«El escrache llegó a España y tiene en vilo a sus políticos» titulaba el otro día La Nación, conservador diario argentino, como quien habla de que Les Luthiers cruzan el charco para su enésima gira y ya se están terminando las entradas. Así está el patio. Para empezar, vayamos a la etimología del término de moda en España, confusa y mezclada, como casi todo lo que viene del lunfardo, la bella jerga del arrabal porteño de fines del siglo XIX e inicios del XX que en este caso modificó, según versiones, voces de varias lenguas: el francés cracher y el italiano dialectal scaracchiare (escupir), el inglés scratch (rasgar), o más bien el italiano schiacciare (romper) —y seguramente el gallego escachar, del mismo significado—, para convertirlo en escrache. Tal y como se entiende en Argentina, es poner en evidencia a alguien, hacerle pasar vergüenza como forma de rechazo. Por asociación y trascendencia, se habla de escrache cuando se señala públicamente a alguien que ejerce con mal desempeño un cargo de responsabilidad. Y por decantación, claro, se llega volando al político. Pero no tiene por qué ser siempre así, que se sepa para no quedarnos a medias lingüísticas por culpa de información incompleta, como cuando nuestros padres decían kirk duglas y nosotros pasamos a llamarle al hijo maikel daglas.
Ocurre que en Argentina, escrachar también es denunciar públicamente un comportamiento secreto. E incluso es una jerga de «fotografiar». De hecho se usa más el verbo escrachar (en la prensa, ante la opinión pública o hasta en Facebook, donde hay grupos destinados a eso) que el sustantivo escrache, más concreto y militante. Así que podemos decir que se escracha a Mourinho si alguien lo caza in fraganti agitando una bufanda azulgrana en un partido del Barcelona de hockey sobre patines (?), como también se escracha al amigo que se deja grabar con un móvil dándose unos arrumacos con la hermana de su novia. Escrachar también sería emitir una grabación de Zapatero en el 82 cantando el himno del CDS, es un suponer, o, pardiez, que se publiquen unas fotos del actual presidente de la Xunta de Galicia con casi 20 años menos en compañía de un contrabandista: si apareciese el verbo escrachar en un diccionario enciclopédico, sin duda se le haría acompañar la ya famosa imagen de la cremita, el barco y (el) Dorado.
A la deriva por la terminología del Plata, concluimos que escrachando a alguien se le manda al frente. O más aún, al muere. ¿Pero qué es mandar al frente? ¿Y al muere? Se puede imaginar uno, y no descartemos que en breve escuchemos esas expresiones. Porque de eso se trata, de préstamos y modismos lingüísticos en España y Argentina. Lo que vino, lo que fue. Y su rapidez. Leer las noticias en Argentina hoy parece una especie de ucronía con sus punto jonbar bien marcado en 2001. En La Nación, de nuevo, se leía el otro día en una pata de columna, como si nada: «Se define el corralito en Chipre», pero no por una comisión de enciclopedistas, sino que se define, o sea, que se decide, se hace realidad. Como define Messi, mientras que en España remata.
De España a Argentina se han ido en los últimos años no más que un par de interjecciones de abundancia y maravilla. Desde hace más o menos una década se escucha por allá «de puta madre» y «de la hostia» con el mismo significado que en España. La mayoría de las teorías de bar apuntan a Torrente (el de la película, no Ballester) como responsable del traspaso lexico-semántico. Pero aparte de esos, no se escuchan muchos más españolismos más allá de la sátira de los gallegos que supuestamente están todo el día con el «joder» y el «tío» en la boca.
En España, en cambio, se ha tomado a la Argentina como modelo lingüístico de dos terrenos que sugieren pancarta y megáfono, reclamación y multitud: política y, tachán, fútbol. Cierto es que hasta el 1995 el futbolero freak medio en España no había tenido la oportunidad de llevarse El Gráfico a sus ojos y nunca había visto en directo las jóvenes perlas de River Plate (sin artículo) de entonces. «Fontanarrosa, ese qué es, ¿italiano?» preguntaban en la facultad cuando veían un libro con ese nombre en la tapa (o cubierta). Pero desde entonces hasta hoy los préstamos se han multiplicado por mil. Y nadie se espanta. Ahora en las radios se escucha «dale, que no pasamos de mitad de cancha y el partido hay que ganarlo sí o sí, porque si no va a haber quilombo con la hinchada«, lo que hace 15 años hubiéramos escuchado, entre una cuña de Fundador y otra de BN, algo así: «Vamos, que no pasamos de mediocampo y el partido hay que ganarlo obligatoriamente, porque si no el respetable se va a enfadar muy mucho».
Quizás es un poco forzado, pero también parecía escrache y mira, no le hace falta ni cursiva. A eso vamos. Por qué triunfó escrache y no riesgo país no se entiende. Cualquier español que viviera en Argentina a principio de siglo (2001) se preguntaría al llegar qué era aquella cosa que aparecía todos los días en la primera página del periódico —diario, mejor— bajo un cintillo llamado «riesgo país». Esa marcianada era el diferencial del bono argentino con la economía de referencia (allá, Estados Unidos). Sí, eso era lo que luego aquí desembocó como prima de riesgo, y tan prima, del riesgo país. Lo extraño es que no hayan desembarcado aún otros dos términos, tan poco argentinos como usados hoy en el país de Borges: los holdouts (bonistas acreedores, lo que hoy algunos llaman fondos buitre, mucho más literario) y, por supuesto, el rey de los términos trágicos de la economía de mercado: el default (defól a pie de calle, suspensión de pagos en España). No cambien de párrafo aún: apréndanselos por si acaso.
La primera vez que oí la palabra escrache fue en marzo de 2006, cuando ya llevaba viviendo un tiempo en Argentina. Era día 18 y quedaban seis para una efeméride demasiado dolorosa y reciente como para olvidarla: el 30º aniversario del golpe de estado del 76, el que dio paso a la última dictadura aregntina. Aquel día, el colectivo HIJOS, de familiares de desaparecidos, se autoconvocó (otro clásico verbo de la militancia argentina) junto a decenas de movimientos políticos frente a la casa de Jorge Rafael Videla, uno de los dictadores de la Junta Militar. Aquel escrache, con miles de personas, fue de los más sonados que se recuerdan, junto a los casi permanentes que vivió en 2001 (y los sigue padeciendo más de una década después) el entonces ministro de Economía argentino, Domingo Cavallo, que vio como se derrumbaba todo un sistema y un país bajo la política que diseñó. Cada mañana, delante de su casa de Avenida Libertador, lo despertaba una murga de gente del común protestando como podía, con cacerola, palmas y bracito al compás de una canción futbolística, reclamándole su responsabilidad cuando se barruntaba la devaluación del peso-dólar y se alumbraba el corralito, ese otro hallazgo que alguna mente iluminada encontró. Hablamos del vocablo, obviamente. Porque en origen corralito es, en Argentina, el parque infantil de los niños, si, el de piso blandito y recios barrotes. Mejor giro literario para hablar de la sensación de prisión por la congelación de los depósitos y la limitación para sacar dinero de los bancos, imposible.
Aquel año de 2006 me tocó hacer un reportaje en Buenos Aires para una revista de actualidad española sobre los call center argentinos. Estaban en pie de guerra contra las empresas que pagaban precariamente y con retraso a jóvenes empleados, en su mayoría, que vivían en sus carnes una especie de novela de Asimov a razón de ocho horas por día. O 12 o 15. Resulta que la mayor parte de empresas eran multinacionales españolas, y todas, a través de la subcontrata propietaria de los call center de turno, enseñaban a los muchachos a atender correctamente el teléfono sin que las barreras lingüísticas o cualquier otro descuido provocasen que el cliente intuyese que no estaba hablando con Albacete, pongamos, sino con el mismísimo barrio de San Telmo, el de Mafalda, en Buenos Aires. Así, los que trabajaban para empresas de venta de entradas de cine, disponían de un glosario para no meter la pata. Por ejemplo, tenían prohibido ofrecer «correrse» de asiento a quien compraba si no le gustaba el asiento, por ejemplo, pero sin embargo podían decir «coger», palabra de delicado uso en Argentina. Había compañías de todo tipo. Hasta una que vendía pizzas que hacía la repera con tirabuzón. Por obra y gracia de la deslocalización, un cliente pedía una mediana de jamón y champiñones en Parla y quien recibía y mandaba el pedido era un universitario porteño a 10.000 kilómetros de distancia. Eso sí, la pizza llegaba calentita y en 15 minutos, que es de lo que se trata el juego. Los empleados, organizados en filas de cabinas incomunicadas entre sí, valga la paradoja, eran controlados desde una suerte de atalaya por un supervisor, sobre cuya cabeza pendían dos relojes: uno argentino y otro español. En cada cabina, un monitor de TVE internacional, no fuese a haber una desgracia y nosotros no nos hayamos enterado. Porque tenían que fingir que estaban en España, tenían que creérselo durante un tercio de su día. Lo aseguraban los propios trabajadores. Había clientes juguetones y también inquisitivos. Otros simplemente preguntaban cosas básicas, de barrio, y entonces los empleados recurrían a precarios mapas de la era previa a la democratización de Google Maps. Pero lo más impactante era la práctica de una gran compañía española de telefonía que cosechaba pingües beneficios en Argentina. En un alarde de fantasía, los empleados de ese call center de Buenos Aires eran los encargados del servicio al cliente para España. Así que la pregunta fue inmediata:
—¿Y también hacen al mismo tiempo el servicio al cliente para Argentina?
—Ah, no, ¡el de Argentina se hace en Perú!
No hay más preguntas, señoría.
Lo que ocurrió fue que, a pesar del impagable servicio que las empresas hacían a los jóvenes, al enseñarles idiomas y aún encima pagarles, empezaron las protestas y todo acabó como el principio de este texto: con un escrache al presidente de la compañía. Si fuese en España hoy, el palabro no tendrían que aprenderlo leyéndolo en un glosario. Ahora ya viene de serie.
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Te pasaste, Lezcano. Muy bueno el artículo.
Bueno, bueno, bueno…, y oportuno. Gracias por este artículo.
Felicidades Arturo, se nota que conoces bien ambos países; como siempre, un placer leerte. saludos!
Muy simpático el artículo, con «mordiente» e ironía suficientes como para aguantar la lectura hasta el final. Sólo (todavía puede escribirse con tilde, ¿no?) un par de cosas me chirrían: la última frase del primer párrafo -lo de «… llamarle al hijo… » me suena muy mal- ; y la comparación-aclaración, pretendidamente graciosa, entre don Torrente Ballester y el otro. El agravio comparativo se disculparía si tuviera gracia; las gracias que ambos hacen y tienen no admiten equiparación, se mire o se lea por donde se mire o lea.
Saúdos meu rei…agora na coru celebrando o 0-4 do noso DÉPOR…A GALLAECIA (Galicia e o Portugal histórico) TRIUNFA, da man de DON FERNANDO VÁZQUEZ…FORZA DÉPOR. Re-re-resaka! Abi
Desde Buenos Aires, Aguante Lescano¡
Es un grande Arturo Lezcano. Me encantó el artículo. Forza dépor y River, claro.