Música

Cómo nació el rock and roll (II)

Little Richard. Foto: Corbis.
Little Richard. Foto: Corbis.

(Viene de la primera parte)

Nos habíamos quedado a mediados de 1955. La moda del rock and roll ha estallado a ambos lados del Atlántico: Bill Haley ha conseguido que «Rock around the clock» sea el primer número 1 del estilo en los Estados Unidos y en otros varios países. Por su parte, Chuck Berry ha colado su «Maybellene» en el número 5. Otros artistas están a punto de explotar también. El rock and roll, pues, está tomando el mundo del espectáculo por asalto.

El tremendo bombazo de «Rock around the clock» facilitó sin duda que los artistas negros —incluidos aquellos que no consideramos rock and roll— saltasen de las listas rhythm & blues a las listas generales con mayor frecuencia. Por ejemplo, el malogrado Johnny Ace obtuvo un gran éxito póstumo con «Pledging my love», al poco tiempo de matarse con una pistola a los veinticinco años de edad: la leyenda decía que estaba jugando a la ruleta rusa en el camerino, pero en realidad Johnny Ace pensaba que el arma estaba descargada y, bromeando, se disparó accidentlmente en la cabeza. Es decir, la misma muerte trágica y estúpida que sufrió años después Terry Kath, el primer guitarrista de la banda Chicago. Por otra parte, los grupos vocales seguían obteniendo hits, caso de The Moonglows y su «Sincerely» escrito a medias por el locutor Alan Freed. Eso sí, el tema solamente llegó al número uno estadounidense cuando fue interpretado por el trío blanco The McGuire Sisters.

Mucho más relevante en términos históricos fue la explosión comercial del quinteto vocal californiano The Platters, debida a su inmortal balada «Only You», que ascendió hasta el número cinco de las listas estadounidenses y británicas. Aquella maravillosa banda estaba en estado de gracia y su siguiente lanzamiento, la también inolvidable «The Great Pretender», se convirtió en su primer número uno nacional, hazaña que repetirían con «My Prayer», «Twilight time» y «Smoke gets in your eyes». Además de aquellos cuatro sonoros números uno, los Platters tuvieron otros grandes éxitos en los cincuenta como «The Magic Touch», «You’ll never know», «It isn’t right», «I’m sorry», «He’s mine» o «Enchanted». Una impactante sucesión de triunfos. Aunque no podemos considerar a The Platters una banda de rock and roll, tuvieron un papel importantísimo en la popularización de la música negra en muchos países, hasta en España. Buena parte del público musicalmente conservador que no entendía el rhythm & blues más dinámico, sí se sentía en cambio atraído por las melodías perfectamente ejecutadas de The Platters, hasta el punto de que no resultaba nada extraño que incluso aficionados a la música escuchasen sus discos, considerados entonces parte de la «música popular». Sus canciones no necesitaron ser reinterpretadas por artistas blancos para llegar a lo más alto de las listas porque el sonido Platters era sencillamente imposible de imitar o sustituir. No en vano su vocalista principal, Tony Williams, era internacionalmente considerado, por críticos y oyentes de todo tipo, como uno de los mejores cantantes de la época:

https://www.youtube.com/watch?v=FyM8NVl4yBY

Lejos de la imagen elegante y el sonido angelical de The Platters, el lado más afilado del rhythm & blues seguía produciendo sus propios iconos. Ellas Otha Bates era un joven que, al igual que Chuck Berry, había abandonado el sur del país para intentar abrirse paso en la industria musical de Chicago. Los comienzos no fueron fáciles: trabajaba como mecánico o carpintero y durante sus ratos libres actuaba en la calle con su guitarra acompañado de percusión tan básica como una tabla de lavar. Se introdujo en el circuito de garitos de la ciudad y empezó a ganarse una reputación hasta que en 1954, a los veintiséis años, llevó finalmente una maqueta a Chess Records, presentándose con el nombre artístico de Bo Diddley. La maqueta contenía únicamente dos canciones, con la peculiaridad de que ambas estaban destinadas a celebrar sus propias glorias: «I’m a man» y «Bo Diddley»… ¡una canción dedicada a sí mismo! Aquel arranque de soberbia por parte de un músico desconocido terminaría definiendo su personalidad artística. Aunque lo más importante era que «Bo Diddley» introducía una cadencia nueva en el rhythm & blues de Chicago, un estilo selvático con influencias africanas que sonaba refrescante y original. Chess Records editó ambas canciones en 1955. «Bo Diddley» no ascendió a lo alto de la lista nacional pero sí ocupó el número 1 de la lista rhythm & blues y eso hizo que a Diddley se le ofreciera una oportunidad única: aparecer en el famosísimo programa televisivo del presentador Ed Sullivan. Allí se terminaría de cimentar su fama como músico difícil e indómito. Sullivan le pidió que se limitara a interpretar una versión del gran éxito del momento «Sixteen tons», pero el músico se saltó las indicaciones y también tocó «Bo Diddley», desbaratando el horario previsto (el programa se emitía en riguroso directo) y enfureciendo a Sullivan. Al parecer, el presentador llegó a decir que Diddley era «el primer chico negro que me pega una puñalada por la espalda» y vaticinó que su carrera iba a ser muy breve. Aquel incidente le dio a Bo Diddley una considerable fama de rebelde, aunque nunca ha estado claro si lo hizo a sabiendas o si sencillamente se confundió al ver un cartel del regidor y se puso a tocar el segundo tema por error; Diddley ha contado versiones distintas en diversas ocasiones, así que cualquiera sabe. En todo caso y pese a las dificultades que el incidente pudo suponer en su posterior promoción, aquella aparición ofrecía al público estadounidense algo nuevo, uno de los sonidos más característicos de aquellos tiempos. Bo Diddley tuvo otros dos éxitos en 1955, pero tardaría varios años en repetir la hazaña, así que tal vez la maldición de Sullivan tuvo algo de efecto. Eso sí, grabaciones como «Hey bo, Diddley», «Who do you love» o «Roadrunner» terminarían pasando a la historia y ejerciendo una considerable influencia sobre la siguiente generación de músicos de rock.

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En 1955, otro músico joven fichaba por una discográfica negra (Specialty Records) aunque estaba destinado a cosas todavía más importantes. Richard Penniman tenía solamente veintidós años pero acumulaba un recorrido bastante amplio como músico profesional. Nacido en una familia pobre y muy religiosa, aprendió a cantar en la iglesia, aunque no tardó en utilizar su habilidad musical para ganarse la vida cuando abandonó el hogar paterno a los catorce años, harto de no ser aceptado por causa de su visible afeminamiento. Desde entonces trabajó en espectáculos de diversa índole, desde ferias ambulantes a garitos nocturnos, y durante su loca adolescencia fue artista de vodevil e incluso actuó como drag queen. Perfeccionó su estilo al piano aprendiendo los secretos del rhythm & blues, un estilo de música que en su familia había sido considerado pecaminoso, especialmente por las letras que con frecuencia hablaban de sexo, alcohol, drogas y otros vicios nocturnos. En sus actuaciones se presentaba como Little Richard, apodo que tenía desde niño por su físico enclenque, y se caracterizaba por un fogoso y desinhibido despliegue de energía.

La eclosión de Little Richard resulta muy interesante porque descubrió que su estilo personal podría funcionar de manera muy similar a como lo descubrió Elvis Presley. Las anécdotas sobre el debut discográfico de cada uno de ellos son prácticamente idénticas. La primera sesión de grabación de Little Richard para Specialty Records empezó siendo frustrante: tal y como le había sucedido a Elvis, un nervioso Little Richard intentaba tirar sobre seguro cantando de manera lo más profesional posible. Esto es, de manera conservadora y tradicional. Pero lo único que conseguía era sonar previsible y aburrido, idéntico a otros artistas y sin personalidad propia. No había nada nuevo ni excitante en aquello. Vamos, como le había pasado a Elvis en las sesiones de su primer disco. El productor de la sesión, Robert Blackwell, sacudía la cabeza, insatisfecho. Aquello no estaba funcionando. Cansados y desmoralizados, Blackwell y el joven Penniman decidieron tomarse un respiro y se acercaron a un bar cercano para beber algo e intentar despejar la mente. Allí había un piano. El resto, como suele decirse, es historia.

Little Richard, para liberar la tensión acumulada durante la infructuosa sesión de grabación, se sentó a las teclas del piano del garito. Pronunció una extraña y pegadiza introducción («A-wop-bom-a-loo-mop-a-lomp-bom-bom!!») y de manera inesperadamente acelerada e histérica empezó a interpretar una canción con la que llevaba años dando guerra en antros nocturnos de todo pelaje. Aquel alocado pianista que aullaba como un poseso no parecía el mismo que había estado cantando tan tímidamente en el estudio. Blackwell lo contemplaba completamente atónito. Nunca había escuchado nada parecido. Acababa de descubrir que Little Richard, el auténtico Little Richard, era un huracán acostumbrado a dejarse la piel para entretener a públicos compuestos de borrachos, travestis y demás fauna nocturna. Tenía un estilo salvaje que, curiosamente, él mismo había considerado impropio de una grabación profesional. Pero Blackwell lo vio claro: aquello era lo que Little Richard necesitaba grabar. Regresaron al estudio, cambiaron la letra de la canción para eliminar las frases más peliagudas —¡la letra versaba originalmente sobre sexo anal!— y sencillamente protagonizaron un acontecimiento histórico. La canción con la que Little Richard asombró a su productor y que terminó grabando aquel mismo día era, ni que decir tiene, «Tutti Frutti».

.«Tutti Frutti» fue un éxito inmediato, colándose en el Top-20 estadounidense y el Top-30 británico. Abrió los ojos a las nuevas generaciones porque Little Richard sonaba más agresivo que cualquier otra cosa que se hubiese publicado en disco hasta entonces. En 1955 Little Richard se convirtió en la vanguardia absoluta, nada ni nadie desplegaba semejante nivel de energía en el estudio de grabación. Su siguiente lanzamiento «Long tall Sally» no solamente sonaba todavía más desbocado sino que obtuvo mayor repercusión, alcanzando el número 6 de las listas estadounidenses. Aquello era solamente el inicio de una fulgurante sucesión de éxitos: «Rip it up», «Slippin’ and slidin’», «Lucille», «Jenny Jenny», «Good Golly, Miss Molly», «She’s got it»… una imponente lista de clásicos inmortales. Reunió una fantástica banda de acompañamiento, The Upsetters, que sin duda fue la más arrolladora de la década. Él se transformó en el epítome de cantante rockero, llevando al extremo su estilo en canciones tan aplastantes como «Keep a knockin’». La cual, nunca me cansaré de decirlo, es en mi opinión uno de los paradigmas de cómo debe cantarse el rock and roll.

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¿Qué fue lo que aportó Little Richard al rhythm & blues? Energía, energía y más energía. Fue uno de los principales responsables de transformarlo definitivamente en lo que ahora conocemos como rock and roll. Como todos los hijos, el rock and roll se parece a su padre, el rhythm & blues… pero también es más joven, más desenfadado y más hiperactivo. La gran pregunta es, ¿dónde empieza un estilo y dónde termina el otro? Difícil decirlo con precisión, pero una cosa sí está clara: si escuchamos el rhythm & blues de los cuarenta con el que Little Richard aprendió a tocar y lo comparamos con sus grabaciones de 1955 en adelante, detectamos una más que evidente diferencia. Son canciones que tienen las mismas estructuras, usan idénticas escalas y construyen parecidas melodías… pero sin embargo las podemos identificar como dos estilos distintos a causa de su velocidad, intensidad y atrevimiento. Es prácticamente imposible imaginar a un músico de los años cuarenta arriesgándose a grabar un disco cantando de esta manera:

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No todos los protagonistas de la explosión rockera necesitaron añadir velocidad o agresividad a su música para triunfar. Fats Domino era un perfecto representante de lo contrario. Nacido en Nueva Orleans como Antoine Domino, la cultura cajun salía por todos sus poros: su lengua materna fue el francés y su formación musical había sido un compendio de todo lo que había estado cociéndose en Louisiana, la cuna del jazz. En 1955 Fats tenía veintisiete años y una amplia carrera a sus espaldas: ya había grabado la friolera de veinticinco singles y por lo menos una decena de ellos se habían colado en las listas de rhythm & blues. Su mayor hit había sido una versión de «Junker’s blues» («El blues del junkie») grabada por Champion Jack Dupree en 1941. En 1950, Fats Domino eliminó las referencias a las drogas, la rebautizó como «The fat man» y gracias a ello vendió varios centenares de miles de ejemplares. Aún tuvo otro par de modestos éxitos a nivel nacional: en 1952 con «Goin’ home» y en 1953 con «Going to the river». Así que cuando llegó la moda del rock and roll, Fats Domino llevaba años establecido en el negocio discográfico, por lo que hoy se lo considera uno de los auténticos pioneros.

El estilo de Fats no podía ser más diferente al de Little Richard. Muy apegado a sus orígenes, estaba marcado también por un dinámico piano boogie woogie, pero el piano contrastaba con su voz aterciopelada y envolvente. Siempre se mantuvo fiel a ese rhythm & blues melódico y no lo cambió demasiado cuando el rock and roll se puso de moda, hasta el punto de que algún productor recurrió al truco de acelerar sus grabaciones para hacerlo parecer más rockero. En realidad no lo necesitaba, porque su música encajaba bien en los gustos de los jóvenes y además resultaba agradable de escuchar para los mayores. Fats Domino podía llegar a todo tipo de públicos: aunque suene paradójico, en 1955 Fats parecía moderno y tradicional al mismo tiempo, según quién lo escuchase. En aquel año obtuvo su primer gran éxito internacional con una canción que no se parecía demasiado a los arranques de furia de Little Richard o al estilo más afilado de Bill Haley y Chuck Berry, y que no tenía toques country como la música de Berry o Elvis. La canción, llamada «Ain’t that a shame» llegó al número 10 en las listas americanas y también se coló en las listas británicas:

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El repentino éxito de Fats Domino y su maravillosa «Ain’t that a shame» mostraría hasta qué punto las discográficas blancas habían perdido todo escrúpulo a la hora de explotar el filón de la música negra. Como bien sabemos, Bill Haley había obtenido su primer gran éxito con una versión blanqueada de «Shake, Rattle & Roll» que le hacía la competencia directa a la de su intérprete original, Big Joe Turner. Esta jugarreta comercial era habitual. La costumbre de versionar éxitos recientes estaba bien establecida en la industria y obviamente existía un trasfondo de racismo detrás de la necesidad de contratar a artistas blancos para regrabar canciones negras, porque de otro modo no eran aceptadas por muchas emisoras. En el caso de Bill Haley hablamos de un músico muy respetable que llevaba años interpretando rhythm & blues, incluso desde antes de que estuviese bien visto por la industria musical blanca. Como decíamos en la primera parte, Haley no era un advenedizo y sus versiones de artistas negros eran legítimas; Haley conocía aquella música y la interpretaba de modo muy fiel. Muy distinto, sin embargo, fue el caso de lo que se hizo con «Ain’t that a shame». Cuando el tema comenzó a llamar la atención, la discográfica Republic Records metió en el estudio a un chaval de veinte años que aún estaba en la universidad y que ya había obtenido su primer éxito blanqueando una canción de Otis Williams and His Charms. Hablamos de Pat Boone, que con su imagen de jovencito formal, de «empollón con estilo», encajaba más en los gustos de las amas de casa de raza blanca que un artista negro y orondo como Fats Domino. Pat Boone grabó una versión de «Ain’t that a shame» realmente indigna del original. Resultaba evidente que, al contrario que Bill Haley, Pat Boone no estaba familiarizado con aquel tipo de música ni con la cultura del rhythm & blues. Es más, incluso intentó modificar el título de la canción: insistía en cambiar el modismo popular «ain’t» por la versión lingüísticamente correcta «isn’t». ¿Por qué? Pues porque ¡no quería que lo tomasen por un inculto! En la discográfica le dijeron que se dejase de tonterías, que lo importante era que la canción sonara bien y que la letra del estribillo tenía que mantenerse idéntica a la original. Así que el pobre Pat Boone tuvo que pronunciar «Ain’t» en plan proletario iletrado. Desconozco si a día de hoy la RAE ha recompensado sus heroicos esfuerzos, aunque no tengo duda que de haber sido español, Pat Boone respetaría todas las normas de los ilustres académicos sin rechistar lo más mínimo.

Pese a que la versión de Pat Boone era considerablemente peor que la original, se convirtió en un bombazo comercial: llegó al número 1 de las listas estadounidenses y al número 7 de las listas británicas. Aquello ponía de manifiesto que la industria musical blanca estaba intentando por todos los medios suavizar el nuevo sonido, haciéndolo más apto para todos los paladares y tratando de llegar a los adultos que jamás habían escuchado rhythm & blues antes de que la relectura edulcorada de «Ain’t that a shame» invadiera sus hogares. Después de aquello, Pat Boone grabaría más versiones de éxitos del momento, traduciéndolos a un sonido más suave y consiguiendo que su descafeinado sucedáneo de rock and roll fuese escuchado no solo por los jóvenes, sino también por sus padres, los mismos que compraban discos de Pérez Prado o Doris Day. De algún modo, Pat Boone se convirtió en una especie de Justin Bieber de la época: muy exitoso, pero visto por muchos como un indigno sucedáneo. En fin, juzguen ustedes mismos:

 

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Lo que resulta indudable es que, por poco que nos guste su trabajo, Pat Boone jugó un papel en la popularización del rock and roll. Para bien y para mal. El propio Pat Boone recuerda que Fats Domino enseñó sus nuevos anillos de oro a la audiencia de un concierto y dijo: «¿Veis esto? Es gracias a Pat Boone», aunque según dicen otras fuentes Fats nunca le perdonó el que hubiese tomado su canción y la hubiese ablandado para llegar a las grandes audiencias. Aun así, no todo el mundo juzga duramente a Boone: Little Richard, por ejemplo, afirma que Boone tuvo su importancia en la difusión comercial de la música negra… y eso que Boone también destrozó alguno de sus grandes clásicos, baste recordar la carnicería que perpetró con «Tutti Frutti». La mayoría de críticos y estudiosos actuales desprecian lo que Boone grabó en aquellos años y yo concuerdo con ellos, es definitivamente infumable. Aun así, hemos d admitir que forma parte de la historia, como dice Little Richard, y sería absurdo silenciarlo. Al menos, con los años, ha demostrado que es un tipo con sentido del humor y la gente que lo conoce dice que es buena persona.

La cándida benevolencia de Little Richard no era generalizada. Hubo artistas negros que se sintieron expoliados cuando sus canciones no eran aceptadas en determinadas emisoras y en cambio triunfaban en voz de artistas blancos. La cantante LaVern Baker fue tan lejos como para llevar al Congreso una propuesta de ley que prohibiese a los blancos hacer versiones del rhythm & blues. Estaba muy molesta porque una de sus canciones había alcanzado el número 14 en las listas nacionales, pero la cantante Georgia Gibbs grabó una versión casi idéntica y llegó al número 1. ¿La única diferencia entre ambas versiones? El color de piel de la intérprete. Desde luego es comprensible la frustración de LaVern Baker, pero también resulta obvio que su propuesta no tenía sentido alguno y nunca salió adelante, aunque ilustra cómo de tenso era el debate en torno a la cuestión racial en la música. El que parte de la industria quisiera convertir a figuras como Pat Boone en los rostros reconocibles del rock and roll hace que resulte más fácil entender por qué la música blanca estaba necesitando urgentemente la aparición de un revulsivo. Un músico blanco que hubiese crecido escuchando música negra, que supiese cómo interpretarla y que además fuese incómodo para el sistema.

Esa figura estaba por llegar. Mientras Pat Boone se convertía en el cantante preferido de las cocinas americanas, Elvis Presley actuaba incesantemente por el sur intentando hacerse un nombre. Había caído bajo la influencia de un tal Tom Parker, que se hacía llamar «coronel» y que tenía un más que dudoso pasado. A efectos prácticos, Parker se hizo cargo de la carrera de Elvis desde principios de 1955, firmando un contrato con los padres de Elvis (quien todavía no había cumplido los veintiún años y según las leyes estatales era menor de edad). Tom Parker les prometía cosas que Sam Phillips, dueño de Sun Records, no parecía en condiciones de proporcionar. Aunque en 1955 Elvis obtuvo un par de éxitos nacionales que le permitieron destacar en las listas country e incluso asomar tímidamente la cabeza en la lista principal, daba toda la impresión de que eso podría acabar siendo su techo comercial si no conseguía mejores canales de promoción. Parker estaba convencido de que Elvis Presley necesitaba romper su contrato con Sun Records y así se lo hizo saber a los padres de Elvis y al propio Elvis.

A Sam Phillips, claro, le hacía muy poca gracia la idea de perder a su gran descubrimiento y sacó las uñas en defensa de su gran propiedad artística. Puso un precio de cuarenta mil dólares por la rescisión del contrato de Elvis con Sun, una cifra astronómica, absolutamente inédita en aquellos tiempos. Pensaba que así se aseguraba su continuidad. Nadie había pagado tanto dinero por un artista, nunca. Y menos por uno novel. Sin embargo, el «coronel» Parker no estaba dispuesto a rendirse: fue a los despachos de una gran compañía, RCA, les habló una y otra vez de las maravillas de su joven protegido y finalmente, en noviembre de aquel mismo año, consiguió que RCA desembolsara treinta y cinco mil dólares para hacerse con Presley. Faltaban cinco millones para llegar a los cuarenta que pedía Sam Phillips, pero la oferta era irresistible. Phillips, pese a sus esfuerzos, no estaba consiguiendo que Sun fuese la gran plataforma de lanzamiento para Elvis, cuyos éxitos regionales no pegaban el gran salto al resto del país. Memphis no era una gran ciudad como Nueva York, Chicago o Los Angeles. Terminó aceptando. En su momento pareció un buen trato: jamás una discográfica había recibido tanto dinero por vender a un artista casi desconocido. Sin embargo, después de algunos años esa cantidad empezaría a parecer ridícula, porque ya sabemos en lo que Elvis terminaría convirtiéndose. Terminó dando la impresión de que Sun Records, pese a haber firmado el mayor precio de todos los tiempos, había malvendido a la joya de la corona.

Sun Records, no obstante, tenía más ases en la manga. Tras su descubrimiento de Elvis en 1954, Sam Phillips había seguido demostrando un fino olfato a la hora de detectar nuevos talentos y no había parado de fichar a jóvenes artistas blancos familiarizados con el rhythm & blues. Uno de ellos era Carl Perkins, de veintitrés años y que, al igual que Elvis, había crecido escuchando indistintamente música blanca y negra por igual. De hecho ambos cantantes se conocieron, vieron que tenían mucho en común y descubrieron que se habían estado admirando mutuamente en la distancia. Aunque las primeras sesiones de Carl Perkins tenían aires decididamente country, se animó a dar salida a las influencias negras cuando vio que el trabajo de Presley, su compañero de discográfica, estaba funcionando bien entre los oyentes de la región. Se atrevió a grabar temas en un estilo rockabilly similar al del primerizo Elvis, una mezcla idéntica de música blanca y negra, demostración de que en efecto ambos jóvenes habían recibido las mismas influencias.

El primer bombazo comercial de Perkins llegaría casi de rebote, a través de una sugerencia de Johnny Cash, otro joven artista que también había sido fichado por Sun Records. A Cash le hizo gracia la manera en que un piloto militar hablaba de los zapatos de su uniforme, refiriéndose a ellos como blue suede shoes («zapatos de ante azul»). Aquello sonaba bien y le sugirió a Perkins que escribiese una canción utilizando esas palabras como estribillo. Sin embargo, Carl Perkins pensó que la ocurrencia de Cash era una locura: ¿quién demonios podía escribir una canción sobre zapatos? ¿Y quién querría escuchar una canción que hablaba sobre zapatos? ¡Eso no tenía ningún sentido! Rechazó abiertamente la sugerencia. Aun así, la idea permaneció oculta en algún rincón de su cabeza. Más tarde, durante una de sus actuaciones, vio a una joven pareja que bailaba justo delante del escenario. La chica cometió el error de pisar a su acompañante, quien,  completamente indignado, paró de bailar y le dijo enfadado: «Don’t you step on my suede shoes!» («¡No pises mi zapatos de ante!»). Carl Perkins, atónito, se pregunto cómo era posible que un chaval joven le diese más importancia a sus zapatos nuevos que a la chica que tenía delante, la cual, para colmo, era muy guapa. Los zapatos lo eran todo para aquel chico. Aquella escena encendió una bombilla en la cabeza de Carl Perkins, y de repente recordó el estribillo que Johnny Cash le había propuesto. Decidió que podía utilizarlo para narrar aquella extraña anécdota en una nueva canción. Sí, aunque pareciera increíble, ¡podía escribirse una canción digna sobre zapatos! (o más bien sobre un joven enamorado de sus zapatos nuevos). El resultado fue, cómo no, la celebérrima «Blue suede shoes». Publicada el 1 de enero de 1956, se transformó en un enorme fenómeno comercial, siendo el tercer número 1 en las listas estadounidenses que el rock and roll había conseguido en apenas unos meses.

https://www.youtube.com/watch?v=b2f_eSZgp88

 

.Sam Phillips, de manera inesperada, lo había logrado. Una discográfica pequeña como Sun Records había conseguido la pole position de la industria musical estadounidense, demostrando que no necesitaba los mismos canales de promoción de las grandes compañías. Sin embargo, aquel éxito tenía un lado amargo. Phillips entendiuó que había sido mala idea dejar escapar a Elvis Presley. Si Carl Perkins había llegado a lo más alto con Sun Records, Presley también habría podido hacerlo. Pero ya era tarde. Apenas unos meses después, Presley sería la mayor estrella de los Estados Unidos bajo la tutela de RCA. Por su parte, Carl Perkins no volvería a obtener un bombazo remotamente similar al de «Blue suede shoes», aunque tendría una muy respetable carrera y un público más reducido pero fiel que le permitiría asomarse de vez en cuando en las listas country durante las siguientes décadas.

El rock and roll estaba empezando a dominar el mundo del espectáculo: dos números uno en 1955 y otro al poco de empezar 1956. Resultaba indiscutible que era la música favorita de la juventud en los Estados Unidos. Y en otras partes del mundo, donde millones de chavales escuchaban la radio ansiosos por escuchar las excitantes novedades que llegaban desde América. Pero no todo era de color rosa. Paralelamente a su éxito, el rock and roll estaba adquiriendo una considerable mala reputación. En la siguiente parte veremos cómo el sector más conservador de la sociedad hizo lo que pudo por intentar erradicar el rock and roll de la faz de la Tierra… empeño que se tornó imposible desde el mismo momento en que Elvis Presley apareció en las televisiones estadounidenses, pero que iba a generar no pocas tensiones.

(Continúa aquí.)

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7 Comentarios

  1. Se agradece el palizón a recabar información pero…

    Diere la impresión que lo más importante en la difusión del rock fueron las discográficas y sus únicos objetivos copar las listas de ventas y salir por televisión.

    Dicho así quizá debamos mostrar más respeto por las actuales princesitas del pop ¿Son Kate Perry, Lady Gaga et al tan rebeldes y exitosas como los rockeros de hace medio siglo?

    Por otra parte no dejo de advertir que muchos de aquellos primeros éxitos «rockeros» eran en realidad regrabaciones de canciones anteriores pero interpretadas con guitarras eléctricas.

    Vamos que ni componenente negro, ni componenente blanco. Componenente tecnológico dado que las guitarras eléctricas empezaron a producirse en masa a principios de los cincuenta.

    • Efectivamente, los actuales favoritos son la replica de los pioneros, Katy y Lady tienen en sus discos harto de lirica sexista y politica asi como ritmo, claro que actualizado a los canones de nuestra era.

  2. …al final parece que la sombra de Bo Diddley fue una de las más alargadas, no sólo como compositor sino como divulgador de ese ritmo que a veces llaman «Diddley Beat» y que reaparece periódicamente – más o menos disfrazado- en las listas de éxitos. Adjunto enlace a una lista de reproducción con algunas de sus apariciones más sonadas (de Buddy Holly a los White Stripes, pasando por los Clash o U2):
    http://bailarsobrearquitectura.wordpress.com/2013/10/13/bo-diddley-beat/
    Saludos y enhorabuena por el post!

  3. Pingback: Hace sesenta años: cómo nació el rock and roll (I)

  4. Bonita historia, con todos los matices que encierra. Desconocía muchos detalles, casi me atrevería a decir que, tristemente, la mayoría de estos pioneros no pudieron trascender en la década de los sesentas.

    Tendrían (irónicamente) que venir los ingleses para establecer el rock &roll en el gusto de la audiencia, ya de forma definitiva.

    Pero me estoy adelantando, espero ya, las entregas subsecuentes de esta magnífica serie.

  5. Pingback: In memoriam: Johnny Winter | Mediavelada

  6. Pingback: ¿Cuál es la canción sobre sexo más inspirada? - Jot Down Cultural Magazine

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