Cine y TV Política y Economía

Pequeño mosaico imperfecto de series políticas

yes minister

El dos de febrero de 1980 Sir Humphrey Appleby apareció por primera vez en las pantallas de la BBC. Era el secretario permanente del Ministerio de Administraciones Públicas británico. Como tal, tenía puesto de funcionario de por vida y comandaba la legión de burócratas que poblaban el Departamento. El ministro era Jim Hacker, y contaba con un secretario personal (Bernard Wooley), que tendía a quedar en segundo plano. Los tres juntos formaban el elenco principal de Yes, Minister, la primera serie política. O, si no, la primera que cuenta para mí. Por eso me permito comenzar con esta corta y modesta producción mi personal selección de series sobre política. Remarco lo de personal, y por tanto imperfecto: ni están todas las que son, ni posiblemente son todas las que están. Están las mías, y las que para mí retratan mejor, juntas, qué es la política y cómo funciona.

Yes, Minister y su secuela, Yes, Prime Minister no ocupan más que 38 episodios cortos. Todos ellos son un derroche de humor británico y estética ochentera de la isla, de muebles desvencijados, trajes de corte algo pasado de moda y moqueta, mucha moqueta. El esquema es aparentemente sencillísimo: el ministro es un recién llegado al poder que intenta por todos los medios cambiar la pesada, lenta e ineficiente burocracia que tiene a sus pies. Sir Humphrey, uno de los personajes más exquisitamente irónicos que ha dado una televisión llena de personajes exquisitamente irónicos, se lo impide por todos los medios, defendiendo su cortijo. Y normalmente se sale con la suya. El secretario personal del ministro es un ser un tanto despistado y muy bienintencionado que siempre acaba quedando a merced de las intrigas de Sir Humphrey. Al final, el ministro no tiene otra que llegar a un arreglo que se queda bastante lejos de lo que pretendía en un primer momento.

Esta estructura tan simple esconde, en realidad, una carga de profundidad enorme en forma de teoría política que cuenta con varios elementos. El núcleo es lo que se llama en ciencia social el problema principal-agente: en una relación en la que existe un «principal» (el Ministro, en este caso) y un ejecutor o «agente» de sus órdenes (Sir Humphrey), si la capacidad de vigilancia del principal no es total, no hay forma de asegurarse de que el agente actúe en función de sus propios intereses. Si, además, el principal depende del agente para llevar adelante sus supuestos objetivos y es imposible sustituirlo por otro a corto plazo, resulta inevitable que el agente se salga con la suya si tiene (valga la redundancia) una agenda propia. La agenda de Sir Humphrey es mantener los privilegios de la Administración, lo cual choca con las intenciones del ministro de aligerarla y agilizarla. Sir Humphrey es necesario para este cometido porque es quien conoce el ministerio y como tal es además quien filtra la información al ministro. En la serie hay secuencias completas destinadas a mostrar cómo opera este filtro con eufemismos, medias verdades, sarcasmos y «oh, no», «oh, pero» aquí y allá.

Detrás de esta perspectiva de la relación entre políticos y burócratas hay todo un cuerpo de literatura académica que probablemente se inicia con el libro Bureaucracy and Public Economics de William Niksanen. Publicado en 1971, el autor sugiere que cualquier departamento tiene como objetivo maximizar su tamaño y su presupuesto. Esto se ve facilitado por el hecho de que cualquier departamento también suele tener el monopolio de su sector: salud, educación… no digamos ya administración pública. Si los ciudadanos quieren que el tamaño de un departamento sea menor, intentarán conseguirlo de la única manera que pueden: votando a un partido que prometa hacerlo así. Sin embargo, el cargo electo o designado por el partido tendrá que enfrentarse al resto del departamento que, con su monopolio en la mano, deja sin opciones al político.

No hay que ser demasiado agudo para discernir que hay un mensaje político detrás de esta argumentación, igual que lo hay detrás de los guiones de la serie: el tamaño de los gobiernos tiende a ser demasiado grande en comparación con lo que sería socialmente deseable. No es casualidad que la serie fuese una delicia de la era Tatcher, de quien se dice que era fan. Efectivamente, la primera (y para muchos la mejor) serie puramente política era de derechas. Es argumentable que en esto fue también la última.

Dos años después de que Yes, Prime Minister acabase, la BBC estrenaba House of Cards. La miniserie estaba basada en una novela de Michael Dobbs, antiguo asesor y jefe de personal del Partido Conservador. Allá donde la primera mostraba las idas y venidas de la política dentro de los cánones de la legalidad y la normalidad, House of Cards ofrecía una visión enormemente oscura, truculenta y no tan divertida. Francis Urquhart es un diputado de la Cámara de los Comunes, pero no uno cualquiera, sino el llamado whip (literalmente, «látigo»). Su trabajo es mantener la disciplina de partido entre los conservadores. En sistemas como el estadounidense o el británico los miembros de los parlamentos no tienen obligación de votar alineados con los demás. Además, al estar sujetos a distritos uninominales en las elecciones (solo un candidato gana), son bien conocidos y reconocidos por sus electores. Esto hace que estén sujetos a las particularidades de cada zona. Es por eso que un congresista demócrata en Texas puede tener un voto bastante distinto en, por ejemplo, legislación sobre armas de fuego  con respecto a un compañero de partido elegido en New Hampshire. En estos sistemas los partidos suelen tener a alguien que se encarga de contar, recontar votos y mantener en la medida de lo posible la disciplina. Esto hace Urquhart, quien es, como parece requerir este trabajo, alguien sin ningún escrúpulo y que lo sabe todo de todos. Un intrigador profesional que espera ser ascendido pronto. El nuevo líder conservador así se lo había prometido, pero al incumplir dicha promesa se gana la enemistad del whip, quien jura para sus adentros la ruina del nuevo primer ministro. Para ello empleará el conocimiento adquirido durante años de hacer de fontanero del grupo parlamentario y a una periodista ambiciosa, Mattie Storin, con quien de paso tendrá un affaire.

house of cards

House of Cards es, como todo thriller que se precie, una exageración absurda de la realidad. Nadie es tan malo, nadie puede pensar tanto ni saber tanto ni anticipar tanto como Francis Urquhart. Es neurológicamente imposible. Y aun así resulta una serie fantástica porque retrata, mediante la hipérbole, un componente que no puede separarse de cualquier realidad política: la sed de poder. Al fin y al cabo esa es la razón de todo esto: poder influir, poder cambiar cosas, poder hacer, poder poder. Para bien o para mal, es lo que mueve a quienes hacen política y no puede ser de otra forma, dado que la política es la forma que tenemos de resolver conflictos, cambiando algunas cosas y manteniendo constantes otras. House of Cards ofrece un retrato descarnado pero elegante, hipertrofiado en su fondo pero a la vez contenido en sus formas, de esta motivación última.

Este mismo año Netflix ha comenzado a emitir un remake estadounidense con ni más ni menos que Kevin Spacey haciendo las veces de protagonista, esta vez con un nombre más verosímil (Frank Underwood) pero partiendo del mismo esquema argumental. La versión americana mantiene la esencia británica pero pierde la estética, como no podía ser de otra forma, y Frank se convierte en un self-made man que gusta de las costillas de cerdo para desayunar en fin de semana y que no está dispuesto a dar su brazo a torcer por nada ni nadie. La aportación de esta versión es una intuición algo más clara de los motivos del protagonista para no ceder poder. Esto se refleja muy bien en su relación con su esposa, Claire Underwood. Esta relación no es sino un pacto en el cual se confunde el amor, la ambición profesional y los retos personales. Claire dirige una ONG en Washington relacionada con, como no podía ser de otra forma, ciertas decisiones que se toman en el Congreso de los Estados Unidos. Sin querer desvelar nada de la trama para quien no haya disfrutado aún de la primera (y de momento única) temporada, los puntos de encuentro entre las vidas profesionales de la pareja se resuelven en la casa tanto como en los pasillos de cada uno de sus lugares de trabajo. Y es aquí donde, a mi modo de ver, esta serie gana realismo con respecto a su antecesora británica: los personajes son mucho más ricos, teniendo el mismo perfil psicopatológico, más creíbles, y transmiten mejor el mensaje final del guión.

En la línea de series correosas con el sistema político estadounidense se encuentra Boss. Cancelada al final de su segunda temporada, vale la pena verla solo para comprobar cómo Kesley Grammer es capaz de quitar la imagen de psiquiatra esnob de nuestra cabeza de un plumazo para colocar la de corrupto, todopoderoso alcalde de Chicago. Ya hacia el ocaso de su carrera política, Tom Kane se muestra como el típico cacique que ha sido capaz de manejar con puño de hierro y guante de seda una ciudad grande, dura y desigual. Su relación con su esposa, Meredith Kane, es como la de los Underwood pero llevada al infinito: un negro pacto político en el cual Kane se casó con la mujer del anterior alcalde para así «heredar» su puesto, y ella aceptó el trato para poder mantener una cuota de poder entre bambalinas. La idea de la serie es hacer que Kane se enfrente a una enfermedad degenerativa que acabará con su cerebro en pocos años y hablar así de la vulnerabilidad de quien se cree invulnerable, pero este es un tema con muy poco recorrido (de hecho, el recorrido acaba exactamente al final de este paréntesis). Es por ello que la serie se enreda en personajes desdibujados, tramas que se vuelven rocambolescas y escenas de sexo un tanto innecesarias. Sin embargo tiene la virtud de mostrar cómo funciona la política en una gran ciudad estadounidense, de qué manera los distintos cargos electos se deben a sus votantes y cómo esto se relaciona con el nivel económico y el color de la piel dominante en cada barrio, o cómo un alcalde puede interferir en la relación con la asamblea municipal. Además, la relación entre Tom y Meredith (y de Tom con el resto del mundo) es tan sumamente perversa que no puede sino generar morbo en quien la observa, atónito, esperando el siguiente giro.

Boss

Cuando uno observa esto, cuando se fija en el vínculo aparentemente podrido entre Frank y Claire, o entre Tom y Meredith, y su primer impulso es sacudir la cabeza con tristeza y negación. Sin embargo, a la vez no puede sino pensar en cómo empezó todo entre ellos, en de qué manera al principio todo eran proyectos felices y miradas tenaces al futuro, la idea de «conquistemos juntos Washington, conquistemos juntos el mundo». Y piensa en cómo eso se volvió algo enfermizo… para acto seguido preguntarse si realmente podría haber sido de otra manera. En otras palabras: cae en lo que yo llamo «la trampa del Anillo (Único)»: la idea aparentemente inmortal en tantos y tantos relatos, novelas, series, películas, canciones, cuentos infantiles de que «el poder siempre corrompe». Algo que resulta de una simplicidad un tanto anodina.

Porque detrás de House of Cards o de Boss hay un mensaje posiblemente no intencionado por parte de los autores, pero que resulta fantástico de apreciar: el sistema funciona a pesar de quien esté dentro del mismo. Que en Chicago o en Washington nada se frena porque haya unos cuantos desaprensivos haciendo política sin mirar a quién acuchillan en cada momento. Los diseños institucionales en la mayoría de democracias avanzadas son tan sólidos que aguantan hasta eso. Es, a mi modo de ver, algo realmente encomiable: lo que evita que todo se desmorone no son las buenas personas, la ética, el amor ni los ositos de peluche. No. Son las instituciones bien organizadas, los arreglos legales sólidos, los incentivos puestos en el lugar adecuado.

Es en ese momento cuando, saturado de corrupción y de contradicción infinita, el espectador habituado dejará volar su mente de manera inevitable al edén absoluto de la política en la pequeña pantalla, aquel que tuvo lugar entre 1999 y 2005. Sí, estoy hablando de El ala oeste (de la Casa Blanca). Esas siete temporadas que comprenden el mandato de un presidente que ya ha llegado a ser un mito, Jed Bartlet, y las vidas de todo su equipo. Un mundo en el que el diseño institucional no es necesario porque prácticamente todo funciona bien porque quien está en política lo hace para mejorar la vida de los demás. La visión de la serie resulta tan emocionante, tan engaging, tan compelling (así, anglicismos horteras incluidos y todo) que no uno, ni dos, sino decenas de personas parecen haber sido absorbidas en el mundo de la comunicación política tras disfrutarla (el ala oeste de la Casa Blanca es donde habitan los asesores de comunicación del presidente). De hecho, la frase «cuánto daño ha hecho El ala oeste» es casi un lugar común en la profesión para referirse a toda una legión de neófitos que han aterrizado en el sector con una idea romántica del mismo provocada por tomarse demasiado en serio a Bartlet y compañía.

El ala oeste de la casa blanca

Que no sirva esto para desmerecer la serie. No solo Sorkin escribe los diálogos más increíblemente ágiles de la televisión, haciendo a los personajes hablar rápido para que parezcan más listos, sino que expone ante el espectador todo el entramado político de Washington. Ver El ala oeste equivale a un curso intensivo, intenso y profundo de política americana. A aprender cómo el ejecutivo y el legislativo lo tienen tan difícil para relacionarse en un sistema que los mantiene tan separados. Cómo el primero se frustra constantemente al intentar llevar adelante iniciativas legislativas que tropiezan en el segundo, donde, al no haber disciplina de voto cerrada y marcada, cada legislador tendrá un sesgo provocado por, como decíamos, su lugar de procedencia y elección. Cómo (y esta frase no es mía, pero no recuerdo de quién es) los partidos políticos en Estados Unidos son poco más que oficinas electorales que se montan y se desmontan cada cuatro años, y ese «poco más» consiste en un entramado de relaciones personales donde lo público y lo privado se confunden hasta puntos inimaginables en este nuestro continente. De qué manera funciona la estructuración de mensajes y la relación con los medios y la opinión pública sin necesidad de caer en el tópico de «la gente es tonta y quiere basura populista» (más bien al contrario: Bartlet es el anti-Bush, un nobel de economía hecho presidente). Y, por último, uno no puede sino pensar en lo vasta, sólida y bien tramada que está la democracia americana. Sí, así lo digo, sin ambages ni timidez. El ala oeste es mi serie predilecta porque me explica lo que quiero oír, explica un sueño: que el mundo está lleno de gente que quiere cambiar las cosas y que normalmente tienden a conseguirlo en el largo plazo por muchos tortazos que se den en el corto.

Resulta fácil establecer una dicotomía entre House of Cards y El ala oeste. Frank Underwood contra Toby Ziegler, dos visiones de la política aparentemente contrapuestas: en una, las ansias de poder por el poder fagocitan los objetivos iniciales de cambiar el mundo. En la otra, esos objetivos están por encima de todo, incluido el beneficio pecuniario, porque no hay mayor pago para un político que conseguir cambiar aquello que pretendía. Y para ello alguno de los protagonistas de El ala oeste llega al suicidio profesional.

Sin embargo, tres puntos unen los extremos: estas series hablan de personas con un pasado y unas motivaciones de cara al futuro que ansían y mantienen el poder en el contexto de unas instituciones determinadas. Esto no es sino el núcleo desnudo de la política. A partir de ahí, House of Cards (ambas versiones) y Boss se deciden por definir a las personas como estrictamente orientadas a mantener el poder (para después hacer ya se verá qué), mientras que El ala oeste establece que las personas perderán su interés por el poder si sus motivaciones de cambio no son alcanzadas. Yes, Minister por su parte pone a un personaje en cada una de las dos posiciones: el ministro encarna al político idealista mientras que su secretario es el egoísta que desea mantener su puesto a toda costa.

Pero ha de existir un punto medio, un equilibrio. El sesgo que toman los guiones no es necesario. La prueba de ello son las dos últimas series incluidas en este cuadro. Comencemos por la mejor y sigamos por la que más me gusta de ambas.

The Wire es la mejor serie de la historia. Sus virtudes narrativas ya han sido glosadas aquí de una manera soberbia, así que no osaré entrar en ello. Sin embargo, lo que no se menciona tan a menudo es por qué resulta una serie aterradoramente realista en lo que a retratar la política se refiere. Cada una de las cinco temporadas tratan un aspecto distinto del mundo político (delincuencia y droga, corrupción, educación, pobreza, medios de comunicación), manteniéndose el primero como constante hilo conductor. A través de los 60 episodios desfilan una infinidad de personajes que a veces ganan, a veces pierden. A veces mueren y otras llegan a acuerdos. Y la vida sigue, sin demasiados logros enormes y con todas sus pequeña tragedias. Esto, que normalmente se conoce como «costumbrismo» o «retratar lo cotidiano» o cualquier otro sinónimo literario, yo lo llamo «equilibrio». Un equilibrio narrativo perfecto entre personas con motivaciones y conflictos que resolver que se enfrentan con otras personas que tienen otras motivaciones y otros conflictos en un contexto institucional determinado. La diferencia no es trivial. Casi todas las series, y las anteriormente citadas no son una excepción, van de individuos que tienen un problema y lo solucionan. Sin embargo, en The Wire los individuos responden a los incentivos que tienen a su alrededor y que se van encontrando. The Wire no habla de la desviación a la norma, sino que habla de la norma y de cómo el individuo se adapta a la misma.

The Wire

También habla de cómo la crea: el mercado de la droga es, por definición, desregulado por estar fuera de la ley. Pero (particularmente en las primeras temporadas) los protagonistas de la serie se encargan de construir sus propios acuerdos, sus propias instituciones, leyes al fin, que les permiten hacer del mercado algo funcional. Esto encierra dos lecciones políticas tremendamente importantes: una, la tendencia que tenemos a crear sistemas de intercambio («los mercados»); dos, la tendencia que tenemos a crear contratos para evitar la incertidumbre en dicho intercambio. Lo primero es Adam Smith, lo segundo es algo menos conocido, pero en ello se basa una grandísima parte del análisis social actual. Sirva como punto de referencia el teorema de Ronald Coase. El teorema dice que en ausencia de costes implícitos a la transacción y con la presencia de mercados totales (todo se puede intercambiar y por todo, incluso por una externalidad, se puede compensar), el intercambio llegará a un acuerdo inmejorable para ambas partes. El asunto es que, como el mismo Coase afirmaba, casi siempre existen costes implícitos a la transacción y casi nunca existen mercados completos que compensen por externalidades, sean estas positivas o negativas. Así que necesitamos acuerdos, contratos, instituciones que cubran estos problemas. Y si el Estado no las proporciona las partes las crearán. The Wire es probablemente la mejor lección que he visto sobre esta idea en cualquier obra de ficción, enmarcado en un vastísimo retablo de la vida urbana americana.

La presencia de instituciones, reglas y otras personas interactuando con nosotros con objetivos dispares es uno de los límites al libre albedrío y a la racionalidad total de los agentes. Otro límite es la falta de información perfecta, algo que trata Yes, Minister. Pero aún nos queda uno más: lo imprevisible de nuestras decisiones y de nuestras emociones. La multiplicidad de objetivos a veces contradictorios. Ningún ser humano es plano o tiene un objetivo único y claro en su vida. La mayoría tenemos una idea relativamente difusa de lo que queremos conseguir y una serie de medios relativamente imperfectos a nuestro alcance para hacerlo. Y así vamos tirando. Muchísimas series exageran este punto hasta el absurdo, sobre todo cuando se trata de hablar de mujeres, amor y romanticismo. Las arriba referidas hasta ahora lo contemplan demasiado poco, sin embargo. El punto medio es dificilísimo, y en conseguir definirlo también va el ser capaces de explicar el cómo y por qué ciertas relaciones de amistad o de pareja (como las de Tom y Meredith Kane, o Frank y Claire Underwood) nacen. La verdad, nunca tuve demasiada esperanza en que ninguna serie encontrase justo ese punto. Por eso las historias de amor siempre me tendían a estorbar un poco en la trama principal, como si no acabasen de encajar. Pareciere que los guionistas tenían que elegir entre hacer justicia al amor o hacer justicia al Individuo Racional Que Todo Lo Puede. Y nadie supiese hacer ambas cosas.

Hasta que vi Homeland.

En términos estilísticos, Homeland no es precisamente la mejor de esta lista. Su relato sobre una agente de la CIA increíblemente efectiva pero algo tocada del ala, sus jefes y compañeros, y un marine retornado de un secuestro de siete años que tal vez se ha vuelto terrorista no da, aparentemente, para una narración pausada. Abundan los giros de guión (si bien al límite de lo torticero sin jamás sobrepasarlo), ciertos artificios y lugares comunes, y toda una serie de elementos en parte ya vistos en películas recientes (dirección de fotografía incluida). Sin embargo, cuenta con una virtud que es una joya única y escondida: sus personajes tropiezan. Tropiezan todo el rato. Tienen una dirección, sí. Unos objetivos, sin duda. Algo por lo que luchar y contra lo que luchar, claro. Pero en el camino se caen. Muchas veces no se caen porque alguien les ponga la zancadilla, ni porque haya un muro infranqueable en forma institucional. No. Se caen porque son torpes. Porque miran para otro lado y se despistan. Son eso, personas. No seré más específico para no reventar la trama a quien no la haya visto, pero eso es a lo que cabe prestar atención al ver esta serie: a cómo los seres humanos, ni siquiera siendo terroristas, vicepresidentes o agentes de la CIA, nos libramos de los límites intrínsecos a nuestra persona: que no podemos predecir el futuro; que no podemos disponer de todos los medios para nuestros fines, unos fines que, en cualquier caso, no están tan definidos como nos gustaría pensar; y que nadie está a salvo de lo inesperado.

No querría terminar el pequeño mosaico sin una pincelada final color azul-corbata-de-político. El episodio número 139 (o 7×07 en lenguaje Google) de El ala oeste de la Casa Blanca  es la mayor genialidad que nadie se ha atrevido a hacer en una serie sobre política hasta la fecha. Dos cantidatos presidenciales, el latino Matt Santos (Demócrata) y el blanquito Arnold Vinick (Republicano) se enfrentan en un debate que el capítulo ofrece en tiempo real, empezando y acabando con el mismo. La realización usa el set en el cual tuvo lugar un debate presidencial de la campaña de 2004 entre Bush y Kerry, hace cambiar las cámaras como cambian en los debates televisados de verdad, e incluso coloca el logo de NBC Live sobreimpreso con la hora (de hecho, esta hora varía según se trate de la versión emitida en la zona este u oeste de los Estados Unidos, existiendo de hecho dos versiones diferentes de la edición). La discusión entre los dos políticos toca prácticamente todos los temas relevantes en el debate público americano. Lo hace con realismo, con respeto, con profundidad (una profundidad inusitada no ya para una serie de televisión sino para un debate real) y manteniendo aun así un ritmo trepidante. Al consumirse el último minuto del capítulo no me quedó otra opción que acercar mi mano al mando a distancia, presionar el botón de «Atrás» del DVD y volver a verlo entero. Desde entonces, cada vez que una disputa política me decepciona especialmente, o que el ritmo del día a día de noticias, declaraciones, dimes y diretes me exaspera hasta dejarme agotado, me guardo la noche para volver a ver ese capítulo. Porque las series, series son, y fantasía por tanto. Pero nunca una ficción política dejó los sueños tan plausibles ni tan cerca de ser alcanzados.

homeland

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43 Comentarios

  1. Alejandro Fernández

    Os ha faltado The Thick Of It. Una sátira política brutal.

    • Tom Madico

      Completamente de acuerdo con Alejandro, hablar de series políticas y no incluir las 4 temporadas de Ianucci y Capaldi me parece un fallo significativo. Especialmente porque, posiblemente, es la serie que más se acerca a enseñar como es el día a día en la comunicación política: alguien mete la pata y hay que solucionarlo como sea.

      Otra miniserie británica, más en formato thriller pero dejando expuesta la puerta giratoria entre política y empresas energéticas es Secret State, protagonizada por Gabriel Byrne

      • Jorge Galindo

        Conozco la serie, pero no la he visto (está en cola, va después de The Good Wife, con la que estoy ahora), por lo que he preferido no hablar de ella :)

        Pero la peli, In The Loop, me gustó mucho.

        Me he dejado otras, de todas maneras: la mentada The Good Wife (solo voy por la primera temporada), Treme (en cola), The Newsroom, Political Animals, Borgen… Ya avisé de que era pequeño e imperfecto. Puedo hacer una segunda parte en un año incluyendo a las demás.

      • Seguro que todos los que criticais las «ausencias» del artículo no habeis visto todas las series de las que habla, sobre todo las británicas. ¿Por que se tiende a resaltar los defectos y no las virtudes? El articulista se preocupa por advertir al principio que es una visión personal

    • Otro más que aplaude el artículo y que incluiría The Thick Of It. Enhorabuena.

  2. Hola Jorge, un par de propuestas a tu lista:

    – La maravillosa «Borgen», de la Televisión danesa

    http://es.wikipedia.org/wiki/Borgen_(serie_de_televisi%C3%B3n)

    – Secret state, miniserie, Channel 4. Con Gabriel Byrne

    http://www.filmaffinity.com/es/film203364.html

  3. Bien, The Wire como la mejor serie de la historia, todo está bien.

    ¿Alguien sabe porqué el auge de las series de calidad coincide con la caída de calidad del cine USA?

  4. torderacarrasco

    Es un descuido imperdonable que te hayas olvidado de la loquísima Scandal.

  5. Escribo para reforzar a los que están quejándose por la falta de «The thick of it». Se merecería un artículo solo para ella sola.

    • Bueno, en el número 2 de la revista en papel el gran Patricio Pron le dedica un artículo a The thick of it bajo el magnífico epígrafe «¿Qué sucede cuando un gobierno teme y odia tanto a sus ciudadanos como sus ciudadanos a su gobierno?».

  6. Pingback: Pequeño mosaico imperfecto de series políticas

  7. María Lora

    Jorge, disfrutarás muchísimo con The Thick of It! Luis, gracias por el dato, buscaré el artículo en la revista en papel.

    El remake americano es «Veep», cambian muchas cosas y queda a medida para Julia Louis-Dreyfus pero, si no la comparamos con el original, es divertida y lamentablemente realista (quizás porque tuve una jefe que se le parecía muchísimo…)

  8. Juan Cla

    The thick of it es brutal, y Veep, una adaptación meritoria. Julia Louis Dreyfuss es comedia pura.

  9. «Detrás de esta perspectiva de la relación entre políticos y burócratas hay todo un cuerpo de literatura académica que probablemente se inicia con el libro Bureaucracy and Public Economics de William Niksanen. Publicado en 1971»

    La Ley de Parkinson es de 1957. Suerte que has puesto probablemente…

  10. Dónde se puede ver/conseguir The Thick of It? no la encuentro :-(

  11. Pingback: Políticos a pie de calle: Parks & Recreation, la serie

  12. dalek_fan

    En la primera temporada de The Killing también está muy presente lo que es el ámbito de la política.
    Y otra que también tiene pinceladas de ello es The Shield.

  13. Alejandro Romero

    Otra enhorabuena por el artículo. Respecto al trasfondo ideológico de «Sí, ministro», irónicamente sus autores partían de orientaciones más o menos opuestas: Jonathan Lynn era «vagamente de izquierdas» y Antony Jay era thatcherista y muy próximo a la escuela de la Elección Pública. Es más, a finales de los 90 escribió un librito muy divertido y revelador titulado «How to Beat Sir Humphrey», una suerte de guía práctica contra la administración pública para el ciudadano de a pie. Otro «hito» de la serie es el sketch que supuestamente escribió la propia Thatcher a su mayor gloria y que los actores leyeron a regañadientes: http://www.youtube.com/watch?v=cwaX_DgHZkM

  14. Toby Ziegler

    Muy buen texto Jorge, enhorabuena. Una visión particular y muy válida sobre lo que suponen y exponen estas series.

    Al igual que tú, siento una absoluta y completa predilección por «El ala oeste de la casa blanca» y no puedo hacer más que recomendarla a cualquier persona que aún no se haya visto atrapada por ella

  15. Clay Davis

    sheeeeee-it!

  16. This is a time for American heroes, and we reach for the stars.
    Aaron, gracias.

  17. Gonzalo Mahillo

    Muy interesante artículo, en especial ese análisis en clave de engranaje institucional y distribución de incentivos. Visionar The Wire en clave económica es muy provechoso. Por lo demás creo que, en general, se sobrevaloran Homeland y House of cards y me parece muy necesario recomendar Sí, ministro, tan desconocida en España… Aunque, claro, no es de extrañar que una serie como aquella pase desapercibida para el gran público en nuestro país.

  18. Zoilo Osborne

    Le recomiendo al firmante del artículo y a cualquiera con ganas de ampliar horizontes, más allá de la división anglosajona, que se interese por las series escandinavas. Hay unas cuantas interesantes, Borgen es imperdonable que no esté en esta lista: http://www.imdb.com/title/tt1526318/?ref_=sr_1

  19. Yo particularmente recomiendo los libros de la serie, Sí, ministro y Sí, presidente. En especial el primero. Ambos los publicó Ultramar editores, y aunque la serie es una magistral obra de interpretación, los textos, escritos en clave de diario del ministro Hacker y con impresos, memorándums, recortes de prensa y folletos intercalados a modo de facsímiles, son para pasar ratos deliciosos.

    Gracias por el artículo. Y por los comentarios: me quedan vivas ganas de ver The thick of it.

  20. Ramón Gómez

    Felicidades por este texto, me encantó.

  21. la democracia americana es perfecta? es un chiste supongo. las instituciones de ese pais estan permeadas hasta los huesos por los lobbys. ¿Que tipo de democracia permite que la influencia de los intereses corporativos ande sin ningun control? . ¿es el autor de este articulo un entusiasta del neoliberalismo?

  22. Pingback: Política « Un Bosque Interior

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  24. viejotrueno

    No está Deep Space 9
    lo de The Wire será una broma, me supongo

  25. Vale añadir que Homeland es también un ‘remake’, en este caso de la serie israelí ‘Hatufim’ (Prisioneros de Guerra)

  26. Yo añadiría New Statesman con Rick Mayall. El discurso antieuropeísta es hilarante…hasta que uno oye a Farage.

  27. Pro Vi Dance

    Sin «Borgen» está lista está incompleta. Muy recomendable.

  28. Pingback: nachocorredor.info | La política és més cutre que conspirativa

  29. Pingback: “La hora de la Ciencia Política ” de Rojo Salgado | Política y cotidianidad

  30. FALTA BORGEN!!

  31. Diego Rios Padrón

    Falta un imprescindible: «The new staresman», de Rick Mayal.

  32. Pingback: “La hora de la Ciencia Política ” de Rojo Salgado – Aida Vizcaíno

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