Voy a contarles la historia de un lugar especial.
Matthew E. White nació el 14 de agosto de 1982 en la ciudad de Virginia Beach, Virginia, Estados Unidos. Su primer disco, Big Inner, entró directamente en el puesto 19 de la lista Billboard’s Heatseekers Albums en 2012, fue destacado por el New York Times y provocó la consideración de Matthew como Rookie del Año por Consequence of Sound y Mejor Artista Revelación por eMusic y Paste Magazine. Casi nada para un disco de debut. Tras ser incluido en varias listas recopilatorias de lo mejor del año como las elaboradas por Pitchfork o Blurt Magazine, y entre otros muchos méritos editoriales, en 2013 The Guardian lo coronó con cinco estrellas al tiempo que Uncut Magazine lo elegía como uno de los mejores álbumes de americana, es decir, ese supergénero que engloba cualquier estilo que, sin coincidir exactamente con ellos, se asemeje a alguno de los cuatro puntos cardinales de la música estadounidense —a saber, el blues, el rock & roll, el country y el folk—.
De todo ello, como es natural, se da buena cuenta en cualquier artículo sobre White que pueda uno encontrar en revistas musicales, publicaciones especializadas o incluso la ecuménica Wikipedia, pero es probable que no todos ellos reparen en que, además de semejantes logros, un buen día decidió dejarse caer por Ourense para tocar delante de un puñado de fieles en un pequeño local de la ciudad. Es lógico.
Siempre que voy al Torgal con alguien poco familiarizado con su historia me da por ejercer de cicerone. Supongo que en el fondo no es más que una tonta manifestación de vanidad como otra cualquiera. O tal vez sea el licor. En cualquier caso, es innegable que los protagonistas de las muchas fotografías que cuelgan de sus paredes invitan a presumir. Cada una de ellas, como muescas en un viejo revólver, es casi un pequeño milagro. Lee Ranaldo, Will Johnson, Damien Jurado, Victoria Williams, Ken Stringfellow… Acostumbrados a tocar en estadios, grandes teatros y festivales, no deja de ser sorprendente que a estas figuras del rock y el folk americano les pareciese atractiva la idea de subirse al escenario de un sencillo café gallego tan alejado de los brillantes focos de las grandes ciudades y cuyo aforo, por fortuna para los que lo frecuentamos, apenas alcanza el centenar de personas. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, en su cartel luminoso cada vez aparecen más y más nombres familiares, de esos que uno reconoce porque aparecen en la contraportada de sus discos.
El Torgal es una apuesta temeraria. Es un acto de fe. No es una sala de conciertos al uso y su existencia depende de la confianza de su público en el buen criterio de David e Isaac Pedrouzo, sus propietarios. Suelo preguntarme cómo es posible que estos dos chicos hayan logrado llevar a cabo un proyecto de estas características. No es sencillo entender que músicos como los mencionados prescindan de hacer una fecha más en Madrid, Barcelona o Bilbao y en su lugar, incluso en ocasiones rebajando su caché, elijan desplazarse al indómito noroeste para actuar en un sótano con forma de salita de estar y aire retro donde es imposible para ellos cumplir con los protocolos típicos de los conciertos, mantener la distancia habitual con el público y, si me apuran, lucir su estatus de estrellas durante una noche. Y sin embargo, cada vez estoy más convencido de que ese es precisamente el motivo principal por el que lo hacen.
En el Torgal no existe la división entre artistas y público. Al menos no físicamente. No hay una zona de camerinos por la que los músicos accedan al recinto y en la que puedan ocultarse antes y después del concierto sin que nadie sepa jamás cuándo han llegado ni cuándo se irán. Solamente hay lo que uno ve. Un espacio único para todos, al que todos llegamos a través de la misma puerta y en el que todos permanecemos desde los momentos previos a la actuación y hasta bien entrada la noche. Es inevitable no relacionarse con el grupo que toca ese día —especialmente antes del concierto, pero especialmente después—, lo cual no es inusual en el caso de las muchas y muy buenas bandas nacionales que también frecuentan la sala, pero sí para los monstruos llegados del otro lado de los Pirineos o el Atlántico. Para ellos —así lo manifiestan— es una vuelta a sus orígenes. A la época en la que empezaban a tocar en un garito cualquiera de Nebraska, por ejemplo. La distancia entre el público y los micrófonos es de apenas un metro. La altura del escenario, un palmo. Su superficie, unos seis metros cuadrados. Es música en directo en su estado más puro y primario.
En una radio catalana preguntaban no hace mucho a Damien Jurado por qué en su gira se alejaba del circuito habitual para hacer una fecha en Ourense, como si de una jugarreta de su agente se hubiese tratado. Su respuesta censuró la pregunta: «Porque pedí personalmente ir a tocar allí». Y allí era el Torgal. En alguna otra ocasión he escuchado a este nuevo gurú del folk-rock explicar por qué le gusta tanto este sitio, y lo cierto es que de sus palabras se desprenden las mismas razones que vengo esbozando desde hace un par de párrafos y alguna más. Poder charlar con la gente antes de tocar, tomar una copa con ellos al terminar, comentar el concierto con tu público, subir a la calle a echar un cigarro con un tipo al que acabas de conocer, al que le has firmado tu disco y con el que te acabas de beber media botella de licor café… Si para los que vamos a los conciertos es cojonudo, para los músicos es un auténtico soplo de aire fresco; un oasis en medio de aviones, trenes, furgonetas, pases de backstage, road managers y hojas de ruta. Salir de copas por Ourense con Druso, las tartas de Quela, los chistes malos de Hugo, las disparatadas confidencias de Dani. Cada ingrediente es fundamental en la configuración de un todo que se podría definir por su normalidad a pesar de la ajenidad del paisaje, y en cuyo corazón se encuentra un absoluto respeto por la música en directo.
Y es que las actuaciones en el Torgal tienen algo de ceremonial. Algo de rito litúrgico. Desde el momento en que comienza el concierto, el silencio de la audiencia es sepulcral. Tímidamente, después de cada canción y tras los pertinentes aplausos, se puede escuchar a Mara servir una copa o a algún cliente pedir una canción, pero eso es todo. Y es comprensible, habida cuenta de que los conciertos son siempre en formato acústico y que en ese pequeño local se reúnen y conviven durante un par de horas unas cien personas. No es más que una cuestión de civismo que, en la práctica, se traduce en una atmósfera excepcional muy apreciada por el que escucha pero sobre todo por el que actúa, ya que un respeto semejante por lo que uno hace siempre es de agradecer. Y por supuesto, todo suma.
La historia de este lugar es la historia de un proyecto basado en la loca idea de hacer las cosas bien con la esperanza de que eso sea suficiente, y como tal merecía ser contada. Al fin y al cabo, quién iba a pensar hace diez años que un sencillo sótano sin futuro aparente terminaría convirtiéndose en parada obligatoria para músicos de todo el mundo. Y como sucede en toda buena historia, a medida que uno avanza a lo largo del relato se va acercando poco a poco y sin remedio a su acmé, que en el caso que nos ocupa tiene nombre propio y da título a este artículo: American Autumn.
Si hay un evento que condense mejor que ningún otro la filosofía del Torgal, es este. Hace algunos años, David decidió concentrar los conciertos de sus músicos norteamericanos favoritos en un solo ciclo durante el otoño, acompañándolos de bandas e intérpretes de otras nacionalidades y manteniéndose fiel a un abanico de estilos y subestilos musicales que van desde el rock al folk estadounidense. La propia magia del Torgal, su condición única, fue convenciendo a los primeros. Y los ecos de su entusiasmo y agradecimiento, a todos los demás. Actualmente las entradas —las pocas entradas— se agotan en apenas unas horas, y no es infrecuente encontrarse con advenedizos que todavía se preguntan qué demonios hacen el cantante de The Posies, el guitarrista de Sonic Youth o el líder de Nada Surf cenando pulpo y carne ó caldeiro en la zona de tapas de Ourense un viernes o un sábado por la noche.
Este último, Matthew Caws, participó en la edición del American Autumn del año pasado. Como todos los demás, al finalizar la noche confesó a los presentes lo especial que había sido para él tocar en un sitio así. Su reacción, como ya se pueden imaginar, no fue inesperada, así que le pregunté si le importaba someterse a una pequeña entrevista sobre lo que acababa de vivir. Se lo pregunté a todos los protagonistas del ciclo. Sin excepción. Semana tras semana. Había mantenido conversaciones con los músicos después de los conciertos en años anteriores, y siempre terminaba arrepintiéndome de no llevar conmigo una grabadora. Esta vez les advertí sin tapujos que serían fotografiados y sus comentarios serían publicados. Desde mi punto de vista, preguntar a una serie de artistas de renombre su opinión sobre el lugar donde acababan de tocar en vez de dedicar la entrevista a su último disco o a la gira en la que se hallaban inmersos resultaba muy interesante —tenía incluso un cierto punto de osadía— tanto para el entrevistador como para el lector de Jot Down, pero es innegable que corría el riesgo de que a ellos les pareciese una insolencia o una falta de respeto. Ninguno me dijo que no.
He intentado explicarles por qué este local es lo que es, por qué es distinto a los demás y por qué es tan querido por tantas figuras destacadas del pop, el rock y el folk. Lo que yo pueda contarles sobre el Torgal tendrá para ustedes más o menos valor dependiendo de cómo tasen mi opinión. Eso lo asumo. Pero líbreme el Señor de ad verecundiams y crean a los protagonistas del American Autumn cuando dicen lo que dicen, porque son ellos y no yo quienes lo dicen. Por orden:
Black Yaya y Turner Cody fueron los encargados de abrir el ciclo el año pasado. Ambos aterrizaron en el Torgal directamente desde la gira europea que estaban haciendo y que poco después terminaría en París. El primero en subirse al escenario, Turner Cody, era la mezcla perfecta entre Neil Young, Bob Dylan y Johnny Cash. Abusaba de algunos recursos con la guitarra y su voz rayaba en lo estridente, pero sus canciones se impusieron a cualquier reparo. Vestido de negro, con chupa de cuero, botas y sombrero de cowboy, aquel larguirucho de mostacho pelirrojo fue de lo mejor que ha pasado por el American Autumn. Black Yaya, llamado en realidad David-Ivar Herman Dune y conocido por liderar el trío francés Herman Dune, es sin embargo mucho más difícil de clasificar. Su propuesta, basada en un repertorio mucho más melódico y una puesta en escena más intimista, estaba diseñada para ser fácilmente digerida incluso por el estómago más delicado. Su intención era agradar a la mayoría y lo consiguió. Fue la estrella de la noche por derecho propio, desde la prueba de sonido hasta que se quedó dormido en un sofá, pasando por la cena, el concierto y las copas. Black Yaya se gusta muchísimo y, después de haberle visto tocar, creo sinceramente que puede hacerlo.
Hablando después del concierto sobre lo necesario que es para la música en directo que las bandas no salgan al escenario a calcar sin más sus álbumes de estudio y sobre la tendencia general de la gente a esperar que sus grupos favoritos reinterpreten sin matices sus discos cuando tocan en vivo, David-Ivar destacó lo mucho que en eso influye el lugar en el que esos conciertos se producen y la conexión entre el público y el artista. «El ambiente de este sitio, por ejemplo, es alucinante. Es la forma en la que yo entiendo que los conciertos siempre deberían ser. Nadie se imagina que una persona compre una entrada de cine, entre en la sala, y en lugar de atender se pase toda la película charlando con alguien. En un concierto quieres escuchar lo que te están diciendo con la canción, que probablemente sea más interesante que lo que tú tengas que comentar en ese preciso momento. Y eso es lo que hace aquí la gente que se ha preocupado por venir». Turner Cody, sin embargo, lo asociaba más a la atmósfera concreta del Torgal: «Creo que es mérito de este local en particular. El amor que claramente sienten por la música, el cariño que han puesto en este lugar, es algo que la audiencia respeta, y son sus dueños quienes han logrado que ese sentimiento se produzca en el público de una forma natural». Como David-Ivar añadió poco después, «aquí sientes que eres bienvenido al local de alguien, y no que simplemente estás un local; después de ver la atención que David e Isaac han puesto en cada detalle uno tiene la sensación de estar tocando para ellos en su sala de estar, y es inevitable no intentar hacerlo lo que mejor que uno sabe».
La segunda noche del ciclo fue memorable. Esta vez los focos se encendieron para recibir a Matthew Caws, fundador, cantante, guitarrista y compositor del grupo neoyorquino de rock alternativo Nada Surf, cuya actuación fue precedida para sorpresa de todos los presentes por los vigueses Maryland, una de esas pequeñas joyas en alza del indie gallego.
Para ellos, que ese día prácticamente jugaban en casa, no resultó difícil explicar el American Autumn desde el otro lado. «Yo creo que todo el mundo flipa cuando se publica el cartel y ven quién va a venir a tocar aquí», decía Arturo, quien un momento antes nos contaba cómo preparaban sus conciertos de un modo especial cuando Maryland aparecía en la agenda del Torgal. Su cantante, Rubén Castelo, se sumaba al elogio: «Uno lee las descripciones de los conciertos en este lugar y ve cómo los adjetivos cada vez van a más. Vienen bandas estadounidenses, francesas, alemanas, y todas saben que van a ser muy bien recibidas». Sobre la posibilidad de repetir el modelo, nos decían: «El respeto del público es tan grande, siempre en absoluto silencio, que sientes que estás tocando en el salón de casa, lo cual no es fácil de exportar a otras ciudades porque no depende tanto del local como de las personas que lo llevan. Por eso es tan difícil decir que no a David e Isaac».
Matthew Caws, mientras tanto, se dedicaba a desgranar en solitario todos los éxitos de una banda que cuenta con esa clase de crédito que solo veintidós años de carrera en la cumbre pueden ofrecer. «Es genial tocar solo de vez en cuando —murmuraba después del concierto—. Las canciones son más como eran, mientras que con banda son más como son». Nada que objetar. Al fin y al cabo, él es el autor de las canciones. No obstante, no hay rastro de ego en Matthew Caws. Le pregunté, a propósito de esa reflexión, si Nada Surf sería posible con otros músicos siempre y cuando él siguiese escribiendo las canciones, y después de unos quince minutos hablando sobre la importancia del carácter democrático de la banda, sobre el buen gusto de los demás miembros y sobre cómo los amigos te mantienen en el camino correcto, me quedó claro que no.
Aproveché para iniciar la conversación sobre el Torgal cuando nos pusimos a comparar vagamente los conciertos acústicos con los eléctricos. «Es la primera vez en mi carrera que alguien me ha advertido antes de ir a tocar a un sitio que el público se iba a comportar de una forma determinada, lo cual ya es en sí algo único, pero el nivel de silencio y atención prestada ha sido algo que yo no he visto jamás, en toda mi vida». Al preguntarle por qué creía que eso sucedía, me contestó entre risas que, según unos amigos suyos, el público del local estaba entrenado —lo cual no deja de ser curioso, porque no es la primera vez que escucho a algún músico relacionar el ambiente del Torgal con una cuestión puramente educacional—. Más tarde me aclaró que esos amigos eran la actriz Cristina Plaza y el músico Fino Oyonarte, de Los Enemigos, con quienes Matthew había colaborado en 2001 en la grabación de uno de los singles de su grupo, Clovis. Para que luego algunos duden de la teoría de los seis grados de separación…
Las raíces más profundas de la música americana llegaron al Torgal de la mano de Sam Amidon. Nacido hace treinta y tres años en Vermont, hijo de dos músicos de folk y casado con la cantautora Beth Orton, su vida personal parece haber sido diseñada para reunir todos los clichés de una estrella del bluegrass. Y su música, desde luego, no le aleja mucho de ello. Capaz de incorporar a su repertorio todos los estándares y rudimentos del country más puro y adaptarlos a un lenguaje musical más actual, Amidon está llamado a ser uno de los grandes del género. Por momentos, en canciones como Pharaoh o Short Life, me pareció estar escuchando al mismísimo Jason Molina. Cinco minutos después, se había transformado en Roscoe Holcomb. Todo un espectáculo. Y con seis copas de licor café encima, ni os lo imagináis.
«Llevo un rato pensando en cómo una sola persona es capaz de marcar así la diferencia», me dijo a propósito de David al terminar el concierto, preguntándose por qué no había encontrado locales así cuando vivía en Nueva York. «Hay dos lugares en el mundo en los que considero que tocar es especial. Sowerby Bridge en Inglaterra y Whelan’s en Dublín. Pero desde esta noche ya son tres». Y seguimos con el licor.
A mediados de noviembre, en la cuarta parada del American Autumn, apareció en el escenario del Torgal John Cale. O al menos eso parecía si uno cerraba los ojos. El responsable era Robert Fisher, principal integrante del dúo de Boston Willard Grant Conspiracy junto a Paul Austin. Todo lo que ambos tenían de agradables lo tenía de intenso su directo. Profundo, solemne e intenso. Toda una master class de americana impartida por dos músicos sobresalientes. Después de una larga conversación sobre los orígenes de la música estadounidense, la eterna contaminación entre estilos y, en última instancia, la inevitable adhesión de cada uno de ellos a un determinado lugar y una determinada cultura —Robert nos comentaba lo difícil que a él le parecía que alguien de fuera de Estados Unidos pudiese escribir una canción honesta sobre Texas, por ejemplo—, Paul bromeó con la posibilidad de llevarse el Torgal al patio trasero de su casa. No me hizo falta preguntar mucho más.
Esa noche abrieron el concierto los ourensanos BestLife (UnderYourSeat), con un estilo a medio camino entre Manchester y Los Ángeles. Con ellos hablamos sobre la salud de la escena independiente nacional y especialmente en la periferia española, que para ellos no supone un punto de partida en desventaja para las muchas bandas que no nacen en Madrid o Barcelona porque la clave, en el fondo, es tener algo que ofrecer. «No creo que se trate de aportar algo nuevo, a estas alturas, sino algo de calidad», nos decía Hugo Babarro, su guitarrista, que lamentaba sin embargo el enorme peso del marketing en la estructura actual de la industria. Para Jorge, bajista y segunda voz, el ingrediente principal de la receta es el talento: «Ya puedes tener todo un sistema brutal de promoción detrás, que como el grupo no tenga algo, nunca llegará a nada». Respecto al Torgal, ambos reconocieron no poder ser objetivos: «David e Isaac son dos de nuestros mejores amigos, y el Torgal es David y es Isaac. Pero viendo cómo tratan a los músicos, cómo se esfuerzan para que se sientan en casa, cómo les hacen partícipes de ese sentimiento suyo tan sincero por la música y el aura que se crea durante los conciertos, no me extraña que vengan desde América a decirnos que este es el mejor local del mundo».
La penúltima etapa del American Autumn corrió a cargo del madrileño Remate, un artista completo acostumbrado a tocar en todo el mundo que ese día mantuvo la esencia del ciclo interpretando y haciendo suyo el disco Halfway to a Threeway, de Jim O’Rourke. De formación clásica y habiendo estudiado en el Welsh College Of Music & Drama, Remate es una auténtica tregua en el circuito doméstico. Charlando con él sobre los mismos temas que con BestLife, nos decía que lo realmente complicado es ser genuino. «En la música independiente hay grandísimas cosas, pero son la excepción. Esta es una generación en la que quizá hay mejores grupos que en las anteriores, pero también hay muchísimos más grupos que son peores, muchísima producción que no tiene ningún sentido y muchísima mierda, muchísima más que nunca». Hablamos sobre cómo ha cambiado el público en treinta años, sobre la juventud de la cultura musical española en comparación con su entorno, sobre su querencia actual por los conciertos en solitario y, cómo no, sobre lo a gusto que se había sentido tocando en el American Autumn. «A pesar del nombre del ciclo, su atmósfera es mucho más europea que americana. En Estados Unidos la gente va a los conciertos porque le apetece y porque forma parte de su cultura, y aunque no se producen grandes faltas de respeto, el público no suele estar únicamente atento a lo que sucede en el escenario. En Europa hay muchos lugares en los que sí pasa eso, y este quizá es el que más destaca junto con un local genial que hay en Münster, Alemania, y el Heliogàbal en Barcelona, ambos muy similares al Torgal. Un amigo me dijo lo que me iba a encontrar aquí, pero no me esperaba algo tan guay».
Del broche de oro se encargaron The New Mendicants. El dúo, formado por el estadounidense Joe Pernice (Scud Mountain Boys, Pernice Brothers) y el escocés Norman Blake (Teenage Fanclub), es básicamente un supergrupo imposible unido por Canadá, país de origen de las respectivas esposas de sus miembros y por lo tanto, hogar definitivo de estos.
Antes de que semejantes fenómenos de la naturaleza inundasen para siempre el Torgal, se subió al escenario Javi Vicente, de la banda zaragozana Big City, para dejarnos a todos boquiabiertos. «Este chico podría ganarse la vida girando por Estados Unidos», me comentaba Norman Blake mientras asistíamos a un verdadero recital. Tras el bolo, Javi nos comentaba cómo girar en solitario se había convertido en un plan B, en una forma de conseguir que el nombre de tu banda llegue a más sitios sin tener que desplazar a cinco personas y todo el instrumental, lo cual se había convertido en una tarea muy complicada teniendo en cuenta cómo están las cosas económicamente en España. «Tienes que decidir si quieres que el nombre de tu grupo esté ahí, aunque viaje solo una persona, y en el American Autumn tenía que estar Big City, debajo de los New Mendicants». Como era lógico, la conversación derivó una vez más en la eterna cuestión sobre la música indie en España. Apuntaba Javi Vicente que estar entre «los elegidos» que tocan en todos los festivales supone renunciar a demasiadas cosas a nivel artístico cuando Nacho Ruiz, líder de Nine Stories y fundador de Gran Derby Records, sello al que pertenece Big City, se incorporó a la charla para hacer notar la distinción entre el supuesto género indie y el amplísimo concepto de música elaborada de forma independiente. «En España hay muchos grupos estilísticamente considerados indie que no lo son porque pertenecen a multinacionales, y una enorme cantidad de bandas de estilos musicales distintos, proyectos muy interesantes a nivel creativo, que efectivamente sí son independientes». En cuanto al ciclo, Javi hacía una comparativa similar a la de Black Yaya con el cine. «El motivo por el que los conciertos no son siempre como en el Torgal es porque la música en directo ha ido derivando únicamente hacia el ocio, cuando en mi opinión es una manifestación artística similar al teatro, donde a nadie se le ocurriría charlar y brindar con cerveza». «Es una cuestión de respeto —añadía Nacho—, y sitios como este, con David al frente, han conseguido educar al público y realizar una labor social de salvaguarda de la cultura que, gracias a él, existe en esta ciudad y sin embargo no se produce en otras localidades con mucha más población».
Y llegó el turno de los Mendicants. Para el que firma este artículo, que considera a Blake un genio y aquella noche entendió que Pernice también lo es, aquel concierto fue uno de los mejores que ha presenciado en su vida. Canciones de Teenage Fanclub, canciones de Pernice Brothers y canciones nuevas escritas a cuatro manos. Con dos guitarras acústicas. Durante más de dos horas. Allí mismo, en el salón de casa. Como si de un pequeño milagro se tratase. De la fiesta y borrachera posterior, mejor no les cuento nada, salvo que Joe Pernice dejó Galicia hablando gallego mejor que Núñez Feijóo. Solo un apunte: respecto al American Autumn y su aire de solemnidad, Joe dijo haber tenido la sensación de estar tocando desnudo. Norman, que ya había tocado en el Torgal junto a Jad Fair de Half Japanese, aseguró que volvería una vez cada seis meses. Ojalá sea verdad.
Y hasta aquí. David Pedrouzo ha conseguido hacer de su pasión su trabajo, y eso es más difícil que encontrarse un sueldo para toda la vida en los sobrecitos del café. Le ha costado Dios y ayuda y estoy convencido de que más de un lunes se habrá levantado pensando en tirar la toalla, pero les aseguro que por estas latitudes los que le estaremos eternamente agradecidos somos legión. No es sencillo apostar la vida de uno a un ideal, y mucho menos en este olvidado rincón del mundo, pero varios años después, el American Autumn es la prueba impecable de que, haciendo las cosas bien, no es imposible ganar esa apuesta, por muy pequeño que sea uno y por muy grande que sea el propósito. Idea que, si me lo permiten, aplico también a esta preciosa locura llamada Jot Down Magazine.
Juan Tallón me dijo una vez que tenía que escribir sobre este lugar. Lo hizo in situ, después de contarle la historia de las muchas fotografías que cuelgan de sus paredes, como muescas en un viejo revólver. Y he de reconocer que me pareció muy buena idea ejercer una vez más de cicerone. Por qué no. Tal vez, en el fondo, no sea más que una tonta manifestación de vanidad como otra cualquiera. O quién sabe… tal vez sea el licor.
Fotografía: Federico Álvarez.
Fenomenal artículo de un lugar que, pillándome tan cerca, desconocía. ¿Se puede educar a un público? Y si es así, ¿cómo lo hacen los hermanos Pedrouzo?
todos los músicos mencionados arrastran el culo por locales similares alrededor del mundo, para añadir a su neto afán artístico un modo de ganarse la vida, que por lo general, no supera en beneficios los de cualquier trabajador por cuenta ajena de nuestro entorno. Músicos de proyección artística descomunal, de los cuales me suelo nutrir… por supuesto, a veces tocan en formatos escénicos desmesurados (los habituales festivales multitudinarios), siendo la excepción que confirma la regla… y desde luego, llegar a Ourense a tocar en un garito dónde los asistentes se alimentan respetuosamente del nutriente ejercicio de la música, es un privilegio para ellos y supone una sana envidia para los que no alcanzamos a su cercanía… felicidades a los que andais por allí!
Un gran artículo con un gran mensaje, con varios grandes mensajes, me atrevería a decir. Sin embargo, yo no concibo la música de ese modo, tan primario, tan cercano. Para mí la música cobra sentido cuando entre el músico y yo hay una distancia casi insalvable: temporal y espacial, aunque dicen que estas dos categorías van unidas. Yo, rodeado de mis cuatro paredes, escuchando a una persona a la que casi no conozco de nada y con la que solo a través de la Música comp…
Muy buen reportaje.
Simplemente maravilloso. Al próximo American Autumn no falto…
Todo lo que dice Manuel de Lorenzo es verdad ….. menos cuando pone música el …. no deja una canción entera ….!!!
Una auténtica maravilla de artículo.
Los que no conocen el Torgal, ya tienen una razón más para visitarlo y comprobar que todo es verdad.
Un único pero: mis chistes son buenísimos
Pingback: American Autumn 2016: Entrevistamos a David Pedrouzo. “La Americana es como un árbol con muchas ramas distintas y nosotros queremos verlas todas”. | Festivales y Conciertos