Volvamos a París, que no se acaba nunca y además le están zurrando que ni que fuera Madrid. Asolada por un severo ataque de malaise, la capital, que es más que eso, cuarto y mitad de Francia, sistema operativo de una nación, se gripa. La prensa norteamericana, haciendo la de El País, se ha puesto a retratar la decadencia de un estado ciudad ensimismado por su memoria. Y si no hay bastante, se le acusa de mutar en dorado vestigio: «El gran peligro de Nueva York es convertirse en París. Una ciudad escaparate para millonarios», advertía aquí Antonio Muñoz Molina.
Como en ráfaga, en los últimos meses le han caído nuevos manchurrones de tinta ensuciando la baguette. Roger Cohen, columnista de The New York Times (periodista de Paris Metro a los veinticinco) alegaba que puede que el alicaído trance moral parisino de este tiempo no sea más que un estado permanente, y tiraba de un tópico casi por estrenar: «dile a un francés que hace un día precioso y te responderá que no durará mucho. Dile que qué bien sienta este calor y te dirá que es el presagio de una tormenta». En marzo, Richard Brody en New Yorker, acompañado por una ilustración de la Torre Eiffel alienada, ahondaba en la infelicidad de los aborígenes: «Glad to Be Unhappy: The French Case». En julio, Maureen Dowd, desde Versalles para The New York Times, daba fuerte con su reportaje «Goodbye Old World, Bonjour Tristesse», recordando la adicción local por los antidepresivos y el suicidio.
París, entre la pamplina, late anegada de visitantes; se atilda entre las joyas de Place Vendome; se hormona por Place des Vosges, territorio Strauss-Kahn; se manifiesta en Le Bastille, hábitat «bobo»; en el Distrito XVI se abriga la UMP; la Ladurée, templo empalagoso del macaron, se sigue poniendo como La Sureña; bullen las colas para cenar en la cantina del Chartier. Pero, palabras mayores, las trincheras de París se levantan en los cines, por donde Francia lidera los índices de cinefilia. París todavía mantiene un puñado de relevantes refugios de siempre en los que se asila la felicidad, cuando se da.
Por ejemplo el cine La Pagode, cuya génesis es la crónica de un amor sui géneris que se rompió de tanto usarlo. François-Emile Morin, dueño de los grandes almacenes Le Bon Marché, infiel, conyugalmente descuidado, le preparó a su esposa Amandine un regalo con el que remedar los jirones. Por el aniversario de Amandine, en 1896, le vendó los ojos y se la llevó al edén fresco que, sobre la bocina, le había levantado en mitad de la ciudad: una pagoda inspirada en el santuario japonés de Toshogu. Qué será, será, preguntaba Amandine. Liberada de la venda, vio un fenomenal jardín de bambú con salones de baile. Una embajada para recibir visitas y convocar fiestas. Emocionada, besuqueó a su marido, se enfundó el traje de emperatriz y se puso a recibir a medio París a la japonesa. En uno de esos bailes se dio el flechazo entre Amandine y el socio de su marido. Escaparon juntos a EE. UU. y, François-Emile Morin, el infiel despechado, se deshizo en cuanto pudo de la pagoda traicionera.
Fue cine —y ahí sigue— desde 1930, cuando al salón de Amandine le construyeron una sala de proyección para cuatrocientos espectadores (dividida en dos, más tarde). Entre follaje y bambú en las calles tranquilo burguesas de Les Invalides, a un paso del Museo Rodin, en un París donde se prolonga la euforia del baile, con copazo en el jardín y películas como Blue Jasmine en una sala con frescos y lámparas de araña. El único peligro es que de repente se levante un francés y advierta que al final del baile Amandine se va con otro.
O el cine Grand Rex, testamento vivo del exceso trepidante de la edad de oro. La obra coleando del productor franco-tunecino Jacques Haïk, un judío que a los veinte años ya dirigía una compañía de importación de películas americanas. Fue quien bautizó a Charles Chaplin como Charlot. Era un megalómano del quince, propietario del Teatro Olympia, que venía salivando con la idea de construirle a París el music hall definitivo al estilo del Radio City neoyorquino (París y Nueva York, qué remedio, siempre mirándose). Se desvió y acabó plantando un cine imponente tras comprar y derribar un convento de monjas en los antiguos Grands Boulevards. Retirada la lona, el Grand Rex lucía como mastodonte art déco, resonando a transatlántico. Pura extravagancia. La sala, con tres mil asientos, era un casillero social infalible: en el primer balcón se sentaban los de parné, con butacas de cuero; en el palomero la clase baja, sobre madera; y el resto a la platea. El Grand Rex tenía guarderías y perreras, y todo, en fin, sabía a grande. Iban dos millones de espectadores por año, a los que al descanso les tocaba la filarmónica.
La última producción de Jacques Haïk fue la cinta antihitleriana Meink Kampf, mes crimes, meses antes de la ocupación nazi. Pero —jodidas piruetas— el Grand Rex, su reluciente nave, terminó encallando en cine de propaganda aria para soldados de paso. En la sala un reloj iluminado marcaba la hora y por altavoz se anunciaba la salida de los próximos trenes que debían tomar los reclutas nazis. Con París liberado, pasó a centro de acogida para prisioneros de guerra repatriados, el valle de lágrimas en el que se reencontraban con sus familias.
Y desde los cincuenta, sin que Jacques Haïk llegara a tiempo, el cine respingó y volvió el esplendor. Ahí está Gary Cooper inaugurando las escaleras mecánicas. Las películas de Disney estrenadas cada Navidad como la tradición del siglo. Espectáculos acuáticos en el escenario, con tres mil litros de agua, mil doscientos aspersores, veintiséis proyectores multicolor, chorros que van y vienen… Una extravagancia activa todavía hoy. Cada invierno navideño, como si casi nada hubiese cambiado, aparece en el boulevard Bonne Nouvelle una cola de tres horas con ciudadanos aparentemente felices dirigiéndose a las pantallas.
La buenaventura del Grand Rex contrasta con el crack del que fue su hermano mayor, el Gaumont Palace, que de tan grande quebró la cintura. La criatura desmedida del precursor del cine francés, León Gaumont, tomó cuerpo sobre el hipódromo de la plaza de Clichy construido para la Exposición Universal de 1900. En los años treinta, el Gaumont tenía seis mil cuatrocientas plazas, era el más grande del mundo, y Henry Miller, famélico perdido sobre las calles de París, se hace asiduo de los alrededores: «la plaza estaba vacía excepto algunos bares abiertos toda la noche. La puta de la pierna de madera estaba en su puesto frente al Gaumont Palace y tenía unos clientes habituados a que la mantuvieran ocupada». Cambiaron las tornas, y mientras Miller triunfaba, el Gaumont se salía de madre. Al cine definitivo, a la catedral del séptimo arte, dejaron de llegar mareas y fue demolido (en 1972) y vendido al almacén de bricolaje Castorama, a los restaurantes Flunch y a los hoteles Ibis y Mercure.
Está el cine Studio 28, el más alto de París, sobre la colina del peliagudo (por sobado) Montmartre. Un cuchitril hecho tabernáculo que fue parque de juegos de los vanguardistas. No le llevó mucho tiempo a la Liga de los Patriotas reventarlo cuando en 1930 Buñuel y Dalí estrenaron aquí, en su cine, La edad de oro. La extrema derecha local, ante el sadismo anticlerical de la película, magulló el salón al grito de «Francia cristiana», «Francia libre de judíos». A los pocos días la cinta quedó censurada por plazo de cincuenta años. A Jean Mauclair, el propietario de Studio 28, la broma le costó el cine. Jean Cocteau, enamorado del lugar, tomó el control y se inventó las lámparas. Se deslizó en el tiempo como garita burguesa hasta que Amélie —que ya se sabe…— vino a enturbiar el orden. En la película, cada viernes noche iba a una de las ciento setenta plazas del Studio 28, no sin antes pasarse por el bar jardín climatizado a hacerse la melindrosa.
El caso más extremo es el cine Le Louxor. Antiquísima correría exótica neoegipcia en un barrio degradado que pasa de cine a templo nocturno gay, más tarde la palma, y resucita después de que el Ayuntamiento le inyecte veinticinco kilos. Le Louxor, qué vida más perra, se hace querer porque es como una Cleopatra de rimmel corrido y medias desgarradas que un buen día regresa al trono.
Abrió al cine mudo en 1921, casi al tiempo que a Tutankamón le descubrían la tumba. Cabezas de faraón, escarabajos de oro y esfinges simulando un palacio egipcio, anclado a un barrio, el de Barbès, que con el tiempo se vino al suelo y se le hacinaron gángsteres y yonquis. Le Louxor resistió hasta los setenta, cuando la debacle del cine francés. En los últimos estertores programó cintas de Bollywood y del Magreb para atraer a la nueva inmigración del distrito XVIII, y películas eróticas por la noche, invitando a los sonámbulos. Los baños le fueron robando el protagonismo a la sala.
Cernida del todo la debacle, Le Louxor se dio definitivamente a la madrugada y en 1983 inauguró nueva identidad: el gran club gay de Paris, el Megatown. Magreos trash donde antes todo esto eran butacas. Los almacenes baratos Tati terminaron quedándose el antiguo cine para hacerlo bazar, pero les estalló una tara en las manos: la protección de las cubiertas neoegipcias impedían que se modificara la arquitectura. Lo abandonaron como a un perro en el bosque durante casi tres décadas.
Le Louxor resucitó en cine el año pasado. En abril el alcalde Bertand Delanoë y su teniente semiandaluza Anne Hidalgo destaparon de nuevo el celuloide. El Ayuntamiento de París, haciendo suyas las peticiones vecinales, ha invertido veinticinco millones y aspira a que las tres salas, dedicadas al arte y ensayo, contribuyan a mejorar el barrio de Barbès. Un ayuntamiento recuperando cines… Tamaña rareza es más digerible en París, que en 1999 tenía 369 cines y en 2015 alcanzará según previsiones los 431. Dulce decadencia. Mejor no comparen.
Studio 28 es mi cine preferido de París (sí, el café-jardín climatizado también cuenta), pero ahora me muero por ver el de la pagoda. Barbès es una de las zonas más interesantes y vivas de la ciudad, todos los alrededores de la Gare du Nord lo son. El metro aéreo pasa por delante de los Tati pero no controlaba esa fachada neoegipcia. Y me acabo de dar cuenta que va camino de cuatro años que no voy a París, y que no puede ser.
No me dirán que no hace falta ser bobo para estar en una cola de tres horas con cara feliz, ¡para entrar en un cine! ¡Con lo bien que se está en casita con pantalla de 52 pulgadas y sin nadie que te moleste! Decididamente, el gregarismo sigue en boga…
Que mediocridad tan impresionante
No sea tan duro consigo mismo. ¡Los hay peores, créame!
Sostres, se nota que no te gusta el cine.
La pagoda es uno deis sitios favoritos de París ciudad que adoró……. Me encanta la historia y me apasiona que ella se fuese con otro …. Una historia con un final de cine y un cine que es un lugar de película
Pingback: París, siempre nos quedarán los cines
Paris es interminable e inagotable… se que acabré viviendo allí!
La ciudad eterna…
Madrid tiene 542 salas de cine y 19 millones de espectadores.
http://www.mcu.es/cine/MC/CDC/Anio2012/CineProvincias.html
Es sorprendente pero, contrariamente a la sensación general, los espectadores (en España) de películas españolas son los mismos que hace 6 años: 18 millones. En cambio, los espectadores de películas extranjeras han bajado un 25%.
Me parece que a pesar de las criticas, todos o bueno la mayoría sabemos que París, es y sera la ciudad eterna ese lugar mágico y enigmático con ese ambiente de cine por doquier.