«En vista de que enseñar a los esclavos a leer y escribir tiende a excitar el descontento en sus mentes y produce la insurrección y la rebelión…» así comenzaba la ley aprobada en el estado de Carolina del Norte en 1830 que prohibía dicha actividad bajo una pena de multas o cárcel para los hombres libres o treinta y nueve latigazos en la espalda para los esclavos. Se trataba de una medida similar a la de otros estados y que de una manera u otra ya se venía poniendo en práctica en las colonias americanas. Pero algunos vulneraron esas normas e iniciaron lo que se conoce como «narrativa esclavista», que contribuyó en buena medida a derogar el tráfico y la explotación de personas. Nos centraremos en un caso que, por su excepcionalidad, merece nuestra atención.
Que la invención de la imprenta y el auge económico fueran parejos no parecía casualidad, en Europa la capacidad de leer y escribir se había convertido desde hace siglos un importante signo de estatus y los libros gozaban de tal prestigio que cuando se prohibía uno por herético, tal como ocurrió en 1473 en Alcalá de Henares, se paseaba en una procesión por las calles para que la gente lo escupiera y maldijera hasta que finalmente se quemaba en una solemne ceremonia en la plaza pública ante las autoridades. Qué poder debían atribuirle a ese objeto para dedicarle tanta atención. De manera que cuando los colonos europeos llegaron a África y comenzaron a instaurar desde el siglo XVII el sistema de secuestro y traslado en masa de millones de nativos hacía las tierras americanas, lo justificaron moral e ideológicamente basándose en supuestos sobre su presunta animalidad: al fin y al cabo eran seres que no sabían leer ni escribir. La respuesta de algunos exploradores y misioneros sensibles a tales abusos fue precisamente alfabetizarlos. «Tanto valdría que os dedicaseis a enseñar a los monos que habitan en las rocas, como a los africanos» le reprochaban a David Livingstone los esclavistas, quien entonces los retaba a que demostrasen leer al menos igual de bien que sus alumnos. Así que entre los desdichados que adquirieron la condición de esclavos, los más observadores comenzaron a percatarse de la situación:
Mi amo solía leer oraciones en público a la tripulación del barco cada domingo. Nunca había estado más sorprendido en toda mi vida como la primera vez que le vi leer, cuando vi que el libro hablaba a mi amo. Me resultaba extraño ver que lo miraba y movía los labios. Deseaba que me hiciera lo mismo a mí. Tan pronto como hubo terminado mi amo de leer, le seguí hasta el lugar donde dejó el libro, lo abrí y acerqué el oído con grandes esperanzas de que me dijese algo, pero me quedé muy triste y decepcionado cuando vi que no me hablaba, y al punto me vino a la cabeza el pensamiento de que todos y todo me despreciaban porque era negro.
Era una primera percepción sobre los libros que debía ser afinada… pero tampoco iba muy desencaminado al intuir por dónde iban los tiros. De hecho su autor fue James Albert Gronniosaw, quien finalmente aprendió a leer y escribir, logró adquirir su libertad y fue el autor de la primera autobiografía de un esclavo publicada en el Reino Unido, en 1770. Alfabetizarse proporcionaba una libertad inicialmente al menos en el plano intelectual y daba la oportunidad ponerse en contacto con familiares —dado que los comerciantes no tenían cuidado en el daño que pudieran causar tales separaciones—, también permitió dar a conocer su situación al público europeo y norteamericano mediante libros y publicaciones en prensa.
Fue el caso de Frederick Douglass, un esclavo al que su ama enseñó el alfabeto, aprendizaje que reforzó con el proporcionado por unos niños blancos a los que daba un poco de pan a cambio. Gracias esta recién adquirida capacidad descubrió las ideas abolicionistas, por lo que se fugó y con el tiempo pasó a ser un conocido escritor y político. Harriet Jacobs publicó la primera autobiografía de una mujer esclava, titulada Incidentes de la vida de una esclava, mientras que Austin Steward, por su parte, hizo lo propio con Veintidos años de esclavitud. Y en esa misma línea no podemos dejar de mencionar a Solomon Northup, un hombre libre que fue secuestrado y vivió doce años como esclavo, una historia que plasmó en una autobiografía recientemente llevaba al cine en una película muy interesante aunque carente del don narrativo de la elipsis. Aquí ya hablamos en su momento más extensamente de otro caso similar, el de Benjamin Banneker, y su correspondencia con Thomas Jefferson.
En definitiva, fueron muchos y no podemos mencionarlos a todos, pero hubo uno que alcanzó una excepcional fama e influencia en su tiempo: se trata de Olaudah Equiano. Sufrió la esclavitud, como tantos otros, aunque de una manera algo distinta. Su vida fue tan singular y llena de peripecias que cuando escribió su autobiografía, de título tan poco escueto como La interesante narración de la vida de Olaudah Equiano o Gustavus Vassa, el africano, escrita por él mismo, logró vender cincuenta mil ejemplares en apenas unos meses. Pocas obras de ficción contenían tantas aventuras y estaban tan bien escritas, dicho sea de paso. Pues salvo sus disquisiciones finales un tanto tediosas en torno a la salvación de su alma (que en aquel entonces suponemos que serían leídas con más interés), el resto se diría escrito por Julio Verne o Emilio Salgari. Debía tener claro que con un buen envoltorio el mensaje llega a más gente y termina siendo más eficaz, aunque por ello no se libró de acusaciones acerca de la veracidad de lo escrito.
Este hombre, que se definía a sí mismo como «ni santo, ni héroe, ni tirano», nació en 1745 en una familia aristocrática de lo que hoy sería Nigeria, en la que también tenían esclavos. Con once años fue secuestrado y tuvo que trabajar para un herrero de una localidad vecina, pasando por sucesivas manos a lo largo del tiempo hasta que un europeo lo compró y lo hizo subir a un barco de esclavos con dirección a Virginia. Ahí se le vino el mundo encima. Tanto las durísimas condiciones de hacinamiento, la sensación de abandono y la falta de alimentación durante el viaje estuvieron a punto de costarle la vida y cuando por fin llegó a América, la situación no mejoró. Descubrió formas de tormento como el bozal de hierro que llevaba una esclava que no le permitía comer, beber y apenas hablar. Como reflexionaría posteriormente, además de inhumana es ineficiente:
¡Cuán errada es la avaricia de los dueños de las plantaciones! ¿Son más útiles los esclavos si se los humilla a la condición de bestias en vez de permitirles que disfruten de los privilegios de los hombres? La libertad que esparce salud y prosperidad por Gran Bretaña aporta la respuesta: no. Cuando convertís a un hombre en esclavo le priváis de la mitad de su virtud, le dais, con vuestra propia conducta, un ejemplo de estafa, rapiña y crueldad, y le forzáis a vivir con vosotros en estado de guerra: ¡y aun así os quejáis de que no son honestos ni fieles!
Es una idea recurrente a lo largo del libro, maltratando a alguien no logras su lealtad, ni que cumpla con eficacia su cometido y solo se alimentara en él «venganza aunque tardía y conspiración continua». Pero como tantas otras veces ocurriría a lo largo de su vida, cuando todo parecía perdido llegó la salvación (que él atribuía a la intervención divina) al ser comprado por un teniente de la armada británica que lo trataba bien y en consonancia él le correspondía. Desde ese momento pasaría a servir en barcos adquiriendo una creciente pericia como marinero. Su primer destino fue puerto inglés de Falmouth, donde vería la nieve por primera vez —que inicialmente creía que era sal— al tiempo que sufrió la viruela y por culpa de unos sabañones estuvieron a punto de amputarle una pierna. Desde allí pasaría a participar en su primera expedición militar: el sitio a la ciudad de Louisbourgh durante la llamada Guerra de los Siete Años. Dado que era una persona inteligente y despierta pudo adaptarse rápidamente al entorno y aprender inglés con gran fluidez, un proceso de aculturación que quiso completar bautizándose para hacerse cristiano, pues había aprendido a leer y su libro de cabecera era la Biblia, del que le gustaba memorizar algunos pasajes.
Posteriormente fue vendido a un cuáquero de Filadelfia, dedicándose desde entonces al transporte marítimo de toda clase de mercancías, a menudo también esclavos. Una experiencia que le horrorizó porque a menudo contemplaba a sus amos «depredar con violencia la castidad de las esclavas». Otro detalle que le impactó entre las plantaciones de la isla de Montserrat que visitó por entonces es que muchos esclavos escogían como mujeres a esposas que fueran de otra plantación, aunque para visitarlas tuvieran que recorrer largas distancias. El motivo que le dieron es que «cuando el amo o la ama deciden castigar a las mujeres, obligan a los maridos a azotar a sus propias esposas», y de esa manera evitaban que se diera tal situación. Mientras tanto, durante los viajes introducía pequeñas mercancías entre sus enseres personales, que luego vendía y así poco a poco logró acumular el dinero suficiente para comprar su libertad en el año 1766, cuando contaba con apenas veintiún años. Ya como hombre libre continuó ejerciendo de marinero en el mar Caribe y llegó a naufragar en una ocasión, hasta que regresó a Inglaterra, donde estuvo varios años trabajando como peluquero. Pero lo que mejor se le daba era el mar, así que volvería a enrolarse en un barco. Primero realizó varias rutas por el Mediterráneo e incluso pasó un tiempo en Cádiz, donde vivió una revelación religiosa. Más adelante se sumó a una expedición que pretendía abrir una ruta a la India bordeando Norteamérica en la que casi muere congelado y a continuación formó parte de una misión de comercio y evangelización a la Costa de los Mosquitos. Allí en cierta ocasión intimidó a los indígenas que mostraban una actitud amenazadora a la manera de un conquistador blanco:
Recordé un pasaje que había leído en la vida de Colón, cuando se hallaba en Jamaica entre los indios y en cierta ocasión los asustó contándoles ciertos sucesos que ocurren en el cielo. Adopté el mismo recurso, superando con creces mis expectativas más optimistas. (…) les dije que Dios moraba allá y que estaba enfadado con ellos, y que si no paraban y se marchaban en calma cogería el libro (señalé a la Biblia) lo leería y le diría a Dios que los matase. Fue como magia.
Es decir, el misterioso objeto que «hablaba a mi amo», en palabras de otro esclavo, era ahora el que enarbolaba este liberto para intimidar a los indígenas centroamericanos. El proceso de aculturación se había completado, era ya todo un occidental de la cabeza a los pies, orgulloso de saber leer y escribir y consciente del poder que eso le otorgaba. Pero aún le serviría para lo más importante.
En 1777, con treinta y dos años, decidió que ya había vivido suficientes aventuras y se instaló en Londres. Allí entró en contacto con activistas partidarios de la abolición de la esclavitud, quienes le animaron a escribir sus memorias. En 1789 finalmente publicó La interesante narración de la vida de Olaudah Equiano o Gustavus Vassa, el africano, escrita por él mismo, con el formidable impacto en la opinión pública que antes hemos mencionado y que le convirtió en la salsa de todas las fiestas y reuniones, donde daba testimonio de lo que vivió. Incluso llegó a escribir a la mismísima reina de Inglaterra. Una de las personas con las que más relación llegó a tener desde entonces fue el parlamentario William Wilberforce, quien dedicaría muchos años de su vida a luchar por la abolición de la esclavitud. Hay una película que no está mal, titulada Amazing Grace —en la que Olaudah Equiano es interpretado por el cantante Youssou N’Dour— que muestra el proceso que culminó con la prohibición del comercio marítimo de esclavos en 1807. Mientras tanto Equiano se casó con una mujer blanca (consideraba que el mestizaje contribuiría a luchar contra el racismo) y tuvo dos hijos, aunque no llegó a ver dicha abolición al morir en 1796 a los cincuenta y un años de edad. Una vida relativamente breve, aunque muy intensa.
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