Nos recibe en su casa a la hora del café y se excusa por “el estropicio”, dice, que ha hecho en la salita de estar, donde una silla de oficina negra y estilizada ha sustituido al sofá, antiguo y majestuoso pero demasiado bajo ya para ella. Carmen Delgado (Madrid, 1928) también ofrece a los presentes café, galletas y un bizcocho, un refresco a los que tengan calor y a quienes no quieren nada, agua. Orquesta desde su silla a sus nietos para que lo traigan y aprovecha para hablar maravillas de ellos cuando están en la cocina. Suena a abuela corriente, pero Carmen no lo es. Los artilugios desplegados a su alrededor —solo al alcance de la vista hay un ordenador portátil, una tablet, un e-book y un smartphone— revelan su condición tecnoadicta y la orla que preside el salón, que es recién licenciada. A la izquierda del marco está su nieto, a la derecha su nieta y entre ambos, ella. Tan sonriente como los dos el día de su graduación, que no fue el mismo año pero casi. Carmen Delgado empezó la carrera de Periodismo con 77 años y la acabó hace dos, con 82, justo a tiempo, asegura ella, de “pasar de ser vieja a ser anciana”. Con esta anciana confesa, amable e inteligente, de verbo lúcido y un carisma arrollador, hablamos de periodismo, de política, de la Guerra Civil y de la edad. Y de sus nietos, por supuesto, que le han salido guapos y estudiosos y le traen, dice, todos muy buenas notas.
¿Cómo decide alguien hacerse periodista a los 77 años?
Pues mira, de una manera muy sencilla. Mi nieto tenía que elegir una carrera universitaria y un día, hablando con él, le dije que yo hubiera estudiado Periodismo, que es lo que más me gustaba, pero que no había podido. Y de repente me di cuenta de que, bueno, mi marido había fallecido, mis hijos era mayores y yo tenía salud. Ya podía estudiarlo si quería. Y sí que quería.
¿Así de fácil?
Así de fácil. Tuve que esperar un año para hacer el curso de acceso a la universidad, así que empecé en primero cuando él iba ya por segundo, aunque de Comunicación. Ese año también empezó mi otra nieta en Publicidad, de modo que estábamos los tres en la misma facultad y cada uno en una rama.
O sea, que no le pudo pedir a ninguno los trabajos del curso anterior.
¡Eso me decía todo el mundo! Que iba a copiar a mis nietos. ¡Pero si no pude! Para mi desgracia, porque había algunas materias que te daban ganas de copiar, francamente.
O para la de ellos, que no pudieron copiarla a usted. Tengo entendido que tenía muy buenas notas.
De todo hay… (ríe). Pero sí, trabajaba en clase porque casi todo me gustaba. Tampoco sé si soy objetiva, porque la verdad es que la mayoría de los profesores se portaron muy bien conmigo. Unos porque me veían viejita y otros porque pensarían: “ay, pobre señora, le voy a poner una matrícula”. Seguro que si tenía 20 años no me la ponían.
O sí.
O sí, quién sabe. Tuve un profesor, uno que nos recibía en su despacho para evaluar los trabajos, que tras la primera redacción que le hice me dijo que bueno, que no estaba mal, pero que el periodismo no era para mí, que no era mi camino. Y eso nada más llegar, el primer mes de universidad. Me dejó hundida. Luego rectificó y me puso buena nota y todo, pero así de primeras, nada más llegar, te deja hecha polvo.
Me gusta ver que no cejó usted.
No cejé, no, porque sabía que escribir se me daba bien. Más o menos, con mis carencias, como las de cualquiera, pero oye, no tenía que saberlo todo: fui a la universidad aprender, no a demostrar que ya sabía. Si hubiera sabido, no habría ido. Pero eso fue solo una vez. La carrera, en conjunto, me pareció algo maravilloso, algo que hay que vivir aunque una sea ya mayor.
Es que nunca es tarde si la dicha es buena.
Bueno, a veces sí que se te hace tarde para algunas cosas. Me ha dado mucha rabia tener que quedarme sin montar en globo, por ejemplo, que es algo que siempre he querido hacer. Hace tiempo me puse de acuerdo con mis nietos para alquilar uno y dar una vuelta, pero cuando fui a hacer la reserva y me pidieron nombres y edades me dijeron que no, que no podía ser. Que no admitían a mayores de 70 años, y yo tenía ya 79.
La próxima vez miéntales, que pasa usted por 70 perfectamente.
(Ríe) ¡Qué va! Entonces podría haberme quitado algún año, pero ahora no, siendo anciana ya no. Ya he pasado por el bajón de los 80. Tarde, porque lo empecé a los 83, pero lo he pasado. Justo el año en que me gradué me caí, me rompí dos vértebras y luego tuve una obstrucción arterial, me hicieron un bypass… Y dejé de ser vieja. Eso me dejó anciana. Aunque es una edad que tiene ventajas, ¿eh? Yo se lo digo mucho a mis nietos. Es una edad muy bonita. No es como ser adolescente, claro, pero tiene cosas muy hermosas.
Sabes más cosas que nunca, para empezar.
Sí, pero también es cierto que se te olvidan (ríe). Sobre todo lo que has estudiado. Lo que has vivido, no tanto. Pero sí, quizá sabes más porque ves las cosas de otra manera. Eres más paciente, más comprensiva… Aunque vas pasando por bajones físicos sucesivos y eso te machaca psicológicamente. El bajón de los sesenta es duro, pero el peor es el de los ochenta.
¿Le ayudó la edad, precisamente, a congeniar mejor con los jóvenes en la universidad?
No sé si fue la edad, pero sí es cierto que viéndolo desde dentro he aprendido a entenderlos. Piensa que para una persona de mis años y de mis prejuicios lo de entrar allí era algo horroroso.
No la veo yo a usted con muchos prejuicios.
Pues los tenía, créeme. Y la gente a mi alrededor, ni te cuento. Todas mis compañeras y mis parientes me lo decían. ¡Pero cómo vas a ir a la universidad, si eso es un foco de droga y de sexo! ¡Tú no sabes en lo que te metes! Y yo les contestaba que, bueno, quería conocerlo de primera mano. Si total, yo ya no me voy a contagiar de todo eso. ¡Desgraciadamente! (ríe).
No me diga que fue eso lo que encontró…
¡Qué va! Siempre digo que para mí el primer día de la universidad fue como un primer en Laponia: todo era nuevo. Igual que si tú conoces a unos esquimales y te cuentan que han dejado al abuelo en el hielo para que se lo coma el oso. Tú dírías: ¡qué barbaridad! Pues así estaba yo. Venían unas, venían otros, me decían que si se iban con el novio, que si ahora este, que si ahora otro… Y yo pensaba: ¡qué barbaridad! Pero poco a poco ves que su realidad, su mundo, es ese. Lo raro sería lo contrario, claro, una niña joven con mis ideas y mi moral. Sería ridículo, anacrónico. Para los chicos de hoy, la moral de los de mi generación es algo de risa.
Bueno, mujer, tanto como de risa…
Sí, sí, de risa. El salto entre mi generación y la de mis nietos es brutal. Ni de mis padres a mí ni o de mí a mis hijos ha habido la diferencia que se ha producido entre mis hijos y mis nietos. Es algo apabullante. Mi juventud fue en la posguerra, pero la viví metida en una especie de burbuja. Para empezar porque solo me trataba con chicas de las mías, de las niñas de Serrano, que éramos todas unas necias y unas tontas, hay que reconocerlo. Íbamos muy bien arregladitas, muy modositas, tomábamos el vermú, quedábamos para pasear por la tarde y se acabó. Eran los tiempos de la dictadura, que para mí fue un tiempo muy feliz. Teníamos una vida muy placentera, francamente, pero muy vacía.
Tampoco me suena muy distinta a la de muchos jóvenes de hoy.
¡Pero es que nosotros no pasábamos a mayores, era lo único que hacíamos! (ríe) ¿Sabes qué pasa? Que éramos de otra manera. Más puras, si quieres, o más inocentes. No te digo en el sentido moral, sino simplemente en el estético. Que un chico te cogiera la mano en el cine era, bueno, la bomba. ¡Hasta te confesabas después! Éramos muy inocentes, que visto desde fuera resulta irrisorio, pero cuando eres tú el que lo vives, es muy estimulante. Por eso digo que, pese a todo, no cambiaría vivir mi juventud en aquella época por vivirla ahora.
¿Incluso habiendo pasado la Guerra Civil?
Incluso así. Piensa que a mí la guerra me cogió con nueve años y mi hermana, mi madre y yo salimos exiliadas. Mi padre no pudo, le dieron el alto en la frontera y tuvo que quedarse en zona roja.
Recordará aquella época con pavor, imagino.
Recuerdo la conmoción en casa cuando mataron a Calvo Sotelo, por ejemplo. Por aquel entonces ya se sabía que el Parlamento estaba muy dividido, que había mucha tensión entre unos y otros, con Largo Caballero, con la CEDA… En fin, todo eso. Pero si tú lees los documentos del Congreso de entonces y sus discursos te das cuenta de que Calvo Sotelo era una persona centrada, con un gran sentido común. Te podía gustar más o menos, pero que lo mataran como lo mataron, sacándolo de su casa por la noche, tirándolo en una cuneta después… Fue un golpe tremendo. Estábamos muy mal en España, ya lo sabíamos. Había muchas manifestaciones, quemaban iglesias, todo eso. Pero fue aquel día, cuando se llegó a ese punto, cuando nos dimos cuenta de que algo gordo iba a pasar. Como así fue.
¿Pasó la guerra en Madrid?
Lo peor lo pasamos aquí, sí. Mi padre nos dijo que nos teníamos que ir pero mi madre no quiso, porque mi abuela, que vivía en el piso abajo, tenía un cáncer y murió a finales del 36. Así que ese otoño, que fue terrible, lo pasamos en Madrid. Recuerdo que mi padre fumaba un pitillo todas las noches en la terraza de casa. Uno de esos días, al principio de la guerra, en el 36, que todavía hacía calor y teníamos las puertas abiertas, volvía de fumar y al cruzar el umbral de la puerta, zas: un balazo en la terraza, justo en el sitio donde estaba hacía solo unos segundos. Eran francotiradores. Los llamábamos pacos. No sé si eran de un bando o del otro. Algunos en Madrid decían que eran curas y todo. Mi madre perdió 45 kilos en aquella época, hasta que mi padre decidió que no podía ser y que nos teníamos que ir.
Algo que marca para toda la vida, imagino.
Para toda la vida, en efecto. Yo soy de derechas, porque no podría ser otra cosa viviendo como he vivido y habiendo pasado en Madrid el primer año de la guerra, que te quitaba las ganas de ser de otra manera. Lo que vivimos aquí ese año tenemos un trauma terrible. ¿Tú sabes lo que era estar en casa por las noches, siendo niño, y que vinieran los de la FAI, que eran los peores, en unos coches que habían pintado de amarillo? Llamaban al portal golpeando con las culatas de los fusiles, subían por la escalera dando voces, blasfemando a gritos… Era horrible. Y nosotros todos en la puerta temiendo que viniera a por nuestro padre, claro. Y los de arriba igual, y los otros, y los de más allá. Todas las familias esperando a ver en qué piso se paraban. Hasta que llegaban a la casa a la que fueran, cogían al señor, salía la señora llorando, los niños llorando y adiós muy buenas. Eso lo he visto muchas veces en mi casa. ¡Madre mía, qué mal lo pasábamos! Y luego se me ha olvidado, porque tiene que olvidársete. Pero no quiero vivir otra guerra. Y lo que estoy temiendo es que la haya, porque lo veo muy mal.
Me decía antes que, en cambio, su vida durante la dictadura fue un tiempo feliz para usted.
Sí. El primer colegio al que fui fue en París, porque aquí no había ido aún a la escuela, era muy debilucha. Estuve allí año y medio y así fue como aprendí francés. Y cuando acabó la guerra y volvimos a España los niños lo vivimos como una época muy feliz, la verdad. Yo tenía casi 12 años y para nosotros Madrid era maravilloso: ya no había guerra, podías ir al colegio andando solo por la calle y no pasaba nada, no había casi coches… Era un lugar estupendo.
¿Siguió siendo así en la posguerra?
Sí, pero muchas cosas cambiaron. Cuando volvimos mi padre nos dijo dos cosas a mi hermana y a mí: una, que teníamos que aprender idiomas como fuera, porque era el futuro, y dos, que la vida que llevábamos de señoritas de Serrano se había acabado. Así que nos apuntó al Liceo, que era un lugar donde se utilizaba el francés como base y luego se impartían tantas horas de inglés como de español. Allí estudie una especialización, un camino intermedio entre el profesorado mercantil y perito mercantil.
¿Y después no siguió estudiando?
No, porque mi padre nos lo ofreció a mi hermana y a mí, pero nos lo ofreció a la edad a la que nos lo ofreció, y a esa edad no quieres estudiar más. Tampoco nos obligó a hacerlo, porque cuando nos reencontramos con él tras la guerra nos dijo que en el futuro podríamos hacer lo que quisiéramos siempre que cumpliéramos con dos condiciones: que fuéramos sinceras con él y que fuéramos decentes. Decentes como se era decente en la época, claro, que era un caminito muy marcado (ríe). Podías ser egoísta, mala persona, lo que fuera; mientras no fueras fresca, no pasaba nada.
Un hombre moderno, por lo que veo.
Y muy listo. Me pedía que fuera decente pero a los 15 años me dejaba ir a guateques, los sábados a la Sierra, cosas así. Me decía que no bebiera, que fuera buena y me dejaba ir. Todas mis amigas tenían que ingeniárselas y mentir para poder ir. Él confiaba mucho en mí, que es algo que hace milagros. Gracias a eso adquirí la costumbre de no mentir, que es algo que te ahorra mucho sufrimiento en la vida.
Y en un periodista es una virtud.
Ay, Dios mío, los periodistas. A mí me dan mucha pena. Entre las condiciones en las que trabajan y el propio estado del periodismo… Gracias al cielo algunos de mis compañeros están trabajando, pero a veces veo a otros persiguiendo a algún famosete con el micrófono y preguntándole que con quién se acuesta y se te cae el alma a los pies.
Pero es eso o el paro.
Claro, claro. Yo tengo compañeras de la carrera repartidas por medio mundo. Una en Irlanda cuidando niños, otra que se ha ido a Barcelona de camarera, otra aquí en Madrid pero sin encontrar nada… Es catastrófico.
Me dicen que sigue leyendo el periódico puntualmente.
El único periódico que leo fielmente, pero que reconozco que es muy carca, es el ABC. A veces me indigna, porque son muy cerrados y hay días que me enfado y me digo a mí misma: ¡no lo vuelvo a leer! Pero es mi periódico y lo es desde que nací, porque mis padres ya estaban suscritos a él desde que se casaron y se casaron en 1920, fíjate tú. Los he leído todos, o casi todos los días de mi vida.
¿Sigue leyéndolo?
Sigo leyéndolo, sí. Durante la dictadura el ABC era la única manera que tenías de enterarte de las cosas. Tuvo una época muy buena, con periodistas soberbios, en particular después de la guerra, cuando volvieron muchos exiliados y se incorporaron al periódico, que era muy cerrado ideológicamente, pero muy abierto para las novedades. En ocasiones mi padre subía también a casa el Informaciones, pero con los años dejaron de publicarlo. En todo caso ninguno de estos dos sacaba nada de violencia ni de crónica negra, por cosas de la censura, y para eso tenías que leer El Caso, que era otro que a mí me encantaba. Que si habían matado a una estanquera en no sé dónde, que sí se había caído un puente… Aunque fuese crudo te enterabas de lo que ocurría en España, que ahora suena muy tonto, pero en aquella época resultaba apasionante, porque era muy complicado.
Y con la información internacional no me lo quiero ni imaginar
Peor. A mí me gustaban, y me siguen gustando mucho, las crónicas de guerra. Las leía y pensaba: ¡qué suerte! ¡Qué pena no poder estar ahí! Aunque quizá se hacían mejor antes que ahora, que con la televisión y con Internet hacen menos falta. También comprábamos libros, sobre todo los que se editaban en Argentina y aquí no, por la censura. Había una librería en la calle Arenal, que se llamaba Clan, donde te ofrecían cosas que se editaban en México y Argentina. Cuando eras cliente te lo buscaban, te lo encontraban y te lo vendían bajo cuerda, metidito en una bolsa y sin que nadie se enterase.
O sea, que se podía leer pese a la dictadura.
Sí, era complicado pero se podía. Por lo menos aquí, en Madrid. A mí lo que me quitó de leer no fue la dictadura, fue casarme (ríe). Porque tenía un marido, y no te podías poner a leer y abandonar a tu marido ahí, toda la noche. Así que dejabas de hacerlo. Durante mi matrimonio me perdí mucha actualidad literaria.
Literatura no sé, pero veo que está al día con las tecnologías.
Es que hay que estar al día, porque el mundo cambia. Te pongo un ejemplo: yo trabajé para el Estado como traductora durante un breve periodo de tiempo, porque hice las oposiciones a los 50 y a los 65 me jubilaron, pero en esos 15 años pasamos de la máquina de escribir a la máquina de escribir eléctrica y de la eléctrica al ordenador.
Y a día de hoy tiene hasta una tablet, por lo que veo.
Bueno, una tablet… ¡Tengo de todo! Una tablet, un portátil, un e-book, un teléfono inteligente… Todo con tal de conectarme a Internet, que es un mundo apasionante y que recomiendo, en particular a la gente mayor que está sola. Yo he vivido sola desde que murió mi marido hasta el verano pasado, que empezó a vivir conmigo una chica para cuidarme, y no he sentido soledad en ningún momento gracias a Internet. Por eso y por… [Carmen señala hacia arriba].
¿Los de arriba?
Tengo unos amigos arriba, como yo los llamo, y les pido por unos y por otros, porque tengo mucha fe. En la carrera muchos compañeros venían y me pedían que pidiera ayuda para ellos, que tenían un examen, y al día siguiente volvían y me decían que sí, que había funcionado. Me llevo bien con ellos y la verdad es que casi todo lo que les pido me lo conceden.
Fotografía: Guadalupe de la Vallina
Dios! Nunca he escrito en esta web, pese a haber leído muchos de los artículos, pero está señora se merece todo el respeto del mundo, es, sin duda, un ejemplo de que el edadismo no tiene fronteras! y que las únicas fronteras que tienen son las propuestas impuestas por nosotros mismos :)
Eres magnífica Carmen, un abrazo fuerte
excelente..!! a veces pensamos que nos hacemos viejos y que ya no podemos hacer ciertas cosas, o terminar lo que dejamos a medias, inspirador.
Qué grande, Doña Carmen. Dan ganas de plantarle dos besos y sentarse a escuchar sus historias toda la tarde mientras pruebas el bizcocho.
Precioso. Un ejemplo. Fuente de inspiración. Las únicas barreras son las que nos imponemos nosotros mismos; nuestras creencias acerca de quiénes somos, qué podemos (o no) hacer, de qué somos merecedores,…
Maravilloso. Me encantaría seguir su ejemplo y no perder nunca las ganas de aprender.
Hola yo soy una madre de esas compañeras de la señora Carmen, siempre me emociona y el día que le dieron la placa allí lloramos todos ,gracias es un ejemplo a seguir.
¡¡¡Qué maravilla!!!
Felicitaciones a Doña Carmen, la he visto por TVE una tarde en un panel de gente como ella, varios testimonios de gente que cumplian sus sueños en su adultez mayor, esto da la pauta que los sueños hay que pelearlos para obtenerlos y que hay gente que siendo jóven vive envejecida. Un ejemplo! bravísimo!
Que sí, que sí, que la izquierda fue también muy genocida durante la Guerra Civil. Que no sólo los malos fueron Franco y los fascistas. Una lección de memoria histórica. Y una entrevista excelente, como todas.
Hola a todos, es sencillamente increíble la historia de Carmen, yo ya la conocía y cada vez que leo cosas sobre su historia me quedo más impresionada. Si quieren saber más de ella pueden verlo aquí: http://www.vidasllenasdevida.com
O pueden ver el video en el que cuenta su historia de superación; http://bit.ly/CDPdta
Un saludo
Fan de esta dama, de su valor y de finesse d’esprit. Y de toda la familia que le ha acompañado y animado en este camino.