Deportes

A la memoria de Drazen Petrovic

Juegos Olimpicos de Barcelona 1992

No es pieza para glosar un colosal palmarés. Ni para enumerar otra vez gestas, títulos y trofeos. No es la biografía de un deportista único en la historia. Ni la silueta de una cima, una depresión y una nueva cima a mayor altura. Y tampoco lugar para llorar su pérdida, una de tantas crueles y absurdas que cobrar algún día al destino. Es a lo sumo un recuerdo. Un recuerdo especial. El recuerdo de un recuerdo sorprendentemente vivo.

Se ha vuelto tradición. Firme y honesta. Porque resulta espontánea. No pasa año que por estas fechas no se rinda tributo a una figura hoy desaparecida hace 20 años. Y este rito anual no desaparecerá mientras quede con vida un solo hijo de una generación capaz de recordar lo que aquella figura, una de las más enérgicas en cualquier ámbito de que fuimos testigos, nos supondría como hechizo de pantalla, como uno de los protagonistas que sin haber sido invitado lograron trascenderla de veras, convirtiéndose en monumento para siempre, en sinónimo de un tiempo ganado y una época perdida.

Vale preguntarse cómo es posible que Drazen Petrovic siga siendo un recuerdo tan poderoso, formularse por qué razón su figura permanece tan propensa a la idolatría, como un monolito que la memoria haya fosilizado en resplandor. Por qué Drazen y no otros al mismo grado de adhesión a salvo del tiempo.

Resultaría demasiado sencillo responder con su muerte prematura, con la absurda tragedia de su adiós en la cima, el primer manto de que suelen arroparse los mitos. Esto es cierto para su sacralización. Pero no suficiente. Porque no lo explica todo.

De entre las innumerables respuestas se eligen aquí únicamente dos: una emocional, fruto del contexto, y otra material, eso que se da en llamar realidad.

Para abordar la primera acude con fuerza la noción de pantalla y una explicación de tipo sociológico, de una época de experiencia y sentido irrepetibles. “En España la generación de los 80 es la primera propiamente crecida con la televisión y tal vez la última que lo hizo jugando en la calle. Calle y televisión nunca fueron más hermanas. No hay una razón que necesariamente las vincule. Sí en cambio la prodigiosa realidad de aquel matrimonio. Así corríamos a proponer, compartir y escenificar cuanto veíamos en pantalla, transfiriéndolo felices a los patios, parques, callejuelas y arrabales que atestábamos. La caja, que entonces no era tonta, tenía su natural proyección en el barrio. Y esto lo abarcaba todo: tanto éramos olímpicos o futbolistas sudando el asfalto que lagartos de V: La Batalla Final, al término de cuyos episodios caíamos de nuevo en la calle a desgranarlos con gran entusiasmo. (…) En suma, el componente vital en torno a la televisión endulzaba buena parte de la existencia, haciendo de la pantalla nuestra verdadera y casi única literatura” («Juego de Niños», Jot Down Magazine, n.º 2).


Cuando las verdades, grandes o pequeñas, nos entraban por los ojos Drazen Petrovic se coló en nuestras vidas como uno de aquellos umbrales de pantalla. Con esa extraña solidaridad de los fenómenos consigo mismos ocurrió a mitad de década, en los prolegómenos de una Edad de Oro que el deporte de la canasta viviría en nuestro país en términos de calado social. “El baloncesto en España atravesaba momentos de imprevista efervescencia. La plata de Nantes y sobre todo la de Los Ángeles despertaron la nueva conciencia que el Mundobasket de nuestro país mantuvo alerta. Nombres como Sabonis, Petrovic, Oscar o Galis rivalizaban con la fama de cualquier otro futbolista en el mundo. Fernando Martín hizo realidad algo que el deporte español ni había soñado posible y un domingo de junio de 1987 España entera se hizo griega en un partido, puede que el mejor en la historia de Europa, que causó verdaderos estragos entre los muchos que entregábamos la suerte del examen a su víspera” («Cuando éramos reyes», El Punto G, 25/10/2007).

Y es exactamente aquí donde situar a Petrovic, al impacto visual que nos causó. Es necesario entender la fragilidad emocional del contexto, aún tierno y poco preparado a las gestas que la cultura americana, aquí remota, conocía como star system.

A mitad de los años 80, a punto de instalarse la NBA como emisión regular, la cultura deportiva de este país crecía a gran velocidad. De hecho la primera cultura verdaderamente internacional en la sociedad española pudo ser la deportiva dado que la propia, la nacional, ocupaba la planta baja, vivía sumida en su escasez y desventaja, envidiando y aprendiendo un sinfín de nombres extranjeros, los propietarios de la gloria. En medio de este panorama que creíamos eterno el baloncesto fue una de las primeras manifestaciones en llamar al ascensor.

Los jóvenes que perseguían entonces el baloncesto estaban acostumbrados a lo nacional, a lo que prodigaba la gran generación del 59 y sus salidas al escenario internacional —Moscú, Cali, Nantes, Los Angeles o Stuttgart—, cuyas narraciones nos llegaban entonces con la insondable distancia del sonido telefónico. Los límites de nuestra canasta eran los límites de nuestro mundo. De ahí que figuras como Epi o Fernando Martín ingresaran con fuerza en el imaginario más selecto, en la vanguardia de nuestro deporte, salpicada por algún que otro mate de Wayne Robinson, Nate Davis o David Russell, los umbrales del espectáculo patrio. Con esta tierna equipación un chaval asistía una tarde cualquiera de 1985 a la final de la Copa de Europa sabiendo que el Real Madrid estaba allí para ganarla. Ese chaval creía que todo el baloncesto era el suyo y que así debía estar hecho. Ese chaval no estaba preparado para ver, de pronto, a Drazen Petrovic. Y que todo cuanto conociera se viniese abajo humillado y durante un lapso indefinido, hipnótico y voraz, la noción misma de baloncesto fuera él, un solo jugador.

No es posible olvidar aquel impacto.

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De los logros de Petrovic, de todo eso que resume un palmarés, están las páginas repletas. Han sido contados hasta la saciedad. Pero nunca se insistirá lo suficiente en la distancia abierta entre Drazen Petrovic y todo el baloncesto que había dado Europa hasta entonces. Aquella generación ingenua despertó a la confusa realidad de lo que debía ser una estrella, alguien muy por encima de los mortales por razón de los dones. De otro modo, Petrovic se nos apareció como el mejor jugador que hubiéramos visto jamás. Y más de un cuarto de siglo después no faltan quienes siguen viéndolo así.

Había para colmo algo más. Toda su puesta en escena era la cosa más insolente y obscena que el deporte español sufriría hasta las humillaciones que el fútbol italiano estaba próximo a infligir. Un sabor que los soviéticos y en particular Arvydas Sabonis —“Petrovic es un hijo de puta”—, que ni pudo terminar la final de 1986 por su puñetazo a Nakic, compartían incluso con mayor virulencia. Mucho antes que como perfil deportivo, la columna El Niñato ha pasado a nuestro tiempo como el testimonio de una impotencia.

Todo ha cambiado tanto, la corrección de la imagen ha padecido tal evolución que hoy día se nos antojaría poco menos que terrorista que un jugador, tras acertar el primer tiro libre, se girase a la grada de los suyos agitando el puño repetidamente. Una de tantas celebraciones en plena pista con el rival fulminado tratando de subir el balón. Eso era igualmente Drazen, un joven demonio de aspecto despierto, pelo florido y boca abierta que parecía venir del futuro a burlar su tiempo como rudimentario y primitivo. Cada uno de sus aciertos apuñalaba sin piedad cuanto hubiéramos imaginado grande. Insultaba la tierna previsión de nuestros límites.

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Para cuando en 1988 Mendoza lo trajo a España habíamos crecido aprisa. La NBA se nos había echado encima concentrando tiránicamente toda nuestra capacidad de asombro. Y sin embargo aún quedaría él. Siempre quedaría él.

La final de la Recopa de 1989, de una audiencia que haría palidecer incluso a las masivas de hoy, volvería a situar a Drazen en ese plano irreal que seguíamos sin lograr descifrar. No era solo cosa nuestra. También de los mismos que le rodeaban. Los 62 puntos de Drazen, como si hubieran hecho falta 80 para conquistar el trofeo, confirmarían al término otra prueba más del humano recelo a la excelencia, a la superioridad absoluta de un individuo sobre el resto. Ni Fernando Martín ni Biriukov, por citar los dos ejemplos más sangrantes, reaccionaron en los términos presumibles a un título europeo. Bien al contrario no soportaban —nunca lo harían— una situación que marginara la importancia del papel que hasta entonces habían ejercido. Subyacía en el fondo una dolorosa mezcla de envidia y aprensión. Así no era divertido ganar.

Pero tampoco para el público asistir como testigo a la dolorosa soledad de los superdotados.

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Tres meses después Europa pudo contemplar la mejor y más completa versión de Drazen Petrovic. Zagreb supondría además la entrada en escena de la nueva generación yugoslava, la mejor que el baloncesto fuera de los Estados Unidos contemplaría en el siglo XX. Antes de su fin la guerra y la muerte acabaron con todo.

La soledad de Drazen en Madrid encerraba una paradoja. Anunciaba el principio del fin, el viaje a una peor y más profunda soledad al otro lado del mundo.

Un viernes de octubre de 1988 el Cajabilbao recibía en La Casilla al Real Madrid. Taquilla agotada. No había seguridad que pudiera evitar que decenas de chavales bajaran a pista durante el calentamiento a ver a Drazen de cerca. Un enjambre que se desplazaba por la banda en paralelo a sus carreras y evoluciones con el balón. A unos metros de él, con papeles y bolígrafos, no cesaban de gritar su nombre a la espera de una mirada, un guiño, una quimera, a lo que sí respondían otros de carne y hueso como Romay o el imponente Martín. Nada más era posible hacer mientras Drazen, completamente ajeno a su entorno, no mutaría un ápice su guión previsto. Era fácil imaginar igual escena en todos los pabellones que visitaba.

A punto de finalizar el calentamiento el mito brindaría su regalo. Entrando desde la diagonal derecha del triple disparó un único bote antes de hacer girar el balón dos veces alrededor de la espalda y otras dos alrededor de su pierna derecha, alzada para dejar suavemente la bandeja. Lo hizo mediante los dos pasos reglamentarios, camuflando durante décimas la vista del balón por la increíble velocidad del doble gesto. El pabellón se levantó enardecido en un aplauso, Drazen corrió al banquillo y los chavales se dispersaron. No conocía otra forma de comunicarse y aquel fue su mensaje para los presentes, imposible de olvidar.

14 años después, en marzo de 2002, la ACB propuso durante la celebración de la Copa en Vitoria una «sesión golfa» de baloncesto en un local que, en mitad de la noche, terminaría abarrotado. En una pantalla gigante los asistentes disfrutarían de una prolongada sesión de vídeo con imágenes de valiosa selección. Al entrañable Xabier Añua correspondía la vieja liga nacional, a Javier Gancedo el baloncesto FIBA y a quien suscribe los fuegos de artificio NBA. Gancedo bordaría su parte con un soufflé formado por Kukoc, Delibasic y el genial Koudelin. Pero sin duda el momento cumbre de la velada remontaba entre 15 y 20 años atrás y tenía a Petrovic como motivo. Parte del público había regado la espera con alcohol, que obraría un efecto conmovedor en el momento de conquistar Drazen la pantalla. Era el vívido recuerdo de los presentes lo que incluso les hacía incorporarse del asiento por espontánea emoción. Fueron instantes de verdadera comunión sin trampa ni cartón que permiten entender, aún hoy, el enorme calado de su memoria.

Y aquí es donde cabe admitir la segunda razón. Formularse si verdaderamente es Drazen justo acreedor a la magnitud de su recuerdo. Si hay un material objetivo para semejante veneración.

En el imaginario colectivo reposa la convicción de que Drazen inflamó su talento natural con un tonelaje de trabajo a la altura de nadie. La creencia de que la vida de Petrovic era el baloncesto a niveles de autista obsesión. Esa certeza se apoya en una insobornable verdad. En la segunda mitad de los años 70, formando ya parte de las categorías inferiores del Sibenka, pongamos con 14 o 15 años “el joven Drazen consiguió que la directiva de su club le confiase unas llaves del pabellón, al que acudía cada día a las 6:30 h de la mañana para practicar individualmente antes de asistir al instituto” (Sueños Robados, pág. 46). Y nunca antes de que el balón besara mil veces la red. Con las variaciones imaginables este ritual le acompañaría hasta su último día de vida.

No son casuales algunas de las cifras más desorbitadas que haya dado algún jugador en el mundo. En su caso, de 1985 a 1989. Hablamos de 43,3 puntos de media con un 48,3% de tiro y un 63,9% en triples. De 37,2 al año siguiente con 57,2% y 54,4%. De 33,9 con 53,5% y 59,2% y de un 62% de tiro para 28,5 puntos en su temporada con el Real Madrid. Ni hay precedente ni parangón posterior.

Y sin embargo nada de esto importa de veras para subrayar su perfil. Por muy elevados que fuesen sus ideales urge subrayar la más valiosa de sus realidades: Drazen Petrovic sigue ocupando hoy día una de las cumbres de pasión técnica más altas en la historia del deporte. Y aún más asombroso, sin apenas prodigar ambidextría.

Cada uno de sus segundos con balón era una perfecta ceremonia, una prosa geométrica, mareante y hermosa. Con un indescifrable desfile de fintas y estafas era capaz de llegar bajo el aro y dejar el balón a tabla cuantas veces quisiera por muy poblada que estuviera la zona. A menudo, cansado de anotar y con el marcador de cara, se animaba a disparar pases sobrados de genio y recreo, como burlando toda la pesada academia europea que nadie como él representaba con mayor nobleza. Su embriaguez consistía en permitirse instantes lúcidos de anarquía.

Su carrera puede además explicarse como uno de los casos más insólitos de carga técnica declinante. La creencia de que el trabajo en los fundamentos mejora la calidad técnica de los jugadores es cierta. Si uno observa a Michael Jordan de 1985 y lo enfrenta a su versión de 1993 comprobará que su material de uso habrá aumentado exponencialmente. Pero si en cambio lo hace con Drazen Petrovic en ese mismo periodo se sorprenderá de la diferencia en sentido inverso, como si en esta segunda versión su carga técnica hubiera desaparecido.

Este proceso se debe al obligado peaje para sobrevivir en Estados Unidos. Aconteció en nombre de la eficacia.

Antes de emigrar a la NBA Drazen era técnicamente superior a todo cuanto Europa hubiera conocido. Su cima era de mayor altura que la bellísima cadencia de Delibasic y lo sería después sobre el ampuloso Bodiroga y el pedante Komacec.

Su barroquismo en Europa, toda esa querencia por la sobrecarga de recursos, resultaba útil porque el juego se cocinaba a fuego lento. O por defecto, a su misma velocidad. Pero al llegar a la NBA experimentó un violento colapso de todo aquel excedente previo. Allí percibió que sus cross, sus fintas y todo su enorme yacimiento mímico no movían al defensor, no lo sorteaban ni era suficiente. Su carga técnica resultaba inútil. Unido a su inocencia defensiva aquel fue su primer gran shock: comprobar que todo su armamento, que todo cuanto le había dotado de sentido en pura exhibición, era de fogueo.

Tres años después Petrovic estaba limpio. No había ornamento ni sobra. Había una ejecución técnica típica de un escolta NBA. Ya era un tirador. Había conseguido adaptarse al medio. Su figura anterior había muerto y su carga técnica desaparecido.

 

Esta alteración en el más brillante producto europeo hasta entonces sigue representando a día de hoy un triunfo admirable. La posibilidad de vaciar un pasado técnico por completo —de dejar de ser él mismo— y convertirse en un nuevo jugador. Y todo ello con éxito.

Tanto como que poco antes de su muerte había sido oficialmente nombrado el tercer mejor escolta del mundo por detrás de Michael Jordan y Joe Dumars.

Su muerte en una maldita carretera alemana elevaría a las nubes el terreno emocional. En cambio el objetivo, lo que instalar en la realidad, el sentido mismo de su apresurada carrera, ocuparía uno de los más apasionantes capítulos en la voluminosa y aún no escrita Historia del baloncesto en Europa. Y en la de aquellos pioneros en conquistar el mejor baloncesto del mundo y el alma colectiva de quienes lo vieron jugar.

Para siempre además.

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El verdadero valor de un jugador
no lo establece la victoria,
sino la memoria”

(Psicobasket, CXIX)

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40 Comments

  1. Pingback: A la memoria de Drazen Petrovic

  2. Para los nostálgicos de Petrovic, este canal de Youtube tiene mucho buen material sobre él https://www.youtube.com/user/CroPETROforeverHR?feature=watch

  3. Gina Rome

    Petrovic fue al baloncesto lo que Cristiano Ronaldo al fútbol. Un jugador tremendamente individualista, con un caracter pésimo y muy teatrero.

    • Diego Darko

      Yo creo que usted no tiene mucha idea ni de fútbol ni de baloncesto. Sin acritud.

    • Brotons?

    • Creo que no has entendido nada!

      • Gina Rome

        ¿Ah, no?, lástima que no esté Fernando Martín para recordar a gente como tú lo chupón y mal compañero que era Petrovic. Justamente igual que CR7, al que no le aguanta más de media plantilla.

        • Mal compañero no fue nunca. Chupón? También lo era Jordan, o lo es Kobe Bryant. Lo es el que puede. El resto envidia cochina.

    • Cristiano Ronaldo es la Madre Teresa de Calcuta al lado de Petrovic, que era un mal bicho de cuidado. No es por darle la razón a Iturriaga en su artículo «El niñato», pero es que es probablemente la mejor descripción que se hizo sobre él. Un genio sí, un ser humano deleznable también.

      • Pablo

        Acá está el artículo:

        http://elpais.com/diario/1986/07/13/deportes/521589609_850215.html

        Me parece muy cargado de animosidad personal.

      • Un ser humano deleznable?.Por ser arrogante en una cancha de basket ya le juzga así usted como ser humano?.
        Qué infantilismo por Dios

      • No sé si lo llegaste a conocer pero yo diría que no. Una cosa es que no te gustase y que fuese un chupón y un chulo pero afirmar que era un ser humano deleznable es pasarse.
        Muchos deberían mirarse en su espejo como ejemplo de profesionalidad, lucha y trabajar para mejorar.
        Por cierto, para chulos Fernando Martín, con esa pose de perdonavidas…
        Y no no soy madridista, pero me encantaba Petrovic. De hecho, mi madre no ha vuelto a ver un partido de basket desde que murió Drazen. Sólo le gustaba él.

      • Lee lo que dice alguien que lo conoció a fondo como es Biriukov, en un entrevista en Jotdown. Lo califica de majo y generoso, «en realidad era buena gente» creo que pone. Leeros las cosas, antes de opinar.
        De acuerdo con Pablo, el artículo de «El País» me parece una tema personal, puro y duro.

      • john Withouthair

        Iturriaga solo puede hablar de la espalda de Drazen

    • Cossack

      Esa descripción también le encaja a Romario, con quien veo yo más paralelismo. CR es un producto de márketing. Petrovic tenía muchos defectos pero era auténtico. Te gustaba o lo odiabas, pero no por su imagen, sino por quién era.

    • matraco

      Pero Petrovic y Cr7 teatreros como Busquets, Pedrito o Iniesta o como de teatrero?o como Alves ? e individualistas como Messi y Romario ? o como ?

  4. Enorme Gonzalo.

  5. Sin mas, gracias Gonzalo. Lectura catartica para los que amamos el baloncesto.

  6. Pingback: 20 años sin Drazen | Moviendo las Cadenas

  7. Pingback: Hvala ti, Drazene | Moviendo las Cadenas

  8. Juan Antonio

    Un jugador que solía promediar 4 asistencias de media en Baloncesto FIBA se puede considerar individualista?

    Otra cosa es que en la Cibona el juego del equipo gravitara enormemente a su alrededor, pero rodeado de jugadores de gran talento, como los que tuvo en la selección de Yugoslavia en su ultima epoca, era un jugador que sabia compartir la bola.

  9. Cuando el baloncesto importaba…

  10. Felipe

    Las imágenes no corresponden con la final de la Copa de Europa 85. Son del partido de la liguilla en Zagreb. Magnífico artículo.

  11. Una pregunta

    «Tanto como que poco antes de su muerte había sido oficialmente nombrado el tercer mejor escolta del mundo por detrás de Michael Jordan y Joe Dumars»

    ¿Joe Dumars… o era Clyde Dreslexer?

    • Seinfeld

      Pues lo he mirado y resulta que Michael Jordan está en el primer equipo de la NBA, Joe Dumars en el segundo y Petrovic en el tercero. Apustuflant…

      Drazen era un genio y durante años un HP con todas las letras. Cualquiera que pudiera verlo entonces sabe que ambas cosas son ciertas.

  12. Muy oportuno el artículo a las puertas de la final four que empieza mañana y que espero que gane el Barça pero me temo que este año va a ser que no…
    Petrovic siempre me pareció un jugadorazo, tenía ese don especial de los elegidos entre los grandes del Olimpo del Basket. Tenía un carácter especial, claro, como todos los elegidos para la gloria…

  13. Maravilloso documento. Lo mejor que he leído sobre el genio. Absolutamente cierto lo que escribes, en mi opinión. Muchas gracias.

  14. Kukoč

    Muy grande! Genial artículo. Drazen tenía unos fundamentos técnicos impresionantes además de talento y mucha, mucha personalidad. Sin duda el mejor jugador de Europa junto con Sabonis y Toni Kukoč.

  15. Drazen Petrovic es la quintaesencia del baloncesto en Europa. Magnífico homenaje. Recomiendo este enlace: «Hermanos y Enemigos», donde a través de la mirada de Divac, se puede comprobar cuánto significó Petrovic para nosotros.

    http://www.youtube.com/watch?v=u2tCB3-FCKM

  16. Odié a Petrovic mucho tiempo: Qué maldita maravilla de jugador… irrepetible en muchísimos aspectos (q me perdonarán ahí arriba CR7 no llegará ni a soñar).

    El artículo, para variar en JD, inconmensurable.

  17. miguel

    nadie me emociono ni me puso los pelos de gallina mas q petrovic ………….

    han pasado 20 años y nadie ha vuelto a hacerme sentir lo mismo en una cancha de baloncesto ……….

    era como si un juvenil jugase contra benjamines ( una superioridad insultante )

    dep

  18. Gonzalo

    Yo lo recuerdo como tan extraordinario jugador como provocador. En esos años los jugadores yugoslavos, en general, eran tan tan buenos como prepotentes, maleducado y sucios. Realmente enfrentarse a ellos debia de ser un tormento. Los italianos eran del estilo, pero un puntin por debajo en calidad. Un extraordinario jugador, del deporte que sea, lo debe de ser no solo por el juego, si no por la actitud, buenas maneras. Ah, y saber perder o ganar con elegancia y no excesiva demostración de ello (cuando gana)…por respeto al contrario). esa es, al menos, mi opinión.

  19. Genial jugador, posiblemente uno de los causantes de que me encante el baloncesto. Con lo que más me quedaría sería con su ganas de mejorar y su trabajo diario para ello.

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  23. Luis Chacón

    Buenas palabras y fotos acertadas de genios que se odian y deben amarse…

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