El cuatro de septiembre de 1943 tres agentes de la Gestapo se presentaron en una casa situada en la localidad de Wehrda, donde el matrimonio formado por Georg y Anneliese Groscurth pasaba unos días de vacaciones. Tras ser detenidos, a Georg lo enviaron a la prisión de Brandemburgo. Allí lo torturaron en busca de información y posteriormente fue juzgado y condenado por un tribunal del Reich. Finalmente el ocho de mayo del siguiente año murió ejecutado en la guillotina. ¿Pero cuál fue su delito?
Georg Groscurth era un médico de gran reputación, que contribuyó decisivamente al desarrollo de algunos fármacos y tuvo pacientes de gran influencia, como Rudolf Hess, uno de los más estrechos colaboradores de Hitler (al menos hasta que se lanzó en paracaídas sobre el Reino Unido en plena guerra en una demencial misión diplomática). Detestaba el antisemitismo que se había instaurado en Alemania con gran virulencia desde hacía unos años, y precisamente la protección que creía que le brindaban tales contactos, junto a su prestigio profesional, es lo que le dio el arrojo necesario para fundar en 1939 junto a varios amigos la organización secreta Unión Europea. Un grupo de resistencia antinazi que ofreció protección a judíos y disidentes políticos de la persecución del régimen, proporcionándoles un escondite y documentación falsa para su huida. Asimismo, en su condición de médico Georg hizo todo lo que estuvo a su alcance para sabotear la maquinaria de guerra nazi, declarando inhábiles para el servicio militar a los pacientes que le encargaban evaluar e incluso promovió la organización de la resistencia entre los soldados rusos prisioneros. Pero el paso que llevaría al grupo a la perdición fue la difusión de octavillas con la ayuda de una pequeña imprenta en las que exponían su ideario: la caída del fascismo en toda Europa, el restablecimiento de los derechos fundamentales democráticos, el socialismo sin dictadura estalinista y la unión política de todos los países europeos. Con ese gesto fueron demasiado lejos y pusieron a las autoridades tras su pista, su caída sería cuestión de semanas.
Conocedor de los eficaces y poco piadosos métodos de interrogación del régimen, Georg siempre procuró mantener al margen de sus actividades a su mujer, Anneliese, con el fin de proteger su vida. Tras la detención por la Gestapo ella resultó absuelta, pero decidida a honrar la memoria de su marido y continuar su causa. La guerra terminó poco tiempo después y creyó que entonces se reconocería esa labor de resistencia… no pudo estar más equivocada. Alguien dijo en alguna ocasión que tener razón 24 horas antes que el resto del mundo supone que durante ese día te tomarán por loco y posteriormente te odiarán por ello. Esto es exactamente lo que le pasó a Anneliese Groscurth y así lo recoge en su libro Mi año de asesino (Editorial Sajalín) el escritor Friedrich Christian Delius, uno de los autores alemanes más destacados de las últimas décadas y miembro del llamado “Grupo 47”, un conjunto de intelectuales de la posguerra como Günter Grass o Hans Magnus Enzensberger que, inspirándose en la Generación del 98 española, han intentado explicarse a sí mismos y al resto de los alemanes qué demonios había pasado en su país.
Como decíamos, el fin de la guerra parecía que iba a traer consigo un cambio radical de las cosas. Los Aliados se repartieron Alemania en cuatro sectores e iniciaron un proceso de desnazificación, intenso al principio pero que fue diluyéndose rápidamente ante la nueva prioridad que representaba la Guerra Fría con la nueva división de Alemania entre la RFA y la RDA. Muchos exnazis fueron entonces perdonados y se reincorporaron a sus puestos de trabajo (especialmente en el lado occidental). Paradójicamente lo que no podía perdonarse era el pasado antinazi de personas como Anneliese: “resultábamos especialmente sospechosos porque demostrábamos a millones de simpatizantes que ellos también podrían haber actuado con decencia”. Para echar más leña al fuego tuvo el atrevimiento de criticar el rearme alemán y la brutal represión policial a una manifestación que tuvo lugar en 1951, y lo hizo amparándose precisamente en la libertad de expresión que supuestamente garantizaba la nueva constitución del 49 de la Alemania Federal, uno de cuyos ejemplares enarbolaba como si de un estandarte se tratara, aunque por su aplicación práctica en ocasiones pareciera papel mojado. Perdió su empleo como médico, le retiraron el pasaporte, le negaron las ayudas como viuda de una víctima del nazismo y por todo ello estuvo envuelta en varios procesos judiciales, mientras su situación personal no cesaba de agravarse:
Desde entonces, la nueva marca le arde en la frente, en el talonario de recetas, en la placa de la consulta, en los cuadernos escolares de los hijos: “propagandista roja”. Se divulga entre los vecinos, el tendero, en la lavandería, en la peluquería, entre las personas diligentes de cuyos labios salía rápidamente el saludo hitleriano siete años atrás: propagandista roja. Luego llegan las cartas y las llamadas nocturnas: Desaparece, cerda roja, ¡Heil Hitler! Su empleada del hogar recibe amenazas: ¡Deje a esa comunista o se le complicará la vida! Y a los pacientes, los pocos que aún se atreven a ir, los abordan desconocidos en la calle: ¿Por qué va a visitarse con esa propagandista roja? ¿Acaso es usted también comunista?
Pero a pesar de todo ello y en contra de lo que le recomendaron insistentemente no quiso trasladarse a la Alemania Oriental, sabía que allí la disidencia política corría aún peor suerte y ella no era comunista, por mucho que emplearan ese término contra ella. Simplemente reivindicaba algo en apariencia tan fácil de comprender pero tan difícil de aplicar como que “el orden fundamental libre y democrático no consiste en decir siempre ‘sí’, sino en poder expresar opiniones críticas, discrepantes”. Ese es el tipo de sociedad en la que ella quería vivir y por la que murió su marido. Christian Delius conoció en su juventud a Anneliese y con el mencionado libro quiso contribuir al reconocimiento de ambos, que se vio ampliado con el título concedido en 2005 por Israel a la memoria de Georg como “Justo entre las Naciones”.
Pingback: La oposición al nazismo dentro de Alemania
Gran artículo, Javier. He aquí uno de los apellidos que debería estar en boca de todos pero, como la historia la escriben los vencedores, para el bando enemigo solo hay oscuros. Abres una vía muy rica y muy necesaria. No dejes de explorarla públicamente.
Un saludo
Interesante.
en la españa franquista ha habido algún caso similar pero no interesa darle publicidad, quedaría en evidencia la policía, la guardia civil, la iglesia y un etc que todavía existe hoy
Franco era fascista y negaba la democracia. Alemania no
Vease el caso de Vicente Rojo. Profesor en la academia militar de la mayoria de los oficiales golpistas al que despues de la Guerra y por seguir fiel al Regimen establecido democraticamente se le nego «…el pan y la sal…» por Franco.
Esa biografia merece una revision aparte para honrar su memoria y como en franca debilidad y con el Gobierno huyendo por la carretera de Valencia fue capaz de organizar la defensa de Madrid.
Para que luego digan que la Guardia Civil o los militares apoyaron el Golpe de Estado…
¿Ya? ¿Ya está? ¡El título prometía algo más largo! Agh!
Estoy completamente de acuerdo contigo, pero no se puede negar que es muy interesante y, como muy bien dices Galahat, que siga explorando el autor :-)
Un saludo.
El Instituto Goethe en Madrid hace tres años ofreció una exposición sobre la Rosa Blanca (una organización antinazi). Parece ser que al final las cosas han cambiado en Alemania
Que sirva de ejemplo esta historia para todos aquellos que creen que los nazis desaparecieron de Alemania después de la muerte de Hitler.
Hace tiempo, una persona que vivía en Alemania me dijo que el nazismo había desaparecido de puertas para fuera, que de puertas para dentro muchos nos llevaríamos una sorpresa. Me pareció un comentario exagerado, aunque no ha sido la única ni última vez que lo he oído. El hijo del «carnicero de Polonia» (Hans Frank), Niklas, concedió una entrevista a «El País» hace un par de años que lo refrendaba (http://elpais.com/diario/2011/05/01/eps/1304231211_850215.html). Hay algunos comentarios de las élites alemanas que desprenden un tufillo de superioridad, ahora hacia la Europa del sur, con el que quedan bastante bien enmarcados. Evidentemente, el franquismo, con toda su idiosincrasia, tampoco desapareció con la muerte del dictador: cierto maquillaje, la mierda debajo de la alfombra y a jugar a que todo ha cambiado en la superficie para que en la estructura apenas lo haga.
La libertad de expresión debe ser defendida siempre, aún la de aquellos que investigan y publican sus descubrimientos sobre el holocuento, ejem.. digo holocausto. En lugar de eso los encarcelan y los llaman negacionistas y antisemitas. La nueva Gestapo de baja intensidad no es precisamente nazi, pero es bastante eficaz en implementar políticas persecutorias contra las voces discordantes del coro oficialmente aceptado. Si no, pregúntenle a David Irving.
Javier, sobre la resistencia anónima, de gente normal que no pertenecía a las élites culturales o economicas, recomiendo «Sólo en berlín», de Hans Fallada, basada en la historia real de un carpintero que se apañó un sistema de difusión de propaganda antinazi curioso. Muy interesante.
La sociedad alemana siempre ha valorado el orden. Por eso se puede perdonar el haber sido nazi cuando éstos mandaban, pero no el haber sido una voz crítica y seguir siéndolo. ,,Ordnung muss sein»
Pingback: La Segunda Guerra Mundial paso a paso en cien películas
Pingback: El matrimonio Groscurth y su lucha contra el nazismo | Descubrir la Historia
Pingback: Jot Down Cultural Magazine – ¿Qué película ha defendido mejor la libertad de expresión?
Pingback: ¿Cuál es la mejor miniserie de los últimos años? - Jot Down Cultural Magazine