En su septuagésimo cumpleaños, Peter Weir (Sidney, 1944) sigue representando una rareza. Es difícil encontrar en la cinematografía actual un mejor ejemplo de artesanía y firma, de tecnócrata y autor, de clasicismo y personalidad. De cine, en definitiva, en la saludable intersección entre industria y nervio creativo. Paciente firmante de catorce películas en treinta y cinco años, Weir es por derecho un exponente sobresaliente de un cine rentable que no ignora el compromiso del director de éxito con las inclinaciones propias, un matrimonio cada vez más difícil en un negocio implacable como el de las películas.
No en vano el difunto Kubrick profesaba a Weir pública admiración, incluso desde la época más underground del director de Sidney. Pieza clave de la impetuosa generación australiana de cineastas de los años setenta, Weir es un buen ejemplo del tránsito natural de muchos realizadores entre la temprana indagación creativa en formas más experimentales, inconexas e incluso oníricas (Los coches que devoraron París (1974), Picnic en Hanging Rock (1975) y La última ola (1977) hasta un cierto clasicismo donde la narrativa sobria y transparente es el marco dominante sobre las inquietudes de autor, que no funcionan como medio sino como fin.
Peter Weir (en cinco películas) representa esta compleja conquista de circuitos comerciales y dignidad creativa, así como la victoria de un estilo de rodar de inteligente equilibrio entre productores, autores y público, y estilos clásicos y modernos, sin importar los géneros, como hicieran hace décadas los Hawks, Wyler o Ford.
1. Gallipoli (1981)
Treinta y tres años después, la quinta película de Peter Weir sigue siendo para muchos la mejor, incluido para el propio director, que sin embargo replica que es también su obra menos personal. Sobre su importancia en muchos sentidos en su carrera, escribe Nekane E. Zubiaur en su estupendo estudio (Peter Weir, Cátedra, 2013): «Él la califica como su película de graduación, no solo porque su éxito comercial y de crítica sirviera para confirmarlo como uno de los directores más importantes del nuevo cine australiano, sino porque por primera vez tenía la seguridad de haber alcanzado la competencia técnica necesaria para comprender en todo momento lo que estaba haciendo y por qué lo estaba haciendo (…) Gallipoli implica un giro en la evolución de su estilo hacia una mayor narratividad y transparencia visual».
Financiada en última instancia por la recién fundada productora cinematográfica de Rupert Murdoch (Associated R&R Films), la cinta narra la lucha de las fuerzas ANZAC (Australia y Nueva Zelanda) contra los otomanos en el estrecho turco de los Dardanelos en la Primera Guerra Mundial, episodio crucial de la corta historia australiana, que atraería en masa al público nacional. Al margen de este gran atractivo, un importante cambio en el planteamiento argumental impulsó decisivamente a la película.
La cinta se concibió en un principio como una fiel recreación bélica de la operación militar de Gallipoli (recordemos, ideada por la calenturienta cabeza de Winston Churchill, Lord del Almirantazgo británico por entonces) y sus prolegómenos políticos y operativos, pero de ese modo el relato no acababa de cuajar. Fue la decisión de Weir de dar a la historia personal de los dos protagonistas (dos jóvenes y veloces australianos que se conocen, digamos, en el camino a la guerra, interpretados por Mel Gibson y Mark Lee) todo el protagonismo, relegando el componente bélico y político a un lugar secundario. A la postre, este cambio dio toda su altura dramática a la película, y su gran aceptación abrió a su director las puertas de un éxito mayor y más internacional.
2. Único testigo (1985)
Como recoge Katherine Tulich según declaraciones del propio realizador: «Siempre pensé que sería estupendo hacer películas en Hollywood, pero bajo mis condiciones. Las películas deben venir de mí, aunque no las haya escrito yo (…) Nunca he querido llegar allí como un pistolero a sueldo y decir, «denme trabajo»».
Aunque Peter Weir, en efecto, siempre ha necesitado factores de implicación personal con sus películas, Único testigo fue un encargo en toda regla que le buscó su agente cuando había conseguido establecerse profesionalmente en Estados Unidos y sus otros proyectos (sobre todo, La costa de los mosquitos) se habían encallado en busca de financiación. Protagonizada por un enrachado Harrison Ford, estrella rotunda en los años ochenta, Único testigo fue también la primera película de Weir netamente financiada con capital americano.
El argumento es conocido. La historia de amor entre la viuda amish y el policía protagonista que protege a su hijo, testigo accidental de un crimen sobre el que debe declarar, introduce de manera explícita uno de los grandes temas (si no el mayor) del cine de Weir: el choque de mundos contrarios. Tras la cámara, Weir es casi un antropólogo cultural, un indagador de contrastes. La fórmula, sin duda, gustó mucho al público, y la película fue un éxito (abrió el festival de Cannes de 1985, fue nominada a ocho Óscar y ganó el de guion y montaje) que asentó los pasos del director australiano en la difícil industria de California.
3. La costa de los mosquitos (1986)
Tal y como cuenta Nekane Zubiaur en su libro, Weir descubrió La costa de los mosquitos, el libro de Paul Theroux, porque Sigourney Weaver se lo regaló en el rodaje de su sexta película, El año que vivimos peligrosamente (1983). Posteriormente el proyecto cedió paso a la más encaminada Único testigo, para ser finalmente retomada en 1985, filmada y estrenada un año después. El fiasco fue considerable. Ni siquiera las brillantes reminiscencias de El corazón de las tinieblas de Conrad (entiéndase, de Apocalypse Now (1979) de Coppola) la salvaron del rechazo y los números rojos.
De hecho, La costa… es habitualmente condenada al grupo de películas no tan buenas de Weir (sobre todo, se le achaca su retorcida duración), pero se trata en cualquier caso de un trabajo muy interesante. Las inquietudes simbólicas de Peter Weir brillan con gran fuerza en la figura de Allie Fox, un despótico padre de familia que, harto de la vida de los EE. UU. de posguerra, arrastra a su familia hacia una nueva vida en plena selva centroamericana, donde con su gran habilidad para construir cosas (más allá de la simple artesanía, él es un brillante inventor, un desafiante Prometeo) fundará un vanguardista poblado selvático en medio de ninguna parte, levantado según su credo antimoderno y llevado hasta las últimas consecuencias de su ideario social y material.
En principio, este sugestivo protagonista iba a ser interpretado por Jack Nicholson, pero su falta de disponibilidad acabó dando el papel, de nuevo, a Harrison Ford, que se entendía muy bien con Weir. Aunque existe otra leyenda acerca de por qué Nicholson no participó en La isla de los mosquitos: desde Belice, sofocante lugar del rodaje, era imposible ver los partidos de Los Angeles Lakers.
4. El show de Truman (1998)
Tras filmar la celebrada El club de los poetas muertos (1989), que recogía sin tapujos las frustraciones académicas de su director no sin cierta inocencia, y las más desconocidas aunque estimables Matrimonio de conveniencia (1990) y Sin miedo a la vida (1993), su próxima película se hizo esperar. No fue hasta 1997 cuando el realizador australiano dio por fin con una historia que le movilizó. El show de Truman encandiló como una divertida distopía mediática (idea del neozelandés y también director Andrew Niccol) que se convirtió, probablemente, en uno de los mayores fenómenos mainstream de videoclub de su tiempo.
¿Cómo rodar la historia de un hombre cuya vida, sin saberlo, es un enorme reality show y cuyo mundo es un decorado gigantesco? Desde el principio, el juego entre realidad y ficción es constante. La película se filmó en un complejo residencial de Florida llamado Seaside, un lugar un tanto artificial por tratarse de un proyecto urbanístico muy reciente mitad pueblito estival y mitad ciudad diminuta, levantado de la nada, una lisérgica e ideal urbanización costera. La cuestión es que Seaside era inquietantemente adecuada para recrear la pequeña ciudad impostada del filme, Seahaven. Además, en una pirueta aún mayor, una vez terminada la película el propio Weir llegó a proponer a la productora hacer promoción como si El show de Truman fuera un programa de televisión real.
Siendo aún un largometraje muy aclamado, a cierto público todavía le chirría la presencia del algo histriónico Jim Carrey. Pues bien, su elección para el gran papel protagonista de El show de Truman no solo era insospechadamente coherente con ciertas cuestiones de este juego realidad-ficción (después de su espaldarazo en Ace Ventura [1994] y La Máscara [1994], Carrey se sentía muy perseguido por prensa y paparazzis, por cámaras y miradas indiscretas), sino que también encajaba con el personaje de Truman, pues una persona que crece, sin saberlo, en la farsa de un reality tiene que ser por fuerza alguien un poco artificial y chiflado. Además, su trabajo fue secundado por premios como el Globo de Oro a Mejor Actor Dramático (y no de comedia) en 1999, lo que posiblemente sirva de ejemplo, entre otros muchos, para destacar la eficaz, versátil y dialogante dirección de actores de Peter Weir.
5. Master and Commander (2003)
En 1999, Peter Weir cenaba con el productor Tom Rotham, quien le dijo: «No voy a intentar venderte un guion sino que simplemente voy a darte un regalo». El regalo era una bonita espada de época. A Weir no le costó adivinar que el generoso obsequio era una treta para intentar convencerle, otra vez, de que dirigiera una adaptación de las novelas de Patrick O’Brien (veintiuna nada menos) sobre Jack Aubrey y la Royal Navy durante las guerras napoleónicas, proyecto que venía gestándose desde hacía cierto tiempo. Weir se lo pensó otra vez, investigó un poco y finalmente accedió. El resultado es, probablemente, la mejor película de aventuras de los últimos quince o veinte años y acaso también el culmen de Peter Weir en la dirección, por la inédita complejidad de la empresa entre presupuesto (ciento cincuenta millones de dólares, una cifra prácticamente igual a todas sus películas anteriores juntas), logística, adaptación histórica y literaria, exigencia narrativa y dificultad de puesta en escena.
La primera decisión fue clave: simplificar. Para condensar lo mejor de tantos libros en una sola película había que eliminar tramas y subtramas (amores, por ejemplo) que entorpecieran el asunto principal, que era, para Weir, la amistad entre el capitán Jack Aubrey, bravo y temperamental, y Stephen Maturin, el templado cirujano del barco, el Surprise.
En segundo lugar, las incertidumbres técnicas se solventaron construyendo minuciosamente dos navíos de guerra de la época (uno desde cero y el otro sobre la base de una pequeña fragata muy bien conservada) con la idea de usar uno en alta mar (Weir fue persuadido de hacer todo el rodaje allí) y otro en un estudio de cine cerrado, un gigantesco tanque de agua, una piscina de cine, lugar de rodaje de la reciente Titanic (1997). Verdaderamente, la fidelidad histórica y la verosimilitud en general obsesionaban a Weir y a su equipo. Por ello, decidieron apoyarse lo menos posible en efectos digitales y tomaron nota del excelente resultado del trabajo de miniaturas de Weta Workshop para El Señor de los Anillos (2001), a quienes contrataron.
Lamentablemente, pese al entusiasmo de la crítica cinéfila, el público no respondió demasiado bien ante «la otra película de barcos de 2003» (Piratas del Caribe se llevó el gato al agua). Que Master and Commander es una película un poco lenta y aburrida es un mantra que, más de una década después, no ha desaparecido. Sin duda, la aceleración de los tiempos del lenguaje cinematográfico de los últimos años (confundir ritmo con velocidad, de lo que no se salva tampoco la televisión o la música) juega en contra de una película que, sin enfriar para nada la trama, muestra con dedicación la vida a bordo de un barco del siglo XIX (sus angostas bodegas, su supersticiosa tripulación, la selva de jarcia, cuerda y aparejos, los rigores de alta mar, la bruma, el clima, los ritos de a bordo) y en construir con cierto apetito clásico la conflictiva relación entre el capitán Aubrey y el contestatario naturalista Maturin. Como afirmaría irónicamente el actor de este último personaje, Paul Bettany, para poner de relieve la deliciosa singularidad de Master and Commander: «No conozco ninguna película de aventuras y acción en la que los dos protagonistas tocan el violín y el chelo».
El tiempo hará justicia seguro a Peter Weir. Uno de los mejores directores vivos, y el más infravalorado o con menos renombre. Grandísimo Peter Weir
Toda la razón. Un gran artesano del cine, no despierta pasiones como otros más famosos… salvo en unos pocos fanáticos como éste que suscribe. Poner en la misma frase esa maravilla que es Master and Commander y la basura sin paliativos de Piratas del caribe sin que sea para reivindicar la de Weir es un insulto al cine.
Pocas películas, debería haber rodado más. Aunque puede presumir de que las que ha rodado merecen la pena.
Esa aceleración de los tiempos del lenguaje cinematográfico, como dice, podría ser también un arte si se hiciera con maestría, pero desgraciadamente es Michael Bay quien ostenta el honor de usarlo para esas películas insufribles y huecas. Quizás por eso…
De Peter Weir, que menos la primera las he visto todas, reconozco que Picnic en Hanging Rock me aburrió. Las demás, sobresaliente.
Buen articulo, pero me parece un fallo centrarse solo en la parte mas «comercial» de su filmografia. «Picnic en Hanging Rock» y «La ultima ola» se merecian un apartado aparte tanto ó más que las citadas.
Gran director. Y totalmente de acuerdo en lo de que Master and Commander es la mejor película de aventuras de los últimos 20 años. Un clásico del género y la más fiel recreación de un buque de época y la vida a bordo que se ha filmado hasta la fecha.
Yo no hubiera pasado tan de puntillas por Los poetas muertos ni omitido la última pelicula de Weir, The way back. Pero buen resumen.
Excelente artículo, gracias por recordarnos a un cineasta artesanal y discreto que sin hacerse notar nos ha obsequiado con maravillosas hitorias. Una de mis preferidas sin lugar a dudas «Master & Comander»: te hace sentir la energía i el significado de la navegación en aquella época, sin falsas épicas, ni patrioterismos, ni fórmulas románticas, pero con gran sentimiento a través de una impecable dirección de actores.
Interesante, sí señor, reivindicar a un director como Peter Weir. Tiene un sello clásico, o invisible si se prefiere, que hace que muchos cinéfilos lo desprecien o no lo valoren lo suficiente. Películas suyas como «Gallipoli» tienen un aroma a Hawks o Walsh que ya no se estilaba en los años ochenta.
Mi favorita de todas las suyas sería «Master & Commander», que creo que es casi una obra maestra. Y luego «El año en que vivimos peligrosamente», «Único testigo», «El show de Truman», «El club de los poetas muertos», etc.
«La costa de los mosquitos» a mí sí me parece de las más flojas, sobre todo tras haber leído el soberbio libro de Theroux. Uno se pregunta qué habría podido hacer Werner Herzog (o John Boorman) con tal argumento, aventura y personajes.
A Weir siempre le interesa la contraposición civilización/naturaleza y suele colocar a sus personajes masculinos ante grandes peligros (la muerte siempre planea en sus películas) y dilemas morales de envergadura.
Por si alguien tiene curiosidad:
http://www.elcineenquevivimos.es/index.php?director=387
Saludos.
Coincido con Jonás en que no debería haberse omitido el último y estimable trabajo de Weir, ‘The Way Back’.
Es una lástima que este gran director haya rodado tan pocas películas, porque su talento es enorme.
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Uno de mis directores favoritos. Sin dudas, ha contribuido a lo mejor de la cinematografía mundial. Por otro lado, en el listado deberían haber figurado tanto La sociedad de los poetas muertos como El año que vivimos en peligro.
Nadie ha mencionado The last wave con Richard Chamberalin. Donde se daba protagonismo a los aborígenes, algo inusual en aquella época
Prefiero la gamberra The Plumber a tanta cosa repipi que fue haciendo después.
También se ha dejado por analizar «Sin miedo a la vida». Para mi su mejor película, muy profunda y con muchas secuencias para analizar, con un enorme Jeff Bridges.
Gran director.
Yo diría que Master and Commander es una de las mejores películas de todos los tiempos.
Me reconforta ver que no soy el único fan de Master and Commander; es un relato tal poliédrico, con tantos matices que comentar, con unos actores tan maravillosos, con una pasión por el cine tan bestia que me parece increíble. El deber, la amistad, el valor, la superstición…. todo esta en esta obra maestra…. como la cara de disimilado compungimiento del capitán cuando le amputan el brazo al niño….
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