La necesidad de contar historias es algo tan antiguo como el hombre mismo. Desde que surgieron nuestros primeros antepasados, siempre había algo que relatar, ya fuera el resultado de la caza o la proximidad de peligro. Con los años, las historias fueron transformándose de simple información a entretenimiento. Poco a poco se pasó de decir que algo había ocurrido a relatar el hecho, ya fuese el descubrimiento de nuevas tierras o algún pequeño accidente. Pronto surgieron individuos que vivían de contar estas historias, y las disciplinas se van diversificando: juglares, actores, escritores, periodistas, cineastas… Cada historia se encuadra en un género distinto: comedias, tragedias, historias amorosas… Y cada época o temporada un género destacaba sobre los demás, ya fuese por modas o por las circunstancias históricas del momento. Pero, a lo largo de los siglos, siempre ha habido un género, un tipo concreto de historias, que nunca ha perdido protagonismo: el terror.
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Dice Norma Lazo en su libro El horror en el cine y la literatura que fue Lovecraft quien mejor supo dónde se hallaba la raíz de todo terror: en el hombre primitivo, en cómo explicaba los fenómenos naturales, las tormentas, los terremotos, etc., lo desconocido, en fin, que achacaba a la acción de monstruos, de dioses venidos de otras galaxias y más antiguos que el tiempo. Este horror original sienta las bases de todos nuestros temores más profundos, es la semilla de todo aquello que hace que, incluso el más valiente, sienta cierto escalofrío en su espalda cuando, de noche, en su misma casa, cerca de su armario, se escucha un crujido.
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Con el paso del tiempo, el terror fue, poco a poco, evolucionando. La forma de presentarse era distinta, pero siempre efectiva a la hora de manipular los sentimientos más oscuros y profundos del personal. La literatura era y es la disciplina artística que mejor ha sabido aprovechar el potencial que se encuentra en hacer pasar miedo a los demás. Desde los macabros cuentos de los hermanos Grimm (un poco lo eran), hasta los clásicos de la novela gótica (ya saben, Drácula, Frankenstein, la obra de Poe, Lovecraft, El retrato de Dorian Gray…), que tiene en el libro de Horace Walpole, El Castillo de Otranto su origen, allá por el año 1764. Luego llegarían los “maestros del terror”, Stephen King, Ramsey Campbell o Clive Barker, cuyo mayor mérito fue llevar el terror “a la realidad”: el mal, los fantasmas y los monstruos ya no estaban en castillos de países exóticos o caserones victorianos, sino que se podía encontrar en cualquier lugar. Hasta en el interior de cada uno. Por supuesto, el cine, aunque con ciertas reticencias al principio, también se convirtió en un excelente medio para las historias para no dormir. Aunque la Universal fue la que más se dedicó al terror en los primeros años de vida del séptimo arte, no se puede decir que fueran pioneros. Ni siquiera su fundador, el señor Carl Laemmle, creía que la gente tuviese interés en las películas de terror. Fue su hijo, Carl Laemmle Jr. (quien, en realidad, se llamaba Julius) el que apostó por el género. Y le salió bien. Vaya que si lo hizo. Tanto que, cuando uno piensa en Drácula, Frankenstein o La Momia casi con toda seguridad piensa en Boris Karloff o Bela Lugosi. Esas películas bebían directamente del cine expresionista alemán. No en vano, muchos de los directores de esa corriente artística acabaron trabajando para la Universal. Digamos que Nosferatu o El Gabinete del Dr. Caligari fueron los cimientos de una casa que la Universal terminó de construir. Años más tarde, en Inglaterra, la productora Hammer haría méritos para ser considerada otra de las grandes empresas que más impacto generaron con su cine de terror, una revisión de aquellos monstruos de la Universal, y que nos dejó, para la posteridad, películas como las protagonizadas por Christopher Lee. Aunque el boom del terror en el cine se produjo con más efectividad cuando las películas tocaron el tema del diablo. Ahí tenemos que señalar a Polanski y su Semilla del diablo o a William Friedkin y El exorcista. Luego vendrían los slashers, las películas de asesinos en serie, la generación de los Wes Craven, John Carpenter, Tom Hooper. Clásicos que responden a los nombres de Pesadilla en Elm Street, Halloween y La matanza de Texas, donde nacieron nuevos monstruos de pesadilla (je) y la sangre y la violencia empezaron a cobrar más protagonismo: Freddie Krueger, Michael Myers y Leatherface. De ahí a las películas actuales que, a pesar de tener a su favor las mejores tecnologías de efectos especiales, no son más que cáscaras vacías en las que se repiten una y otra vez las mismas fórmulas de siempre, alargando sagas que nunca debieron tener más de dos partes o sucumbiendo a la horrorosa moda de remakes a mansalva.
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Lamento un repaso tan rápido y superficial por la historia del cine y la literatura de terror, pues no he mencionado ni de lejos todos los nombres y obras que dieron lustre al género, ni yo creo que sea el más adecuado para poder escribir un artículo a la altura del tema. Más bien me he tomado la libertad de usar a la literatura y al cine como introducción al asunto que quería abordar en este artículo: el teatro de terror.
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Desde pequeño me han gustado muchas cosas —como a todo el mundo, claro—, pero si me tuviese que quedar con una lista tan reducida como para que los dedos de una mano fuesen excesivos, el teatro estaría en un lugar destacado. Jamás me he sentido tan cómodo como al entrar en un espacio que tuviese un escenario y unos asientos, ya fuese el Lope de Vega de Sevilla o alguna pequeña sala de ensayos perdida entre mil locales. Por esa inquietud, pasión o lo que quieran ver, raro ha sido el año de mi vida que no haya estado ensayando cosas, yendo a ver ensayos de otros o simplemente visitando a mis buenas amistades que se dedican a este noble arte. Y siempre que he estado en las salas de teatro me he sentido como el tío más feliz del mundo. Bueno, siempre no. Al igual que las iglesias y los colegios, no hay lugar en el mundo que dé más miedo, que cause más terror que un teatro a oscuras. La inevitable sensación de ser observado por algo que no está ahí, los ruidos distantes provenientes de lugares en los que no debería escucharse nada… Un teatro, con todas las historias que ve cobrar vida en cada función puede llegar a ser un lugar muy terrorífico. Quién sabe si se queda algún residuo de todas esas historias. ¿Y si el fantasma del padre de Hamlet no se fuese una vez acabada la obra? ¿Tendrían las brujas de Macbeth algún escondrijo secreto en el edificio? ¿Habrá algún fantasma operístico/teatral viviendo debajo del escenario? No. Lo cierto es que es materia prima con la que construir historias, pero poco más.
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Lamentablemente, y debido a las características de la actividad teatral, el terror no es un género que pueda ser explotado con la misma facilidad y (lo que es más importante) calidad que en otros medios. Como decía antes, la literatura es el mejor vehículo de lucimiento porque es la que se te mete en la cabeza. Bien es cierto que depende de cada lector, de lo dispuesto que esté para el miedo, de si respetará el pacto narrativo y de la imaginación de cada uno, pero incluso para el más torpe —emocionalmente hablando— es inevitable pasar miedo cuando lee. Aunque el espectador teatral está obligado a hacer un ejercicio extra de complicidad, no dispone de la misma libertad que le proporcionaría la lectura de la obra, pues está condicionado por la propuesta del director. Y, a pesar de que cine y teatro comparten muchísimas cosas, incluidos efectos de sonido e iluminación, las posibilidades del séptimo arte son mucho más “infinitas” y efectivas que las del teatro. Sería impensable, por ejemplo, adaptar a escena Pesadilla en Elm Street con éxito. Pero eso no quiere decir que el terror no tenga cabida en el teatro. De hecho, el principal inconveniente acaba transformándose en la principal ventaja, pues la alta exigencia a la que debe someterse un libreto para que asuste en teatro es, a la vez, una garantía.
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Todo comienza en París
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En teatro el terror se entiende de una forma distinta, mucho más cerca de lo siniestro y lo macabro que de otras emociones. El objetivo es que el espectador disfrute pasándolo mal, por muy contradictorio que eso sea. Al fin y al cabo, es el fin último del miedo. Pero no me refiero a pasarlo mal al estilo de Black Mirror, poniendo a la audiencia delante de un espejo y ofreciendo mensajes críticos sobre la sociedad de consumo y esas cosas. No es el malestar que te producen algunas obras con mensaje social sobre la soledad, el abandono, la violencia, el capitalismo y el consumismo… Es, por encima de todo, el espíritu del Grand Guignol, el origen del teatro macabro.
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En París, ciudad cultural, la ciudad del amor, de la luz y cuna de corrientes literarias, hitos históricos y culturales de extraordinaria belleza e importancia, surgió también un tipo de teatro que no tenía por objetivo otra cosa que provocar, alborotar y asquear hasta el punto de lo nauseabundo. Fundado en 1897 por Oscar Méténier, el Grand Guignol buscaba llevar al extremo el naturalismo, tan al extremo como para representar mutilaciones, asesinatos, violaciones con todo lujo de detalle, sin escatimar en sangre y vísceras. Méténier dejó paso a Max Maurey al frente del Guignol y con él se sentaron las bases del verdadero éxito que tuvo. Las representaciones no se caracterizaban por unos argumentos prodigiosos —por ejemplo, una obra en la que un médico encuentra a su mujer y a otro señor en pleno acto sexual, por lo que el cornudo matasanos le practica una cirugía cerebral que deja al amante un poco fuera de sus cabales y este acaba reventando la cabeza del buen doctor (¡qué carácter!)—, ni siquiera cuando se inspiraban en relatos de Poe u otros autores de prestigio. Lo que importaba era la carnaza, desmembramiento y sangre. Mucha sangre. El éxito de estas propuestas teatrales hizo que el Guignol traspasase fronteras para escandalizar y provocar vómitos por todo el mundo durante décadas hasta su cierre, en 1962. Hoy día se siguen haciendo homenajes a este estilo, pero sería impensable que en nuestra sociedad actual, viendo cómo se escandaliza con algo tan “simple” como los videojuegos, se pudiese desarrollar con normalidad la propuesta guignolesca. Aunque de aquí beban muchas corrientes artísticas posteriores, como el surrealismo, el Movimiento Pánico, etc., además de ser una clara influencia de un género cinematográfico tan glorioso como el gore, que tantas noches de diversión y jolgorio nos ha proporcionado (quien no sepa disfrutar de una película gore de las buenas no sabe apreciar los pequeños detalles de la vida).
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El vampiro entra en escena
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En el Guignol está el origen, pero no todo es violencia gratuita en la vida del hombre. Por supuesto también hay cabida para los grandes clásicos de la literatura. Si Drácula fue la primera gran película de terror con la que la Universal empezó su etapa dorada, la novela de Stoker tenía todas las papeletas de ser adaptada a las tablas teatrales. Sería en 1924, seis años antes del estreno de la versión cinematográfica, cuando Hamilton Deane, un popular actor teatral británico, adaptó la inmortal historia del vampiro, dando como resultado Dracula: the Vampire Play in Three Acts. Aunque, en un principio, él no quería escribir la obra, principalmente porque su intención era desarrollar y consolidar su carrera como actor (más aún después de que terminase su trabajo como banquero), por lo que tuvo el proyecto un poco abandonado. Hasta que, tras fracasar todos los dramaturgos a los que había acudido dada la complejidad, los muchos personajes y todas las subtramas que tenía la novela, una de las actrices con las que Deane trabajaba le sugirió que él mismo la escribiese. Dicho y hecho, apenas en un mes y “descuartizando” fragmentos de la novela, el libreto estaba listo. Para que la adaptación fuese posible se tuvo que cercenar la primera parte de la novela, la que narra las desventuras de Jonathan Harker en Transilvania y el traslado del conde a Inglaterra. Además, el clímax de la historia se da en la casa que Drácula compra en Carfax. De esta adaptación hay que destacar la caracterización de Drácula, vital para entender la imagen clásica del conde, alejada del Nosferatu de Murnau. Fue Deane quien hizo del vampiro todo un gentleman, un aristócrata bien vestido y rematado con la clásica capa. En este vestuario se inspiraría el Drácula que la Universal adaptó con Bela Lugosi y que, gracias a la universalidad del cine, se convirtió en la tópica imagen de Drácula. La obra se estrenó rodando por varios teatros de la geografía británica, con gran éxito de público, aunque no de críticas. Pero esto no fue óbice para que, en la noche del estreno en el West End de Londres, el público acudiese en masa a todas las funciones que se representaron. En cuanto al efectismo en lo que al miedo se refiere, Hamilton, una vez terminadas las representaciones, se disculpaba por las más que probables pesadillas que la audiencia sufriría, pues quién podría afirmar si los vampiros eran reales o no.
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Al igual que el Grand Guignol traspasó fronteras gracias a su éxito, la internacionalidad estaba llamando a las puertas de esta obra. La llamada venía, concretamente, de los Estados Unidos, donde John Balderston la adaptaría, aunque con muchos, muchísimos, cambios en el guion, fusionando personajes (o eliminándolos, directamente) y muchos cambios de escena. Aun así, se convirtió en otro exitazo, y fue representada a lo largo de los años por multitud de repartos y compañías, hasta llegar a uno de los mejores intérpretes del vampiro, Frank Langella.
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Teatro en el teatro: La mujer de negro
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Si hay una adaptación que merece ser mencionada al hablar del miedo y el espanto en el teatro es La mujer de negro. En 1983, Susan Hill escribió una de las novelas sobre fantasmas más terroríficas a las que he tenido la fortuna de acercarme. La historia es simple: Arthur Kipps es un joven abogado de la gran ciudad que recibe el encargo de revisar los papeles de una clienta que ha fallecido, por lo que debe trasladarse a la antigua mansión de esta, que vivía en un pequeño pueblo de la costa atemorizado por las apariciones de una misteriosa mujer, toda de negro (original el título, ¿eh?), y la muerte en horribles circunstancias de un niño. Recuerdo estar noches sin dormir, pendiente de cada sonido, cada sombra y cada cambio de temperatura que hubiese en mi habitación durante días. Y eso me pasó con la versión que nos mandaron leer en clase de inglés en los salesianos, donde nuestro profesor tenía la “tradición” de ponernos la adaptación que hizo la BBC para televisión protagonizada, curiosamente, por Adrian Rawlins, quien años más tarde interpretaría al padre de Harry Potter, interpretado a su vez por Daniel Radcliffe, que fue el elegido para protagonizar la nueva versión de la historia.
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El mismo profesor que nos aterrorizó (los gritos de nuestra clase provocaron la alarmada entrada del jefe de estudios para ver qué pasaba) con esto nos habló también de la obra de teatro con estas palabras: “mi hermano fue a verla en Londres y salió llorando de terror”. Y no es para menos. La adaptación es curiosa: interpretada por dos hombres, un anciano Kipps y un joven actor al que contrata para revivir los sucesos acaecidos durante su estancia en el pueblo maldito. Para ello, el viejo abogado alquila un teatro. Estrenada en 1989, sigue representándose en el West End, a donde acuden cientos y cientos de espectadores cada año. Es la segunda obra teatral más representada de la historia. Al principio todo va según lo previsto: el actor interpretará al joven Arthur y el abogado a los habitantes que le acompañaron. Pero, conforme reviven los hechos del pasado, en el ambiente se nota que algo falla, que alguien imprevisto está participando en la representación. Memorable el final, cuando el actor felicita a Kipps por el trabajo realizado y le pregunta: “Por cierto, ¿quién es la actriz que ha interpretado a la joven mujer? Ha hecho un gran trabajo”, a lo que un visiblemente asustado Arthur contesta “No he visto a ninguna joven mujer”, mientras se escucha el siniestro balanceo de una silla en la que no hay nadie sentado.
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Marionetas para dar vida a Edgar Allan Poe
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Mencioné antes la libre interpretación que hacían en el Grand Guignol de algunos de los textos de Poe para sus obras, pero no servían más que como excusa para las vísceras. Han sido otras compañías las que han acudido con más o menos fidelidad al autor, ya sea para lecturas dramatizadas de sus poemas o para adaptaciones con desigual fortuna. Yo, sin embargo, voy a destacar una producción patria. Teatro Corsario, una compañía vallisoletana, tiene entre sus espectáculos tres que podríamos incluir en este artículo: Aullidos, El cuervo y La maldición de Poe. Nos vamos a centrar en el último. El día de la representación llovía. A mares. Fue al día siguiente del día de los Difuntos. En el momento en que pisé el teatro y respiré el olor de las máquinas de humo, supe que vendría algo bueno. Con una estética muy cuidada, casi al estilo del cine mudo (no en vano, las transiciones entre escenas se despachaban con pequeños textos en dos pantallas) y acompañadas de una música terriblemente escalofriante y melancólica, ante mis ojos pasaron varias historias, todas inspiradas en la obra de Poe y “vividas” por el mismo autor en su infancia. El primer amor y los coqueteos en un cementerio, la muerte y la enfermedad que estarían presentes durante toda la vida de Poe, el maldito gato negro del infierno, un gorila psicópata con complejo de Sweeney Todd (otra obra, por cierto, bastante macabra)… Todo ello representado por marionetas y con una maestría tal que, si no fuese por los tirones típicos de este teatro y el tamaño que tenían, cualquiera diría que eran actores disfrazados.
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Sin ser una obra con la que se pase miedo de verdad, hay que destacar que el espíritu Poe se respeta al máximo. Apenas hay justificación para la relación entre las escenas, el argumento es algo secundario y, sin embargo, la representación mantiene al espectador en tensión constante, disfrutando del “mal rato” que está pasando y deseando llegar a casa para zambullirse en los relatos.
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The Pillowman. Cuando los relatos cobran vida
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¿Y si los crímenes cometidos en los relatos de un autor vivo se cumpliesen con todo lujo de detalles en la vida real? Son varios los autores que han trabajado ese argumento (de hecho, ahora que salimos de Poe, la película The Raven, protagonizada por Edward Norton, se basa en eso), cada uno fantaseando con las infinitas posibilidades que ofrece, pero es Martin McDonagh el que lo hizo en teatro con una obra bastante perturbadora y macabra que servirá de colofón para este artículo: The Pillowman (El hombre almohada). La obra se ambienta en un Londres en estado policial, en una sala de interrogatorios en la que se encuentra arrestado el escritor Katurian Katurian, famoso por sus cuentos en los que los niños son violentamente asesinados. Katurian es el principal sospechoso de unos asesinatos que son idénticos a los que aparecen en sus relatos. A lo largo del interrogatorio vamos conociendo fragmentos del pasado de Katurian, de los experimentos a los que era sometido por parte de sus padres para desarrollar su talento literario, que, junto al acceso a buena música o a materiales de escritura, incluían cosas como torturar al hermano en la habitación contigua mientras dormía para que su mente se fuese retorciendo… También vemos representaciones de algunos de los cuentos/crímenes del autor, entre los cuales resulta particularmente cruel uno titulado The Little Jesus Girl, sobre una niña convencida de que es la segunda venida de Jesucristo y que, después de ser adoptada por unos padres con un sentido del humor muy cruel, termina casi igual que Jesús, con la única salvedad de que la niña no resucita al tercer día.
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Durante el interrogatorio, los fragmentos del pasado de Katurian y las representaciones de sus relatos, el texto juega con la posibilidad de si es verdaderamente culpable, si todo es una casualidad o si es que la peculiar educación que recibió en su infancia pudo haberle dejado muy afectado.
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En cualquier caso y, como es de esperar, la obra no termina muy bien. Y es que todos los finales de estas obras deben dejar mal cuerpo. Si no, la función habrá sido un fracaso.
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Excelente artículo Juan!
Tomare nota de las obras que mencionas. El cine comercial se ha cansado de embarrarnos vísceras en las pantallas. No lo había pensado, pero me agrado mas la idea de tener un par de espíritus chocarreros esperando en el rincón oscuro de mi sala, después de una buena noche de teatro.