Algunas gotas de rocío resbalan por su gabán. El cielo se ha levantado gris un día más. Las nubes se entrelazan formando un manto uniforme por el que se filtran los rayos de un sol siempre perezoso. Todavía se pregunta si, en realidad, eligió bien el destino definitivo. Echa de menos los amaneceres dorados y la brisa cálida de otros lugares que conoció. Aquí todo tiene un tono plomizo, el ambiente es cansado, melancólico. Como si la noche y el día no quisiesen despertar nunca y se quedase todo a medio camino. La humedad cubre de pinceladas negras el blanco de la piedra que dota a los edificios de ese mismo tono lánguido. Y el ritmo de los transeúntes, como no puede ser de otra manera, es acallado, pausado, algodonoso. Parece como si todo pretendiese alargar lo máximo posible esa duermevela donde todo es posible. Es curioso, pero precisamente eso es por lo que Corto Maltés escogió esta ciudad para descansar. Alejada del mar, de aquella patria enorme que es su casa, su hogar. Necesitaba sumergirse en esa ensoñación eterna para descubrir de ese modo aquello que, a sus años, todavía no había encontrado. Una buena amiga le dijo que lo que busca no existe; pero siempre se resistió a creerlo. Lo que sí es verdad es que el cansancio se acumulaba en su espalda. Agotado de ir de acá para allá con la mirada atenta y la mente dispersa. Fantaseando, fabulando, imaginando.
«¿Y si lo que busco también está detrás de mis pasos?», se preguntó un día. Recordó entonces que alguien dijo que es mejor permanecer quieto para que quien te busca te encuentre. Por eso, qué mejor lugar que este para parar sin dejar de mirar, fantasear, fabular e imaginar. Hace años que vive entre viñetas de cómic. Pero desde 2009 decidió salir de ellas y quedarse aquí de pie, en Angulema, frente a lo más parecido al mar que tiene la ciudad: su río, el Charente. Desde entonces echa en falta el olor a yodo y sal mezclándose en sus pulmones. Pero, a cambio, puede olfatear el olor a papel nuevo. No es un olor a papel impreso; a libro, nuevo o viejo. Este es de otro tipo. Ese que envuelve otro de los grandes placeres de los que disfrutó siempre: el tabaco. Quizá de aquellos cigarrillos «JOB» que alguna vez fumó en Egipto. Se fabricaban en este edificio a su izquierda en el que ahora está alojado el Museo del Papel y que no queda muy lejos de otro museo, el del cómic. Y es que esta ciudad entera es un gran cómic. Una fábula constante. Una fábula que merece ser vivida por quien la lee o la escucha. Una fábula que al leerla se convierte en verdadera; en algo que cobra vida y a la vez enseña. Así es Angulema.
La llegada de Corto Maltés a esta ciudad del sudoeste de Francia no fue en un desembarco como le hubiese gustado. El puerto del Houmeau lleva más de cien años sin actividad. Sin el trajín de barcos, mercaderes y comerciantes en el que se ocupó durante más de seis siglos. La llegada del ferrocarril eliminó la prosperidad comercial de este barrio de la ciudad pegado a la corriente del Charente. Y así, guiado a través de los raíles del tren, en un día igual de ceniciento que el que se ha levantado hoy. Igual de tranquilo, igual de callado. Donde la calma de los transeúntes, de los pocos coches que ronronean por sus calles, se contagia, se pega como la sal del mar a la piel desnuda, es como llegó el marino maltés a la región de Poitou-Charentes. Nada más bajar de su vagón no pudo evitar recordar el episodio en el que algunos republicanos españoles que, exiliados en Francia de la Guerra Civil Española, partieron de aquí en 1940 hacia el campo de concentración de Mauthausen. Novecientos veintisiete exactamente; de ahí el nombre que se le dio al tren: Convoy 927. Hombres, mujeres y niños de los que muchos murieron el primer invierno de su encerramiento. Esos hombres, compañeros en algún momento de su vida, permanecen en su memoria. Pero Angulema, a pesar de todo, no merece ser recordada exclusivamente por eso. Si decidió quedarse aquí es porque sus recuerdos dolorosos se aliviaban en el ambiente mágico y sereno de esta ciudad. Aquí todo es tan sosegado, que ese mismo día de su llegada se sorprendió al poder escuchar hasta las miradas.
Fue ascendiendo por la Rue Gambetta cuando se me dio cuenta por primera vez de que alguien lo observaba en silencio. El potente ruido de motor, como de una veja motocicleta, atravesó por encima de su cabeza. Se paró en seco, alzó la vista y entre el humo del tabaco que serpenteaba frente a sus ojos, no vio nada. Ni aviones ni pájaros gigantes que pudieran haber generado ese ruido inmenso. Continuó su camino y, a los pocos pasos, fue una gran discusión lo que volvió a hacerle girar en redondo sobre él mismo. Pero tampoco había nadie en la calle. «Quizá a través de las ventanas…», pensó. ¡Claro!, en las ventanas. Y sí, allí estaba lo que había llamado su atención. Los hermanos Dalton, con sus camisas de rayas horizontales, discutían a voces, de lado a lado de la fachada de un edificio. Se acusaban unos a otros por ser responsables de que Lucky Luke y su inseparable caballo Jolly Jumper hubiesen desbaratado el último de sus taimados planes. El vaquero y su montura reían a carcajadas unas ventanas más abajo. Corto sonrió con ellos, pero no quiso entretenerse mucho más en ese lugar. Desconfiaba de esos forajidos. A partir de ahí, lo que sí que le sucedió es que ya no pudo dejar de observar atento a todo lo que lo rodeaba. Angulema lo había atrapado.
Siguió caminando, pero ya no de la misma forma. Apagó el cigarro y cruzó las manos a su espalda. Levantó la vista del suelo y se dejó sorprender por esas miradas indiscretas. Atento a lo que pudiese escuchar, oler u observar. Unos metros más arriba, vio a un grupo de chicos esconderse en una esquina. Actuaban de forma gregaria, unos detrás de otros. Como si lo espiasen, o como si espiasen a toda la ciudad en busca de pistas, sospechosos o culpables con los que resolver algún misterio o a encontrar algún tesoro. En ese último punto, su imaginación se disparó. Enseguida recordó aquellos cañones que un viejo chiflado disparó, contra Rasputín y él mismo, cargados de oro español. Estuvieron a punto de morir atravesados, literalmente, por un antiguo tesoro… Le hubiese gustado unirse a esos chicos, pero no podía quitarles el protagonismo. ¿Qué sería del mundo sin nuevos aventureros? Tenían que aprender.
Y hablando de aprender, qué mejor que un buen maestro que enseñe. Que enseñe ciencia y también aventura. Fue una sorpresa para Corto coincidir con el profesor Mortimer y su colega, el Capitán Francis Blake, en el hotel donde se alojó aquella primera noche. Había salido a encender un pitillo cuando los encontró a ambos charlando a través de las ventanas del hotel que daban a un callejón. Dos personajes siempre interesantes, de buena conversación y extremadamente corteses. Hablaron un buen rato, antes de acostarse, sobre las pirámides de Egipto, sobre Mú y la Atlántida, sobre una extraña marca amarilla de la que Corto nunca había oído hablar y, también, sobre viajes en el tiempo. Los viajes del marino, a lo largo de los siete mares, siempre han tenido una única línea temporal; pero un viajero o un aventurero lo es en el espacio y también en el tiempo. Por eso, a la mañana siguiente, Corto se acercó hasta el lugar del que le habían hablado los dos huéspedes británicos. No le dieron muchas explicaciones en un principio: «Busca el cartel de la antigua fábrica de papel Le Nil». Lo encontró; pero una vez allí le costó adivinar de qué se trataba, hasta que el cartel que cubría la fachada de un edificio inmenso se rasgó. Dejó a la vista los entresijos de una máquina formidable y al pequeño personaje que manejaba a la vez varias palancas que ponían en movimiento diferentes ruedas dentadas que, a su vez, hacían mover otras cuantas más. Le hubiese gustado quedarse y subir a ese maravilloso invento. Viajar al pasado y quizá también al futuro; pero una manada desbocada de animales salvajes, con un enorme rinoceronte a la cabeza, cargaba contra el marino. Subían a la carrera por la rue Goscinny. Tuvo tiempo de palpar en sus bolsillos, pero no encontró ninguna poción mágica que multiplicase su fuerza, de modo que no le quedó otro remedio que huir corriendo.
Se perdió de nuevo por las calles de Angulema. Nuevas miradas silenciosas ahogadas por la galopada desbocada de los animales. Una mujer lo miró enfadada desde su ventana y un buitre negro, de alas enormes, sobrevoló por encima de su cabeza con cara de muy malas pulgas. Parecía como si la mortecina luz de la mañana no le hubiese sentado bien a nadie.
En su carrera dispersa, tratando de dejar atrás el ruido de las pisadas de los animales, tropezó con una bella mujer de grandes ojos. Iba con un niño pequeño de la mano, quizá su hijo. Les convenció para que cambiasen de dirección por el peligro que suponía dirigirse hacia donde iba la manada. Ella lamentó el retraso que aquello le iba a suponer. Dijo que era azafata de vuelo y que por esa ruta más segura que Corto les proponía no llegarían a tiempo de coger el avión en el que debían embarcar. A pesar de todo, se mostró agradecida. Jamás se volvieron a ver de nuevo. Ella sigue recorriendo el mundo de avión en avión, y a Corto Maltés nunca le ha gustado demasiado volar.
Le extrañó que la luna apareciese tan temprano, pero fue un alivio. Con ella, los animales parecieron amansarse y frenar su carrera. Dejó de sentir su aliento a su espalda y decidió reposar unos minutos en el banco de una plaza céntrica de la ciudad. La luna aparecía enorme frente a él, pero el sol tibio del mediodía todavía iluminaba a su espalda. Empezaba a darse cuenta entonces de que Angulema era la ciudad en donde todo es posible: viajar en el tiempo, verse perseguido a la carrera por animales salvajes o que el sol y la luna convivan en armonía, entre otras muchas cosas. Y ahí, en un rincón frente al banco en el que descansaba, escondidos bajo la sombra luminosa del satélite lunar, una pareja daba rienda suelta a su amor.
Un banco, el frío del otoño y una pareja enamorada frente a él. Era el momento ideal para que la melancolía volviese a visitarle. Sí, recordó entonces varias de esas mujeres que marcaron su vida de una u otra manera. Recordó sus besos y sus frases. También un poema de Rimbaud que acude siempre a su memoria:
En los atardeceres azules de verano iré por los senderos,
picoteado por el trigo, a pisar la hierba menuda:
soñador, sentiré su frescura bajo mis pies.
Dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.
No hablaré ni pensaré nada,
pero el amor infinito ascenderá en mi alma,
e iré lejos, muy lejos, igual que un bohemio,
por la Naturaleza, feliz como junto a una mujer.
Por eso, cuando la vio a ella, pensó que el destino le había reservado un gran final en esta ciudad. Que por fin tendría un motivo para quedarse quieto en algún lugar… Debía de tener la misma edad que Pandora Groosvenore cuando la conoció en esa isla escondida del Pacífico. Fue el color y la forma de su pelo suelto lo que le hicieron ver en ella a la hermana de Caín. Estaba apoyada en la barandilla del muro frente a la que se abría la vista de toda la ciudad. La miró de lejos. La observó: inmóvil, pensativa, quizá enamorada. Puede que soñase en marcharse lejos. En cruzar las fronteras que se perdían más allá de la vista de las murallas romanas de Angulema. Toda esa ensoñación le hizo recordar a otro personaje que vivió en esta ciudad hace ya mucho tiempo. Un joven con ansias de grandeza que se fue de aquí hacia París para convertirse en alguien importante en el mundo de la poesía y la literatura. Se llamaba Lucién de Rubempré. Un joven inocente que se marchó de la ciudad donde todo es posible, y que pronto se dio de bruces con el mundo real. Volvió con las ilusiones perdidas, pero no derrotado, simplemente más sabio. De ahí la importancia de los viajes y las aventuras. También la ambición de los jóvenes, que mueven el mundo. Las ambiciones que siempre se estrellan pero que, una vez rotas, dan pie a una mayor armonía vital. Esto volvió a recordarle otro poema antiguo de Omar Jayyam:
Los que poseían la ciencia y la sabiduría,
suma de perfección, vela encendida de sus compañeros,
no pudieron hallar salida de esta noche oscura,
contaron fábulas y se durmieron.
Quizá uno de esos sabios fue el que le contó a Corto Maltés la fábula de Angulema. Y es posible que ese sabio siga aquí, dormido. Observando, sintiendo y escuchando la corriente del Charente. Aquí, en esta ciudad, donde la noche y el día se equilibran en una duermevela incesante. Aquí, donde la realidad y la ficción se mezclan para que buscadores y buscados se puedan encontrar. Como en una historia; como en un cómic. Donde cada viñeta atrapa el tiempo. El tiempo que no deja de avanzar, como la corriente del Charente.
*Angulema, desde 1974, acoge a finales del mes de enero el Festival Internacional de la Historieta de Angulema. Es el más importante de la historieta francófona y una importante referencia para la historieta mundial.
Sus calles están decoradas con diferentes murales (veintitrés) en los que se representan importantes personajes del cómic. Algunos de estos son los que Corto Maltés, en este viaje imaginario, ha ido conociendo durante el texto. Su escultura es la que lo ha inspirado. Situada en la pasarela de Hugo Pratt, entre el Museo del Papel y el edificio principal del Museo del Cómic, permanece erguida esperando a todo aquel que lo quiera saludar.
Fotografía: Kike Gómez
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Que texto tan bonito y que jodidament melancolico me ha puesto… Siempre que leo cosas de Corto veo a Hugo y Hugo te hace ver a Corto… y esa indisoluble relacion hace que me ponga muy triste, hace tanto que se marcharon de viaje…
¡Qué curioso! Me refiero al hecho de que cuando hacía ya mucho que a Hugo Pratt se le había olvidado cómo se dibujaba (bien), fue cuando creó esta parida de Corto Maltés y embaucó a miles de incautos que no tienen ni idea de lo que es un dibujante de verdad.
Dibujar bien, siempre me ha parecido “curioso” la utilización de este baremo para definir o clasificar un cómic.
Bueno, es algo que está clarísimo para los profesionales del medio. A los profanos se les engaña con cualquier bagatela, en éste y en cualquier otro ámbito como tú debieras saber ya, Tomàs… ¿eres el de las patatas bravas de Sarrià…?
Atención todos, cada vez que algún comentarista escriba «dibujante de verdad» en un artículo de cómic de Jot Down… CHUPITO
P.D. : Madre mía, Joao Mottini. U os sacan a todos del mismo sitio o sois TODOS el mismo.
Un artículo precioso, me ha logrado transmitir todo el romanticismo, la melancolía y el vitalismo de Corto Maltés. Enhorabuena por lo bien que lo has escrito
Por otra parte, que bien hecha está su estatua y que pena que no este situada en un puerto mirando al mar…
Precioso articulo…
siempre que alguien aparece para fastidiar la figura de Corto Maltes…una paloma caga en su estutua,…
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