansiderio

    Vaya rollo que nos has largao, bribón…

  8. Ignotamen

    Excelente!!!

  9. Héctor Pérez

    Gloriosa serie de artículos. Felicidades por el trabajo.

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