Escribió con imágenes la historia de un continente que se desangraba en playas, campos y desiertos. Vivió con la misma intensidad con la que odiaba los conflictos bélicos, de los que fue su más excelso fotógrafo. Hijo de una nación devastada por la Gran Guerra, su historia es la del imprevisible triunfo en la persecución de un destino soñado. De la rabia y el compromiso como motores de una existencia desarraigada, esparcida por los rincones más extremos de la condición humana. Ebrio de adrenalina, de adolescente soñaba con usar su pluma para combatir el fascismo en su Hungría natal y fue finalmente con su cámara con la que acabó retratando la década negra que sumió a Europa en el abismo. Antes de que su idealismo sucumbiese ante los horrores de la guerra y se difuminase entre los vapores etílicos y las partidas de póquer que ocupaban sus noches lejos del frente, trabajó sin descanso, jugándose la vida conflicto a conflicto. Sobre él afirmó Ingrid Bergman que poseía «el sentido de las prioridades propio de un jugador de ruleta», jugándose imprudentemente la bolsa —y la vida— con la temeridad y el arrojo de quien se siente invencible. Su audacia no se limitó a perseguir con ahínco la vida que había imaginado desde niño, sino que para ello no dudó en fabricarse un personaje a la altura de sus ambiciones, un nombre ficticio que le permitiese escapar de un origen y un pasado del que, según dejó escrito Faulkner, nunca se escapa del todo. Un nombre, el de Robert Capa, que se convirtió en una leyenda de la que acabó sintiéndose rehén. Hombre de mil pasiones —la política, las mujeres, la adrenalina, el vino, el juego—, amaba tanto la vida que supo construirse que jamás aceptó condiciones o prerrogativas que pudiesen limitar su caótica y genial forma de vivirla. Como Hemingway, Malaparte y tantos otros, André Friedmann (Budapest, 1913-Thai Binh, 1954) perteneció a esa estirpe de héroes temerarios que tuvieron el honor —o la desgracia— de estar en primera línea en algunos de los acontecimientos bélicos más importantes que han sacudido Europa en el último siglo. Y que supieron sobrevivir para contarlo.
Capa ha sido, probablemente, el fotógrafo menos purista y vocacional de cuantos han logrado reconocimiento internacional por su trabajo. Su aproximación al oficio estaba desprovista de la voluntad trascendente de sus mejores contemporáneos. Cartier-Bresson —maestro, compañero, socio, amigo— afirmaba que el verdadero arte del húngaro no era su fotografía sino su heroica vida: «Capa era un jugador y no un fotógrafo de portentoso talento». Su manera tan personal de afrontar el oficio —circunstancial— de tomar fotografías era exactamente lo que las convertía en únicas. Era su personalidad, y no su técnica, la verdadera medida de su arte. En sus imágenes no hay experimentación o virtuosismo: solo hay verdad, de la que Capa gustaba recordar «que era la mejor propaganda» —a pesar de que, en alguna ocasión existen serias dudas de si esa verdad era del todo real o estaba inventada—. En Capa todo es, apenas, un juego de encuadres y distancias, una técnica desprovista de artificio que logra captar lo verdaderamente esencial de lo retratado. No le gustaban los paisajes, porque, probablemente, no sabía extraer los matices que sí tenían sus retratos. Retratos duros, con frecuencia brutales, que desnudan emociones. Que ven más allá de esos rostros, que plasman y congelan los estados de ánimo que los animan. Su clásica sentencia «si la foto no es lo suficientemente buena, es que no estás lo suficientemente cerca» epitomiza la principal virtud de la fotografía de Capa: la cercanía, entendida como una innegociable sinceridad para con lo retratado. En sus mismas condiciones, en su misma trinchera y bajo el mismo fuego cruzado. Compartiendo su miedo, su pena o su alegría. No había distancia entre la acción y su cámara, ambas pertenecían al reino de lo instantáneo. De lo real. De lo veraz. El arte de Capa, antes que todo, era saber ponderar los riesgos de su profesión y estar siempre presente para apretar el obturador en el momento preciso. En palabras del que fuera su amigo y editor gráfico en Life, John Morris, «Capa era asombrosamente limitado en sus capacidades técnicas pero contaba con la extraña habilidad de enfocar su cámara en el momento justo». Proclamado el «mejor fotógrafo de guerra del mundo» con apenas 25 años por una miríada de revistas continentales, un siglo después de su nacimiento (22 de octubre) todavía nadie ha conseguido superar la fuerza extraordinaria de aquellos legendarios reportajes firmados por Capa.
Robert Capa nació como André Friedmann en el seno de una familia judía de escasos recursos. Sus primeros años transcurrieron en el marco de una Budapest deprimida, en un país que poco después de la Primera Guerra Mundial alumbró un régimen fascista y antisemita. Su condición de adolescente judío de tendencias izquierdistas y su querencia por vagabundear por las calles y participar en peleas callejeras pronto le metieron en serios problemas. La única noche que tuvo contacto directo con miembros del Partido Comunista que querían reclutarle fue arrestado por la policía política y encerrado en la comisaría principal del régimen del dictador Horthy, unos calabozos de los que rara vez se volvía a salir con vida. Un par de días y una buena paliza después fue milagrosamente liberado bajo la promesa de que abandonaría Hungría en el plazo más corto posible. Contaba apenas con 17 años cuando escapó de una ciudad y de un régimen que lo perseguían y a los que no regresó hasta 17 años después, convertido ya en el máximo exponente de un género fotográfico que prácticamente había instituido él con sus reportajes de la guerra en Europa.
Como una huida sin retorno empezó el viaje iniciático de un jovencísimo Friedmann que recorrió media Europa huyendo de unos regímenes fascistas que parecían perseguirlo. No regresaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya su mundo había cambiado. Primero recaló en Berlín, a la que llegó sin dinero en el bolsillo y decidido a aprender un oficio, el de periodista, que le permitiese retratar el mundo que poco a poco se desmoronaba a su alrededor. Sus limitaciones en lengua germana y la necesidad de asegurarse un sustento le empujaron a trabajar en lo más parecido al periodismo que pudo encontrar, donde no necesitase utilizar el lenguaje: la fotografía.
Sus labores en el estudio Dephot pronto le sustrajeron de sus estudios de Ciencias Políticas en la Universidad de Berlín, en la que apenas duró un curso. Al poco tiempo le fue confiada una cámara Leica de la agencia y Capa pudo familiarizarse con un nuevo tipo de cámara de alta velocidad, con tiempos de exposición inferiores a la milésima de segundo, que permitía hacer fotos en casi cualquier situación lumínica sin necesidad de proveerse de pesados equipos de iluminación. Provisto de una focal fija —esto es, sin zoom— la nueva cámara ofrecía unas magníficas prestaciones para el retrato y las escenas cotidianas. Conforme pasaban los meses su posición en la agencia de fotografía era más importante, hasta el punto de que a finales de 1932 Friedmann se desplazó hasta Copenhague para tomar unas fotografías de un multitudinario mitin político de Trotsky. Era su primer encargo, un regalo que no solo daba al joven húngaro la posibilidad de ver revelado por primera vez su propio trabajo sino también la oportunidad de acercarse a una de las figuras políticas más interesantes de la izquierda europea de la época.
A su vuelta a Berlín descubrió con asombro que el carrete que había mandado al laboratorio había sido publicado: Friedmann, de apenas 19 años, conseguía colocar su primer trabajo a doble página en un diario nacional: unas fotografías sacadas a escasos metros del orador comunista, en las que se ya se aprecia el estilo directo y cercano que utilizaría a partir de entonces. La semilla de la fulgurante carrera que estaba a punto de comenzar ya estaba plantada.
Aquellos eran años oscuros para una Alemania que veía cómo la subida al poder del nacionalsocialismo era inexorable. El miedo a que los comunistas se hicieran con el poder empujó a la mayoría de los alemanes a votar por Hitler y su partido nazi, que finalmente en las elecciones del verano de 1932 se convertía en la fuerza política más votada. El 30 de enero de 1933, el presidente Hinderburg convertía al pequeño austríaco en canciller y el 27 de febrero el Parlamento alemán ardía, pasto de las llamas. Hitler, en represalia por su presunta responsabilidad, mandaba a la clandestinidad al Partido Comunista y tomaba las calles con sus SA: el Tercer Reich había comenzado. Y Friedmann debía, una vez más, marcharse a toda prisa.
Su siguiente destino fue Viena, pero al poco de instalarse un golpe de Estado instauró en el país alpino otro régimen fascista, esta vez dirigido por Dollfuss. Se impuso lo inevitable: una huida más. Esta vez en dirección a París, una ciudad que, por entonces, todavía era una fiesta.
Los primeros meses en la ciudad del Sena empezaron como habían sido los anteriores, sin dinero, sin referencias y apenas con lo puesto. A pesar de llegar a la capital francesa con poco más que su cámara —que empeñaba por temporadas para sacarse unos cuartos y después recomprarla—, pronto tuvo claro que no tendría más casa que los cafés de la Rive Gauche ni más familia que los intelectuales y artistas que poblaban esa orilla del Sena. Fue en el Café du Dôme, —el mismo donde Anaïs Nin le declaró su amor a Henry Miller— donde Friedmann conoció a dos de los fotógrafos más importantes de su tiempo, amigos que le acompañarían en las décadas sucesivas y con los que fundaría la primera agencia cooperativa de fotografía, Magnum, 15 años más tarde: David Seymour y Henri Cartier-Bresson. El primero era un inmigrante polaco tan pobre y desorientado como el húngaro, al tiempo que Cartier-Bresson pertenecía a una familia acomodada, un fotógrafo de buena extracción que gozaba ya de un cierto nombre en el circuito profesional internacional, con exposiciones dentro y fuera de Francia.
El indisciplinado Friedmann necesitaba sentir que vivía una existencia extraordinaria y se refugiaba en la bebida y en las partidas de póquer para matar el tedio cuando no tenía encargos que lo mantuvieran ocupado. Era demasiado indisciplinado e irresponsable como para sacar adelante una carrera en un oficio, el de fotógrafo, que favorecía la vida disoluta. Tan genial como incapaz de llevar una vida al uso, fue su encuentro con Gerda Pohorylles —alemana, estudiante comunista y refugiada política— lo que cambió la vida al joven fotógrafo, iniciando juntos una senda que muy pronto les llevaría hasta a lo más alto del fotoperiodismo.
Friedmann enseñó fotografía a Gerda. Le enseñó cómo utilizar una cámara, cómo revelar en el cuarto oscuro, la importancia del enfoque y del encuadre. Adiestró a la alemana, convertida por entonces en una más de sus conquistas, en el manejo de su Leica, educando su gusto fotográfico y dirigiendo y corrigiendo sus primeros reportajes. Pero fue ella la que más aportó en ese binomio que acababa de nacer. De origen humilde, como Friedmann, la ambición de Gerda era la de trascender las limitaciones impuestas por su extracción social y su condición de refugiada. Quería llevar una vida desahogada, no disfrutaba de la vida nómada y sin pretensiones de muchos de los refugiados que conocía en la Rive Gauche, como Capa. Quería triunfar. Y, nada más conocer a Friedmann, supo que su ingenio, pasión y compromiso, bien dirigidos, podían procurarles a ambos la vida desahogada que perseguía. De esa manera, Gerda tomó la decisión de domar el carácter indómito del húngaro, para el que se acabaría su tendencia de dilapidar sus escasos ingresos en frenéticas borracheras en la noche parisina.
Y, sobre todo, le convenció de que era necesaria una buena estrategia comercial para poder triunfar en un mundo que se volvía cada vez más complicado. Así, entre los dos inventaron un personaje ficticio, un fotógrafo norteamericano de reconocido prestigio para el que ambos trabajarían: Robert Capa. En la práctica sería Friedmann quien tomaría las fotos y Gerda quien las vendería. Esta añagaza les permitió triplicar el precio de los reportajes que vendían, consiguiendo encargos con las mismas revistas para las que Friedmann había colaborado hasta entonces.
Mucho se ha especulado acerca de la elección del nombre. Su biógrafo, Richard Whelan, afirmó que el apellido «Capa» era una simplificación de «Capra», en honor del director de cine americano Frank Capra, de gran éxito en esos años. Y, dado que el apodo cariñoso que tenía en Budapest era «Bandi», es lógico afirmar que el nombre de «Robert» proviene del diminutivo Bob, muy cercano a Bandi. Sea como fuere, Friedmann nunca dejó escritos los motivos detrás de su decisión. Para él, Capa era una máscara. Una imagen de triunfador revestida de misterio. Un acto de fe.
Los primeros reportajes del desconocido americano muestran a un país enfervorizado celebrando la victoria del Frente Popular en las elecciones de mayo de 1936. Una coalición de izquierdas, dirigida por el presidente Léon Blum, cuyas primeras medidas laborales —cuarenta horas semanales, dos semanas de vacaciones pagadas al año— hicieron estallar en júbilo a los millones de obreros que, en más de doce mil huelgas solo en ese mes de junio, habían presionado al recién elegido Gobierno. París, y Francia, eran una gigantesca fiesta y el misterioso fotógrafo americano no paraba de trabajar.
Sin embargo el engaño no duró demasiado. Los responsables de los medios para los que trabajaba Friedmann —Lucien Vogel, de la revista Vu y Maria Eisner, de la agencia Alliance Photo— pronto se dieron cuenta de que las antiguas fotografías de Friedmann y las nuevas de Capa eran idénticas. Mismo estilo, mismos encuadres, misma técnica. Friedmann fue rápidamente llamado a capítulo, pero no fue expulsado porque los reportajes de esos meses eran tan buenos que no dudaron en incorporarle de manera indefinida. Friedmann, por fin, había conseguido un empleo fijo: Gerda parecía haber domado el carácter indómito del joven húngaro.
Paulatinamente Friedmann en sus desplazamientos habían ido adoptando las maneras del hipotético americano, cambiando incluso su vestuario y su corte de pelo. André era cada vez menos ese refugiado político desaliñado y ebrio, y se había transformado, reportaje a reportaje, en la imagen de fotógrafo de éxito que Gerda le había diseñado. Así, cuando se descubrió el engaño, no tuvo más remedio que encarnar el personaje del americano. Había nacido, oficialmente, Robert Capa.
El 18 de julio de 1936 estalla la guerra en España, el ejército nacional invade la Península y la República realiza un llamamiento a sus bases y simpatizantes en el exterior para ayudar en su lucha contra los sublevados. Si Berlín le hizo fotógrafo y París le convirtió en Capa, España forjó el mito.
Pohorylles y Capa eran jóvenes, idealistas y estaban enamorados. Tres ingredientes que, casi siempre, aseguran una buena historia. Ambos de ideologías cercanas al marxismo y al anarquismo, por entonces participaban de la corriente intelectual de izquierdas que recorría Europa, idealizando la Guerra Civil como un combate legítimo que había que librar para erradicar el fascismo de Europa. El Gobierno de la República, igual que el del Frente Popular francés, representaba el legítimo sentir del pueblo oprimido. La Guerra Civil debía ser un combate épico, una resistencia romántica del proletariado contra la amenaza fascista. La defensa del Gobierno era un mandato moral: España no podía caer ante la amenaza fascista. Para este combate no bastaban solo las posiciones políticas enunciadas en panfletos y artículos: merecía la pena arriesgar la vida por defender «la causa de la libertad».
Y no fueron los únicos: incluso EE. UU., un país sin tradición política socialista, se vio imbuido por esta corriente de afecto para con la lucha de la izquierda europea. Intelectuales como Hemingway, Orwell, Dos Passos o Steinbeck acudieron también a la llamada de la República, integrando los batallones de combate de las Brigadas Internacionales que lucharon junto al ejército republicano durante la mayor parte del conflicto.
Capa, con el pecho henchido de compromiso político y deseo de aventura, no tardó en convencer a sus editores para que le enviaran a cubrir la guerra. Apenas dos semanas después de la sublevación, Capa y sus inseparables David «Chim» Seymour y Gerda Pohorylles, —que por entonces ya se había cambiado el nombre a Gerda Taro— , llegaban a Barcelona, ansiosos por combatir el totalitarismo con la única arma que sabían manejar con destreza: sus cámaras Leica.
El señor Orwell era inglés
Orwell era inglés, por supuesto. En esa frase me refiero a los «intelectuales que integraron las Brigadas Internacionales», sin precisar el origen. Aunque es verdad que puede entenderse que, por la frase anterior, me circunscribo exclusivamente a intelectuales norteamericanos… En cualquier caso le agradezco su celo al leerme. Espero que le haya gustado, un saludo
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No, no me ha gustado.
En realidad tampoco formo parte de las brigadas internacionales, formo parte del POUM, y en tan solo seis meses consiguió poner de acuerdo en algo a las dos Españas: Hay que cargarse a ese Orwell.
A mí sí.
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No tengo ni idea pero dudo que en 1932 existieran los objetivos zoom. todo debían ser ópticas fijas en aquella fecha
en los años 30 ya existía el cine. Le suena a alguien la reunión mítica del partio nazi por una tal Leni Riefenstahl? el triunfo de la voluntad es de 1934
Qué nivelazo de comentarios! (nótese la ironía).
Fantástico artículo, me pongo ahora mismo con la segunda parte. La verdad, no tengo ni idea de fotografía y me interesa sólo lo justo; pero la historia de los años 30, aunque demasiado recurrente, siempre me ha parecido el escenario ideal para buenas novelas y películas de aventuras. De hecho -¡qué diablos!- me he encariñado de este Friedman ebrio y sucio del París del Frente Popular, ¿para cuando un biopic? Recomiendo al señor Fernández del Castillo para hacer el guión. Un saludo.
Todo genial hasta que se habla de la República. «El gobierno de la república representaba el legítimo sentir del pueblo oprimido» ¿?¿?
Para oprimidos los asesinados en el odio hacia la Iglesia, las monjas serradas vivas en los conventos y los sacerdotes quemados vivos dentro de ellos.
Jamás defenderé la otra causa, que devolvió con la misma moneda del asesinato. Pero ojo, que vemos la República como algo que no fue.
No es mi opinión la que se expresa en el artículo, sino la visión que los protagonistas del artículo tenían del conflicto. La idea ha sido, durante toda la serie, plasmar lo que Capa sentía o pensaba, en cada época de su vida y acerca de cada conflicto en el que pudo participar.
Y, en esta primera parte de su vida que refleja este artículo, Capa todavía albergaba el idealismo adolescente que fue difuminándose poco a poco en las guerras posteriores, de ahí su ingenua aproximación a un conflicto tan complejo como fue nuestra Guerra Civil. No hay, por mi parte, intención de banalizar o diluir responsabilidades de uno u otro bando. Un saludo
«Epitomiza» no existe, es «epitoma» http://lema.rae.es/drae/?val=ep%C3%ADtome
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Sé que este comentario está absolutamente descontextualizado en el tiempo, pero, para el que afirma que George Orwell no estuvo en las Brigadas Internacionales, sino en el POUM; quería recomendarle encarecidamente que vuelva a leer el comienzo de Homenaje a Cataluña. Allí explica como de las Brigadas Internacionales acabó recalando en una división del partido de Nin.
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