El mejor truco que el diablo inventó fue convencer al mundo de que no existía.
Sospechosos habituales ( Bryan Singer, 1995)
Cuando tenía unos diez años leí una leyenda relativa al acueducto de Segovia donde se relataba que esta emblemática construcción fue el resultado de un pacto con el diablo. Una sirvienta, cansada de llevar pesadas tinajas desde el río hasta la casa de los señores, ofreció en voz alta su alma con tal de que el agua llegara sola hasta la puerta y, dicho y hecho, se le apareció el señor del gran rabo y el tridente para ofrecerle un trato. No les destriparé el final, pero a la vista está que el acueducto está en pie. Recuerdo que aquel fue un buen libro de lectura obligatoria; por ejemplo, gracias a otra de las historias aprendí lo que significaba la palabra cercenar: como diría el padre de Calvin (del cómic Calvin y Hobbes), ese librito me forjó el carácter. Supongo que las lecturas escolares de hoy en día son más políticamente correctas, con lobos veganos o padres prudentes que no envían a su hija Caperucita a un bosque con lobo o, en resumen, cualquier otra cosa distinta a descripciones precisas de demonios o trucos para decapitar gigantes. El caso es que años más tarde, y contra todo pronóstico, no me interesé en ritos satánicos ni en artilugios que horrorizarían a Guillotin sino en construcciones similares al acueducto: los puentes. Así, con el paso del tiempo descubrí que el cuento de una estructura de piedra construida por mediación del maligno es una leyenda muy extendida no solo en España, sino por todo el mundo, dando lugar a numerosos puentes del diablo.
El esquema de estas leyendas es muy similar. Siempre hay alguien al que un accidente geográfico le dificulta conseguir un fin, ya sea cruzar un río, llegar a una ciudad, ir a buscar a una vaca que se te ha fugado (!!!) o traer agua. Como eso le ofusca, en lugar de mascullar, contrariado, un «vamos a ver, yo es que me cago en la puta» como haríamos hoy en día, al sujeto le da por mentar directa o indirectamente al diablo quien, muy amable y solícito, se materializa y acepta solucionar la problemática a cambio del alma del susodicho o del primero que haga uso de la construcción (cruzar el puente, beber agua del acueducto, etc.). En otras versiones, el diablo se anticipaba apareciéndose para solucionar una posible incidencia (un constructor agobiado con los plazos, una aparente inestabilidad de la estructura…), pero todas coinciden en lo principal: un puente y un diablo, que al final fracasa y no consigue sus propósitos, acabando con las manos vacías o teniéndose que conformar, en el mejor de los casos, con el alma de un perro.
Hoy en día, gracias a ciertos bestsellers, es bien sabido que un azote a tiempo no viene mal o que diferentes culturas y religiones cuentan con leyendas y mitos muy similares, donde el del puente del diablo es un ejemplo más (de esto último, no de los azotes). Ahora bien, cabe plantearse qué hizo que lugares muy distantes geográficamente desarrollaran mitos análogos.
Antifunicular suena a invocación demoníaca
La mentalidad europea entre los siglos XII y XV, donde están ubicados y fechados la mayoría de los denominados puentes del diablo, es fruto de décadas y décadas de oscurantismo y yugo religioso que crearon una sociedad temerosa de Dios y mayoritariamente analfabeta. Todo lo que no venía descrito o regulado en la Biblia tenía que ser obra del maligno, en resumen. Las gentes creían que algunos puentes que desafiaban su comprensión no podían haber sido construidos por humanos, a los que creían incapacitados intelectualmente para esos menesteres, ni de Dios, ocupado en descansar tras seis días de trabajo estresantes al principio de los tiempos, y dado que los extraterrestres aún no gozaban de reconocimiento como sospechosos habituales ante cualquier evento mínimamente inexplicable, el saber popular concluía que esas obras solo podían ser resultado de una intervención diabólica. De este modo, esos arcos de piedra que parecían flotar sobre los ríos tenían que ser, a la fuerza, fruto de artes oscuras.
Hay más elementos que propiciaron la proliferación de estas leyendas demoníacas. Como por ejemplo, que todos estos rumores y mitos estaban obviamente alimentados por la Iglesia para amedrentar y atar en corto al populacho y ya de paso, estigmatizar las obras civiles por excelencia (los puentes) como contraposición a la que ellos consideraban la edificación más importante del lugar: la religiosa (la ermita, el monasterio, la parroquia o la catedral). Además, no hay que olvidar lo poco viajeros que eran en esta época; solo un porcentaje ínfimo abandonaban a lo largo de su vida un círculo de cincuenta kilómetros de diámetro, lo que en primer lugar les privaba de ver mundo y comprobar que había más arcos diabólicos por ahí, y en segundo lugar, propiciaba cierto grado de cosanguinidad, cuando no endogamia, y su carga de defectos genéticos, por lo que no era el caldo de cultivo ideal para que nacieran mentes prodigiosas. Tal vez por esta última razón es comprensible que la gente, amén de supersticiosa, fuera olvidadiza: a diferencia del monolito negro de 2001: una odisea en el espacio, el puente en cuestión no aparecía de la noche a la mañana en el centro del pueblo entre gritos de asombro mientras el vulgo se persignaba precipitadamente. Es más, se trataba de obras complejas para las herramientas y medios de la época, que en su momento habría supuesto (para ejecutar un arco de unos quince metros de luz) la participación de, al menos, un maestro de obras, un puñado de canteros, una docena de carpinteros, media centena de peones, varios carruajes y burros, y decenas de barriles de vino y cerveza. Todo ese jaleo se les debió de olvidar. Y ver una cimbra de madera apoyada en el río durante semanas, también. Otra hipótesis es que los Hombres de Negro viajaron en el tiempo y les borraron la memoria. Nunca lo sabremos.
Sea como sea, los jubilados medievales que observaran la construcción de uno de estos puentes no habrían sido capaces de comprender el funcionamiento de estas estructuras: se iban colocando las dovelas de piedra sobre la cimbra, que dibujaba sensiblemente media circunferencia, y al colocar la clave, la piedra del punto más alto del arco, este se sostenía como por arte de magia (negra) al retirar la cimbra de madera. La labor de descimbrado era el abracadabra definitivo, como el mago que destapa la caja ahora vacía donde había encerrado a su ayudante. Y es que, haciendo de abogado del diablo (qué fino lo traigo, oigan), se podría decir que los arcos tienen un punto sobrenatural y metafísico: hasta que encajas la última pieza en su lugar exacto no es más que un montón de piedras que se desmoronan al quitar los apeos. Pero cuando colocas la clave de bóveda, la llave, la estructura se vuelve resistente milagrosamente. Para los conocimientos de aquella sociedad pacata y supersticiosa es posible que fuera un concepto a la altura de la dualidad onda-partícula. Los arcos son estructuras en principio en contra de la intuición y de gran durabilidad (si están bien hechas). No quiero ni imaginar los derrames cerebrales de los pobres habitantes del Medievo ante un simple puente de vigas pretensadas, por no mentar un gran atirantado o una estructura tensegrítica… o ciertas obras emblemáticas blancas que ya nos causan ictus en pleno siglo XXI.
No obstante, no deberíamos recrearnos en el desconocimiento del funcionamiento de los arcos que tenían en la Edad Media puesto que hoy en día tampoco estamos en condiciones de lanzar sombreros al aire. Volviendo de nuevo a mis traumas educativos, en el instituto me enseñaron (bueno, es un decir) cómo funcionaban los arcos en ¡la asignatura de Historia! Ya de por sí es una decisión discutible dado que si se explican en Historia por su importancia en el desarrollo de la arquitectura, lo lógico sería que también comentaran el funcionamiento del motor de explosión al hablar de la producción en cadena del Ford T.
Pero es que además lo explicaban mal: decían que los arcos de medio punto funcionaban perfectamente para transmitir el peso de la piedra a lo largo de su semicircunferencia, lo que es falso. Los arcos de medio punto funcionan a pesar de trazar una semicircunferencia, ya que la forma teórica que se necesita para sostener la estructura (la antifunicular de cargas), se aproxima más a una parábola de segundo grado o, en todo caso, nunca con tangente vertical en los arranques. Los puentes con arco de medio punto se sostienen gracias a los rellenos del trasdós de las bóvedas, que es por donde realmente pasa la línea de presión. Otro tema es que construir una cimbra para un arco de medio punto, con los medios de la época, fuera mucho más sencillo que replantear una parábola. Y como los arcos en general funcionaban, no se comían la cabeza a la hora de montar la cimbra.
Era un pueblo con un puente del diablo, una noche, después de un concierto
Hubo una época en la que todos los pueblos costeros en los que Joaquín Sabina había dado un concierto reivindicaban que los hechos relatados en «Y nos dieron las diez» se habían desarrollado en ellos. En todos a la vez. Si es así, podemos afirmar que la kale borroka la inició Sabina en todos los hispanoamericanos junto al mar. Del mismo modo, el demonio parece que se ha ofrecido con descaro en las esquinas de medio mundo y se podrían enumerar docenas de ejemplos de puentes del diablo, desde la Toscana hasta Austria, pasando por Portugal y Alemania. Solo vamos a destacar cuatro casos por su singularidad; comencemos con el Pont Valentre de Cahors (Francia). Se trata de un bellísimo puente fortificado en el que la leyenda satánica tiene un curioso corolario: el diablo, al ser engañado, prometió quitar una piedra de la estructura para que nunca estuviera acabada del todo y, aunque la repusieran, la noche siguiente volvería para llevársela. Para perpetuar el mito, en una restauración del puente en el siglo XIX, añadieron una escultura que representa eso mismo, al diablo tratándose de llevar un mampuesto.
Es curiosa una circunstancia que se da en dos famosos puentes del diablo, el de Ceredigion (Gales) y el Teufelsbrücke, en las proximidades de Andermatt (Suiza). En ambos casos, los puentes del diablo originales tienen varios acompañantes incluso en la misma vertical, casi como muñecas rusas, quedando sepultado e impracticable en el primer caso y pareciendo que está jugando a Enredo el segundo. Estas soluciones amontonadas se dan con frecuencia en gargantas estrechas cuando en el entorno no existen muchas alternativas de cruce; lo que no es tan común es que se mantengan varias estructuras superpuestas. ¿El miedo a la leyenda satánica impidió la demolición?
Y por último, finalizamos este breve repaso con el puente del diablo más famoso de España, el de Martorell, que tiene la particularidad de que su arco, de treinta y siete metros de luz, no es una semicircunferencia sino que es apuntado y en su clave existe una capilla que justifica desde el punto de vista estructural esta tipología (la forma con vértice transmite mejor el peso de la capilla desde su centro-luz hasta los estribos). Que tiene también su gracia: mucho miedo al diablo pero ponen una capilla en el centro, se hacen la señal de la cruz y ya se puede utilizar el paso. Es como el amish que utiliza un smartphone y se consuela porque lo mete en una funda de esparto hecha a mano.
Decíamos al principio que estos mitos, con el diablo ofreciendo un pacto para construir una estructura a priori imposible, se ha repetido modificando pequeños detalles en decenas de ocasiones, de modo consciente o inconsciente. Si se tiene la mirada sucia, se puede detectar incluso la influencia en El señor de los anillos. Es sabido que la obra de J. R. R. Tolkien bebe de diversas mitologías así que no debería sorprender que el pasaje del Balrog y el puente de Khazad-dûm, «un estrecho puente de piedra, sin barandilla ni parapeto, que describía una curva de cincuenta pies sobre el abismo», nos deje cierto retrogusto. En boca de Gandalf, se nos describía al Balrog como un «demonio de tiempos inmemoriales» y se batía con el mago en el puente de Moria. No es descartable que George R. R. Martin, otro aficionado al remix fantástico de hechos históricos y cuentos populares, nos deje próximamente algún detalle parecido: después de mostrar dragones, zombis, gigantes, cambiantes y resurrecciones, que aparezca el príncipe de las tinieblas, incluso para ofrecer un trato y construir un puente, ya no debería sorprender a nadie. Tendremos que conformarnos con esa esperanza (y que acabe de escribir los libros antes de que se muera, que sus arterias deben de ser como un oleoducto) porque en los últimos tiempos parece que el diablo ya ha escarmentado y ha dejado de aparecerse. O tal vez nos ha engañado a todos y solo ha cambiado de forma física y modo de actuación y que, parafraseando a Lauren Weisberger, El diablo se viste de Calatrava.
Para saber mucho más y bastante mejor
- «Puentes y diablos o la demonización del saber técnico. Notas para una historia de las sombras». Martínez Reche, Andrés. Revista IT nº 56. 2001.
- «Variantes morfológicas de los puentes medievales españoles». Fernández Troyano, Leonardo. Revista de Obras Públicas nº 3459. 2005.
Entiendo que tanto los articulistas de esa estupenda revista como los lectores habituales están imbuidos de cultura cinematográfica, pero lo siento, esa frase de «Sospechosos habituales» del subtítulo no es nada original. Es una variación de una cita de Baudelaire.
Ah, un par de puentes del diablo más. De Cataluña.
Martorell:
https://farm4.staticflickr.com/3435/4558450245_27480151b3.jpg
Tarragona:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/31/Roman_aqueduct_Tarragona.jpg
La plus belle des ruses du Diable est de vous persuader qu’il n’existe pas.
Asombroso. Yo pensaba que era el lema de la Universidad de Navarra
Al final, el diablo no pudo terminar el acueducto de Segovia. Cuando acarreaba la última de las piedras del acueducto desde la sierra de Guadarrama, a las faldas del pico de Peñalara se le rompió una rueda del carro con la que transportaba el material. El acueducto está en pie, si… pero le falta esa última piedra, lo que salvó el alma de aquella sirvienta. En el municipio madrileño de Rascafría, al lado de una de sus pistas forestales, se puede visitar el Carro del Diablo… Si van por allí, pregunten a los lugareños…
Asombroso. Yo pensaba que era el lema de la Universidad de Navarra
Más que nada y con tal de hechar leña al fuego, resulta muy curioso que el miembro más importante de la iglesia católica se denomine pontífice o lo que sería lo mismo, hacedor de puentes.
En realidad más que curioso, es un préstamo, o una curiosa herencia. Ese título lo llevaban los emperadores romanos, que a su vez lo toman de una tradición aún anterior, probablemete etrusca. En esas civilizaciones, lo máximo era construir puentes. Los papas tomaron muchas cosas del imperio romano, lo fagocitaron desde dentro, y se quedaron con lo de pontífices
¡Este artículo está genial! En Guatemala también tenemos un puente construido por el diablo: http://digital.nuestrodiario.com/Olive/ODE/NuestroDiario/LandingPage/LandingPage.aspx?href=R05ELzIwMDcvMDQvMjk.&pageno=MTg.&entity=QXIwMTgwMA..&view=ZW50aXR5
Genial como siempre, Sr. Domosti!
No te imaginas con que ansia espero tus articulos
El arco nunca descansa. Gran artículo.
¡Cómo he disfrutado este articulo! Me encanta su narrativa y su humor.
Pingback: El puente del diablo
¿A que te refieres con una parábola de segundo grado? No hay parábolas de distinto grados, ya que todas son productos de una función polinómica de segundo grado. Basta con decir parábola.
Está chido la publicación
Francamente, no me ha gustado el artículo. Erre que erre insistiendo en la idea de una sociedad medieval «pacata y supersticiosa». Por favor, lean un poco de historia, el Renacimiento hunde sus raíces en la baja Edad Media que tanto se desacredita aquí. No surgió de la noche a la mañana, fue una continua evolución desde la tiniebla de la Alta Edad Media.
Precisamente las creaciones más asombrosas entre las obras de fábrica fueron realizadas en la Edad Media: esas fabulosas catedrales góticas nunca superadas. Esa sociedad «pacata y supersticiosa» fue capaz de levantar las más sublimes construcciones en piedra. En vista de sus logros más justo sería calificarla de laboriosa y atrevida.
Un poquito más de rigor, por favor.
Más que la construcción en sí, la superstición religiosa, la degeneración consanguínea, los puentes son un desafío al miedo atávico que tenemos todos los seres vivos del reino animal a caer en el vacío (excepto las aves y otras especies con alas). Entramos y caminamos con total seguridad por donde antes nos despeñaríamos sin remedio.
Además, se da una faceta de la superstición relacionada con dicho miedo: al cruzar no vemos qué hay debajo del puente (a menos que sea un puente colgante de cuerdas), con lo cual la seguridad que da el pisar suelo firme mientras se cruza hace que el vértigo que deberíamos sentir se transforme en una sensación diferente, igualmente incontrolable. Son habituales los cuentos de puentes guardados por monstruos que se materializan bajo los arcos mientras pasa el protagonista, y que se alzan a ambos lados para devorarlo si antes no ha cumplido un pequeño ritual o resuelto un acertijo. La clave de esto (y nunca mejor dicho) es que mientras se pasa, no se ve qué ocurre debajo.
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Muy interesante tu artículo, solo comentarte que la cita de «El más bello ardid del diablo es persuadirnos de que no existe» es de Charles Baudelaire