Ha tenido una larga vida. Suponiendo que fuese humano —lo cual, según la tradición, es mucho suponer— ha excedido las expectativas y ha sobrevivido a prácticamente todos sus compañeros de generación. De todos modos, en el caso de que algunos de sus antiguos y más alocados seguidores tuviesen razón, Jack Vance se ha limitado a abandonar la Tierra para continuar su periplo vital alienígena en algún otro planeta.
Uno suele identificar a cada escritor con sensaciones concretas que su obra le produjo en su momento y esto es igualmente cierto para la ciencia ficción. Por ejemplo, siempre asociaré a Ray Bradbury con la gravedad filosófica de aquel padre de El picnic de un millón de años que señalando el reflejo de su familia en las aguas de un canal del planeta rojo sentenciaba implícitamente: “ahora los marcianos somos nosotros”. Pues bien, en el caso de Vance esos momentos se cuentan por decenas pero nunca olvidaré el primer instante en que experimenté la famosa sugestión visual que producen algunos fragmentos de sus historias. Fue leyendo uno de los libros de El ciclo de Tschai. Un párrafo en el que describía un paisaje del exótico planeta con una sencillez casi infantil que sin embargo abría el telón de todo un mundo nuevo. De repente, mientras leía, lo vi. Pude ver aquel paisaje al que Vance había dedicado apenas un par de oraciones. Pero allí estaba: la línea marrón del horizonte con el océano de fondo, con las aldeas y con los buques sobre el agua. Podía verlo. Aún hoy me cuesta entender cómo Vance generaba esas sensaciones tan vívidas, pero en aquel instante entendí a quienes se empeñaban en afirmar que Vance era en realidad un alienígena y había visitado personalmente aquellos mismos mundos de los que hablaba.
También la capacidad para idear civilizaciones muy características que parecían cobrar vida propia en las páginas de sus libros fue su gran marca de fábrica, aunque además de la ciencia ficción y la fantasía también destacó en otros estilos como el misterio. Pero era aquella manera de describir la vida y costumbres de razas extraterrestres la que hizo de Vance un icono: pueblos exóticos que se materializaban hasta el punto de que aquellas novelas dejaban de parecer novelas y se transformaban en imposibles libros de viajes. Si no supiéramos que nosotros, los terrícolas, no podemos llegar a otras estrellas, lo primero que cualquier lector diría después de haber leído una de esas historias sería: “Jack Vance estuvo allí”.
Podía ser mejor o peor escritor, técnicamente hablando. Quizá las traducciones no le hicieron siempre justicia. Y desde luego no puede negarse que sus personajes solían ser superficiales y faltos de empaque, que su literatura era en esencia evasión y aventura. Pero la profundidad de campo de su imaginación superaba cualquier hipotética carencia literaria: Vance creaba universos nuevos con una facilidad pasmosa y a un ritmo que hubiese desmoralizado a autores como Tolkien. Porque eran universos que al contrario que los de otros muchos autores —Tolkien incluido— no sonaban a refrito de ideas anteriores, sino que existían por sí mismos aunque tuviesen muchos elementos tomados de aquí y allá. Vance reciclaba a su manera la antropología y la biología terrícolas, desde luego, pero el producto de su reciclaje parecía siempre novedoso y fuera de lo previsible. Incluso cuando escribía típica fantasía medievalizante al estilo de sus famosas Hombres y dragones o El último castillo, el talento para producir originalidad en los más nimios detalles convertían sus relatos en una experiencia diferente.
Fue además uno de los pioneros a la hora de incluir toques de realismo sucio en historias fantásticas, algo que ahora está tan en boga con la obra de George R. R. Martin, por citar un famoso ejemplo. En sus mundos había ladrones, estafadores, degenerados. Individuos que mataban por puro placer e incluso pedófilos con escalofriantes rasgos de crueldad. Presentados siempre con elegancia, sí, pero allí estaban, ocultos entre la maleza de la imaginería alienígena o fantástica. Porque el cinismo y un cierto desapego intelectual hacia la raza humana teñían casi toda su obra. Este es otro detalle que a veces pasaba inadvertido: su sentido del humor. Casi en cada relato Vance bromeaba consigo mismo y quedaba para la perspicacia del lector el ser capaz de compartir esa broma. Nunca parecía tomarse demasiado en serio. Era más que un simple escritor y su vivaz personalidad resultaba tan interesante como su obra; como un Richard Feynman de la ciencia ficción. Jack Vance fue el joven que aprendió de memoria un test de percepción visual para poder entrar en la marina pese a su cortedad de vista. Aquellas eran sus ocurrencias. Muchos descubrieron ese espíritu juguetón gracias a su celebrada autobiografía.
Jack Vance creció saboreando los placeres del campo. Según él mismo contaba, los años rurales de su infancia fueron lo que determinaron el florecimiento de su interminable imaginación: desde la ventana de su habitación podía ver el Monte Diablo, un volcán extinto que presidía sus días y excitaba fantasía. Desde pequeño fue un lector de insaciable avidez pero también un niño activo al que le gustaba agotar los encantos del paisaje: corría, jugaba, nadaba. Se aficionó a la música campestre estadounidense, como el bluegrass, el jazz antiguo y primitivo… amores que mantuvo intactos hasta el final, porque los dos únicos amores que nunca mueren son el amor por los hijos y el amor por la música. Estaba lleno de vida y permaneció así prácticamente hasta nuestros días. Siempre fue alegre y nunca se tomó demasiado en serio a sí mismo, el lamentable pecado capital del 99% de escritores y periodistas. Aunque jamás dejó de emplear consigo mismo la ironía que también coloreaba su visión de todos los demás y del mundo: ya en el colegio se tornaba un niño taciturno y solitario que contemplaba con desdén a sus compañeros, pero más adelante —cuando aprendió a convivir con los demás— se incluyó él también en el juego sarcástico.
La Gran Depresión y los múltiples trabajos que hubo de desempeñar durante su juventud lo convirtieron en un superviviente: sabía hacer de todo, era tan hábil con sus manos como lo era con su mente. Fue albañil, obrero industrial, mecánico, peón agrícola, operario de una draga y marino. Aprendió carpintería por las bravas, mediante ensayo y error, perdiendo de paso varios empleos por el camino hasta que consiguió dominar la artesanía de la madera. Incluso se aficionó por la cerámica y abrió una tienda que no llegó a funcionar. De hecho, sabía hacer tantas cosas y conocía de primera mano tantos oficios que podría haber reconstruido los mundos de sus novelas con sus propias manos. Hubiese plantado los bosques, edificado las casas, incluso diseñado las naves espaciales. Jack Vance tenía los pies sobre la tierra, así que sería digno de estudio averiguar cómo eso resultaba compatible con el alcance de su sublime fantasía. Porque lo cierto es que aun siendo tan aparentemente mundano chocó no pocas veces con el mundo real. En la universidad, por ejemplo, un profesor se mofó antes sus compañeros por haber presentado un relato de ciencia ficción como ejercicio. No resulta extraño que llegase a desarrollar una gruesa piel ante las críticas literarias y que básicamente se permitiese el lujo de escribir aquello que le daba la gana, sin preocuparse de consideraciones otras que las del gusto de sus lectores y el suyo propio, desdeñando grandes pretensiones literarias e intelectuales. Y eso pese a que no hablamos de un hombre poco cultivado: además de sus múltiples habilidades manuales, estudió también ingeniería y física.
Sus primeros envíos de relatos a revistas especializadas fueron calificados como “fascinantes pero impublicables”. Su fantasía podía más que su estilo y tuvo que aprender sobre la marcha qué es lo que la gente desea leer. También hizo lo más difícil para una mente imaginativa e independiente: aprender a escribir para el gusto concreto de un editor. Entrenó sus herramientas narrativas bajo la batuta del célebre John W. Campbell, padrino de la ciencia ficción moderna, hasta que decidió que tenía suficiente gancho con el público como para permitirse el lujo de ir por libre. Pese a una popularidad previa laboriosamente cultivada a base de publicar un enorme número de relatos escritos apresuradamente, fue La tierra moribunda el relato que lo convirtió en uno de los grandes nombres de la ciencia ficción. Corría el año 1950, justo el instante en que el género estaba explotando definitivamente. Desde entonces, sus historias fantásticas fueron conocidas por una relativa superficialidad formal pero también por la inexplicable riqueza en detalles concretos de mundos que no existen, así como la todavía más inexplicable viveza de algunos de sus pasajes descriptivos, esos que ponían ante los ojos de los lectores una imagen inesperadamente definida y tangible, prácticamente una visión alucinatoria. Vance estaba en todo. Por ejemplo, la arquitectura y la vegetación de sus mundos darían como para una enciclopedia propia. No digamos ya la diversidad cultural de sus civilizaciones inventadas. Los mundos de Jack Vance estaban vivos, de hecho más vivos que el mundo real de muchos novelistas más respetados. Ciertamente, Vance no era García Márquez ni mucho menos, pero puedo decir que resulta mucho más fácil pasearse por los planetas imposibles del primero que por los parajes colombianos del segundo, aunque estos últimos estén basados en recuerdos verídicos del escritor. Tal era el poder de sugestión de Vance, así que a cada uno lo suyo.
Sus trabajos calaron a ambos lados del Atlántico y se convirtió en un mito viviente de su género, aunque menos conocido entre los profanos que los Clarke o los Asimov. A Vance nunca pareció interesarle demasiado que su fama trascendiese de semejante manera hacia los dominios del público general. No tenía la misma preponderancia social ni parecía interesarle demasiado convertirse en una voz autorizada como sí lo eran esos otros autores citados, a quienes incluso científicos y políticos escuchaban. A Jack Vance le interesaba más salir a navegar —su principal afición— o construir casas de madera para sus hijos en los altos eucaliptos de su propiedad. Era un hombre complejo de gustos sencillos, como complejos eran los microcosmos de su sencilla literatura.
Ahora se ha marchado definitivamente, pero creo que no hay mejor homenaje para un escritor que admitir que pocos individuos han sabido llevar a sus lectores tan lejos del mundo real con tan poco esfuerzo. A fin de cuentas, uno de los principales propósitos de la literatura es el de crear un mundo paralelo y —me parece— absolutamente nadie creó más y mejores mundos paralelos que Jack Vance. Y nadie lo hizo sin necesidad de proyectar su ego sobre el lector (de nuevo, el defecto de fábrica de la mayoría de escritores). Quizá el motivo es que, ni aun convertido ya en anciano, dejó Jack Vance de ser aquel niño juguetón que correteaba por el campo. O quizá era realmente un extraterrestre, quién sabe, y por eso parecía tan pragmático y a la vez tan despegado de los grandes dramas del mundo, que conocía de primera mano, pero que no utilizaba como herramienta para hacerse el interesante. De lo que estoy seguro es que no le importaría que lo recordemos con un maravilloso vídeo que, aunque parezca mentira, resume a la perfección una personalidad y una vida. A muchos nos hizo felices durante nuestra infancia y adolescencia con sus libros. Ya de adultos, supo hacernos felices dejándonos ver que hasta prácticamente el último momento de su vida continuó siendo sencillamente él mismo.
Descansa en paz, Jack.
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¡Qué grande Jack Vance!
Es uno de mis autores favoritos, y el segundo del que más títulos lucen en mi biblioteca (veinticuatro, sólo por detrás del gran Terry Pratchett). Su capacidad para elevarnos a otros mundos, mundos verdaderamente alienígenas, era inmensa. Aún recuerdo con asombro la fascinante sociedad del relato «La mariposa lunar», las picarescas y coloridas peripecias de Cugel the Clever, o las maravillosas andanzas de Adam Reith en ese desquiciante e irrepetible Tschai.
Ha retornado a las estrellas.
Vance es uno de mis escritores favoritos y lamento leer que ha partido [¡Buen viaje!].
Hace poco he vuelto a releer bastantes de sus obras en un recorrido exhaustivo y he vuelto a sentir, como señalas en el artículo, la maravilla ante la facilidad con que crea mundos y paisajes que por alguna obscura razón asimilo a los del dibujante francés Moebius. Me ha gustado mucho el post.
Un saludo: Huberto.