Explorando viejos mitos
Cuenta la leyenda que la Tizgaya vivía escondida en las zonas más húmedas de la selva, o entre las rocas de una quebrada, o bien en las interminables grietas que arañan las laderas de las montañas. Allí, agazapada, esperaba la hora del almuerzo, que en su caso consistía ni más ni menos que en devorar a uno de los niños de los awás, indígenas que habitan la cordillera de los Andes en el sur de Colombia y el norte de Ecuador.
La Tizgaya es un humano pequeñito, un enano, casi un hobbit, con dedos alargados, nariz arrogante y la nuca monda. Cuando uno escucha por primera vez la manera en que engulle lentamente a los infantes, sin masticarlos, es imposible no pensar en una serpiente con patas, una pitón bípeda capaz de zamparse cuerpos enteros de un solo bocado. Después de tragarse a los niños, la Tizgaya suele invadir el lecho de sus madres, quienes, en su inocencia, le tocan el cuerpo creyendo que se trata de sus propios hijos, pues estos siguen vivos en el interior de ese misterioso fantasma que pulula desde tiempos inmemoriales por la conciencia de los awás. A veces, envueltos en la callada oscuridad andina, es fácil distinguir sus voces en el interior de la Tizgaya.
Según los ancianos, una noche, allá por los inicios de la historia, los awás decidieron acabar con la Tizgaya. Con este propósito, organizaron un banquete en el que no faltaron ni la marimba ni el guarapo, un licor a base de caña de azúcar fermentada. Charlando con esa voz queda propia de la gente humilde, los awás esperaron con paciencia la llegada de la Tizgaya. Cuando la vieron aparecer trataron de emborracharla a base de guarapo. No fue una tarea fácil. La Tizgaya tenía tantos agujeros en el cuerpo, probablemente a causa de los forcejeos de los niños que trataron de escapar de su interior una vez tragados, que todo el guarapo que bebía le chorreaba inmediatamente por la garganta, el costado o los muslos. Para resolver este problema, a los ancianos se les ocurrió cubrir aquellos huecos con hojas secas y la Tizgaya acabó emborrachándose. Después de eso bastó media hora de baile para que la Tizgaya, ebria, mareada, fuese incapaz de resistirse a los empujones de los awás y cayese en una paila —digamos que una paellera— con brea hirviendo. La Tizgaya consiguió escapar de la paila, pero lo hizo con el cuerpo achicharrado. A partir de aquí, su suerte es confusa: tal vez muriese en el bosque, o tal vez viviese para siempre con la mitad del cuerpo quemado. Lo cierto es que, pese a que algunos niños awás siguieron extraviándose de vez en cuando, nadie volvió a saber de ella. Es posible que sea la Tizgaya quien devore a los jóvenes desaparecidos, aunque hay quien asegura que la Tizgaya murió y que los niños simplemente se desorientan en el espesor del bosque.
Sea como fuere, el mito ha permanecido vivo hasta el día de hoy. Eso sí, un ladino misionario español consiguió introducir una pequeña variante en la historia, según la cual la Tizgaya no devoraría a todos los niños, sino solo a los aucas, es decir, a los no bautizados.
El hombre de la montaña
Awá significa «hombre de la montaña». Como los incas o los pastos, los awás se movían libremente por las vastas laderas de los Andes, hasta que la llegada de los españoles los obligó a confinarse en las regiones más escarpadas e inaccesibles de la cordillera. Afanados por proteger a sus mujeres de los conquistadores barbudos llegados de Dios sabe dónde, alérgicos a cualquier tipo de mestizaje, los awás se retrajeron allá donde no llegaba el hombre blanco y continuaron viviendo en paz, fieles a sus tradiciones.
La cultura awá se basa en una simbiosis perfecta con la naturaleza. Esto se refleja entre otras cosas en su alimentación y, sobre todo, en el sincretismo de sus creencias. Empecemos por este último punto. A día de hoy, la mayoría de los awás se autodefinen como cristianos —mal que les pese a los primeros misioneros, una buena parte de ellos ha acabado adhiriéndose a alguno de los grupos evangélicos que proliferan como setas por América Latina—. ¿Lo son realmente? Si uno los observa de cerca, si convive con ellos y sus ideales, es difícil convencerse. En realidad, los awás recuerdan a los moriscos, esos musulmanes bautizados por orden de los Reyes Católicos que siguieron practicando a escondidas su religión, o a los marranos, término que definía a los judeoconversos cuya única motivación para trocar su fe era escapar a los estatutos de limpieza de sangre.
Como casi todos los creyentes, los awás tienen un Padre. Curiosamente, su supuesta condición de cristianos no les impide que este sea una antigua divinidad llamada Astarón —nada que ver con el demonio Astaroth—, a quien consideran el dueño de todas las plantas y animales. Astarón permite que los Awás cacen de acuerdo a sus necesidades alimenticias, castigándolos si cazan en exceso. Lo mismo ocurre con los cultivos: es legítimo «botar monte» —i. e. talar árboles— para sembrar maíz, pero si uno bota más monte de la cuenta tendrá que vérselas con un Astarón enfadado y ceñudo. Astarón es la «ley de origen», una forma de mantenerse en balance con la montaña y los seres vivos que la habitan.
En la naturaleza, quién sabe si compartiendo escondrijos con la Tizgaya, vive la Vieja, culpable de todos los trastornos, de todos los dolores, de todos los achaques. Si uno se adentra en los resguardos indígenas de los awás, donde abigarradas mariposas conviven con culebras venenosas y los helechos alternan con las palmeras, llegará a un mundo donde no existen los virus ni los microbios ni las bacterias. Los males, cuando existen, son siempre culpa de la Vieja. De modo que si un awá se enferma es únicamente porque se tropezó con la Vieja al caminar por la montaña. Claro que también existen males que emanan de la propia naturaleza, como el espanto de agua, que se adquiere al bañarse en algunos ríos y produce náuseas, mareo y debilidad muscular, o la ojeada de piedra, que da lugar a fiebre, escalofríos y malestar de huesos al awá que se sienta a descansar sobre la roca equivocada.
El medio ambiente y el respeto a los mayores, valedores de la sabiduría ancestral, son las piedras angulares de esta cultura amerindia. Los awás andan desparramados por docenas de resguardos, cada uno de ellos con su propio gobernador, cargo electivo que suele durar un año, y con su propio Consejo de Mayores, un grupo de cinco ancianos que, apoyándose en los llamados «bastones de mando», velan por los intereses de la comunidad, solventan los inconvenientes, conciben nuevos proyectos y, lo más importante, atesoran las leyendas de la Gran Familia Awá.
Caña de azúcar y cañazas
De día, los awás cazan guatusas —roedores de unos cincuenta centímetros—, venados e iguanas, cuyos huevos ovalados, por cierto, desentierran a veces en las orillas de los ríos. De noche, cuando la mayor parte de su dieta sale a pasear por la selva, atrapan raposas, tejones, sachacuyes y borugas, a los que suelen encandilar con cebas de enormes racimos de plátanos o con peperos, que no son los votantes del PP, sino una fruta silvestre. Por supuesto, también recurren a la pesca. Los riachuelos que surcan los Andes están plagados de lisas, sabaletas y barbuditos.
Entre los cultivos predilectos de los awás destacan el plátano, el chiro —plátano pequeño—, el maíz, el frijol, la yuca, el chontaduro y la caña de azúcar. Esta última se prensa en molinos conocidos como trapiches, formados por un engranaje de ruedas dentadas de madera que se accionan gracias al trote circular de una mula, atada a un tronco de unos tres metros. El jugo que se extrae de este proceso es la quintaesencia de la cultura awá. Hirviéndolo se obtiene panela —un azúcar mascabado que se usa como endulzante— y miel. Fermentando el extracto de caña de azúcar por tres días se obtiene guarapo, una bebida alcohólica bastante suave que se usa en fiestas y celebraciones. El guarapo, a su vez, es el padre del chapil. En efecto, a través de tanques y alambiques metálicos, el guarapo destilado se convierte en chapil, un licor acre que se emplea para agasajar a los huéspedes y ahuyentar a los malos espíritus. Si usted entra en un resguardo de indígenas awá, le recibirán con una hoja de chachajo en forma de cáliz con un chupito de chapil. Al atravesar la primera quebrada le informarán de que, según manda la tradición, hay que consumir otra dosis de «vitamina che». Lo mismo con el primer puente, la primera loma, etcétera. Finalmente, «prendido» —entonado— o «jincho» —borracho como una cuba—, le pedirán que vuelva a tomar chapil para evitar la ojeada de tal o cual piedra. Usted se negará educadamente y su guía awá le explicará que en ese caso, para evitar los peligros, es necesario que acepte ser escupido con chapil por todo el cuerpo. Tras unos gargajeos previos, le rociarán chapil desde la boca en mejillas, cuello y espalda.
En época de festividades, los awás sacan la marimba, un instrumento musical fabricado con ramas de chonta y cañazas de guadua, las cuales golpean con bolas de caucho para producir un sonido suave y cadencioso que suele venir acompañado del cununo —una especie de tambor labrado en madera de balso y recubierto con cuero de venado— y la sonaja —una rama de yarumbo henchida de pequeñas pepitas—. Antaño, o eso aseguran los mayores, la marimba resonaba a diario por la región andina ocupada por los awás. Cuando un vecino tocaba, otro, situado normalmente a varios kilómetros de distancia, le respondía con su propia marimba, inundando las montañas de una música incesante, para gozo y deleite del mismísimo Astarón. Hoy la marimba, como el awá pit, la lengua originaria de los awás, están en vías de extinción. Según la nueva generación de awás, muchos de sus padres, avergonzados y hartos de recibir las burlas de los blancos, mestizos y afrodescendientes que pueblan el sur de Colombia y el norte de Ecuador, decidieron educarles usando únicamente el castellano. Pese a ello, todos los awás recurren al awá pit cuando necesitan nombrar plantas o animales, esto eso, los elementos primordiales de su universo. Así, llaman wam al águila, paina al venado, wanta al conejo e ishu al tigre. Solo el caballo, animal apócrifo para la lengua awá pit, tiene un nombre similar al de su homólogo castellano: caballu.
La pérdida paulatina del awá pit y el declive de las marimbas son solo síntomas de un problema mayor que amenaza con poner fin a la última cultura prehispánica.
El regreso de la Tizgaya
Colombia lleva más de cinco décadas inmersa en un conflicto armado interno donde los enfrentamientos entre el Estado, los paramilitares y los guerrilleros han sumido al país, especialmente a su zona rural, en una sangría perpetua de muertos y desaparecidos. El asesinato, el secuestro, la extorsión y el pillaje de bienes civiles han convertido a Colombia en el lugar del mundo con mayor número de desplazados internos: entre 4.900.000 y 5.500.000 civiles se han visto forzados a abandonar sus tierras para buscar refugio en barrios de chabolas a las afueras de las grandes metrópolis. Según la Campaña Internacional contra las Minas Antipersonales, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ostentan también el triste récord de ser los mayores sembradores de minas antipersonales. En 2005, Colombia arrebató a Afganistán y Camboya el primer puesto en el ranking de víctimas a causa de esta mortífera arma. Una buena parte de esos muertos y heridos fueron miembros de la fuerza pública enzarzados en labores de erradicación de cultivos de coca. Los grupos armados utilizan las minas para proteger estos cultivos, que a su vez constituyen la principal fuente de financiación para la guerrilla. Nariño, el departamento del suroccidente colombiano en el que viven la mayor parte de los awás, puede lamentarse de un tercer récord igual de funesto: ser el mayor productor de coca de todo el país. Al igual que en el resto de la selva nariñense, en los resguardos awás abundan las plantaciones de coca, unas matas de un metro de altura cuyas hojas se tornan amarillentas al contacto con los rayos de sol.
Sumen a todo lo anterior al hecho de que el conflicto se desarrolla precisamente en selvas y montañas, lejos de la engañosa tranquilidad con la que Colombia recibe a los extranjeros que deciden visitar algunas de sus joyas urbanas como Bogotá, Medellín, Cali o Cartagena, y empezarán a entender cuál es la mayor amenaza para el pueblo awá. En tan solo dos décadas, el 40% de los awás del municipio de Ricaurte se ha visto obligado a abandonar sus resguardos. Muchos se han concentrado en torno a un nuevo cabildo, bautizado como Renacer Awá, pese a que, por desgracia, las verdaderas tradiciones awá, como los ritos en torno al chapil o el sonido de las marimbas, así como la pesca de barbuditos, la caza de las guatusas por el día, la de los tejones por la noche, o el cultivo del maíz, que se han tornado imposibles en unas montañas sembradas de minas y otros restos explosivos de guerra, son solo el recuerdo de los más mayores.
Naciones Unidas también ha denunciado en repetidas ocasiones el reclutamiento forzoso de menores por parte de los actores armados del conflicto colombiano. Tanto las FARC como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) aparecen de vez en cuando por las veredas —el núcleo de la vida rural colombiana— para engrosar sus filas con niños de entre doce y diecisiete años, a quienes reclutan con falsas promesas o simplemente por la fuerza, y que a menudo ni siquiera pueden decir adiós a sus familiares. Desaparecen sin despedirse, como en las leyendas ancestrales de los awás. A día de hoy, cuando un niño awá se marcha a la escuela y no regresa, todos asumen de inmediato que ha sido raptado por la guerrilla.
Colombia es un país esquizofrénico. Por un lado, se trata de una nación moderna y pujante, con festivales de cine y literatura, playas paradisíacas que atraen al turismo internacional, enormes centros comerciales, una economía floreciente y una población educada y próspera. Por el otro, el país cuenta con millones de desplazados, muchos condenados a malvivir en barrios marginales en una situación de extrema pobreza, y con una zona rural cuyos habitantes tienen una única esperanza: el fin del conflicto.
Los awás, que hace ya siglos, huyendo de los conquistadores, decidieron retraerse a las lomas más inaccesibles de los Andes, jamás imaginaron que un día tendrían que compartir sus montañas con guerrilleros que no creen en Astarón ni en las «leyes de origen» y que en las últimas décadas, por una burda e indeseable metamorfosis, se han convertido en una suerte de Tizgaya moderna, rencorosa, resentida, que, presta a vengarse de la sabiduría de los ancianos que consiguieron arrojarla a la paila, ya no se contenta con robar solo el futuro de los niños.
Fotografía: Daisuke Shibata
Pingback: Esceptica | Fugaces 30/12/2013
Excelente artículo, viví casi tres años en Esmeraldas, Ecuador, y tuve la suerte de poder trabajar y compartir lo que cuenta.
No me puedo creer que alguien haya hecho un artículo sobre los awas, jotdown era mi página favorita de internet, ahora ni te digo.
Gracias y seguir dándonos tan buen material
¡Gracias, amigo! Me alegro de que te gustase y de que nos sigas con frecuencia :-)