Entre las décadas de 1840 y 1850 California protagonizó la conocida Fiebre del Oro. Cuando corrió la voz de que este preciado metal estaba al alcance de la mano en los caudales de arroyos y ríos, miles de americanos e inmigrantes de Europa, Asia e Iberoamérica se lanzaron a la aventura. Instalados en las cercanías de San Francisco, los primeros forty-niners impulsaron una ambiciosa transformación del lugar, convirtiendo la que hasta entonces era una diminuta aldea en una próspera ciudad. Hasta tal punto llegó el crecimiento y desarrollo de aquel territorio que en 1850 se terminó admitiendo a California como un nuevo estado de la Unión. Sin duda aquellos convulsos años fueron testigos de grandes cambios. Ahora, también es verdad que no todos los recién llegados vieron cumplidas sus expectativas. Algunos cazafortunas se hicieron millonarios, pero la gran mayoría no logró su objetivo y a duras penas mantuvo su escaso patrimonio. De hecho se estima que apenas uno de cada veinte de ellos tuvo ganancias reales durante aquellos años.
De aquella historia ha quedado para el imaginario colectivo la concepción de California en su conjunto, y San Francisco en particular, como una tierra de nuevos comienzos, de grandes sueños y oportunidades. Tal imaginario tiene una parte de real cuando se echa un vistazo a sus reglas electorales. Normalmente se dice que las leyes electorales suelen ser instituciones rígidas e inamovibles con el paso del tiempo. Sin embargo, el caso de San Francisco desmiente radicalmente esa idea. Solo entre 1976 y 1996 los ciudadanos de esta ciudad fueron llamados a votar en referéndum ocho veces para elegir qué tipo de sistema electoral querían. La disputa principal era en torno a dos alternativas; elegir a los 11 supervisores locales —concejales— at large, todos en un distrito, o bien hacerlo mediante distritos: 11 locales con un solo escaño. Pese a que lo más debatido fue aquello, también se trataron simultáneamente otros asuntos tan dispares como la reducción del tamaño del consejo (1984), la limitación de mandatos a dos legislaturas (1988 y 1990) o la aplicación de un sistema de voto preferencial (1996 y 2002).
Como se ve, el san franciscano ha tenido siempre claro que las cosas se pueden discutir y cambiar si es preciso, en especial si se piensa que hay algo que ganar con ello. De hecho, así lo han terminado aprobando en referéndum por tres veces. En 1976 esta ciudad abandonó su sistema de distrito único por uno con distritos uninominales, aunque en 1980 se aprobó volver al sistema anterior. A la tercera, en 1996, los ciudadanos de San Francisco volvieron a votar a favor de un sistema por distritos como el de hacía dos décadas. Y todo ello envuelto, como no podía ser de otra manera, de las controversias que arrastra cada vez que se produce una reforma. Como casi siempre ocurre en este tipo de debates, los grupos se alinearon muy claramente, defendiendo con pasión las ventajas de su sistema preferido. Merece la pena revisitar aquellos debates solo para ver las lecciones que podemos extraer nosotros.
A favor de cambiar a un sistema de distritos estuvieron importantes líderes demócratas (incluyendo legisladores del estado como Willie Brown, John Burton y George Moscone), minorías concentradas territorialmente, grupos vecinales y algunos sindicatos. Por el contrario, los que preferían continuar con el sistema de distrito único eran los principales poderes financieros del centro de la ciudad, la cámara de comercio y a los supervisores que habían sido elegidos con este mismo sistema (entre otros, la supervisora demócrata y luego alcaldesa interina Dianne Feinstein). Si se repasan, los argumentos que defendían cada uno de los grupos pueden viajar bastante bien en el tiempo y el espacio.
Los defensores de la creación de 11 distritos uninominales señalaban que las elecciones at large eran negativas porque aquellos candidatos que podían conseguir fondos más fácilmente lograban ser los únicos visibles para el electorado, y eso los hacía partir de una posición ventajosa. Los supervisores, por lo tanto, eran más fáciles de capturar por parte de los intereses financieros. Por el contrario, si se cambiaba el sistema, lo que se podría es reemplazar esos intereses espurios por una relación más directa entre representante y representado ya que cada supervisor estaría ligado a su distrito. Sería pues, la cara y ojos de aquel barrio. El resultado sería, según defendían, una mayor calidad democrática y de rendición de cuentas al facilitarse el control electoral del supervisor local. Además, se argumentaba que este hecho permitiría que hubiera minorías con representación política dado que, como tienden a concentrarse en barrios concretos, podrían obtener supervisores más fácilmente.
Sin embargo, los detractores no veían nada claras estas ventajas. El principal argumento que esgrimían era que este cambio sería negativo porque generaría una sociedad más polarizada, más fragmentada, en la que los “jefes” de las minorías jugarían un rol sobredimensionado. Con que controlaran unos pocos distritos clave se convertirían en bisagra para el control del Consejo, amplificándose en exceso su poder. Otro argumento era que pasar a muchos distritos realmente era reducir la capacidad de elección de las minorías ya que solo podrían votar a un supervisor —el de su distrito— y no a los 11. Finalmente, también se argumentó que abandonar el sistema at large implicaría generar más pork-barrel, es decir, que generaría incentivos para que los supervisores locales pujaran por proyectos en su distrito para satisfacer a sus votantes, sin tener una visión de conjunto, lo que se traduciría en más impuestos y un peor gobierno de la ciudad.
En el manejo de estos argumentos, las diferentes coaliciones de intereses pujaron fuertemente pero al final la decisión final estaba en manos de los votantes: El cambio al sistema de 11 distritos se terminó aprobando en 1976. Algunas de las promesas de los promotores del cambio no tardaron en cumplirse, como la entrada en el consejo de supervisores representando a las minorías. En las elecciones de noviembre de 1977 fueron elegidos Gordon Lau, primer chino-americano, por el distrito uno; Ella Hill Hutch, primera supervisora afroamericana por el distrito cuatro y Harvey Milk, primer supervisor abiertamente gay, por el distrito cinco. Sin embargo, no hubo demasiado tiempo para contrastar los efectos que este cambio pudo haber generado en otras materias. En noviembre de 1978, tras numerosos desencuentros políticos, el ya dimitido supervisor Dan White asesinó al alcalde George Moscone y al supervisor Harvey Milk —tragedia representada con maestría en el biopic Mi nombre es Harvey Milk, dirigida por Gus Van Sant—. Aunque esta tragedia no fue la única causa, eso incentivó en parte a que en 1980 los ciudadanos de San Francisco, conmocionados, votaran regresar a un distrito único. Sin embargo, siete años después se volvió a plantear en otro referéndum fallido la posibilidad de volver al sistema por distritos, el cual sería definitivamente aprobado en 1996.
Toda esta historia, que puede parecer un tema menor para un europeo, es recordada con frecuencia en la academia americana. De entrada nos muestra el grado en que las leyes electorales pueden reformarse. Aunque es verdad que a nivel nacional es más raro, son más comunes en otros niveles de gobierno, no menos importantes pese a ser despreciados por los estudiosos. Otra moraleja de San Francisco es cómo la opinión pública incide sobre los cambios electorales. Es verdad que este caso es particular porque la legislación del Estado permite a que los californianos sometan a referéndum cambios en las leyes con reunir cierto número de apoyos y firmas. Esto es similar a los procesos que hay en países anglosajones como Nueva Zelanda, Reino Unido, o en Ontario y la Columbia Británica de Canadá. Sin embargo, incluso donde el rol de la ciudadanía es más pasivo en la legislación electoral —como pasa en España—, no nos olvidemos que los partidos siempre tienen un ojo puesto en los votantes para intentar asegurarse la victoria en las próximas elecciones. Defender una reforma electoral, y más en este momento tan crítico, puede ser un activo político.
Finalmente, en estos debates y según el actor al que se le dé la palabra, los efectos del cambio son enormemente beneficiosos o terriblemente perjudiciales. En el caso de San Francisco, lo cierto es que probablemente no fue ni lo uno ni lo otro. Por ejemplo, fijémonos en uno de los argumentos estrella de la reforma, la consecución de supervisores de minorías en el consejo local. Si uno repasa la serie histórica de elecciones verá que había minorías con representación en el consejo de supervisores antes y también después de la reforma de 1976. Por ejemplo, Terry Francois, el primer supervisor afroamericano (y conocido activista pro derechos civiles) ya fue elegido en las elecciones de 1967, con un sistema de distrito único. Del mismo modo, Ella Hill Hutch fue reelegida como supervisora cuando se restauró el distrito único tras el asesinado de Moscone y Milk. Por lo tanto, con una sociedad tan cambiante, con tantos elementos demográficos, sociales y políticos presionando al mismo tiempo es complicado pensar que esta reforma fuera el elemento determinante.
Pero…
A mi parecer el pequeño cambio marginal que supuso la mudanza a 11 distritos permitió acelerar que los líderes de las minorías pudieran jugar un rol mucho más destacado en la política municipal. Incluso aunque el cambio inicial durara tan poco, no es descabellado pensar que pudo servir como el inicio de una bola de nieve que cada vez las hizo más visibles en las instituciones. En los movimientos sociales ya llevaban mucho tiempo más. Aunque podría discutirse qué vino primero, si el cambio o la regla, tal vez sin modificar esta última el cambio social en San Francisco hubiera sido más lento.
Es verdad que repasando la propaganda de la época los promotores de la reforma albergaban más esperanzas, la expectativa de un cambio total en la manera de hacer política. El sueño de tener una política de 18 quilates. No fue totalmente así. Sin embargo, la fiebre por una mejor política sí que vino a ayudarse de pequeños cambios marginales, también en las reglas electorales, que dio impulso a estos forty-niners de los derechos sociales. El camino de intentar una mejor política que quizá solo puede colmar la ambición de unos pocos, pero que es el mismo que convierte a aldeas miserables en ciudades con futuro.
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Yo quiero avisar a los desprevenidos antes de que se defienda un sistema mayoritario como garante de las minorías a nivel español.
Vale, eso probablemente aplique en ciudades americanas donde puedes efectivamente dibujar un distrito que engloble el barrio afroamericano, el barrio chinoamericano, el barrio gay, etc.
A nivel español, antes de que alguno del PP/PSOE nos venga vendiendo que los distritos uninominales servirían para algo de ese estilo, que no se nos olvide que las minorías (IU, UPyD, nacionalistas de izquierdas) no sacarían probablemente ni un sólo diputado, da igual cómo se dibujen los 350 distritos en España.
O, igual que en Reino Unido, donde las minorías que tienen representación son los nacionalistas concentrados en ciertos sitios, pero no tienen una muy distinta a la que obtendrían en un sistema proporcional. En cambio, a los que laminan completamente es a las minorías como los LibDem.
Así, en cada distrito es habitual sacar el diputado con el 30% de los votos. La cercanía distrito-diputado es un cuento, porque el diputado ganador NO representa al 70% de los votantes de «su» distrito.
Es decir, que me parece muy buena la anécdota, pero me llama la atención y me gustaría que quedara claro que los argumentos para defender un sistema mayoritario o proporcional para San Francisco son realmente opuestos a los que habría que aplicar en, por ejemplo, las generales de España.
Bon article.
Retrata, un cop més, l’inmovilisme de la xusma politico-funcionarial-religiosa-militar que s’ha fet amb el poder a l’estat espanyol.
El sistema electoral de l’estat espanyol, desenvolupat per franquistes, és de pandereta. Com tot el que fan els castellans, està pensat per donar-los més poder decisori que a la resta de pobles de la península que viuen sota la seva bota. Tant de bó, amb la marxa de Catalunya, el poble espanyol se n’adoni i monti una revolució. Però dubto molt que ho facin, abans tornaran a posar l’Inquisició (FAES, Wert, …).
La droga es mala, Joan. No te digo que la dejes, pero sí que no escribas bajo sus efectos.
Eres un maleducado. No tengo nada en contra de tu idioma y tu derecho a expresarte en el cuando, donde y como te de la gana pero tu deberias respetar al resto de los lectores. El articulo esta en castellano, responde en castellano.
Mi mujer es alemana, le pido que entre y escriba algo?
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