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Juan Mayorga: «La filosofía no es una disciplina académica, es un plan de vida; todos estamos llamados a ser filósofos»

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Juan Mayorga Ruano (Madrid, 1965) es licenciado en Filosofía y Matemáticas, amén de uno de los autores teatrales más representados y traducidos de nuestro país. También de los más premiados. En la actualidad dirige la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid, sigue por supuesto escribiendo, tiene su propia compañía —La Loca de la Casa— y dirige el seminario «Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo» en el Instituto de Filosofía del CSIC. Podría pensarse, entonces, que vamos a encontrarnos con un hombre presuntuoso y distante, rodeado de premios y almibarados admiradores, o acaso un hombre seco y sieso y descastado, tanto se le ha visto al éxito hacerle a los hombres… Ocurre que no es así, que si tal situación tuviera un contrario este sería el caso: Juan Mayorga es un hombre con un gran sentido del humor, una persona acogedora y generosa a la que le apasiona su vida, el teatro, los niños; alguien que vive en un permanente estado de asombro y entusiasmo. 

Leyendo estos días sobre ti, me encontré con esta cita: «El verdadero arte está hecho de valor, decir la verdad aunque duela. No hay oficio más cruel que el del escritor, porque se expone, se desnuda y desnuda. Esa valentía, la de mirar algo de lo que los demás apartan la mirada, es el núcleo del talento mismo».

Respondía a la pregunta de un periodista. Creo que la cualidad fundamental de un artista debería ser el coraje, y que esa habría de ser también la cualidad fundamental del espectador, del lector, del receptor de la obra de arte. Y creo que deberíamos hacer un teatro tal que de él huyesen los cobardes, un teatro tal que cuando un cobarde viese un teatro se alejara de él porque allí podría esperarle algún peligro. El arte ha de ser peligroso para quien lo hace y para quien lo completa, que es el espectador.

De algún modo, en esas palabras que citas, estoy pensando en una idea de Strindberg: por un lado el artista se expone desnudo ante los demás, los demás conocen sus sueños y sus pesadillas; por otro, el artista expone a los demás, los mira y ha de atreverse a decir lo que piensa sobre ellos. Lo uno y lo otro hacen del arte un oficio cruel.

¿Cruel?

Cruel, placentero, hermoso… Sí, cruel. En cierto momento, Benjamin contrapone un arte duro al trabajo del tapicero, ejemplo de artesanía pequeño-burguesa. El arte, dice Benjamin, no consiste en pulimentar, en dar brillo, sino en cepillar la realidad a contrapelo. El verdadero arte ha de ser duro, difícil, conflictivo. En lo que al teatro se refiere, he comentado alguna vez que si se dice que el teatro es el arte del conflicto, el conflicto más importante que ofrece el teatro no es aquel que se presenta en escena, sino aquel que se da entre el escenario y el patio de butacas. Un teatro que no divide el patio de butacas y que no divide al espectador es un teatro irrelevante. El verdadero teatro ha de ser capaz de sembrar el conflicto en el corazón mismo del espectador.

El otro día Benito del Pliego nos hablaba en términos parecidos con relación a la poesía.

Hace poco, un espectáculo en el teatro Guindalera en torno a Emily Dickinson me ha hecho recordar su confesión de que reconocía la auténtica poesía en dos notas: por un lado, le cubría de frío la piel; por otro, sentía que le reventaba la cabeza. Lo que me lleva a aquella imagen de Kafka según la cual un libro debería ser como un hacha que rompiese el mar de hielo de nuestro corazón. Del verdadero arte no deberíamos salir más seguros, no deberíamos salir confirmados; el verdadero arte debería crearnos problemas. En este sentido, volviendo a Benjamin, él decía que las citas, en lugar de reforzar una convicción como suelen, deben asaltar al lector igual que asalta el ladrón en el bosque al confiado caminante. Eso creo que debería hacer el arte, asaltar al espectador y ponerlo en una situación de peligro, no reforzar sus convicciones.

«¿Pero de verdad alguien puede dormir tranquilo?», dice Benjamin en otra ocasión, refiriéndose a su tiempo. A mí me parece una expresión extraordinaria y vigente que tiene que ver con la misión del arte. El arte debería ser capaz de hacernos desvelar y de agitar nuestros sueños. Eso no quiere decir que tenga que ser un aguafiestas y concentrarse en las malas noticias; también puede celebrar la vida y mostrar que está llena de ocasiones de felicidad. Y mostrar que quien las tenga debería estar a la altura de esas ocasiones. Un arte a la medida de la belleza del mundo no es el que vende finales felices, consoladores, sino el que desestabiliza existencias empequeñecidas mostrando que la vida puede estar llena de embriaguez y de goce.

Hay una nota en tu biografía que es absolutamente genial: antes de ser dramaturgo eras matemático y filósofo; esa fue tu formación.

Cuando el teatro me atrapó como espectador apasionado —estoy hablando de un chaval de dieciséis años— no soñaba con trabajar en él. Sí era ya un escritor adolescente que ensayaba la narrativa y la poesía; y era muy lector, estaba envenenado de lectura; y también era lo que se conoce como un buen estudiante, no había en mí un gesto antiescolástico porque tampoco lo esperaba todo de la escuela, y si echo una mirada hacia atrás los profesores en los que pienso son los buenos, aquellos que compartieron algo conmigo, que me transmitieron experiencia.

Hice un COU orientado a estudiar luego una ingeniería, que es donde acabaron casi todos mis compañeros, y yo también pensaba que iba a seguir por ahí, pero unos meses antes de hacer selectividad sentí que ese no era mi camino. Por otro lado, no quería aceptar la división entre ciencias y letras, que me parece artificiosa y castrante. Creo que he tenido una enorme suerte al estudiar Matemáticas y Filosofía, que además de tener un gran valor en sí mismas abren la puerta a otros muchos conocimientos. Conceptos filosóficos aparecen una y otra vez en la sociología, en la psicología, en el debate político…, y los hallazgos matemáticos está en el corazón de todas las ciencias. Por otro lado, entre Filosofía y Matemáticas se establece un diálogo inagotable.

Has dicho en alguna ocasión que las matemáticas y la filosofía te han formado como dramaturgo, ¿cómo es eso?

Estoy seguro de que la matemática, que amo porque me parece una extraordinaria construcción de la imaginación humana, me ha formado como dramaturgo. La razón en general, y desde luego la razón matemática en particular, se orienta al descubrimiento de qué es aquello afín en objetos aparentemente disímiles; la razón matemática nos permite vincular la boca de este vaso, el iris de tu ojo y los anillos de Saturno; el matemático es capaz de encontrar una definición de la hipérbola que da cuenta de todas las hipérbolas posibles. Yo creo que eso es algo que tiene mucho que ver con el lenguaje del teatro, que ha de ser un lenguaje de síntesis. El mejor actor es el que con un solo gesto es capaz de dar cuenta, por ejemplo, de la transición de su personaje de la tristeza a la euforia, y el mejor dramaturgo es el que con una sola frase o una sola acción es capaz de dar cuenta de una situación o incluso de una época. Eso es lo que consiguen Sófocles, Shakespeare o Chéjov.

Por otro lado, siento que a menudo, cuando estoy en una búsqueda teatral, me encuentro en una situación no muy distinta que aquella que tenía cuando era estudiante de matemáticas y me ponían delante unos cuantos elementos en principio distantes que había de vincular para producir un texto matemático. Parto, por ejemplo, de un tema, dos personajes, una imagen y tres frases, y mi desafío es construir una composición a partir de esos elementos, lo que puede exigirme el sacrificio de alguno de ellos.

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¿Y la filosofía?

La filosofía no es para mí un conocimiento entre otros, es un plan de vida. Cualquiera está llamado a interrogar al mundo y a interrogarse a sí mismo en el mundo. Cualquiera está convocado a preguntarse quién es, quién ha sido, quién quiere ser, cómo se relaciona con los demás.

La filosofía no es una disciplina académica, es un plan de vida; todos estamos llamados a ser filósofos, también los que hacemos teatro. Por supuesto que el teatro es emoción y es poesía; pero el gran teatro, el mejor teatro, también es pensamiento: el teatro de Shakespeare, el teatro de Calderón, el teatro de los grandes griegos. Siento, he dicho alguna vez, que el teatro puede poner al espectador ante preguntas para las que el filósofo todavía no tiene palabra. El teatro, al igual que la filosofía, nace del conflicto, y puede presentar lo complejo en tanto que complejo y lo conflictivo en tanto que conflictivo. Algo que me ha dado el teatro es la posibilidad de explorar voces distintas de la mía. Por la polifonía propia del texto teatral, puedo defender a personajes en distintas posiciones en una situación conflictiva (pienso en obras como El jardín quemado o La paz perpetua). El teatro puede poner al espectador ante la pregunta, abrir el conflicto al espectador, y quizá hacer que el espectador, si quiere, acaso no en el ahora de la representación pero sí algún día, responda la pregunta o la mantenga abierta como una herida.

Cuentas en Mi padre lee en voz alta que tu casa «estaba llena de palabras». Tal parece, después de leer ese texto, que no podías acabar de otro modo: «Mi padre cuenta que adquirió la costumbre de leer en voz alta mientras estudiaba Magisterio. Allí entabló amistad con un compañero ciego y empezó a estudiar las lecciones en alto de modo que el amigo aprovechase su lectura».

El otro día hablaba de ello con mi hermano Alfredo y me recordó El hombre que ríe, de Víctor Hugo. Recordé a mi padre leyendo esa novela en la que ocurre algo tremendo. El hombre que ríe es un título tan hermoso como paradójico, porque parece referirse a un hombre feliz y en realidad alude a un hombre que vive una situación terrible. Una situación que se dio probablemente no solo en Francia sino también en otros países de Europa: secuestraban a un chaval de la aristocracia para quitarlo de en medio en vistas a una herencia y lo mutilaban haciéndolo irreconocible —al menos así recuerdo yo lo que escuché—. El hombre que ríe es un chaval que tiene una sonrisa como la del Joker, es un mutilado. Recuerdo a mi padre leyendo aquella novela tremenda.

Si yo no llego al teatro como espectador hasta los dieciséis años sí tengo este recuerdo preteatral que está en la base de una fe en la capacidad de la palabra para construir mundos. Cuando se dice «más vale una imagen que mil palabras», conviene aclarar: sobre todo si la imagen es de García Lorca. [Risas] Pienso en imágenes bíblicas como la de Cristo caminando sobre las aguas o la de Moisés abriendo el mar. No hay imagen física que alcance lo que cada uno de nosotros puede inmediatamente volcar en esas palabras, son imágenes provocadas por palabras que generan algo distinto en cada cabeza. He trabajado recientemente sobre Teresa de Jesús, una extraordinaria imaginativa que caracteriza a las mujeres como mariposas cargadas de cadenas. Es una imagen delirante que podría firmar un poeta vanguardista, y la está construyendo una monja en el siglo XVI. ¿De dónde le viene a Teresa la palabra?

Es verdad que fue aquella casa habitada por palabras donde nació mi confianza en lo que la palabra pronunciada puede crear. La capacidad de transmitir a otros, por medio de la voz, imágenes que nacen en nuestro interior, es uno de los más grandes misterios y de los más grandes dones del ser humano. Es un don tan extraordinario que no deberíamos malbaratarlo diciendo cualquier cosa.

Dices que llegaste tarde al teatro.

Así es. En el instituto nos dicen que tenemos que ir a ver Doña Rosita la soltera, que en ese momento se estaba poniendo en el María Guerrero, con dirección de Jorge Lavelli y protagonizada por Nuria Espert. Veo aquel espectáculo con otros compañeros probablemente tan poco preparados como yo para entender algo así. Entonces descubro el teatro como arte de la imaginación y me convierto en un aficionado. Aquel 81 fue un año tremendo; fue el año del golpe pero también de otras muchas cosas, y uno sentía que estaba tocando el mundo con las yemas los dedos. En ese momento me convierto en un espectador entusiasta, con algún otro amigo que hoy sigue siéndolo; si tenía algún ahorro, solía gastarlo en libros o en teatro.

Escribía, ya lo he dicho, narrativa y poesía. En un momento dado empiezo a ensayar tímidamente el teatro y escribo algunas obras que no he querido luego destapar. Una se llamaba Albania, otra Los caracoles. No creo que las publique nunca. También escribo El pájaro doliente, que quizá rescate algún día, y por fin Siete hombres buenos, la primera que publiqué y que, revisada, ha editado ahora La Uña Rota junto a otras diecinueve piezas.

Peleo constantemente con mis textos; reescribir es desengrasar y desangrar. Desengrasas en la medida en que sustituyes dos frases por una que dé cuenta de ambas, buscando una expresión más intensa, o haces que una frase sea sustituida por un gesto, incluso por un silencio. Pero en ocasiones has de hacer lo contrario, desangrar: convertir un silencio en un largo monólogo porque la propia palabra te lo reclama.

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Siete hombres buenos se llevó el accésit en el Premio Marqués de Bradomín, premio que luego ha dado nombre a toda una generación de dramaturgos, donde se te incluye. ¿Qué opinas de esa etiqueta?

Me parece que esa etiqueta expresa la incapacidad de encontrar una denominación que aluda a un lenguaje compartido, a un tema común, a un acontecimiento fundante. Engloba a personas que escribimos con una gran diversidad temática y formal y que solo coincidimos en haber tenido algo que ver con ese premio —que yo nunca gané—. El premio tiene un nombre muy bonito, Marqués de Bradomín, pero la expresión «Generación Bradomín» no me parece muy útil para hacer historia de la literatura dramática.

Me gustaría también que nos contaras sobre tu muy celebrada tesis sobre Walter Benjamin.

Acabo en junio del 88 y trabajo unos meses enseñando Matemáticas —en una academia y en la Facultad de Económicas de la Autónoma— hasta que en enero del 89 logro una beca para hacer el doctorado en Filosofía con la dirección de mi maestro Reyes Mate. Durante cuatro años fui becario. Pero no conseguí acabar la tesis en ese periodo.

No sé si ha sido celebrada; más bien sospecho que apenas ha sido leída. Se ocupa de un espacio de tensión, tiene tensión en el propio título: Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Intento reflexionar sobre Benjamin y caminar con él alrededor de lo que se ha llamado «revolución conservadora». Frente a otros pensadores de la izquierda que hacen suyo el deseo de Marx de «que los muertos entierren a sus muertos», Benjamin considera que el pasado fallido es una fuente emancipadora, que la memoria del pasado fallido puede darnos fuerzas en el combate con las injusticias presentes. En mi ensayo intento poner a Benjamin en diálogo con conservadores cuyo pensamiento tiene una forma revolucionaria. En particular, trabajo sobre George Sorel, Ernst Jünger, Juan Donoso Cortés y Karl Schmitt. Creo que esa investigación filosófica está vinculada a mi teatro no solo en su contenido, sino también en su forma. Hay una tensión, un conflicto en la propia forma de la tesis, en la que se muestra cómo elementos nacidos en una tradición se dejan reconocer desplazados, invertidos, en otra. Por ejemplo, la noción de estado de excepción es acuñada por Karl Schmitt. Él, el más importante jurista nazi, define al soberano como aquel que puede dictar el estado de excepción —para él, lo que define al soberano no es que dicta la ley, sino que puede suspenderla—. Benjamin considera que el verdadero estado de excepción sería la revolución, la interrupción de la injusticia histórica.

Pienso que la mía es una tesis modesta, no creo que camine ni un paso por delante de los autores que comento en ella más allá de lo que la estrategia de confrontarlos pueda ofrecer. Por otro lado, estoy seguro que todos esos pensadores, no solo Benjamin, han nutrido mi teatro.

Año 89-90. Te llaman para asistir a un taller de dramaturgia.

En el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, que dirigía quien hoy es uno de mis mejores amigos en el teatro: Guillermo Heras. Su sede era la sala Olimpia, en la plaza de Lavapiés, donde está hoy el Teatro Valle Inclán. Tenían mi teléfono por aquel accésit del Bradomín y me convocaron a un taller de dramaturgia en que por primera vez conversé con gente que hace teatro. A partir de ese momento empecé un camino que me ha ido llevando a comprometerme cada vez más con el teatro y a descubrirlo como un arte extraordinariamente hospitalario.

Pero esto, dicho así, parece entrar en contradicción con lo que nos contabas sobre el arte como oficio cruel, ¿no?

Digo hospitalario en el sentido de que mis preocupaciones, mis sueños, mis zozobras, los asuntos que quiero compartir, encuentran allí un lugar. Me parece un espacio muy abierto, muy poco autoritario, en el que puedo encontrar el modo de presentar mi asombro hacia el mundo, mis preguntas, mis convicciones. El teatro me permite desde compartir la emoción que me produce estar en un bar ante un cliente que —me parece— está enamorado de la camarera y nunca se lo va a decir —¿no es impresionante que una persona esté enamorada de otra y notes que no se lo ha dicho, que nunca va a hacerlo?—, hasta asuntos políticos o morales complejos. En La paz perpetua aparece la pregunta por el mal necesario, hasta qué punto la violencia es legítima si puede servir para evitar un mal mayor. De forma concreta: hasta qué punto sería legítima la presión física, la tortura a un sospechoso, si puede salvar inocentes. Yo tengo mi propia respuesta: contestaría que jamás [categórico] se puede torturar. Pero entiendo que la discusión no es insignificante, no es banal, no se puede despachar de cualquier modo. El teatro me permite construir una situación que haga que el espectador acompañe esa pregunta con su propia reflexión.

Desde la experiencia de un hombre enamorado en secreto hasta debates morales complejos, todo cabe en el teatro si encontramos el modo de hacer de ello una experiencia poética para el espectador.

Cuando diriges, ¿modificas tus textos? Has dicho que los textos los revisas, que tus obras están abiertas, no acabadas. Están vivas.

La lengua en pedazos, que he escrito y dirigido, se transformó durante los ensayos e incluso después del estreno. En general, nunca doy por cerrado un texto. Estos textos que ves ahí en forma de libro no son más que borradores de los que yo desearía escribir. Soy ambicioso no en el sentido de que tenga una gran fe en mí, sino en el sentido de que tengo una gran fe en el teatro, por lo mucho que me ha dado.

Probablemente esto también tiene que ver con el primer teatro que vi. Cuando como adolescente descubro el teatro no me encuentro ante un teatro de amiguetes más o menos simpaticote. Las primeras obras que veo son, no estoy seguro de si en este orden, Doña Rosita la soltera —donde se representa magistralmente nuestro mayor misterio como seres humanos: somos seres atravesados por el tiempo—, Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, y El pato silvestre de Ibsen. Grandes obras que me dan mucho, que se convierten en experiencias tramadas en mi corazón, que se convierten en trama de mi propia vida.

Siento que el teatro ha de ser un acto de amor a la gente y ha de entregar algo a la gente. Y, por otro lado, me siento limitado. No es modestia. Como dice en cierto momento el camarero de Los Yugoslavos: «Conozco mis límites». Creo que si tengo una cualidad, si tengo un talento, es cierta capacidad de escucha, de escucha de los públicos, de escucha de los comentaristas, de los críticos, de los actores, de los directores. Escuchar no quiere decir obedecer, sino preguntarse por qué ese espectador o ese lector o ese actor consideran que tal parte no se entiende, que tal elemento no se ha desarrollado, que ese otro expresa una obviedad, que ese final es fallido o que en tal momento lo que se escucha es mi voz y no la de mis personajes.

Finalmente, quien reescribe es, a través de ti, el tiempo. Es el tiempo quien tacha, quien te revela que tal frase, tal momento o tal personaje son superfluos o merecen ser desarrollados. Es el tiempo el que tacha o despliega, el que desengrasa o desangra.

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Cuando es otro el que dirige un texto tuyo lo acusarás más, habrá una mayor trasformación, necesariamente. ¿No te sientes invadido?

Entiendo que hay que tener una actitud hospitalaria hacia director y actores, saber que cuando uno escribe teatro escribe para ser traducido, para ser desplazado. Escribo buscando que en mis textos esté lo innegociable, pero eso no me convierte en un juez vigilante que vela por la integridad de lo escrito. Es el texto mismo el que ha de hacerse respetar. En este sentido, no tengo una actitud celosa, ni me enfado si veo que me han cambiado algunas cosas o se han añadido o eliminado otras.

Busco que mis textos sean abiertos. Intentaré explicar esta apertura con algunos ejemplos. Himmelweg arranca con un largo monólogo sin que el texto indique quién lo pronuncia. Al ver la edición inglesa, me enfadé porque en ella, antes del monólogo en cuestión, pusieron «Delegado:». Si yo no escribo «Delegado:» es precisamente como signo de apertura a la puesta en escena: el monólogo podrá aparecer en off, o ser distribuido entre varios actores, etc. Algo semejante sucede con el monólogo que constituye la parte tercera de la obra: no escribo «Comandante:» porque el monólogo podría ser pronunciado, por ejemplo, por un actor distinto que aquel que en la parte cuarta interpretará al Comandante.

Otro ejemplo de esto: en El chico de la última fila eliminé, después de la primera publicación, la referencia a las edades de los personajes porque descubrí en unos ensayos que era una marca que cerraba algunas posibilidades a la puesta en escena; descubrí, en particular, que Germán, el profesor, podía ser más joven de lo que yo pensaba, y que un profesor joven cansado encierra otra forma de patetismo que un profesor mayor cansado. La acotación inicial de Cartas de amor a Stalin dice: «En casa de los Bulgákov, allí donde él escribe». Hay puestas en escena que han construido un despacho de una casa de Moscú y otras en que Bulgákov escribe en el suelo, e incluso hay otras en que escribe sobre su piel. Para mí, lo innegociable, lo importante, es que el lugar de la representación sea aquel donde el escritor escribe, ese espacio que luego será ocupado, invadido por Stalin.

Lo que quiero decir con todo esto es que el teatro es dialéctico. Un actor puede descubrirte una luz, una herida que tú no viste en un personaje, un escenógrafo puede enseñarte las posibilidades o los límites de un espacio… Cuanta más libertad ofrezcas a esos otros creadores, tanto mejor.

Cuando asisto a un espectáculo sobre un texto mío siempre aprendo cosas. A veces el espectáculo empequeñece el texto, pero otras aparecen sentidos que yo no había previsto, y esa es para un autor una experiencia formidable.

Tu teatro se lee muy bien; como narrativa, digo, como una novela.

Gracias. Ojalá sea así. Quizá haya alguna excepción. Yo creo que El traductor de Blumemberg es un texto difícil de leer.

No estoy de acuerdo. Precisamente ese texto engancha muchísimo.

Vaya, pues me alegra que me digas esto. Es una obra ante la que algún lector podría sentir pereza y pensar: «para leer esto tengo que saber alemán». En realidad, de lo que se trata precisamente es de jugar dramáticamente con la opacidad de la palabra. Es una obra en la que la traducción es puesta en escena, el hecho mismo de traducir, en la medida en que el espectador habría de entender o imaginar lo que Blumemberg dice a partir de las reacciones de Calderón, a partir de sus réplicas verbales y gestuales.

Esta obra se hizo en Buenos Aires y luego el mismo director y los mismos actores presentaron una lectura dramatizada muy hermosa en Madrid, en Casa de América. Si en Argentina se construyó un vagón de tren, aquí los actores estaban en el espacio vacío y en el suelo había un tren de juguete, lo que dio lugar a una construcción poética muy poderosa. Lo que me hace recordar una expresión de un colega argentino: hay que hacer al espectador cómplice de la dificultad. Si los actores dicen al espectador «no podemos construir aquí un tren como los del cine, pero te invitamos a imaginar que estamos en un tren en un viaje en zigzag por Europa» y el espectador les entrega su complicidad, si eso ocurre, el teatro es capaz de todo, porque no tiene otro límite que la imaginación de ese espectador.

Recuerdo a menudo esa definición que propone Borges según la cual el teatro es el arte en el que un hombre finge ser lo que no es y otro hombre finge que se lo cree. Genial. Es decir, de pronto yo te digo; «Soy Julio César». Si tú no dices: «Vale, voy a fingir que creo que eres Julio César», si no se establece ese pacto de fingimientos, no hay teatro. Pero si se establece ese pacto, porque tú quieres, convertimos esto en Roma. Ese es el enorme poder del teatro.

Y hay ocasiones en que uno se pregunta si un hallazgo de una puesta en escena ha de ser incorporado al texto. Mi respuesta es que sí si la inclusión de ese elemento no cierra posibilidades de futuras puestas. Ejemplo de esto: en la puesta en escena de Cartas de amor a Stalin, después del estreno, la actriz Magüi Mira descubrió algo estupendo. En el momento final de esta obra, la mujer de Bulgákov se va, abandona a su marido, un escritor al que ha devorado su obsesión por Stalin. Una noche vi que Magüi, al final del espectáculo, iba a salir de escena como yo había escrito, pero luego —y esto era de la actriz, no del autor— se daba la vuelta y se llevaba el último manuscrito de Bulgákov. Magüi había descubierto un signo muy poderoso: Bulgákova abandonaba el cuerpo, vaciado, de su esposo, muerto no física pero sí moralmente, y se llevaba su espíritu, el manuscrito. Decidí incorporar ese hallazgo en una acotación.

Contrariamente, pondré un ejemplo de algo que no he incorporado. Recientemente he visto en Italia una magnífica puesta en escena de Himmelweg. En esa obra, un comandante que dirige un campo de concentración levanta una mascarada en que los judíos son forzados a representar la normalidad e incluso la felicidad ante la visita de un delegado de la Cruz Roja. Es decir, van a representar que viven en una ciudad normal cuando en realidad viven en un espacio de muerte. En la puesta en escena de Parma vi un momento extraordinario que yo no he escrito: cuando el Comandante recibe a Gottfried, el judío al que va a convertir en su ayudante y trágico cómplice, coge la estrella amarilla que Gottfried lleva en el pecho y la arroja al suelo. Algo así nunca se dio históricamente; todo lo contrario: un judío, si caminaba sin la estrella, podía ser inmediatamente liquidado. Me pareció una imagen teatral extraordinaria. Ahora bien, no quiero incorporarla al texto, porque creo que hacerlo reduciría ciertas posibilidades escénicas. Ha habido puestas en escena de Himmelweg en que no aparece la estrella de David ni aparecen, en general, signos visuales que remitan al Tercer Reich. Me importa mantener esa apertura.

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¿Cómo debe enfrentarse el dramaturgo a estos tiempos de crisis? ¿Tiene el drama algún poder social a estas alturas?

El teatro hoy, como siempre, tiene algo muy importante que ofrecer. El teatro es reunión y es imaginación. El teatro requiere de la imaginación del espectador, no existe en el escenario, existe en la cabeza del espectador, y si el espectador no le entrega su complicidad, como decíamos antes, no hay teatro. Recuerdo a Carmen Machi haciendo La tortuga de Darwin, una obra cuya protagonista es una tortuga que ha vivido doscientos años y que ha evolucionado en mujer. Es un personaje que ninguna actriz del mundo puede hacer. Pero Machi decía al espectador: «Vas a querer que yo sea ese personaje extravagante, tú vas a querer que yo sea una tortuga de doscientos años evolucionada en mujer». Y lograba que el espectador tuviese ese deseo. «Soy la tortuga de Darwin», decía, y el Profesor le contestaba: «Usted no es una tortuga, señora, usted a lo más tiene la espalda cargada, si a usted le llaman tortuga en su barrio es un mote bien puesto, igual que hay otros que tienen cara de perro o cara de gato, pero usted no es una tortuga». Carmen replicaba: «Es que he evolucionado». Lo decía de tal modo que el público se entregaba: «Vale, me trago que eres una tortuga centenaria que has evolucionado en mujer». Y cuando un rato después Carmen contaba que en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial había tenido un hijo al que no supo defender y lo había perdido, el público se emocionaba, y esa emoción es un milagro, porque ese hijo es un personaje imposible nacido de otro personaje imposible. Sin embargo, la actriz, durante ese rato que duraba la representación, los hacía posibles.

El teatro es imaginación y el teatro es también reunión; es un lugar de encuentro, asamblea de los espectadores con los actores. Esa doble oferta —reunión e imaginación— es muy importante en un mundo en el que parece que encontramos cada vez menos razones para juntarnos y en el que la imaginación está cada vez más colonizada por estos cacharros [señala el móvil], en que cada día somos invadidos por legiones de imágenes pasteurizadas, en que se nos formatea para asimilar acríticamente las deslumbrantes imágenes que nos envían desde la Corte. El teatro tiene además la capacidad de darnos a escuchar otros lenguajes y otros modos de decir y, por tanto, nos da ocasión de examinar cómo usamos las palabras y cómo somos usados por las palabras.

Cuando escribíamos Juan Cavestany y yo Alejandro y Ana en aquel trabajo que dirigió Andrés Lima y que estrenamos al mismo tiempo que se hacía la foto de las Azores, hablábamos de hacer un teatro histórico de urgencia, que respondiese inmediatamente. Un buen ejemplo de ese teatro puede ser Terror y miseria en el Tercer Reich, de Brecht. Creo que es importante que haya ese tipo de teatro. Pero también tiene relevancia política un teatro que no acepta la agenda que le marca la coyuntura. Creo que antes que proclamando la libertad es ejerciéndola como se ayuda a otros a resistir. Hablar sobre lo que uno desea hablar es ya un acto político.

Lo que en todo caso ha de procurar el teatro es que sus asuntos y sus lenguajes no sean redundantes; ha de evitar los lenguajes formateados y esos temas que si están en la corriente principal no es porque la gente los haya demandado sino porque son impuestos por la industria cultural dominante.

¿Es el teatro un lugar para resistir o para atacar?

Ambas cosas coinciden. Políticamente, yo no creo en las victorias totales, tampoco creo en las derrotas totales. Hay una expresión de Benjamin que me gusta mucho: «organizar el pesimismo». La organización del pesimismo es un paradójico optimismo. Sería obsceno presentarse como optimista en una España que está limitada por una valla al otro lado de la cual hay unos seres humanos desesperados a los que se impide entrar. Esa valla no es compatible con el discurso de los derechos humanos, no hay derechos humanos, hay derechos de Estado y derechos de ciudadanos asociados a determinados Estados. Esto por hablar de uno de esos fenómenos que no deberían dejarnos dormir tranquilos. Por otro lado, un pesimismo que aboca al fatalismo y a la inacción es perverso. En ese sentido me interesa mucho la apuesta benjaminiana por una organización del pesimismo: la situación está mal pero organicémosla. Eso ya es un gesto activo. También lo es construir un pequeño espacio en el que se hable de cosas de las que no se habla en otros lugares, donde aparezcan preguntas y puntos de vista que no aparecen en otros sitios, donde se deje escuchar cierta polifonía frente a los monólogos redundantes, eso es una forma de resistencia que ya es un modo de ataque, ya es un modo de entrar en conflicto con lo que rodea a ese pequeño lugar.

He leído recientemente Supervivencia de las luciérnagas, de Didi Huberman, que hace una lectura crítica de mi amado Pasolini y también discute muy respetuosamente con Giorgio Agamben. Me he sentido bastante identificado con el rechazo de un discurso fatalista, rechazo a ver nuestro tiempo como un apocalipsis absoluto en que solo cabe desesperación. Creo que es muy importante, por utilizar la imagen que rescata Didi Huberman del propio Pasolini, estar atentos a esas pequeñas luciérnagas que las deslumbrantes luces de los grandes reflectores apenas nos dejan ver.

Los conflictos de tus personajes suelen caracterizarse por intentos de dominación del uno al otro. ¿Es posible establecer relaciones sin que aparezca el poder? ¿Son posibles modelos sociales a nivel privado y colectivo en el que nos encontremos de igual a igual?

De eso se trataría. En este contexto, me resulta útil reflexionar sobre la noción de traducción. Benjamin tiene un pequeño texto llamado La tarea del traductor en el que viene a decir que en la traducción, en el hecho de traducir, lo importante es lo intraducible, aquello que no tiene una correspondencia inmediata en la lengua de llegada. Es obvio traducir casa por house, pero ¿cómo se traduce al inglés la expresión teresiana «Mi vida son trabajos del alma»? ¿Cómo se traduce ahí «trabajos»? Es aquello intraducible lo que obliga a la lengua de llegada a abrirse, a extenderse desafiada por las exigencias de la lengua de partida. El traductor que conoce su oficio no busca correspondencias inmediatas, sino que ensancha su propia lengua a partir de la exigencia del texto original y de la lengua original. Esto de lo que habla Benjamin tiene mucho que ver, me parece, con la vida. Al menos esa es mi traducción de su texto, mi desplazamiento. Cada ser humano tiene un mundo privado, una trama personal de experiencias, un lenguaje propio, y constantemente está traduciendo a otros y está siendo traducido por otros. Hay, creo, dos actitudes en ese cotidiano traducirnos los unos a los otros. Una es la actitud hospitalaria de quien se pregunta «¿Qué quiere decir este?», una actitud de escucha, proclive a ensanchar el mundo propio a partir de otros mundos. Y hay la actitud contraria, un tipo de traducción invasora en que tomo lo que el otro me dice y lo llevo a mi propia lengua, centrifugando aquello en lo que no me reconozco. Esto es lo que sucede en muchas traducciones que reducen el texto original, lo empequeñecen. Una traducción, una relación de amistad, una sociedad, debería ser tan hospitalaria como fuese posible para que cada uno pudiese expresar lo que es y entregárselo a otros.

En mi teatro es cierto que una y otra vez aparece esa pulsión dominadora del hombre por el hombre. Espero que mostrarla sea una forma de organización del pesimismo y no una descripción fatalista, un afirmar «somos así y no tenemos solución». Quiero creer que mostrar esa pulsión sirve para dar a pensar qué hay en cada uno de nosotros del Hombre Bajo de Animales nocturnos, del Stalin de Cartas, del Comandante de Himmelweg, personajes que utilizan a otros, que invaden a otros, que manejan a otros como muñecos.

Pienso que mi teatro habla una y otra vez de esa condición paradójica del ser humano: somos frágiles, estremecedoramente frágiles, y, sin embargo, no nos resignamos a nuestra fragilidad, sino que peleamos, peleamos por la belleza, por la dignidad, por la libertad, por la justicia, muchas veces contra enemigos interiores, enemigos que están dentro de nosotros.

En Cartas de amor a Stalin hay un escritor, Mijaíl Bulgákov, que en un determinado momento hace algo muy grave: en lugar de para su sociedad empieza a escribir para un solo hombre, se convierte en escritor para un solo lector ideal, que es Stalin. Todas sus obras están censuradas, están prohibidas, y él se consagra a escribir cartas al tirano reclamando su libertad. Está realizando un acto fatal, porque en lugar de escribir para la gente —eso es lo que ha de hacer un escritor, escribir para la gente, incluso si sus obras van a ser probablemente condenadas—, él decide escribir para el poderoso. Lo hace con dignidad, reclamando su libertad, pero probablemente ya está jugando en el espacio del poderoso, ya está entregándose de algún modo al poderoso. En un momento posterior será el propio Stalin, el fantasma de Stalin, el que dicte esas cartas y finalmente el que las escriba. Quien le dará combate será, paradójicamente, la mujer que ha metido al fantasma en casa. En un momento dado Bulgákova dijo a su esposo: «Te puedo ayudar a escribir esas cartas intentando imaginar cómo reaccionaría Stalin a lo que escribes», y empezó a representar a Stalin, metiéndolo así en la casa.

También en Himmelweg los personajes rebeldes son dos mujeres: una mujer que se va de la representación y una niña que dice otras palabras que las que el Comandante había escrito para ella. Con su desobediencia, esa niña nos salva, y salva al Comandante.

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Tu teatro nace con la vocación de ser representado, pero se lee muy bien, lo hablábamos antes.

Sí, y me alegra mucho que me lo digas. Mis textos nacen buscando un escenario, pero también quieren ofrecerse al lector en su soledad. Cuando hace años me preguntaban cuál era mi obra de teatro favorita, contestaba Rey Lear antes de haberla visto —luego la he visto mucho porque me cupo el honor de versionarla en un montaje que dirigió Gerardo Vera—. Me siento feliz cada vez que un lector me dice que le ha impactado la lectura de una obra mía. De algún modo, el lector que se encuentra en soledad con la obra puede construir con su imaginación una puesta en escena que le es propia, puede soñar a esos personajes en un tiempo y en un espacio.

Utilizas frases muy potentes.

El riesgo es, perdona el símil futbolístico, que se me vayan las frases por encima del larguero. Hay que utilizar estrategias para que la palabra no tenga un carácter enfático ni pedante. Una de las que yo he utilizado es ponerla en boca de animales. En Últimas palabras de Copito de Nieve, el protagonista es lector de Montaigne, y dice frases que yo no me atrevería a poner en boca de un personaje que fuera un catedrático; sin embargo, en boca de un mono moribundo, esas reflexiones sobre la vida y la muerte no resultan, me parece, pedantes, sino que tienen un carácter cómico y paradójico.

Defiendes la presencia del teatro en las escuelas. Cuéntame cómo es esto; puede no resultar tan obvio. ¿Por qué estudiar y hacer teatro de niños?

Dos de los premios más emocionantes que he recibido me los han concedido escolares franceses. En Francia, en ciertos distritos, grupos de profesores eligen diez textos teatrales contemporáneos y se los hacen leer a los chavales, que trabajan sobre ellos y finalmente votan qué pieza es la que más les ha interesado. Me parece algo extraordinario que chavales lean no solo teatro, sino incluso dramaturgia extranjera contemporánea. Me parece envidiable e imitable.

Creo que el teatro no debería estar en un margen de la escuela sino en su centro, como todas aquellas artes que puedan ayudar a la gente a encontrar su voz. Además, el teatro enseña responsabilidad; cuando uno está haciendo una obra con otros sabe que en cierto momento ha de saberse su papel; si no, todo se vendrá abajo; no es como no haber estudiado el examen de química, donde tu posible fracaso es solitario; en el teatro cada participante es responsable de todos los demás. Finalmente, al hacer teatro te tienes que poner, y esto me parece extraordinario, en el lugar de otro, en los zapatos del otro. Un niño ha de interpretar a un inmigrante sin papeles, a un policía antidisturbios, al rey, al mendigo, y ese es un modo de aprender que solo todos los hombres somos lo humano. Al hacer teatro comprendes otras posibilidades de ti, comprendes que tú podrías ser otro, y que tu vida no es un destino. Por otro lado, en la medida en que el actor es un especialista en la palabra (para pronunciar una frase ha de entender no solo el significado de las palabras tal como el diccionario las define, sino también qué intereses hay debajo de esas palabras en una determinada situación, qué deseos o qué miedos), el hacer teatro lleva de forma natural a una reflexión sobre el lenguaje, sobre ese medio con el que nos comunicamos.

Lo ideal sería que el teatro que se hace en la escuela fuese escrito y dirigido por los propios chavales. En este contexto, me parece un buen ejemplo el proyecto Lóva, con el que he tenido la suerte de colaborar. Chavales muy pequeños eligen un tema —por ejemplo, la verdadera amistad, o la muerte (porque resulta que están muy afectados porque ha muerto la abuela de un chico)— y se distribuyen en oficios —escritores, escenógrafos, actores…— para armar una ópera. Me parece formidable que los chavales busquen los medios, empezando por las palabras, para dar cuenta de su experiencia.

¿Cómo es la experiencia de tener tu propia compañía de teatro? Estrenaste La lengua en pedazos. Ahora estás trabajando en Reikiavik, pero dices que no sabes cuándo la vas a estrenar, no te pones fechas.

En realidad, hay dos obras que desearía llevar a escena en los próximos meses: Reikiavik y Los yugoslavos. Los yugoslavos, una obra muy abierta—el propio título lo es; no es una obra sobre la antigua Yugoslavia, sino que alude a un lugar donde se reúnen los yugoslavos, esto es, un lugar donde se reúnen personas que tienen en común haber nacido en un país que ya no existe—, es formalmente más sencilla que Reikiavik, de la que siento que requeriría un proceso de indagación semejante a aquel que seguimos en La lengua en pedazos. Arranqué los ensayos de La lengua sin fecha de estreno, encerrándome con unos actores muy cómplices que sabían que el texto era inestable y que todo estaba por decidir, empezando por el modo en que íbamos a dar a ver esa cocina del Convento de San José que acabó siendo una mesa de Ikea y dos sillas. Creo que Reikiavik requiere una exploración semejante. Es una obra en la que un muchacho se encuentra a dos tipos que se hacen llamar Waterloo y Bailén, esto es, se nombran con derrotas napoleónicas. Trata sobre la victoria y la derrota —o sobre las paradojas de la victoria y la derrota—. Aparentemente, Waterloo y Bailén juegan al ajedrez, pero a lo que de verdad juegan es a reconstruir Reikiavik, a reconstruir el campeonato del mundo que jugaron Fischer y Spasski en el 72. Juegan no solo a ser esos personajes, un día uno y otro día otro, igual que tú y yo podemos jugar hoy blancas y negras y al revés mañana, sino a reconstruir todo aquel mundo y los fascinantes personajes que coincidieron en Reikiavik.

¿Qué tal te llevas con los críticos? ¿Qué papel crees que juegan actualmente y cuál deberían jugar?

No es insignificante que Benjamin hiciese su tesis doctoral sobre el concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán. Ahí se configura su propia visión de la crítica, que mucho tiene que ver, a mi juicio, con su visión de la traducción. Benjamin subraya que el crítico romántico no es un juez que evalúa la obra y le pone nota —la culminación de ese juez evaluador está en la práctica hoy corriente de poner estrellitas a los espectáculos en lugar de ofrecer un comentario complejo–. El crítico romántico es, en cierta manera, un autor ampliado, o un autor de segundo grado, que lleva la obra a otro plano de reflexión. He contado alguna vez, y lo escribí cuando se hizo El crítico en Argentina, que al empezar yo buscaba de la crítica el elogio o la absolución y que poco a poco he ido teniendo con ella una relación más compleja. Ahora lo que deseo es que el crítico me acompañe, y que sea sincero, porque creo que la sinceridad es el valor fundamental de la crítica. Lo que yo le pido al crítico es que descubra sentidos de la obra que me son ocultos, que me señale límites de la obra, que establezca relaciones entre esta obra mía y otras mías u obras ajenas, que me haga pensar sobre la relación de mi obra con mi tiempo, que me anime a corregir la obra, que la desestabilice. En cierto sentido, eso es lo que toma forma en mi obra El crítico: la relación de dos personajes que sin duda están en conflicto, pero que al mismo tiempo, de algún modo, son cada uno el álter ego del otro, su complementario.

La complejidad de la crítica que un arte genera da cuenta de la fuerza de ese arte. Que un hecho artístico sea capaz de provocar una conversación crítica, informada y compleja, es un rasgo de la fortaleza de ese hecho artístico y de la sociedad en que esa conversación se da. Cuando se hicieron La tortuga de Darwin y Hamelin en Brasil, me impresionó recibir de las compañías brasileñas sendas páginas de un diario en que aparecían cuatro críticas de cada espectáculo. Me pareció un síntoma de extraordinaria vitalidad: si había esas críticas es porque una sociedad las reclamaba.

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Fuiste profesor de dramaturgia en la RESAD. Te lo habrán preguntado cientos de veces: ¿se puede enseñar a escribir?

He sido profesor de dramaturgia durante ocho años en la RESAD, he conducido además algunos talleres de Dramaturgia y recientemente la Universidad Carlos III me ha hecho el honor de nombrarme director de la Cátedra de Artes Escénicas. Me parece muy importante que una Universidad mire con ese respeto al teatro, no solo la literatura dramática, sino también el hecho escénico.

Creo que quien tiene la responsabilidad de orientar una formación artística ha de ser capaz de transmitir su experiencia y, al tiempo, de retirarse para no invadir el camino del otro. En lugar de producir clones de sí mismo ha de, en la medida de lo posible, tener una actitud hospitalaria para que el educando encuentre su propia voz. Los que participan en este tipo de experiencias —no me atrevo a llamarlos alumnos— son gente que o ya ha encontrado su voz y quiere nutrirla o la está buscando. Tú has de ser capaz de compartir experiencias —también fallidas— por las que has pasado sin asfixiar la voz del otro.

«Hay que utilizar estrategias para que la gran frase no tenga un carácter profesoral». La paz perpetua, La tortuga de Darwin, Últimas palabras de Copito de Nieve… Los animales parecen invadir tus piezas, es parte de esta estrategia, dices. ¿Qué diferencia hay entre un animal que habla y un humano que habla?

Mi primer intento con animales fue una versión libre de El coloquio de los perros de Cervantes que acabó titulándose Palabra de perro. Si en el original cervantino Berganza cuenta, incitado por Cipión, su vida al modo del esquema de la novela picaresca, describiendo a los sucesivos amos por los que ha pasado para pintar así la sociedad de su tiempo, yo invierto la flecha temporal: Cipión y Berganza no entienden por qué hablan siendo perros y aquel propone a este que le cuente su vida hacia atrás, a ver si así descubren el origen de su hablar. Lo que Berganza descubre es algo terrible: no es un perro que habla, sino un ser humano que ha sido tratado como perro y había olvidado su humanidad —que recupera al contar su vida, a otro y a sí mismo—. De algún modo, Palabra de perro es una reescritura kafkiana de la novela cervantina.

Trabajando sobre Cipión y Berganza descubrí el doble valor, poético y político, del animal en escena. Por un lado, el animal en escena rompe inmediatamente el marco realista, ofreciendo enormes posibilidades a la imaginación del actor, del director y del espectador. Y también a la imaginación del escritor, empezando por la palabra: ¿Cómo habla un animal?; ¿de qué habla un animal? Por otro, el animal humanizado viene a ser una representación paradójica del hombre animalizado, signo de un tiempo en que tantos hombres son tratados como bestias y tantos otros son educados para comportarse como bestias.

¿Qué papel juega en una obra lo que callan los personajes? El silencio, ¿qué papel desempeña?

Me pregunto si mis obras no están escritas para hacer escuchar el silencio. El silencio de los niños —rodeados de adultos que hablan por ellos— en Hamelin, el silencio de Rebeca antes y después de cantar en la última escena de Himmelweg, el acto sin palabras con que Enmanuel responde el monólogo del Ser Humano en la escena final de La paz perpetua, el silencio del Inquisidor cuando se recoge en oración en La lengua en pedazos, el silencio de Bulgákov en una casa invadida por la voz del tirano al final de Cartas de amor a Stalin, el silencio final del Hombre Alto en Animales nocturnos, el silencio del Hombre Estatua en la última escena de El jardín quemado…

El teatro, arte de la palabra, es también el arte del silencio. En teatro, el silencio se escucha. Se pronuncia.

¿Cómo ha cambiado tu escritura dramática en todos estos años?

Ha cambiado tanto y tan poco como yo. Creo que hay en ella más esperanza y más humor. Más luz.

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Fotografía: Guadalupe de la Vallina.

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34 Comments

  1. Frazier

    Este señor merece todo mi respeto, pero vaya muermo de entrevista…

  2. Roberto

    Efectivamente, he visto un par de obras suyas, El chico de la última fila y La tortuga de Darwin, y me gustaron bastante, pero, hoygan, la entrevista un rollo.

  3. @dgpastor

    Los pelos como escarpias :___)
    Juan Mayorga, el autor teatral español del momento.

  4. Galahat

    Una de las cosas que más echo de menos en Jot Down es la escasa atención que recibe el teatro en comparación con otras artes, así que se agradece enormemente la entrevista a Mayorga. Hay tanto de donde rascar…

    • dgpastor

      Muy de acuerdo, hay que solventarlo. Nos gusta el teatro!!!

      • Galahat

        Pues nada, Dolores, ya he visto que te has arrancado con un artículo (una pena que no lo pillara antes de irme a Lisboa), así que anímate y de cabeza al teatro.

        Un saludo

  5. aitoragar

    Pues a mi me ha parecido tremendamente interesante la entrevista. Sin duda recomendaría su lectura, y aporta algunas declaraciones interesantes

  6. Tommek

    A Benjamin no lo entiende ni Benjamin.

  7. AntiEdipo

    Este reportaje es una evidencia de que porqué las facultades de filosofía deben escindirse cuanto antes de «las facultades de filosofía y letras» y transformase en facultades de «filosofía y ciencias».

  8. waj1Fum

    Me queda muy lejos el teatro (por desgracia, me temo), pero la charla me ha parecido mucho menos aburrida que a varias personas que han comentado antes, y sobretodo mucho más interesante de lo que pensaba antes de leerla.
    Gracias por darle cancha para que se explaye contando estas cosas.
    PD: la foto del gato lo explica todo :)

  9. máscaras

    El teatro está infrarrepresentado desde un punto de vista divulgativo. Hace muy bien jotdown en abrir un espacio para él. Es necesario. Como la entrevista. Me ha gustado especialmente la pregunta de si el teatro es para resistir o atacar.

  10. «El teatro, al igual que la filosofía, nace del conflicto, y puede presentar lo complejo en tanto que complejo y lo conflictivo en tanto que conflictivo.»

    Hablando del conflicto de nuestro «yo» con el medio, recomiendo «Libertad Total» de Jiddu Krishnamurti para los no iniciados en las lecturas de este freelance de la filosofía.

  11. Maria Jose Rague Arias

    Todo lo que dice Mayorga tiene sentido, incluso aquello con lo que puedes no estar de acuerdo. Sus palabras siempre se sustentan en una concepción del mundo inteligente, progresista y humana

  12. Carlos

    A todo esto, es Carl Schmitt, no Karl. Corregid la errata :)

  13. Carlos

    Y Blumenberg, no Blumemberg.

  14. Carlos

    En lo de Blumenberg he patinado, creía que el texto tenía que ver con el padre de la metaforología xD.

  15. Pingback: Juan Mayorga: “El arte ha de ser peligroso” | Texto casi Diario

  16. Shamir

    Siendo estudiante de periodismo me enganché a JotDown desde la primera lectura, sobre todo por la calidad de sus entrevistas. Sin dudarlo, ésta es la que más me ha gustado. Las respuestas de Mayorga son conmovedoras a la vez que desorientan e incitan a reflexionar. Felicitaciones a los redactores y a la fotógrafa, dais ganas de seguir aprendiendo.

  17. ana roldan

    Muchas gracias por las palabras del maestro, cuanto aprendo. Veo que es una persona generosa, que no se ha centrado en medrar, acaparar puestos y premios, algo tan comun. Vamos, que no lo hace por ego y dinero, ni por poder. No. Que no. Que tie toa la pinta de que no, que el discurso universitario no encubre nada.

    • Ines Forcadell

      Tienes tanta razón, Ana! A mi también me dió clases y aunque era algo farragoso, a otras alumnas sí que les echó una mano para premios y estrenos: véase Blanca Domenech. Asi es el mundo de la cultura y el teatro en Madrid. Hay que sacar el dinero de algún lado. Cuando yo le conocí aún no habian empezado a darles premios de dinero importantes.

  18. El gato es una auténtica preciosidad. La expresión hecha imagen.

  19. blanca d.

    Ha sido profe de mucha gente, aunque se ha dedicado a su carrera primero en la Resad como trampolin y luego en el Cdn, ayudado por Sanchis, y el resto de gente, que en Madrid son cuatro, que pillan de los dineritos publicos. Un ejemplo a seguir. Teatro y cuenta corriente.

  20. Pingback: Juan Mayorga, dramaturgo

  21. Berenice

    Esta entrevista deja mucho a la reflexión, ¿quien dice que la filosofía y las matemáticas son aburridas? ¿quien dice que los matemáticos son personas frías y cuadradas?, al menos yo he escuchado a estas personas, y Juan Mayorga es una muestra clara de que esto no es así, me encanta la forma en la que lo plantea, una forma tan humana, la forma en la que se expresa sobre la filosofía realmente enamora, bueno y como no va a hablar así de ella si es su vida.
    Una persona que sus propios conocimientos lo han llevado a ver la vida de esta forma, y coincido justamente con la idea de que la filosofía es un plan de vida, es realmente parte de nuestra vida, personas que estamos haciendo filosofía día a día y no nos damos cuenta, en lo personal muchas veces me encontrado haciéndome preguntas acerca de cosas que aparentemente son cosas muy sencillas, pero cuando admiras su hermosura y funcionamiento te comienzan a surgir más y más preguntas sobre ello y deseas conocerlo mejor.
    Felicidades por la entrevista y Gracias por presentar éste tipo de notas.

  22. marquesado

    No, generacion bradomin no. Mas bien Calderon, premio mas cuantioso que fueron trincando todos los amiguetes del Astillero, la Pallin, Jose Ramon Fernzndez,…todos los jovdnzuelos que luego se han colocao dn la Resad, Ministerios, Carlos III, Cdn, cobran por versionear clasicos, vamos, la trama Gurteldel teatro en Madrid..

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